Once apóstoles, más Magda, la madre de Joshua y su hermano Jaime se congregaron en el aposento superior de la casa de José de Arimatea. El mercader había ido a ver a Pilatos, y el gobernador había aceptado devolver lo antes posible el cuerpo sin vida de Joshua, por ser la fiesta de la Pascua.
José nos lo explicó así:
—Los romanos no son tontos, saben que son nuestras mujeres las que preparan a los muertos, de modo que no podemos enviar a los apóstoles a recogerlo. Pero los soldados sí entregarán el cuerpo a Magda y a María. Jaime, a ti, por ser su hermano, te permitirán que las acompañes y que ayudes a cargar con él. El resto debéis cubriros el rostro. Los fariseos andarán buscando a los seguidores de Joshua. Los sacerdotes ya han perdido demasiado tiempo con este asunto en una semana de celebraciones, por lo que estarán en el templo. Yo he comprado una tumba cerca de la colina en la que van a crucificarlo. Pedro, tú esperarás ahí.
—¿Y si no logro sanarlo? —preguntó el apóstol—. Nunca he intentado resucitar a un muerto.
—Es que no estará muerto —le aclaré yo—. No podrá moverse, eso es todo. No he podido encontrar los ingredientes que me hacían falta para preparar un veneno que aplacara el dolor, de modo que parecerá muerto, pero lo sentirá todo. Yo sé bien lo que es eso, porque en una ocasión me pasé así varias semanas. Pedro, tú tendrás que curarle las heridas del látigo y los clavos, pero no creo que sean mortales. Yo le administraré el antídoto tan pronto como perdamos de vista a los romanos. Magda, apenas te entreguen el cadáver, ciérrale los ojos si los tiene abiertos, porque si no se le secarán.
—No podré soportarlo —dijo ella—. No aguantaré ver que lo clavan a ese árbol.
—No hace falta que estés presente. Espera en la tumba. Enviaré a alguien a buscarte cuando llegue el momento.
—¿Crees que todo esto funcionará? —preguntó Andrés—. ¿Crees que puedes devolverle la vida, Colleja?
—Yo no voy a devolverle nada. No estará muerto, solo herido.
—Deberíamos irnos —sugirió José de Arimatea, mirando el cielo a través de la ventana—. Se lo llevarán a mediodía.
La multitud se había congregado en el exterior del pretorio, aunque, en su mayoría, estaba compuesta por curiosos; solo unos pocos fariseos, entre los que se encontraba Jakan, habían salido a presenciar la ejecución de Joshua. Yo me mantenía a distancia, casi media calle atrás, observando. Los demás discípulos se habían desperdigado, y todos llevaban chales o turbantes que les cubrían el rostro. Pedro había enviado a Bartolomeo a sentarse junto a Magda y María, en la tumba. No había chal ni turbante capaz de disimular ni su volumen ni el mal olor que desprendía.
Apoyados contra los muros del palacio se distinguían tres travesaños de cruz, que ya aguardaban a sus víctimas. A mediodía sacaron a Joshua, que iba acompañado de dos ladrones, condenados también a muerte, y a los tres los obligaron a cargar a hombros los travesaños. Al Mesías le sangraba la cabeza y la cara, y aunque todavía llevaba la túnica color púrpura que le había puesto Herodes, vi que la sangre de los azotes le había resbalado hasta las piernas. Parecía hallarse aún en estado de trance, aunque no había duda de que sentía el dolor de sus heridas. La multitud se acercó más a él y lo rodeó, al tiempo que lo insultaba y le escupía, pero me fijé en que, cuando tropezaba, siempre había alguien que le ayudaba a ponerse en pie. Sus seguidores seguían repartidos entre la turba, pero temían exponerse abiertamente.
De vez en cuando desplazaba la mirada hasta los márgenes del corro de gente, y siempre veía a algún apóstol. Todos tenían los ojos llorosos, y su gesto era siempre una mezcla de ira y angustia. Hacía falta una gran fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre los soldados, arrebatarles las espadas e iniciar un ataque. Como no confiaba en mi propia templanza, me alejé de la muchedumbre hasta que, ya bastante rezagado, Simón me dio alcance.
—Yo tampoco soy capaz —le dije—. No puedo quedarme ahí mirando mientras lo clavan en la cruz.
—Pues tienes que hacerlo —replicó el zelote.
—No, quédate tú, Simón. Que sea tu rostro el que vea. Que sepa que estás ahí. Yo apareceré cuando ya hayan levantado la cruz.
Nunca había sido capaz de presenciar la crucifixión de nadie, ni siquiera cuando no conocía al condenado. Sabía que no soportaría que se lo hicieran a mi mejor amigo. Perdería el control, atacaría a alguien, y sería peor para los dos. Simón era soldado. Un soldado en secreto, pero un soldado al fin y al cabo. Él lo resistiría. La horrible escena del templo de Kali regresó a mi memoria.
—Simón, dile de mi parte que «respire conscientemente». Dile que el frío no existe.
—¿Qué frío?
—Él lo entenderá. Si lo recuerda, será capaz de bloquear el dolor. Aprendió a hacerlo en Oriente.
—Se lo diré.
Yo no podía decírselo personalmente, no sin delatarme.
Desde las murallas de la ciudad vi que llevaban a Joshua hasta la calzada que ascendía por el monte conocido como el Gólgota, que se elevaba a las afueras de la puerta de Gennath. Me volví, pero a pesar de encontrarme tan lejos, oí claramente sus gritos cuando lo clavaron a la cruz.
Justo había ordenado a cuatro soldados que presenciaran la muerte de Joshua. Media hora después de la crucifixión ya se habían quedado solos, salvo, tal vez, por unos diez o doce curiosos y familiares de los dos ladrones, que rezaban y entonaban cánticos fúnebres a los pies de los condenados. Jakan y el resto de fariseos solo se habían quedado hasta que vieron con sus propios ojos a Joshua clavado en la cruz, y entonces se fueron a retomar las celebraciones pascuales con sus familias.
—Un juego —dije yo, lanzando dos dados al aire mientras me acercaba a los soldados—. Un jueguecito muy fácil. —José de Arimatea me había prestado una túnica y un fajín muy caros, y también me había entregado su monedero, que levanté y agité frente a los soldados—. ¿Jugamos, legionario?
Uno de los romanos se echó a reír.
—¿Y de dónde sacamos el dinero con el que apostar?
—Jugaremos por esas ropas de ahí. Esa túnica púrpura que hay a los pies de la cruz.
El romano la levantó con la punta de la lanza, alzó la vista para observar a Joshua, que había abierto mucho los ojos al verme.
—Está bien. Parece que vamos a tener que estar aquí un buen rato. Juguemos.
Primero tuve que perder algo de dinero, para que los romanos tuvieran con qué apostar, y después tuve que ir recuperándolo, pero despacio, para disponer del tiempo suficiente que me permitiera cumplir con mi misión. (Mentalmente di las gracias a Dicha por haberme enseñado a hacer trampas con los dados). Le entregué los dados al soldado que me quedaba más cerca, y que tendría, tal vez, unos cincuenta años; era bajo, corpulento, y estaba lleno de cicatrices. Sus miembros, sarmentosos, evidenciaban que había padecido fracturas óseas mal curadas. Parecía demasiado viejo para ser soldado tan lejos de Roma, y demasiado ajado para realizar el viaje de regreso a casa. Los demás eran más jóvenes, no llegaban a los treinta. Todos tenían la piel aceitunada, todos tenían los ojos oscuros, todos eran esbeltos y fuertes, y todos parecían pasar hambre. Dos de los más jóvenes llevaban la lanza clásica de la infantería romana, compuesta de un mango largo, de madera, y de una punta de hierro del tamaño de un antebrazo humano, rematada en un filo de tres hojas diseñado para penetrar en las armaduras. Los otros dos iban armados con la espada ibérica corta, en forma de huso, que le había visto a Justo en numerosas ocasiones. Debía de haber hecho que las importaran para los miembros de su legión, para satisfacer sus preferencias. (La mayoría de romanos usaban las espadas también cortas, pero rectas).
Le entregué los dados al soldado más viejo y arrojé unas monedas al suelo. Cuando el romano lanzó los dados contra el pie de la cruz de Joshua, yo observé los montes circundantes y vi que los apóstoles observaban desde detrás de los árboles y las rocas. Hice una seña, que uno por uno fueron reproduciendo, hasta alcanzar finalmente a una mujer que aguardaba junto a una de las murallas de la ciudad.
—Oh, qué desgracia, hoy los dioses me han dado la espalda —dije, tras lanzar una combinación perdedora.
—Yo creía que los judíos solo teníais un Dios.
—Me refería a los vuestros, legionario. Voy perdiendo.
Los soldados se rieron, y desde las alturas me llegó un gemido. Torcí el gesto, y sentí un dolor tan fuerte en el corazón que fue como si mis costillas se hubieran abierto y se hubieran clavado en él. Me armé de valor y, al alzar la vista, vi que Joshua me miraba directamente a los ojos.
—No tienes por qué hacer todo esto —me dijo en sánscrito.
—¿Qué balbucea ese judío? —preguntó el soldado viejo.
—No sabría decírselo, soldado. Debe de estar delirando.
Vi que dos mujeres se aproximaban a los pies de la cruz, por la derecha de Joshua, y que llevaban un cuenco grande, una jarra de agua y un palo largo.
—Eh, vosotras, fuera de aquí.
—Solo hemos venido a traer un poco de agua a los condenados, señor. No es nuestra intención hacer nada malo.
La mujer cogió la esponja del cuenco y la estrujó. Era Susana, la amiga de Magda, de Galilea. La acompañaba Juana. Habían venido para la Pascua, para recibir a Joshua a su llegada a la ciudad, y las habíamos reclutado para que nos ayudaran a envenenarlo. Los soldados observaron a las mujeres empapar la esponja, fijarla al extremo del palo y levantarla para que bebiera uno de los ladrones. Yo tuve que apartar la vista.
—Ten fe, Colleja —me dijo Joshua, de nuevo en sánscrito.
—Eh, tú, cierra el pico y muérete de una vez —masculló uno de los romanos jóvenes.
Yo tuve que hacer acopio de todo mi control para lanzar los dados en vez de estrangular a aquel soldado.
—A ver si me sale un siete. Mi bebé necesita unas sandalias nuevas —dijo otro de los jóvenes.
Yo no era capaz de ver a Joshua, ni me atrevía a mirar lo que hacían las mujeres. El plan era que dieran de beber primero a los dos ladrones, para no levantar sospechas. Pero ahora empezaba a lamentar aquella decisión, por el retraso.
Finalmente Susana trajo el cuenco hasta donde nosotros jugábamos, y lo dejó ahí, mientras Juana vertía un poco de agua en la esponja.
—¿Tenéis por ahí un poco de vino para unos soldados sedientos? —preguntó un romano, dándole una palmada en el culo a Juana—. ¿O algún otro pasatiempo?
El soldado más viejo agarró el brazo del joven y se lo apartó.
—Acabarás crucificado con esta mujerzuela, Marcos. Estos judíos se toman muy en serio eso de que toquen a sus mujeres. Justo no lo consentirá.
Susana se cubrió el rostro con el chal. Era bonita, delgada, de rasgos delicados, y tenía los ojos marrones, grandes. Era demasiado mayor para no estar casada, pero yo sospechaba que había abandonado a su esposo para seguir a Joshua. El caso de Juana era el mismo, con la diferencia de que su marido la había seguido un tiempo, antes de divorciarse cuando ella se negó a regresar con él a casa. Ella era de complexión más voluminosa, y se movía como una carreta cuando andaba. Levantó la esponja y me la alargó.
—¿Quiere beber, señor?
Llegados a ese punto, los tiempos eran de vital importancia.
—¿Alguien quiere un poco de agua? —pregunté, antes de aceptar la esponja, con el amuleto del yin y el yang ya en la mano.
—Beber después de que lo haya hecho un perro judío. Me parece que no —dijo el soldado viejo.
—Tengo la impresión de que tal vez mi dinero judío manche tu monedero romano —repliqué—. Quizá deba irme.
—No, no, con tu dinero no hay ningún problema —dijo un soldado joven, dándome una palmada en el hombro con gran camaradería, y yo sentí la tentación de partirle los dientes de un puñetazo.
Levanté la esponja y fingí beber un poco. Cuando la alcé más para escurrir el agua y llevármela a la boca, aproveché para rociarla con el veneno. Al instante se la devolví a Juana para no envenenarme yo. Sin volver a hundirla en el agua, la fijó en el palo y la levantó para ofrecérsela a Joshua. Él bajó la cabeza, sacó la lengua y la acercó a ella.
—Bebe —le pidió Juana, pero él parecía no oír. La mujer empujó la esponja con más fuerza contra la boca, y una gota del líquido se vertió sobre un soldado—. Bebe.
—Apártate de ahí, Marco —le dijo el soldado viejo—. Cuando muera, te soltará encima todos sus fluidos. Es mejor que no te pongas tan cerca. —Y soltó una carcajada ronca.
—Bebe, Joshua —dijo Susana.
Finalmente, el Mesías abrió los ojos y enterró el rostro en la esponja. Yo contuve el aliento mientras lo oía sorber el líquido de que estaba empapada.
—¡Ya basta! —exclamó uno de los jóvenes, golpeando el palo, que Susana no tuvo más remedio que soltar. La esponja cayó al suelo—. No tardará en estar muerto.
—No será una muerte tan rápida —comentó el viejo—. Le han puesto un pedestal en que apoyarse.
Y a partir de entonces el tiempo empezó a transcurrir más despacio que nunca. Cuando Dicha me envenenó, yo tardé apenas unos segundos en quedar paralizado, y cuando yo usé el veneno en la India para inmovilizar a aquel hombre, este se desplomó casi al instante. Yo hacía esfuerzos por prestar atención al juego, pero discretamente buscaba algún signo que me indicara que el veneno había empezado a surtir efecto.
Las mujeres se alejaron, y nos observaban desde la distancia, y al rato oí que una de ella ahogaba un grito. Alcé la vista, y vi que Joshua tenía la cabeza echada hacia delante, y que de la boca abierta se descolgaban unas babas.
—¿Cómo se sabe que un crucificado ha muerto? —pregunté.
—Así.
El soldado joven que respondía al nombre de Marcos clavó la punta de su lanza en el muslo de Joshua. Éste gimió y abrió los ojos, y a mí se me revolvieron las tripas. Se oyeron los sollozos de Juana y Susana.
Volví a lanzar los dados, y esperé. Pasó una hora, y Juana seguía llorando. De vez en cuando, por encima de las risotadas de los romanos, me llegaban las oraciones susurradas de Joshua. Pasó otra hora. Yo ya no podía controlar mis temblores. Cada sonido que me llegaba desde la cruz era como un hierro candente que me clavaran en la espalda. No me atrevía a alzar la vista. Los discípulos se acercaban más, cada vez menos preocupados por mantenerse ocultos, pero los romanos estaban tan enfrascados en el juego que no se percataban. Yo, por desgracia, no estaba lo bastante enfrascado en él.
—Pues ya has perdido —me dijo el soldado viejo—. A menos que ahora quieras apostar tu túnica. Tu monedero se ha vaciado del todo.
—¿Es que este cabrón no se va a morir nunca? —exclamó uno de los jóvenes.
—Creo que va a necesitar un poco de ayuda —dijo el que respondía al nombre de Marcos, que se había puesto en pie y se apoyaba en su lanza. Sin darme tiempo a levantarme siquiera, se la clavó en el costado, la punta se le metió entre las costillas, y la sangre del corazón resbaló por el metal en tres chorros abundantes, antes de seguir goteando lentamente. Marcos retiró la lanza. Toda la colina estalló en un griterío del que yo mismo me contagié. Estaba ahí, tembloroso, paralizado, observando cómo la sangre escapaba por el costado de mi amigo. Unas manos me sujetaron los brazos y, arrastrándome, me apartaron de la cruz. Los romanos empezaron a recoger sus cosas para regresar al pretorio.
—Chiflado —dijo el soldado viejo, mirándome.
Joshua volvió la vista hacia mí por última vez, y entonces cerró los ojos y murió.
—Ven, vámonos, Colleja —me susurró al oído una voz de mujer—. Vámonos.
Me dieron la vuelta y empezaron a conducirme hacia la ciudad. Un frío intenso se apoderó de mí. El viento arreciaba, y el cielo se oscureció, amenazado por una tormenta repentina. Los gritos no cesaban, y solo cuando Juana me tapó la boca con la mano me di cuenta de que era yo quien gritaba. Parpadeaba una y otra vez para ver a través de las lágrimas, intentando al menos averiguar dónde me llevaban, pero tan pronto como se me aclaraba la visión, otro ataque de llanto me estremecía el cuerpo, y volvía a nublármela.
Me llevaban hacia la puerta de Gennath, parecía claro. Había alguien sobre la muralla, observándonos. Parpadeé de nuevo y por un instante vi de quién se trataba.
—¡Judas! —grité hasta quedarme sin voz. Forcejeé para soltarme de las manos de las mujeres y corrí hacia las puertas. Una vez allí me colgué de una de ellas y de un salto alcancé lo alto de la muralla. Judas echó a correr hacia el sur, siguiendo la línea de la fortificación, mirando a ambos lados en busca de algún lugar al que saltar.
Yo actuaba sin pensar, me movía el dolor convertido en ira, el amor convertido en odio. Seguí a Judas por los tejados de Jerusalén, embistiendo a todo aquel que se me ponía por delante, rompiendo vasijas de cerámica, aplastando jaulas de gallinas, echando al suelo la ropa tendida en cuerdas. Cuando finalmente llegó a un terrado desde el que no podía saltarse más allá, Judas se tiró a la calle, dos plantas más abajo, y siguió cojeando por ella, en dirección a la puerta de los Esenios, en Ben Hinnom. Yo hice lo mismo que él y aterricé intacto, sin caer al suelo siquiera. Aunque oí un crujido en el tobillo, no sentí dolor.
Había una cola de personas que intentaban entrar por aquella misma puerta, probablemente para protegerse de la tormenta que se avecinaba. Los relámpagos rasgaban el cielo, y unos goterones grandes como ranas empezaron a desplomarse sobre las calles, dejando cráteres en el polvo, y tiñendo la ciudad con un fino manto de lodo. Judas se abría paso entre la multitud, como si nadara en una zanja, apartaba a la gente a ambos lados, pero cada vez que lograba dar un paso hacia adelante, terminaba dando dos hacia atrás.
Vi una escalera apoyada en la muralla y subí por ella. Había soldados romanos apostados en lo alto, y yo pasé junto a ellos, esquivando lanzas y espadas en mi avance hacia la puerta, que franqueé y que me llevó al interior de la ciudad. Veía a Judas debajo: había logrado avanzar, y caminaba por un repecho que corría paralelo a las murallas. La altura de éstas no me permitía saltar y abalanzarme sobre él, de modo que lo seguí desde lo alto hasta llegar al ángulo de la fortaleza, el punto en que la pared descendía para adaptarse al grosor que exigía la construcción de la esquina. Una vez allí me descolgué por la pared húmeda, y fui a caer de pie a diez pasos del zelote.
Él no sabía que yo me encontraba ahí. La lluvia ya caía a cántaros, y los truenos se repetían con tal frecuencia y estruendo que ni siquiera yo me oía a mí mismo, saturado como estaba el aire de aquel rugido iracundo. Judas llegó junto a un ciprés que se elevaba sobre un repecho alto, salpicado de centenares de tumbas. El sendero pasaba entre una pared de tumbas y el ciprés; más allá del árbol, la caída libre era de cincuenta yardas. Judas se sacó del cinto un monedero, separó las losas de una tumba y lo metió dentro. Yo lo agarré de la nuca, y él se puso a gritar.
—Sigue, sigue, coloca la lápida en su sitio.
Judas intentó darse la vuelta y darme con la piedra. Yo se la quité y la coloqué de nuevo en su sitio. Acto seguido lo levanté a peso del suelo y lo arrastré hasta el borde del precipicio. Le agarré con fuerza el pescuezo y, agarrándome al tronco del ciprés con la mano que me quedaba libre, lo dejé colgando sobre el vacío.
—¡No te resistas! —le grité—. Si lo haces, conseguirás que te suelte, pero entonces te caerás.
—No podía permitir que siguiera viviendo —dijo Judas—. No se puede permitir que alguien como él viva. —Lo aparté del precipicio, lo dejé en el suelo y le arranqué el fajín de la túnica—. Él sabía que debía morir —prosiguió. ¿Por qué te crees que yo sabía que estaría en Getsemaní, y no con Simón? ¡Él mismo me lo dijo!
—¡No tenías por qué ser tú quien lo delatara! —le grité. Le até un extremo del fajín al cuello, y el otro lo fijé con varios nudos al tronco del ciprés.
—No, no lo hagas. He tenido que hacerlo. Alguien tenía que hacerlo. Si no, habría seguido recordándonos lo que nosotros nunca seremos.
—Sí —le dije. Lo empujé, de espaldas, al precipicio, y agarré la punta del fajín antes de que se tensara alrededor del tronco. Ésta se estiró del todo al soportar el peso de su cuerpo, y oí el chasquido del cuello al partirse. Entonces desanudé el extremo atado al ciprés, y su cuerpo cayó a la oscuridad. El retumbar de un trueno camufló el golpe de la caída.
La ira que me poseía me abandonó al momento, y sentí que se me descoyuntaban todos los huesos. Miré hacia delante, hacia el valle de Ben Hinnom, donde la lluvia caía en densas capas, iluminada por los relámpagos.
—Lo siento —dije, y me arrojé al vacío. Noté un pinchazo de dolor. Y después nada más.
Eso es todo lo que recuerdo.