Fueron Simón y Andrés los que subieron la escalera a toda prisa para despertarnos el jueves por la mañana. Yo cubrí a Magda con mi túnica y me puse en pie solo con el calzón puesto. Apenas vi a Simón, sentí que la indignación me ardía en las mejillas.
—¡Traidor cabrón! —Estaba tan enfadado que no podía ni pegarle, y me quedé ahí plantado, gritándole—. ¡Cobarde!
—No ha sido él —me susurró Andrés al oído.
—No he sido yo —corroboró Simón—. Intenté forcejear con los guardias cuando vinieron a llevarse a Joshua. Pedro también lo intentó.
—¡Judas era amigo tuyo! Vosotros y vuestras gilipolleces de zelotes.
—También era amigo tuyo.
Andrés me apartó de un empujón.
—Ya basta. Simón no ha sido. Yo mismo lo vi enfrentarse a dos guardias armados con lanzas. No hay tiempo para tus pataletas, Colleja. A Joshua lo están azotando en el palacio del sumo sacerdote.
—¿Dónde está José? —preguntó Magda, que se había vestido mientras yo acusaba a Simón.
—Se ha ido al pretorio que Pilatos ha establecido en la torre de Antonio, junto al templo.
—¿Y qué demonios está haciendo ahí cuando están azotando a Joshua en esta parte de la ciudad?
—Ahí es donde van a llevarse a Joshua después. Ha sido condenado por blasfemia, Colleja. Quieren una sentencia de muerte. Poncio Pilatos es la autoridad que gobierna en Judea. José lo conoce, y ha ido a pedir que lo absuelvan.
—¿Y qué hacemos nosotros? ¿Qué hacemos? —Empezaba a ponerme histérico. Desde que tenía memoria, mi amistad con Joshua había sido mi ancla, mi razón de ser, mi vida entera. Y ahora mi amistad, mi amigo, se encaminaban hacia la destrucción con la velocidad de un barco embestido por la tormenta que estuviera a punto de chocar contra unos escollos. Y a mí no se me ocurría más que sucumbir al pánico—. ¿Qué hacemos? —repetía una y otra vez, jadeando, casi sin aire en los pulmones.
Magda me agarró por los hombros y me zarandeó.
—Tú tenías un plan, ¿no te acuerdas? —me dijo, tirando del amuleto que llevaba al cuello.
—Sí, sí, claro —repliqué, y aspiré hondo—. El plan. Claro.
Recogí la túnica y me la puse por la cabeza. Magda me ayudó con el fajín.
—Lo siento, Simón —dije.
Él agitó la mano para indicarme que me perdonaba.
—¿Qué hacemos?
—Si van a llevar a Joshua al pretorio, ahí es donde tenemos que ir. Si Pilatos lo deja en libertad, tendremos que sacarlo de allí. No hay modo de saber qué es capaz de hacer Josh para conseguir que lo maten.
Ya esperábamos en el exterior de la Torre de Antonio, en compañía de una inmensa multitud, cuando los guardias trajeron a Joshua hasta las puertas principales del edificio. Caifás, el sumo sacerdote, ataviado con sus túnicas azules, y cubierto con un peto cuajado de piedras preciosas, encabezaba la procesión. Anás, su padre y anterior sumo sacerdote, iba tras él. Dos columnas de guardias rodeaban a Joshua, que iba en el centro, por lo que solo pudimos verlo entre soldados. Aun así, constaté que alguien le había prestado una túnica nueva, que de todos modos, en la espalda, se había impregnado de la sangre que supuraba de los verdugones causados por los azotes. Parecía hallarse en trance.
Los guardias del templo gritaron y gesticularon bastante, hasta que de algún lugar de la procesión apareció Jakan y se puso a discutir con los soldados. Era evidente que los romanos no pensaban permitir la entrada de los guardias del templo en el pretorio, por lo que la entrega del prisionero tendría que hacerse allí mismo, ante la puerta, o no hacerse. Yo valoraba la posibilidad de colarme entre la gente, partirle el cuello a Jakan y regresar sin poner en peligro nuestro plan cuando noté una mano en mi hombro. Al volverme vi que era José de Arimatea.
—Por lo menos no lo han azotado con un látigo romano. Ha soportado treinta y nueve azotes, pero el látigo era solo de cuero, y no de esos con plomo en las puntas que usan los romanos. De haberlo sido, ya estaría muerto.
—¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto?
—La acusación no terminaba nunca. Jakan ha tardado casi toda la noche en escuchar las declaraciones de unos testigos que sin duda no habían oído hablar de Joshua en su vida, y que mucho menos aún le habían visto cometer ningún delito.
—¿Y la defensa? —preguntó Magda.
—Bueno, yo he expuesto sus buenas obras como defensa, pero estaba tan abrumado por las acusaciones que me he sentido desorientado. Joshua no ha dicho ni una sola palabra en su propia defensa. Le han preguntado si era el Hijo de Dios, y él ha dicho que sí. Eso ha servido para confirmar la acusación de blasfemia. La verdad es que ya no les hacía falta nada más.
—¿Y qué va a suceder ahora? ¿Has hablado con Pilatos?
—Sí.
—¿Y?
José se frotó el puente de la nariz, como si quisiera librarse de un dolor de cabeza.
—Me ha dicho que vería qué podía hacer.
Vimos que los soldados romanos introducían a Joshua en el edificio, y que los sacerdotes los seguían. Los fariseos, plebeyos a ojos de los romanos, no fueron autorizados a entrar. Un legionario estuvo a punto de golpear a Jakan en la cara con la puerta cuando la cerró en sus narices.
Vi movimiento por el rabillo del ojo, y alcé la vista para concentrarme en un balcón alto, ancho, que se distinguía por encima de las murallas del palacio. Se trataba de un anexo diseñado, sin duda, por los arquitectos de Herodes el Grande para que el rey pudiera dirigirse a las masas del templo sin necesidad de poner en riesgo su seguridad. Un romano alto, vestido con fastuosa túnica roja, estaba de pie en el balcón, desde donde observaba a la multitud, y no parecía complacerle demasiado su presencia.
—¿Ése es Pilatos? —le pregunté a José, señalando al romano.
José asintió.
—Ahora bajará a celebrar el juicio de Joshua.
Pero a mí, a aquellas alturas, no me interesaba adonde fuera Pilatos. Lo que me interesaba era el centurión plantado tras él, tocado con el casco de cepillo y cubierto con la loriga de comandante de la legión.
No había transcurrido ni media hora cuando las puertas se abrieron de nuevo y un escuadrón de soldados romanos sacaron a Joshua del palacio, con las manos atadas a una cuerda de la que tiraba un centurión de baja graduación. Los sacerdotes iban detrás, y los fariseos, que habían tenido que aguardar fuera, los acribillaban a preguntas.
—Ve a averiguar qué sucede —le pedí a José.
Nos abrimos paso entre la gente que los seguía. La mayoría increpaba a Joshua, intentaba escupirle. A algunos de los congregados los reconocí: eran seguidores de Joshua, pero avanzaban en silencio, cabizbajos, desviando la mirada, como si de un momento a otro ellos pudieran ser los siguientes.
Simón, Andrés y yo los seguíamos a una distancia prudencial, mientras que Magda se abría paso a codazos, entre la multitud, para acercarse a Joshua. Vi que se abalanzaba sobre quien había sido su esposo, Jakan, que iba tras los sacerdotes, pero José de Arimatea la interceptó en pleno vuelo y, tirándole del pelo, la inmovilizó. Había alguien más que también ayudaba a refrenarla, pero llevaba un manto en la cabeza, y no veía de quién se trataba. Tal vez fuera Pedro.
José nos trajo a Magda a rastras, y nos la entregó a Simón y a mí.
—Va a conseguir que la maten.
Magda me miró con una expresión indómita en los ojos, una expresión que no supe leer, pues no sabía si era ira, o locura. La rodeé con mis brazos, apretando fuerte para que ella no pudiera mover los suyos mientras avanzábamos. El hombre del manto se puso a mi lado, sin soltar el hombro de Magda. Y cuando me miró constaté que, en efecto, se trataba de Pedro. El pescador flaco parecía haber envejecido veinte años desde la última vez que lo había visto, el martes por la noche.
—Se lo llevan a ver a Antipas —me dijo—. Apenas Pilatos ha sabido que Joshua era de Galilea, ha dicho que el caso no pertenecía a su jurisdicción, y se lo envía a Herodes.
—Magda —le susurré al oído—. Te pido que dejes de actuar como una demente. Mi plan acaba de irse al garete, y no me vendrían nada mal tus observaciones críticas.
Tuvimos que esperar de nuevo en el exterior del complejo palaciego construido por Herodes el Grande, pero en esa ocasión, por tratarse de un rey judío, los fariseos fueron autorizados a entrar, y José de Arimatea lo hizo con ellos. Minutos después ya volvía a encontrarse fuera.
—Pretende que Joshua obre un milagro —nos contó—. Lo dejará en libertad si obra un milagro en su presencia.
—¿Y si no lo hace?
—No lo hará —dijo Magda.
—Si no lo hace —aclaró José—, volvemos a estar como al principio. Será Pilatos quien tendrá que decidir si se ejecuta la sentencia de muerte del sanedrín, o si se libera a Joshua.
—Magda, ven conmigo —dije, tirando de su vestido mientras retrocedía.
—¿Por qué? ¿Adónde?
—El plan vuelve a estar en marcha.
Regresé corriendo al pretorio, en compañía de Magda, que venía detrás de mí. Me detuve al llegar junto a una de las columnas de la Torre de Antonio.
—Magda, ¿es verdad que Pedro sabe sanar? ¿Que cura de verdad?
—Sí, ya te lo he dicho.
—¿Heridas? ¿Huesos rotos?
—Heridas, sí. Huesos no lo sé.
—Pues espero que también los cure.
La dejé allí y me acerqué al centurión de mayor rango que vi apostado ante las puertas.
—Tengo que ver a tu superior —dije.
—Lárgate, judío.
—Soy amigo suyo. Dile que soy Levi, de Nazaret.
—No pienso decirle nada.
De modo que me acerqué más, desenvainé la espada que él llevaba al cinto y durante una fracción de segundo le pinché la barbilla con la punta, antes de volver a envainarla. Él se llevó la mano al cinto para cogerla, pero vio que, súbitamente, volvía a encontrarse en mi mano, y que volvía a tener la punta clavada bajo la barbilla. Y, una vez más, sin darse cuenta, el arma ya estaba de nuevo en la vaina.
—Pues ya lo ves —le dije—. Te he salvado la vida dos veces. Para cuando puedas gritar pidiendo que me detengan, yo ya habré desenvainado tu espada, y no solo te sentirás avergonzado, sino que te notarás algo mareado, y será que te habré cortado la cabeza. A menos que me lleves ante mi amigo, Gayo Justo Gálico, comandante de la Legión Sexta.
Y entonces aspiré hondo y esperé. El centurión miró a los soldados que tenía más cerca, y volvió a posar sus ojos en mí.
—Piensa, centurión —le dije—. Si me detienes, ¿dónde terminaré yo de todos modos?
La lógica del caso pareció abrirse paso a través de su frustración.
—Ven conmigo —dijo al fin.
Por señas, le pedí a Magda que esperara, y yo seguí al soldado al interior de la fortaleza de Pilatos.
Justo parecía sentirse incómodo en los lujosos aposentos que tenía asignados en palacio. En distintos lugares de su estancia se veían escudos y lanzas, como si necesitara recordar a todo el que entrara que aquella era la residencia de un soldado. Yo permanecía en la puerta mientras él caminaba de un lado a otro, alzando la vista para mirarme de vez en cuando, como si quisiera matarme. Se secaba el sudor de la cabeza, del pelo cortado a cepillo, y se lo secaba tanto que iba dejando un reguero en el suelo de piedra.
—Yo no puedo impedir que se ejecute la sentencia. Por más que lo quiera.
—Pero es que yo no quiero que le hagan daño.
—Si Pilatos lo crucifica, le harán daño, Colleja. De eso se trata, ¿sabes?
—No, quiero decir que no quiero que quede dañado. Que no se le rompan los huesos, que no le corten los tendones. Pide que le aten los brazos a la cruz.
—Tienen que usar clavos —respondió Justo, frunciendo el ceño—. Los clavos tienen que ser de hierro. Todo está estipulado. Los clavos están contados. Y tienen que usarse todos.
—Los romanos sois los maestros de la organización.
—¿Qué quieres?
—Está bien, atadlo, pues, y clavadle los clavos solo en la piel de entre los dedos de las manos y los pies, y poned un tablón en la cruz que aguante su peso, para que pueda apoyar los pies en él.
—Así no le harás ningún favor. Puede durar una semana entera.
—No, no durará tanto. Le voy a administrar un veneno. Y quiero que me entreguéis el cadáver tan pronto como esté muerto.
Al oír la palabra «veneno», Justo dejó de caminar y me miró con franco resentimiento.
—La entrega del cadáver no depende de mí, pero si deseas asegurarte de que el cuerpo no sufra daños, tendré que mantener a los soldados ahí hasta el final. A veces a vuestras gentes les gusta ayudar a los crucificados a morir más deprisa, y les tiran piedras. No sé por qué se molestan.
—Sí, sí lo sabes, Justo. Tú más que nadie. Puedes escupir tu amargura romana contra la piedad, y hacerlo tanto como quieras. Pero lo sabes. Tú fuiste el que pidió que fueran a buscar a Joshua cuando tu amigo sufría. Ese día te humillaste e imploraste piedad. Y eso es lo que estoy haciendo yo hoy.
El resentimiento abandonó su rostro al instante, y se vio sustituido por el asombro.
—Vas a resucitarlo, ¿verdad?
—Yo solo quiero enterrar intacto el cuerpo de mi amigo.
—Vas a resucitarlo de entre los muertos. Como al soldado de Séforis, el que mataron los sicarios. Por eso necesitas que su cuerpo esté intacto.
—Algo así —concedí, asintiendo y clavando la vista en el suelo para evitar la mirada del viejo soldado.
Justo asintió, sin duda conmovido.
—Es Pilatos quien debe autorizar que descuelguen el cuerpo. Se supone que las crucifixiones sirven de ejemplo para los demás.
—Tengo un amigo que puede conseguir que nos devuelvan el cadáver.
—Todavía es posible que dejen a Joshua en libertad, no sé si lo sabes.
—No lo soltarán —dije yo—. Él no quiere que lo suelten.
Justo se giró y me dio la espalda.
—Daré las órdenes, pues. Que lo maten deprisa, y luego llevaos el cadáver y sacadlo de mi jurisdicción más deprisa todavía.
—Gracias, Justo.
—Y no pongas en evidencia a más soldados míos, o tu amigo acabará partido en dos.
Cuando salí de la fortaleza, Magda se echó en mis brazos.
—Es horrible. Le han puesto una corona de espinas en la cabeza, y la gente le escupe. Los soldados le golpean.
La turba se arremolinaba a nuestro alrededor.
—¿Dónde está ahora?
La multitud gritaba, y la gente empezaba a señalar el balcón. Pilatos se encontraba ahí, junto a Joshua, al que sujetaban dos soldados. El Mesías miraba hacia delante, como si siguiera en estado de trance. Hilillos de sangre se le metían en los ojos.
Pilatos alzó los brazos, y la muchedumbre calló.
—Yo no tengo queja de este hombre, y sin embargo vuestros sacerdotes dicen que ha cometido blasfemia. Según la ley romana, no se trata de un delito —dijo Pilatos—. ¿Qué queréis que haga con él?
—¡Crucifícalo! —gritó alguien a mi lado. Yo lo miré, y vi que era Jakan, que agitaba el puño.
Los demás fariseos empezaron a corear:
—¡Crucifícalo, crucifícalo!
La multitud no tardó en sumarse al coro. Entre la gente vi a algunos de los seguidores de Joshua, que empezaban a dispersarse, antes de que la ira de los acusadores recayera sobre ellos.
Pilatos hizo el gesto de lavarse las manos, y entró en el palacio.