Vendavales en el Mundo Verdadero
Un gran abismo de éter separa los planos, donde habitan los dioses y los mortales. La niebla etérea siniestra y oscura, siempre en expansión, se posa y hierve como un inmenso banco de nubes cósmico. Ocupa el espacio entre los mundos materiales y los planos superiores de los inmortales, un lugar donde no hay más que vacío.
Allí permanece, eterna e inmutable durante miles de generaciones humanas. De vez en cuando, un viajero pasa a través del éter, ayudado por el poder de la magia o el divino; sin embargo, el viajero no deja huella de su paso, pues el éter se encarga de borrar hasta la más mínima pista.
Incluso cuando los dioses de los muchos planos se inquietan, cuando los destinos épicos chocan en convulsiones del bien y el mal, el éter continúa con su reflujo intemporal. No conserva ningún rastro, no ofrece ninguna pista.
Ahora el color centelleaba en el éter, un verde brillante seguido por el rojo, el naranja y el amarillo. Un resplandor iridiscente, como el azul en un bajío de un mar coralino, aparecía y desaparecía en la espesa niebla de la esencia efímera.
Durante un tiempo —quizás una era, o sólo minutos— todo permaneció gris y monótono. Entonces, los colores volvieron a brillar, y una forma se dibujó en la niebla del plano etéreo. A pesar de que no había ningún punto de referencia, la silueta parecía enorme, ancha como el mundo, e inexorable en su impulso.
Un par de grandes alas, de un tamaño capaz de abrazar el sol, se desplegaron a ambos lados de la forma. Cada una barría la niebla con tonos resplandecientes, dejando en el éter la estela de un arco iris. El cuerpo entre las alas se materializó; tenía el aspecto de una serpiente envuelta en una aureola brillante.
La forma desapareció entre la niebla, para ir hasta los lugares donde el éter rozaba los mundos. Sólo quedó la niebla eterna, siempre en movimiento. Entonces, sin previo aviso, la forma se libró del éter y apareció a la luz del sol. Dio una vuelta a la gran estrella, para divisar el mundo que buscaba, y después voló hacia aquel globo desgarrado y turbulento.
A medida que bajaba, su paso proyectó una sombra enorme a través de los Reinos.
—¡Aquí también hay agua! —Luskag se rascó la calva, requemada por el sol. El enano del desierto se sentía perplejo, y también un poco alarmado. En realidad, tener más agua en la arena abrasada de la Casa de Tezca no podía ser malo. ¿O sí?
—Más rarezas, como la de las bestias que según dicen dominan Nexal —murmuró Tatak, su compañero. Al igual que Luskag, Tatak vestía un taparrabos de cuero curtido, y una cinta de piel de víbora alrededor de la cabeza. En el caso del enano más joven, la cinta servía para sujetar su abundante cabellera. Ambos llevaban barbas hirsutas y largas que les llegaban a la cintura.
La pareja se encontraba junto a un estanque de agua cristalina en un valle pequeño y rocoso, donde dos días antes no había más que un agujero polvoriento. Unos riscos escarpados de piedra roja, que resplandecían como el fuego a la luz del día, dominaban el lugar.
Junto al agua y en medio de las piedras, apuntaban los primeros brotes vegetales. Si el proceso que se observaba por toda la Casa de Tezca continuaba con el mismo ritmo, en cuestión de semanas el desierto se convertiría en una tierra fértil productora de maíz.
—¿Qué se sabe de los humanos? ¿Prosiguen su marcha? —preguntó Tatak. Sabía que su cacique había ordenado a los espías que vigilaran el gran éxodo del páramo en que se había convertido la región ocupada por la fabulosa Nexal.
—Van hacia el sur, igual que antes —gruñó Luskag—. Cruzan la Casa de Tezca como las langostas, lanzándose sobre los pozos de agua para despojarlos de comida y después seguir hacia el sur.
—Es como si los dioses hubiesen dispuesto los alimentos para ellos… —murmuró el joven Tatak.
Luskag soltó un bufido, enojado y sin saber qué decir. Como jefe de la Casa del Sol, había conocido un mundo sin cambios durante más de un siglo de vida en el desierto. Él y su gente habían sobrevivido a la dureza de su entorno natural y, si bien no lo dominaban, tampoco los dominaba a ellos. Conseguían el agua que necesitaban del cacto llamado «madre de las arenas». La comida siempre había escaseado, pero los enanos del desierto se conformaban con poco.
Ahora, enfrentado a una multitud de cambios, Luskag no podía disipar la sensación de inquietud que lo embargaba y que lo molestaba como una sombra en este día soleado.
En aquel preciso instante, como un eco de sus pensamientos, una gran mancha oscura se deslizó sobre la tierra. El enano se agachó instintivamente, como si quisiera esquivar el ataque de un gavilán enorme, pero cuando miró hacia el cielo no vio otra cosa que la gran cúpula azul.
—¿La has visto? —preguntó Luskag.
—¿Qué?
El jefe de los enanos no se molestó en repetir la pregunta y estudió el cielo en busca de alguna pista sobre el origen de la sombra.
—Debemos estar alertas —murmuró con voz grave—. Y preparados.
—Nuestros artesanos trabajan duro en la plumapiedra —comentó Tatak, algo que su jefe ya sabía—. Han preparado muchísimas flechas de punta afilada.
—Me alegro. Otro grupo, de diez enanos, ha salido esta mañana, con destino a la Ciudad de los Dioses. Dentro de diez días estarán de vuelta con una carga de la obsidiana bendecida por los dioses.
—¿Cómo es posible que los dioses puedan haber dejado al desierto un lugar como aquél? —inquirió Tatak—. Una pirámide tan enorme sólo puede haber sido construida con los esfuerzos de muchos miles de fíeles, ¿o me equivoco?
—No nos corresponde a nosotros poner en duda los actos divinos —gruñó Luskag—. Quizá colocaron la Ciudad de los Dioses en el desierto para que sólo nosotros pudiésemos encontrarla, para que sólo nosotros fuéramos capaces de dominar el arte de la plumapiedra. —El cacique rió con ironía—. Tal vez ahora los dioses nos muestren para qué necesitamos las armas.
Ambos sabían que había sido sobre todo cuestión de suerte que Luskag descubriera la brillante y extremadamente dura obsidiana. Al parecer, la piedra no existía más que en los riscos de los alrededores de la Ciudad de los Dioses, las ruinas barridas por la arena que se encontraban en el corazón del desierto. A partir de la superficie vidriada de la roca, los talladores habían conseguido hacer armas mucho más resistentes que cualquiera de las conocidas en Maztica. Las hojas hacían recordar los filos de las armas de acero que se remontaban a los orígenes de los enanos, antes del tiempo de la Roca de Fuego.
—Dicen que las nuevas puntas son capaces de destrozar rocas —comentó Tatak.
—Así es, y también han comenzado con la producción de hachas —acotó Luskag, que llevaba una de las primeras que habían fabricado. La obsidiana había demostrado sus cualidades al conservar el filo, y además, gracias a la plumamagia utilizada por los artesanos, el hacha resultaba prácticamente indestructible—. Quizás el próximo paso sean las lanzas, aunque somos pocos para empuñarlas.
Luskag presintió, más que escuchar, una presencia a sus espaldas. El suelo tembló con el peso de unas pisadas, y el enano se volvió con la velocidad del rayo, con el hacha en la mano. Vio cómo palidecía el rostro de Tatak, quien se apresuró a situarse a su lado.
La criatura que se erguía ante Luskag casi lo hizo retroceder de asombro y repulsión. Enorme y con un cierto aire humano, tenía una altura de casi tres metros. Sus gruesos músculos se marcaban en su torso y miembros, y enarbolaba un garrote del tamaño de un árbol pequeño. El enano alcanzó a ver la marca roja, con la forma de una cabeza de víbora, en el pecho de la bestia.
Pero fue el rostro lo que más le llamó la atención, porque era la cosa más horrible que había visto jamás. Unos ojos diminutos, inyectados en sangre, lo contemplaban, mientras su enorme boca babeante dejaba al descubierto unos dientes afilados y largos como dedos. El aspecto del monstruo provocó una reacción visceral en el enano, que se sintió dominado por un odio primitivo.
—¡Vigila el garrote! —gritó el cacique, al ver que Tatak se lanzaba al ataque.
El joven enano del desierto sólo tenía un cuchillo de piedra, que no vaciló en emplear contra el fofo vientre de la bestia. Con una rapidez sorprendente, el monstruo dio un paso atrás y descargó el garrote contra su atacante. La gruesa estaca golpeó el cráneo de Tatak con una fuerza brutal y le destrozó la cabeza.
Luskag rugió de furia, y se lanzó al combate con todo el odio ancestral que le provocaba la criatura. Jamás había visto nada parecido, pero el aspecto de aquella cosa le había bastado para sentirse presa de un frenesí asesino.
El hacha de piedra del enano, envuelta en pequeños mechones de pluma, buscó las tripas del monstruo y antes de que éste pudiera levantar su garrote, el agudo filo de obsidiana abrió una profunda herida en la carne de la bestia.
El enano soltó un grito de alegría salvaje, un áspero rugido de venganza al ver la sangre del monstruo, y se agazapó atento al próximo movimiento de su rival.
Con un alarido que estremeció al valle, la criatura buscó con su garrote el cuerpo del enano. Luskag esquivó el golpe sin problemas, y esta vez le clavó el hacha en la rodilla. Ahora, el grito de la bestia expresaba temor, y el enano volvió a atacar. La furia le obnubilaba la mente, y sólo deseaba acabar con aquella monstruosa aberración. Incluso si la cosa no hubiera asesinado a Tatak, le habría sido difícil reprimir su odio. La sed de venganza no dejaba lugar a la misericordia.
La bestia retrocedió, tratando de eludir los terribles golpes de la fulgurante hoja. De pronto, soltó el garrote y dio media vuelta, dispuesta a emprender la huida, tratando de hacer pie entre las piedras sueltas para alcanzar el risco cercano.
Un golpe en el muslo de la criatura le cortó los tendones. Con un chillido espantado, la bestia cayó a tierra, indefensa. De un hachazo certero en el cuello, Luskag lo acalló para siempre.
Poco a poco, el frenesí de la batalla desapareció de la mirada del enano, y sintió un enorme cansancio que le oprimía los hombros. Apenado, el cacique se volvió hacia el cuerpo de Tatak. Recordó la sombra que había cruzado el cielo, y miró hacia la bóveda celeste, que parecía burlarse de él con su prístina claridad.
Luskag levantó el cadáver de su compañero y emprendió el camino de regreso hacia la Casa del Sol.
El hombre y la mujer descansaban en la paz y la quietud que les ofrecía su nicho rocoso. Desde allí, en lo alto de la sinuosa cresta rojiza, podían mirar hacia el oeste por encima de la superficie marrón del desierto. Saboreaban esos momentos de intimidad, porque se amaban y disponían de muy pocas ocasiones de estar a solas.
Contemplaban las primitivas tierras salvajes, lejos del duro camino y de los millares de humanos agotados acampados detrás de ellos, hacia el este. Ahora, después de una huida de muchas semanas, la enorme masa humeante del monte Zatal había desaparecido de la vista, oculta tras el horizonte norteño. Durante la larga escapada, la cumbre del volcán había sido como una sombra ominosa dispuesta a caer sobre los aterrorizados mazticas, un horrible y deforme recuerdo de la noche de violencia que los había alejado de su ciudad y había convertido Nexal en una tierra asolada.
La habían bautizado con el nombre de la Noche del Lamento, y el nombre no podía ser más apropiado.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que huir? —preguntó Erixitl, con tristeza. El frío del atardecer hizo su aparición, invitándolos a volver al lugar al que no deseaban regresar. Ella era una mujer de gran belleza, con una larga cabellera negra que le llegaba casi a la cintura. Vestía una brillante capa de plumas, cálida y suave, y la superficie multicolor parecía ondular con la luz del ocaso.
Colgado del cuello, llevaba un amuleto de jade rodeado de unos plumones sedosos de color esmeralda. Las plumas se agitaban en la brisa como con vida propia, y el verde intenso de la piedra mostraba un reflejo de sorprendente vitalidad.
—Podemos sobrevivir durante mucho tiempo, siempre y cuando encontremos alimentos —dijo Halloran, evitando dar una respuesta directa—. Sé que no hay futuro, ni una vida para nosotros… ni para… —Se interrumpió cuando ella le sujetó la mano. En contraste con la mujer, el hombre era alto, con la piel pálida pero curtida, y una suave barba castaña.
De su costado, en una sencilla vaina de cuero, pendía una espada. La afilada hoja del acero resplandecía en el trozo que quedaba al descubierto cerca de la empuñadura. Además, vestía una coraza de acero, sucia y arañada por los rigores del camino. Sus pesadas botas de cuero mostraban el desgaste de la larga marcha.
Sólo sus manos se veían limpias, con un brillo que el crepúsculo parecía acentuar. Una estrecha pulsera de cuero trenzado rodeaba cada una de sus muñecas, y entre los tientos de cuero asomaban unos plumones diminutos.
—¿Qué otra vida puede haber? —Erix suspiró—. Quizás éste sea el principio del fin del mundo.
—¡No! —Hal se sentó bien erguido—. ¡El desierto no es más que un camino, no nuestra vida! Mientras dispongamos de agua y comida, podemos seguir adelante. En algún lugar encontraremos un sitio seguro, donde podremos construir un hogar. ¡Tu gente ha construido ciudades en el pasado, y pueden volver a hacerlo! ¡Ellos…, nosotros podemos hacerlo con tu liderazgo, con tu guía!
—¿Por qué siempre he de ser yo? —exclamó Erix. Después, controló sus emociones y se respondió a sí misma, con voz cansada—. ¿Porque llevo la capa hecha de una sola pluma? ¿Porque la gente, los sacerdotes, afirman que soy la elegida de Qotal?
—Nunca he dicho que comprenda la voluntad de los dioses —contestó Halloran, sin alzar la voz—. Pero la gente confía en ti, y te necesitan. Hasta los hombres de la legión, mis propios paisanos, esperan tu guía.
»¡Si la profecía del retorno del Dragón Emplumado es lo que nos hace seguirte, no te resistas! —añadió—. ¡Aprovecha esta fe para reunimos a todos!
—Sí —dijo Erixitl—. Lo sé. Todos los presagios se han cumplido. Primero el regreso del coatl a Maztica, para morir en la Noche del Lamento. Entonces, descubren su capa, la Capa de una Sola Pluma, y da la casualidad que está en mi poder. Por último, se produce el Verano de Hielo.
—El hielo fue la única cosa que nos permitió escapar de Nexal —le recordó Halloran—, y la última señal que predice su supuesto regreso.
—Pero llegará demasiado tarde, si es que de verdad regresa —protestó Erix—. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no vino cuando había una posibilidad de salvar Nexal, antes de todas estas guerras y matanzas?
—Quizá Nexal estaba condenada a desaparecer —sugirió Hal. Si bien la ciudad era magnífica, no podía olvidar las filas de cautivos que a diario reclamaban los sacerdotes de Zaltec, para ofrecer sus corazones al sanguinario dios. Era un espectáculo horroroso, y representaba una maldad que no se podía tolerar en el mundo.
»Recuerda que tu capa nos salvó en la Noche del Lamento —añadió el joven.
—Es verdad —admitió Erix. Se apoyó en su marido—. Y, a pesar de los muchos miedos y sufrimientos que hemos padecido desde entonces, no me arrepiento de uno solo de los momentos que hemos pasado juntos.
—Habrá muchos más —prometió Hal, de todo corazón.
La cogió entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo, protegiéndola del frío de la noche. Ella se acurrucó, y por un tiempo no existieron para nadie más que para sí mismos.
Y, durante aquel instante demasiado breve, no necesitaron nada más.
El humo se alzaba del enorme montículo de escombros que, en un tiempo, había sido la Gran Pirámide de Nexal. A su alrededor, la plaza sagrada —ahora agrietada y quemada— se extendía como un parámetro infernal, lleno de ruinas.
No obstante, el lugar continuaba siendo sagrado, porque allí se había enterrado, muchos siglos atrás, el talismán de la tribu nexala. Yacía debajo de la desgarrada superficie de la plaza y de la pirámide derrumbada, pero no había perdido su poder.
El talismán era un pilar de piedra caliza descubierto por un devoto clérigo de Zaltec, centenares de años antes. La leyenda afirmaba que el pilar había cobrado vida y que se había presentado al sacerdote con el nombre del dios, para ordenarle que condujera a su gente en un peregrinaje épico. El pilar había sido cargado por la tribu errante de los nexalas hasta llegar a este valle, que habían reclamado como su hogar.
Antes de construir la primera pirámide dedicada a su hambriento dios, habían enterrado el pilar debajo del lugar donde se edificaría el templo. A medida que las sucesivas generaciones expandían el poder de la tribu, se habían agregado nuevos escalones. Por fin, se convirtió en la Gran Pirámide, al mismo tiempo que los nexalas conseguían hacerse los amos del Mundo Verdadero. Y, como siempre, en la base de la enorme mole, el pilar de piedra caliza constituía su cimiento. Simbolizaba el tremendo poder del dios, de la misma manera que Zatal, el volcán que dominaba el horizonte, era la representación de su terrible apetito.
Habían pasado meses desde la erupción del volcán, pero las aguas del valle continuaban hirviendo y las bolsas de gas fétido estallaban con gran violencia.
La isla que una vez había cobijado a los humanos y a la gran ciudad de Nexal soportaba ahora la furia de los dioses. Grandes grietas dividían la tierra, llenas de agua negra o fango caliente. Los fabulosos tesoros se habían hundido en las tinieblas, sepultados debajo de piedras, basura y carne, mientras su arte —la plumamagia, los mosaicos multicolores y las soberbias muestras arquitectónicas— había desaparecido en la violencia de la destrucción.
Alrededor de la costa, las demás ciudades y pueblos del valle aparecían derrumbados y desiertos. Los fértiles campos que otrora habían sido regados por el agua cristalina de los lagos, estaban ahora convertidos en pantanos insalubres, y envenenados en algunos puntos por los desechos del volcán.
Allí moraban unas criaturas oscuras, bestias de largos colmillos y dientes afilados que deambulaban por el cieno, cargadas de odio contra el mundo que las había maldecido con un destino tan horrendo. Todos los humanos que no habían escapado a tiempo habían muerto a manos de los nuevos amos de la ciudad.
El mayor de estos monstruos vivía entre las ruinas de la pirámide. Hoxitl, en un tiempo sumo sacerdote del sanguinario Zaltec, era ahora la herramienta fundamental de su amo. Su grotesco cuerpo tenía una altura de seis metros, y su rostro no conservaba ningún parecido con el de su anterior naturaleza humana.
En cambio, mostraba un enorme hocico protuberante dotado de varias hileras de dientes curvos y afilados. Sus brazos y piernas, largos y nervudos, acababan en garras, y además tenía una cola protegida con púas ponzoñosas. Una espesa melena le rodeaba la cabeza, pelos hirsutos y empapados en sangre que se erizaban cada vez que expresaba su cólera, y Hoxitl no conocía ya otra cosa que la cólera.
A menudo, la bestia maldecía a su amo —Zaltec, dios de la guerra— por haberlo condenado a ese infortunio. Sin embargo, y a pesar de sus más virulentas maldiciones, acataba a Zaltec. En las escasas ocasiones en que se encontraba a un humano escondido entre las ruinas de Nexal, el cautivo era arrastrado, sin hacer caso de sus gritos de terror, a la presencia de Hoxitl, que se apresuraba a arrancarle el corazón para ofrecérselo a su dios, en un acto de repugnante obsecuencia. Hoxitl no dejaba nunca de implorar la guía de Zaltec, porque el monstruo era incapaz de pensar por su cuenta.
Una de las víctimas, un anciano que aceptó su destino con el estoicismo de un verdadero creyente, por fin pareció provocar una respuesta. Hoxitl lanzó el corazón del sacrificado en la boca de la estatua destrozada que había simbolizado al dios Zaltec y, al instante, sintió un temblor procedente de las profundidades de la tierra.
El clérigo-bestia gimió aterrorizado, al recordar la visita del engendro durante la Noche del Lamento. A su alrededor, todas las criaturas de su culto chillaron espantadas y buscaron refugio en el primer hueco a mano, temerosas de un nuevo castigo de su amo.
Una terrible sacudida conmovió las ruinas del templo, y Hoxitl se apartó prudentemente al ver cómo caían los escombros desde lo alto del montículo. Una forma emergió de las ruinas, un gigantesco rostro de piedra que apartó los escombros como si fuesen granos de arena a medida que salía de la tierra.
Por fin quedó al descubierto un enorme monolito más alto aún que el propio Hoxitl. Las criaturas se apartaron implorando clemencia, pero el clérigo-bestia avanzó sin temor y se arrodilló delante de la forma.
Sabía que el pilar de piedra no era otro que el propio Zaltec, dios de la guerra. A lo largo de siglos, había permanecido en el centro de la pirámide, enterrado debajo de las terrazas añadidas por los sucesivos cancilleres de Nexal. Pero ahora, libre de la ciudad y del templo, había emergido como un terrible coloso, para comunicar su voluntad a Hoxitl.
Y el clérigo-bestia comprendió que Zaltec aún lo prefería. A pesar de su forma grotesca, a pesar de la destrucción de su pueblo y de su mundo, Hoxitl gritó su gratitud.
—¡Mi supremo señor! ¡Háblame! ¡Soy tu esclavo!
Una imagen hizo que Hoxitl se irguiera en toda su estatura, una imagen de sangre, muerte y destrucción.
—¡Guerra! —exclamó Hoxitl, feliz—. ¡Señor, haré la guerra para tu mayor gloria! ¡Destruiré a todos aquellos que no veneren tu nombre!
»¡Criaturas! —Hoxitl llamó a sus seguidores con voz vibrante, y, pese al miedo al coloso, lo obedecieron—. ¡Marcharemos a la guerra en el sagrado nombre de Zaltec!
Insultó y maldijo a sus criaturas, ordenándoles que formaran por legiones. Maltrató y golpeó a los ogros, y después los envió para que hicieran lo mismo con los orcos. Buscó a sus ágiles y salvajes trolls y los formó en compañías.
La horrible multitud se reunió en las ruinas del centro de Nexal. Trolls verdes y negros montaban guardia alrededor del ejército, y sus oscuros y hundidos ojos miraban con recelo a todo el mundo mientras levantaban sus delgados miembros para amenazar al cielo con sus garras. Algunos llevaban garrotes, o rudimentarias macas de piedra; otros se habían provisto de escudos maltrechos, o de cualquier reliquia de procedencia humana. Los había incluso que iban totalmente desnudos, pero ninguno faltó a la cita.
Los ogros propinaban garrotazos y latigazos a las masas de orcos, y las criaturas más pequeñas se apresuraban a obedecer a sus brutales jefes. Los orcos formaban compañías armadas con lanzas, arcos y mazas, las armas que habían utilizado como guerreros de la Mano Viperina.
El horroroso ejército formó en columna detrás de su líder. Hoxitl gritó sus órdenes y se puso en marcha guiándolo a través de los puentes destruidos y los pantanos humeantes, para después dirigirse hacia el sur, con rumbo al desierto que se extendía más allá del monte Zatal.
Iban en busca de los humanos que habían escapado de la ciudad. Los encontrarían, y el sangriento Zaltec volvería a disfrutar de su terrible festín.
El águila penetró en la vaporosa masa de una nube, y planeó perezosa. Las grandes alas del pájaro aprovechaban cada una de las suaves corrientes ascendentes, que aumentaban la velocidad del vuelo al tiempo que mantenían su altitud. Durante un buen rato, la forma blanquinegra se deslizó con facilidad a través del vapor, hasta que por fin surgió a la soleada amplitud del cielo sureño.
Jamás Poshtli había volado antes tan al sur. El cuerpo del águila disfrutaba con la libertad que le permitía su dominio total del espacio, mientras los halcones, los buitres y las águilas más pequeñas —todas las demás águilas eran más pequeñas— se apartaban de la línea de vuelo del enorme pájaro.
No obstante, en el interior del poderoso cuerpo plumífero, la mente de un hombre observaba los cambios producidos en la tierra. Poshtli vio los campos verdes, los pozos de agua rodeados de maíz y de frutales, donde en otro tiempo sólo habían existido las arenas pardas de la Casa de Tezca.
Desde luego, el desierto no había desaparecido —todavía ocupaba gran parte del panorama—, pero las fértiles islas de alimentos y agua salpicaban el Mundo Verdadero hasta los confines del horizontes por el norte y el sur, como las marcas de las pisadas de un gigante que se alejaban de las ruinas de la capital de Maztica.
Con un sollozo humano, Poshtli recordó su hermosa ciudad, reducida ahora a cenizas, escombros y barro. El volcán, Zatal, había dejado de escupir lava más de un mes después de entrar en erupción. En aquel momento, el hermoso y fértil valle se había transformado en una tierra estéril.
¡Y las criaturas! Monstruos horribles, nacidos de las fuerzas del cataclismo desencadenado cuando el dios de la guerra reclamó a sus fieles y los convirtió a su imagen y semejanza. Los humanos marcados con la Mano Viperina, como siervos de Zaltec, se habían transformado en bestias de una especie que el águila no conocía y que la mente de los hombres no podía imaginar. En ningún momento de la larga historia del Mundo Verdadero se mencionaba que criaturas como éstas hubiesen pisado sus tierras, si bien el amigo de Poshtli, Halloran, le había dicho que las había en los Reinos.
Ahora estos seres se disponían a apropiarse de todo Nexal. Para colmo, las observaciones aéreas de Poshtli le habían mostrado que los engendros habían formado legiones, y que ya marchaban en pos de sus objetivos.
El águila sobrevoló los míseros campamentos de los refugiados; muchos miles de seres humanos escapaban de Nexal, siguiendo la línea trazada por las islas de verdor en dirección sur, a través del desierto. Los monstruos los perseguían, y los hombres no podían hacer otra cosa que huir. Cada oasis, y los fértiles campos de su alrededor, servían para alimentar a los fugitivos durante unos días. Después, agotadas las provisiones, la muchedumbre se veía obligada a reanudar la marcha siempre hacia el sur, alejándose de la amenaza de los colmillos y las garras de los perseguidores.
Poshtli contemplaba la lucha desde su posición de distanciamiento sublime, porque ya no pertenecía a los seres que no podían despegarse del suelo. Aun así, no podía dejar de lamentar lo que ocurría, porque durante muchos años había sido uno de los grandes líderes nexalas.
Por esta razón, volaba ahora hacia el sur; quería ver adonde conducía a su pueblo el camino trazado por las islas fértiles. Sus ojos, dotados de una visión mucho más aguda que la de cualquier hombre, exploraban el horizonte.
Por fin, llegó al punto donde terminaba el camino.
Apareció un pequeño montículo en el horizonte, que aumentaba de tamaño a medida que el águila se aproximaba. No se encontraba exactamente al final del camino, sino un poco hacia el este. Muy pronto, reconoció la forma que tenía, aunque no podía imaginar una explicación acerca de su presencia en el desierto. Se levantaba cada vez más alta hasta perderse en el cielo.
La estructura se erigía en una enorme extensión del desierto, y el águila pudo ver que en la zona había otras ruinas: edificios bajos, parcialmente cubiertos de arena, con las puertas abiertas como agujeros negros, y un patio formado por muchas filas de columnas paralelas. Había una pirámide más pequeña, con sus caras y cantos muy erosionados, y también divisó los cimientos de otras edificaciones que ya no existían.
Todos estos elementos quedaban empequeñecidos por la gigantesca pirámide, limpia, brillante y original en su extraordinaria belleza. Al acercarse, Poshtli vio que era mayor que cualquier otra cosa en el desierto, y que su altura superaba con creces el doble de la Gran Pirámide de Nexal.
Finalmente, dio una vuelta a la pirámide. En sus lados había una multitud de terrazas, con empinadas escaleras de centenares de escalones. Las caras se hallaban revestidas con mosaicos de colores vivos que no mostraban ninguna señal de ruina o abandono.
Se aproximó a la cumbre, y pasó por delante de la puerta abierta del templo consagrado al dios al cual se había dedicado la pirámide, pero en el edificio no había absolutamente nada.
Al parecer, había encontrado la pirámide más grande del mundo, aunque con un templo que todavía esperaba la llegada de su dios.
La Noche del Lamento era considerada por los habitantes del Mundo Verdadero como una monstruosa calamidad, un castigo enviado como venganza de los dioses. Los humanos que habían sido transformados por la tormenta de poderes arcanos —los miembros del culto de la Mano Viperina, convertidos ahora en orcos, ogros y trolls— maldecían y rechazaban su destino. Aquellos que habían sobrevivido a la violencia de la noche siniestra, y que aún seguían siendo humanos, huyeron presas del pánico, sin pensar en otra cosa que en su salvación.
¡Qué perspectiva tan diferente tenía aquella noche fatídica desde la posición de los propios dioses!
Zaltec había crecido de una forma descomunal, y el poder de la convulsión le había permitido insertar su presencia física en el plano primario. Dicha presencia se manifestaba en la estatua de piedra que ahora se alzaba entre las ruinas de Nexal. A sus servidores más fíeles, aquellos que habían hecho el juramento de la Mano Viperina, los había ligado a él para siempre transformándolos en criaturas de muerte y destrucción.
Qotal, el Dragón Emplumado, era una deidad poderosa que había sido apartada de Maztica por el aumento de poder de su hermano, Zaltec. Sereno y distante, se mantenía apartado del mundo de los humanos, y sólo le rendían culto unos pocos, porque la mayoría lo había olvidado. Pero la Noche del Lamento había abierto una grieta en la barrera formada por los fieles de Zaltec. Ahora Qotal se movía hacia el mundo, y la gente aterrorizada por el espectro de la destrucción de Zaltec, imploraba a gritos su regreso.
Helm, el dios de los legionarios, había sido expulsado de Maztica por la fuerza bruta de su adversario. Si bien todavía conservaba algunos fíeles en el Mundo Verdadero, entre los legionarios supervivientes, no disponía de ningún sacerdote para guiarlos. Por lo tanto, éstos deambulaban a ciegas, mientras el poder de Helm se retiraba al otro lado del mar, a los palacios y templos de la Costa de la Espada, al corazón de su fe. Pero el dios consideraba la retirada como un trastorno menor; no tardaría en llegar el momento en que la voluntad y la fe de sus seguidores lo llevaran de regreso a esas tierras.
Por último, había una cuarta deidad, una diosa oscura de una maldad infinita, que había intervenido movida por la venganza. Se trataba de Lolth, y su revancha se había dirigido, en primer lugar, a sus servidores, los elfos oscuros.
Lolth no había matado a los drows. En cambio, había transformado sus gráciles formas en bestias del caos y la corrupción, sin privarlos de su raciocinio para que pudieran comprender el terrible castigo y sufrir por él. El propósito de la diosa era enviar a la superficie a sus criaturas —las drarañas— para aniquilar a cuanto ser vivo encontraran a su paso.
Para hacerlo, necesitarían herramientas, y, en consecuencia, el poder de la diosa araña recorrió el mundo a la búsqueda de los materiales necesarios para elaborarlas. Revisó la oscuridad del espacio y las cavernas humeantes hundidas en la tierra, para encontrar lo que necesitaba.
Su búsqueda acabó muy lejos de Nexal. Halló unos insectos, millares de pequeñas hormigas rojas, y su poder penetró en el nido donde las criaturas se apiñaban para protegerse del caos exterior. El poder de Lolth las sujetó y se las llevó envueltas en un manto de humo.
El nido aumentó de tamaño y rápidamente se transformó en una enorme cueva subterránea. Las rocas se fundían y los desechos fluían como el agua, a medida que la excavación crecía sin cesar.
Sin embargo, las hormigas no tenían conciencia de ningún cambio, pues habían crecido al mismo ritmo del nido y se mantenían apretujadas y temerosas, igual que antes.
Pero, ahora, cada una medía casi dos metros.
De las crónicas de Coton:
Ahora ha pasado el Lamento y comienzo el relato del Despertar.
Abandoné Nexal la Noche del Lamento, igual que muchos otros: de hecho, todos aquellos que habían sobrevivido y seguían siendo humanos. Pero la fuerza de la convulsión me apartó de mi gente. Mientras la masa de los nexalas huía hacia el sur, mi camino me lleva hacia el noreste.
Mi voto de silencio, símbolo de obediencia como patriarca de Qotal, me mantiene atrapado y evita que hable con quienes encuentro a mi paso. Al mismo tiempo, mi túnica blanca me protege. Ahora que Zaltec se ha mostrado a sí mismo como el monstruo que es, destrozando el Mundo Verdadero, el culto de Qotal, el Padre Plumífero, florece una vez más entre la gente.
Es más allá de la ciudad donde recibo la primera señal de la bendición de mi dios, en la forma de una bestia negra que resuella.
No se trata de una bestia de la Mano Viperina, transformada por la venganza de los dioses en la noche de horror. Es una bestia de los extranjeros; vino con ellos a Maztica, y ahora está espantada. Los extranjeros la llaman «caballo».
Se acerca a mí, al parecer como una súplica, y deja que la monte. De esta forma, viajo mucho más rápido, mucho más que cualquier humano a pie, en dirección al este.