29

Cuando todo terminó, el aspecto de Simón era estupendo, mejor del que había tenido jamás. Joshua no solo lo había resucitado de entre los muertos, sino que le había curado la lepra. Magda y Marta estaban extasiadas. La versión nueva y mejorada de Simón nos invitó a su casa para celebrarlo. Por desgracia, Abel y Crusto habían presenciado la resurrección y la sanación, y a pesar de nuestras advertencias, no tardaron en propagar la historia por toda Betania, y por Jerusalén.

José de Arimatea nos acompañó a casa de Simón, pero no estaba precisamente con ánimos de celebrar nada.

—Esa cena no es exactamente una trampa —le explicó a Joshua—. Es más bien una prueba.

—Ya he asistido a una de esas cenas prueba —dijo el Mesías—. Creía que tú eras creyente.

—Lo soy, y más después de lo que he visto hoy, pero precisamente por eso debes venir a mi casa y cenar con los fariseos del Consejo. Demostrarles quién eres. Explicarles, en un marco informal, qué es lo que haces.

—El mismísimo Satán me pidió una vez que le demostrara quién era —replicó el Mesías—. ¿Qué demostración debo yo a esos hipócritas?

—Por favor, Joshua. Puede que sean hipócritas, pero tienen influencia sobre la gente. Y como ellos te condenan, la gente teme acudir a escuchar la Palabra. Conozco a Poncio Pilatos; no creo que nadie vaya a hacerte daño en mi casa, que nadie se arriesgue a despertar su ira.

Joshua se sentó un momento, dando sorbos al vino.

—Entonces, entraré en la guarida de las víboras.

—No lo hagas, Joshua —le aconsejé yo.

—Y debes acudir solo. No puede acompañarte ningún apóstol.

—Eso no es problema, porque yo solo soy discípulo.

—Él mucho menos que nadie —recalcó José—. Jakan hijo de Iban asistirá a la cena.

—Supongo, entonces, que yo también tendré que quedarme en casa —comentó Magda.

Poco tiempo después, todos vimos a Joshua y a José partir hacia Jerusalén, rumbo a la casa de este, para asistir a la cena. Y todos agitamos las manos, despidiéndonos de ellos.

—Tan pronto como doblen la esquina, síguelos —me dijo Magda.

—Sí, claro.

—Y mantente lo bastante cerca para oír si te necesita.

—Por supuesto.

—Ven aquí. —Me metió tras una puerta, para que los demás no me vieran, y me dio uno de aquellos besos suyos que me hacían atravesar paredes y olvidarme de mi nombre durante varios minutos. Era el primero que me daba en varios meses. Cuando me soltó, dio un paso atrás y me dijo—: Ya sabes que, si no existiera Joshua, no amaría a nadie más que a ti.

—Magda, no hace falta que me sobornes para que vele por Joshua.

—Ya lo sé —replicó ella—. Ésa es otra de las razones por las que te quiero.

Tantos años espiando a los monjes en el monasterio acabaron siéndome de utilidad cuando me vi siguiendo a Joshua y a José por las calles de Jerusalén. Ellos no tenían ni idea de que me había convertido en su sombra, de que iba de penumbra en penumbra, de tapia en árbol, hasta que finalmente llegamos a la casa de José, que quedaba al sur de las murallas, a un tiro de piedra del palacio del sumo sacerdote, Caifás. La residencia del de Arimatea era un poco más pequeña que el propio palacio, pero logré encontrar un hueco en el tejado del edificio adyacente desde el que presenciar la cena a través de una ventana, al tiempo que controlaba la puerta principal.

Joshua y José estuvieron un rato solos, sentados en el comedor, bebiendo vino, pero gradualmente los sirvientes fueron anunciando a los invitados, que llegaban en grupos de dos o de tres. Cuando se sirvió la cena, eran ya doce, todos los fariseos que ya habían asistido a la cena en casa de Jakan, más cinco a los que no había visto nunca, pero que se mostraban igual de meticulosos y severos a la hora de lavarse antes de comer, y de controlar a los demás para que también lo hicieran.

Desde donde me encontraba no oía lo que decían, pero en realidad no me importaba. No parecía existir una amenaza inmediata para Joshua, y aquello era lo único que a mí me preocupaba. En el campo de batalla de la retórica se bastaba solo. Pero entonces, cuando ya parecía que todo iba a terminar sin incidentes, vi en la calle el gorro alto y la túnica blanca de un sacerdote, acompañado de dos guardias del templo que portaban sus lanzas largas con puntas de bronce. Me bajé del tejado al instante y llegué a la casa justo a tiempo de ver a un criado que conducía al sacerdote al interior.

Tan pronto como Joshua entró en casa de Simón, Magda y Marta lo llenaron de besos, como si regresara de una guerra, y lo condujeron hasta la mesa, donde lo acribillaron a preguntas sobre la cena.

—Lo primero que han hecho ha sido regañarme por pasarlo bien, por beber vino, por participar en banquetes. Me han dicho que, si era un auténtico profeta, debía ayunar.

—¿Y qué les has dicho tú? —le pregunté, todavía algo cansado por haber tenido que correr para llegar a casa de Simón antes que él.

—Les he dicho: «Pues Juan solo comía insectos, nunca en su vida probó el vino, y es evidente que jamás se lo pasó bien, y a él tampoco lo creyeron, o sea que no sé qué criterios pretendéis establecer. Pasadme el tabulé, por favor».

—¿Y qué te han dicho ellos entonces?

—Me han reñido por comer con recaudadores de impuestos y con rameras.

—Eh —dijo Mateo.

—Eh —dijo Marta.

—No lo decían por ti, Marta, lo decían por Magda.

—Eh —dijo Magda.

—Y yo les he dicho que los recaudadores de impuestos y las rameras entrarían en el reino de los Cielos antes que ellos. Entonces me han regañado por sanar en sabbat, por no lavarme las manos antes de comer, por aliarme con el diablo, una vez más, y por blasfemar asegurando que soy el Hijo de Dios.

—¿Y qué ha sucedido después?

—Después hemos tomado el postre. Una especie de tarta preparada con dátiles y miel. Estaba buena. Y luego ha entrado un tipo que vestía túnica de sacerdote.

—Oh, oh —se escamó Mateo.

—Sí, la cosa se ha puesto fea —corroboró Joshua—. Ha empezado a susurrar al oído a todos los fariseos, y Jakan me ha preguntado que con qué autoridad había resucitado a Simón.

—¿Y qué has respondido tú?

—No he respondido nada, porque estaba el saduceo. Pero José les ha dicho que Simón no estaba muerto, que estaba dormido.

—¿Y qué han opinado ellos al respecto?

—Me han preguntado que con qué autoridad lo había despertado.

—¿Y qué les has dicho tú?

—En ese momento me he enfadado. Les he dicho que con toda la autoridad de Dios y del Espíritu Santo, y con la autoridad de Moisés y Elías, y con la autoridad de David y Salomón, y con la autoridad del trueno y el rayo, y con la autoridad del mar y el aire y el fuego de la tierra, les he dicho.

—¿Y cómo se lo han tomado ellos?

—Han comentado que Simón debía de tener un sueño muy profundo.

—Es malgastar el sarcasmo, con esa gente.

—Totalmente —coincidió Joshua—. En fin, que me fui, y una vez fuera había dos guardias del templo. Alguien les había roto las lanzas, y estaban inconscientes. Uno de ellos tenía la cabeza ensangrentada. Así que yo los sané, y cuando vi que volvían en sí, regresé aquí.

—¿No creerán que fuiste tú quien atacó a los guardias? —preguntó Simón.

—No. El sacerdote me siguió, y vio a los guardias inconscientes al tiempo que yo.

—¿Y al ver que los sanabas no se convenció?

—Poco.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Creo que deberíamos regresar a Galilea. José nos enviará noticia si durante la reunión del Consejo se toma alguna decisión que nos afecte.

—Ya sabes qué decisión van a tomar —intervino Magda—. Supones una amenaza para ellos. Y ahora han implicado a los sacerdotes. Ya sabes qué va a suceder.

—Sí, lo sé —admitió Joshua—. Pero vosotros no. Saldremos hacia Cafarnaún mañana por la mañana.

Más tarde Magda vino a verme al gran aposento de la casa de Simón, donde todos nos habíamos acostado para pasar la noche. Se coló bajo mis mantas, y acercó mucho sus labios a mi oreja. Como de costumbre, olía a limones y a canela.

—¿Qué les has hecho a esos guardias? —susurró.

—Los he pillado por sorpresa. Sospechaba que podían aparecer para detener a Joshua.

—Pues con tu acción sí podrías haber logrado que lo detuvieran.

—Oye, ¿tú has hecho esto alguna vez? Porque si tienes un plan, te pido por favor que me lo cuentes. Yo, por mi parte, voy improvisando a medida que me encuentro en la situación.

—No, has hecho bien —me susurró—. Gracias. —Me apreté contra su cuerpo, pero ella se apartó—. No, no pienso acostarme contigo —dijo.

El mensajero debió de cabalgar varias noches para adelantarse a nosotros, pero cuando llegamos a Cafarnaún ya había un mensaje de José de Arimatea esperándonos.

Joshua:

El Consejo de los fariseos te ha condenado a muerte por blasfemia. Herodes de acuerdo. No se ha emitido ninguna sentencia de muerte, pero te sugiero que lleves a tus discípulos a territorio de Herodes Filipo hasta que las cosas se tranquilicen. Los sacerdotes no han dicho nada, lo que es buena señal. Me encantó que vinieras a casa a cenar, y, por favor, pásate cuando estés por la ciudad.

Joshua nos leyó el mensaje en voz alta a todos, y señaló lo alto de un monte que quedaba en la orilla septentrional del lago, cerca de Bethsaida.

—Antes de que nos vayamos de Galilea, voy a subir a esa montaña. Me quedaré en ella hasta que hayan acudido todos los galileos que deseen oír la buena nueva. Solo entonces me trasladaré a territorio de Filipo. Y ahora id, id en busca de fieles. Decidles dónde pueden encontrarme.

—Joshua —le habló Pedro—. Ya hay dos o tres centenares de enfermos y tullidos que te esperan en la sinagoga para que los sanes. Llevan aguardando desde que te fuiste.

—¿Y por qué no me lo habíais dicho?

—Bueno, Bartolo los recibió, anotó sus nombres, y luego les dijimos que los atenderías en cuanto tuvieras ocasión. O sea que no te preocupes, porque están bien.

—Yo paseaba a los perros de un lado a otro, a veces, para que pareciera que estábamos ocupados —comentó Bartolo.

Joshua se metió al momento en la sinagoga, agitando las manos al aire como si le preguntara a Dios por qué le había enviado aquella plaga de necios, aunque, claro, aquella podía ser solo mi interpretación de su gesto. Los demás nos dispersamos por toda Galilea para anunciar que Joshua pronunciaría un gran sermón en un monte que quedaba al norte de Cafarnaún. Magda y yo viajamos juntos, acompañados de Simón el de Caná y de las amigas de Magda, Juana y Susana. Decidimos tomarnos tres días y recorrer un círculo por el norte de Galilea que nos llevaría a atravesar unos doce pueblos, y nos devolvería al monte a tiempo para ayudar a los peregrinos. La primera noche acampamos en un valle protegido, a las afueras de la localidad de Jammit. Comimos pan con queso junto a la hoguera, y después Simón y yo compartimos algo de vino mientras las mujeres se acostaban. Era la primera vez que tenía ocasión de conversar con el zelote sin que su amigo Judas estuviera presente.

—Espero que, ahora sí, Joshua consiga meterles el reino en la cabeza —dijo Simón—. Si no, tendré que encontrar a otro profeta a quien brindar mi espada.

Yo estuve a punto de atragantarme con el vino, y le entregué el pellejo mientras intentaba recuperar el aliento.

—Simón —le dije—. ¿Tú crees que él es el Hijo de Dios?

—No.

—No lo crees, ¿ya pesar de ello le sigues?

—Yo no digo que no sea un gran profeta. Pero ¿Cristo? ¿El Hijo de Dios? No lo sé.

—Tú has viajado con él. Le has oído hablar. Has visto el poder que tiene sobre los demonios, sobre la gente. Lo has visto sanar personas. Dar de comer a las multitudes. ¿Y qué pide a cambio?

—Nada. Un lugar donde dormir. Algo de comida. Un poco de vino.

—Si tú pudieras hacer esas cosas, ¿qué tendrías?

En ese momento Simón se echó hacia atrás y miró las estrellas, mientras dejaba vagar su imaginación.

—Tendría pueblos llenos de mujeres que dormirían en mi lecho. Tendría un buen palacio, y esclavos que me bañaran. Tendría la mejor comida y el mejor vino, y los reyes vendrían de muy lejos solo para admirar todo mi oro. Sería glorioso.

—Pero Joshua solo posee una túnica y unas sandalias.

Simón pareció salir de su ensoñación, y no le alegró precisamente.

—Que yo sea débil no lo convierte a él en Cristo.

—Eso es exactamente lo que lo convierte en Cristo.

—Tal vez sea solo ingenuo.

—Sí, seguro —dije, entregándole el pellejo de vino—. Puedes terminártelo. Yo me voy a dormir.

Simón arqueó las cejas.

—La Magdalena es una mujer exquisita. Un hombre podría perderse en ella.

Aspiré hondo, y pensé en si debía defender el honor de Magda, o disuadir a Simón de que intentara nada con ella, pero desestimé la idea. El zelote debía aprender una lección que yo no estaba preparado para enseñarle. Pero Magda sí.

—Buenas noches, Simón —me limité a decirle.

A la mañana siguiente lo encontré sentado junto a las cenizas frías de la hoguera, con la cabeza enterrada en las manos.

—¿Simón? —lo interrogué.

Alzó la vista para mirarme y vi que tenía un chichón enorme en la frente, por debajo de los rizos de su corte de pelo romano. Un hilillo de sangre le resbalaba por ella, y tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo.

—¡Oh! ¿Cómo te has hecho eso?

En ese momento Magda salió de detrás de un arbusto.

—Sin querer se metió en la cama de Susana, ayer noche —me aclaró Magda—. Yo creí que era un asaltante, y le lancé una pedrada, naturalmente.

—Naturalmente —coincidí yo.

—Lo siento mucho, Simón —se disculpó Magda. Oí que Juana y Susana se reían detrás del arbusto.

—Fue un error inocente —dijo Simón. No supe si se refería al suyo o al de Magda, pero en cualquiera de los dos casos, estaba mintiendo.

—Menos mal que eres apóstol —le dije—. Este mediodía ya lo tendrás curado.

Terminamos nuestro recorrido por el norte de Galilea sin incidentes, y lo cierto es que cuando regresamos a la montaña que se alzaba tras Bethsaida, donde Joshua ya nos esperaba con más de cinco mil fieles, Simón ya estaba casi curado por completo.

—No puedo separarme de ellos el tiempo suficiente como para ir a por cestos —se quejó Pedro.

—Allá adónde voy hay cincuenta personas siguiéndome —dijo Judas—. ¿Cómo esperan que les llevemos comida si no nos dejan trabajar?

Mateo, Jaime y Andrés pronunciaron quejas similares, e incluso Tomás protestaba por que la gente no dejaba de pisar a Tomás Dos. Joshua había multiplicado siete panes, y había suficiente comida para alimentar a la multitud, pero nadie conseguía llegar a ella para distribuirla. Finalmente, Magda y yo nos abrimos paso hasta lo alto de la montaña, donde encontramos a Joshua predicando. Al vernos, indicó a la multitud que iba a hacer una pausa, y se acercó a vernos.

—Esto es excelente —dijo—. Hay muchos creyentes.

—Esto, Josh…

—Ya lo sé —se anticipó—. Id a Magdala los dos, a buscar el barco grande, y traedlo a Bethsaida. Una vez hayamos alimentado a los fieles, os enviaré a los discípulos. Soltad amarras y esperadme en el lago.

Logramos que Juan se escabullera de entre la multitud y nos acompañara a Magdala. Ni Magda ni yo sabíamos lo bastante como para gobernar un barco tan grande sin ayuda de alguno de los pescadores. Medio día después atracamos en Bethsaida, donde los demás apóstoles nos esperaban.

—Los ha llevado al otro lado de la montaña —dijo Pedro—. Les dedicará una bendición y se despedirá de ellos. Con suerte, la gente regresará a sus casas, y él se unirá a nosotros.

—¿Has visto a algún soldado entre la multitud? —pregunté.

—Todavía no, pero ya deberíamos haber abandonado el territorio de Herodes. Los fariseos esperan tras los congregados, como si supieran que algo va a ocurrir.

Supusimos que Joshua llegaría al barco nadando, o montado en uno de los botes de remos, pero cuando por fin bajó a la orilla, la multitud todavía lo seguía, y él siguió caminando, así, sin más, sobre la superficie del agua. Y así llegó a nuestro barco. La muchedumbre se detuvo y lo vitoreó. Incluso nosotros quedamos asombrados ante su nuevo milagro, y nos sentamos boquiabiertos, viendo cómo el Mesías se acercaba.

—¿Qué pasa? —preguntó él al vernos—. ¿Qué? ¿Qué?

—Señor, estás caminando sobre las aguas —le respondió Pedro.

—Es que acabo de comer —aclaró él—. Y hasta pasada una hora, no es bueno bañarse. Puede darte un corte de digestión, un calambre. ¿Es que ninguno de vosotros tiene madre?

—¡Es un milagro! —exclamó Pedro.

—No hay para tanto —insistió Joshua, moviendo la mano, como quitándose importancia—. Es fácil. En serio, Pedro, deberías probarlo.

El apóstol se puso en pie en el barco, inseguro.

—De verdad, inténtalo.

Pedro hizo ademán de quitarse la túnica.

—No, déjatela puesta —le ordenó Joshua—. Y las sandalias también.

—Pero, Señor, es una túnica nueva.

—Pues no te la mojes, Pedro. Ven conmigo. Camina sobre las aguas.

Pedro sacó un pie del barco y lo acercó a la superficie del lago.

—Ten fe, Pedro —le grité yo—. Si dudas, no serás capaz de hacerlo.

Entonces el apóstol sacó los dos pies del barco, y durante una fracción de segundo permaneció en pie. Todos quedamos maravillados.

—¡Eh! ¡Estoy de pi…! —Y entonces se hundió como una piedra. Ascendió a la superficie chapoteando. Todos nos reíamos, sin poder evitarlo, e incluso Joshua, sumergido hasta los tobillos, se desternillaba.

—Me asombra que hayas podido creértelo —le dijo Joshua, corriendo sobre el lago para ayudar a su discípulo a subirse al barco—. Pedro, eres más tonto que una piedra. Pero qué fe más extraordinaria has demostrado poseer. Sobre esta piedra edificaré mi iglesia.

—¿Harías que Pedro edificara tu iglesia? —preguntó Felipe—. ¿Solo porque ha intentado caminar sobre las aguas?

—¿Lo habrías intentado tú? —le preguntó el Mesías.

—No, claro que no —respondió él—. Yo no sé nadar.

—Entonces, ¿cuál de los dos tiene más fe? —Joshua se subió al barco, se sacudió el agua de las sandalias y acarició los cabellos mojados de Pedro—. Alguien tendrá que continuar la labor de la iglesia cuando yo me vaya, y me iré pronto. En primavera iremos a Jerusalén para la Pascua, y allí me juzgarán los escribas y los sacerdotes, y allí me torturarán y me darán muerte. Pero al tercer día resucitaré, y volveré a estar con vosotros.

Mientras Joshua hablaba, Magda se había agarrado de mi brazo. Y cuando terminó de decir lo que nos dijo, noté que me había clavado las uñas con tal fuerza que la sangre asomaba a mi bíceps. Una sombra de tristeza pareció recorrer los rostros de los discípulos. Nadie se miraba a la cara, ni clavaba la vista en el suelo, sino que la concentraba en un punto indeterminado que quedaba a unos palmos de los rostros, que es donde supongo que todos miramos cuando queremos que del desconcierto surja una respuesta clara.

—Pues vaya mierda —dijo alguien al fin.

Atracamos en la localidad de Hippos, en la costa este del mar de Galilea, que quedaba frente a Tiberíades. Joshua ya había predicado allí cuando nos refugiamos en aquellos territorios por primera vez, y había gente en la ciudad que acogería a los apóstoles en sus casas hasta que Joshua volviera a enviarlos en misión.

Habíamos traído con nosotros muchas cestas llenas de los panes rotos de Bethsaida, y Judas y Simón me ayudaron a descargarlas del barco, entrando y saliendo de las aguas poco profundas en las que habíamos echado el ancla, puesto que Hippos carecía de puerto.

—El pan se amontonaba hasta formar montículos —dijo Judas—. Había más que cuando dimos de comer a los cinco mil. Con tal cantidad de provisiones, un ejército judío podría luchar durante días enteros. Si algo nos han enseñado los romanos es que los ejércitos luchan con el estómago lleno.

Dejé de cargar el peso que llevaba, y lo miré.

Simón, que se encontraba a mi lado, dejó la cesta sobre la arena de la playa, y se levantó el borde de la túnica para mostrarme la empuñadura de su daga.

—El reino será nuestro solo cuando lo tomemos por la espada. No hemos tenido ningún problema para derramar sangre romana. No hay más señor que Dios.

Me acerqué a él y le cubrí la daga con el fajín.

—¿Habéis oído alguna vez a Joshua predicar que hay que hacerle daño a alguien? ¿Ni siquiera a un enemigo?

—No —admitió Judas—. No puede hablar abiertamente de tomar el reino hasta que esté preparado para atacar. Por eso siempre se expresa mediante parábolas.

—Eso que dices es un montón de mantequilla rancia de yak —dijo una voz desde el barco. El Mesías se incorporó, con una red colgándole de la cabeza como si de un chal de oración deshilachado se tratara. Estaba durmiendo en la proa del barco, y nosotros nos habíamos olvidado por completo de su presencia.

»Colleja, convoca a todos aquí mismo, en la playa. Es evidente que no me he expresado con la suficiente claridad ante todos.

Solté la cesta y corrí hasta la ciudad para reunir a los demás. En menos de una hora todos estábamos sentados en la playa, y Joshua caminaba ante nosotros, de un lado a otro.

—El reino está abierto a todos —dijo Joshua—. A todos, ¿lo pilláis?

Todos asentimos.

—Incluso a los romanos.

Muchos dejaron de asentir.

—El reino de Dios está al llegar, pero los romanos seguirán en Israel. El reino de Dios no tiene nada que ver con el reino de Israel, ¿lo comprendéis todos?

—Pero se supone que el Mesías debe conducir a nuestro pueblo hacia la libertad —dijo Judas en voz muy alta.

—¡No hay más Señor que Dios! —añadió Simón.

—¡Cállate! —le gritó Joshua—. A mí no me han enviado a repartir ira. Entraremos en el reino a través del perdón, y no a través de la conquista. Todo esto ya lo hemos hablado. ¿Qué es lo que no he dejado claro?

—¿Y cómo vamos a echar del reino a los romanos? —preguntó Natanael.

—Eso deberías saberlo ya —le respondió Joshua—, rubio chiflado. Te lo diré una vez más: no podemos echar a los romanos del reino, porque el reino está abierto a todos.

Creo que finalmente empezaban a entenderlo, al menos los dos zelotes, porque se los veía profundamente decepcionados. Llevaban toda la vida esperando a que llegara el Mesías e instaurara el reino aplastando a los romanos, y ahora él les decía, con sus palabras divinas, que aquello no era lo que iba a suceder.

Pero en ese momento Joshua empezó con sus parábolas una vez más.

—El reino es como un campo de trigo con cizaña. No pueden arrancarse las malas hierbas sin arrancar también el grano.

Miradas de desconcierto. Y de doble desconcierto entre los pescadores, que no sabían nada de metáforas agrícolas.

—La cizaña es una mala hierba —aclaró Joshua—. Enreda sus raíces entre las del trigo, o las de la cebada, y no hay manera de arrancarla sin que se eche a perder la cosecha.

Nadie lo entendió.

—Está bien, está bien —prosiguió Joshua—. Los hijos del cielo son la buena gente, y la cizaña es la gente mala. Hay de las dos. Y cuando morís, los ángeles separan a los malos y los queman.

—No lo capto —dijo Pedro, meneando la cabeza, la cabellera gris azotándole el rostro como un león confundido intentando apartar de su mente la imagen de un ñu volador.

—¿Y cómo predicáis estas cosas, si no las entendéis? Está bien, está bien, probemos con esto: El reino de los cielos es… esto… como un mercader que busca perlas.

—Como antes con los cerdos —observó Bartolomeo.

—¡Sí, Bart, sí! Solo que esta vez no hay cerdos. Pero las perlas son las mismas.

Transcurridas tres horas, Joshua seguía intentándolo, pero empezaban a terminársele las cosas que comparar con el reino, pues su favorita, el grano de mostaza, le había fallado ya en tres ocasiones.

—Está bien, de acuerdo, el reino es como un mono —dijo con voz ronca y fatigada.

—¿Qué?

—Como un mono judío, ¿vale?

Yo me levanté, me acerqué a él y le pasé el brazo por el hombro.

—Josh, descansa un poco.

Y lo conduje hacia la ciudad, cruzando la playa.

Él no dejaba de menear la cabeza.

—Éstos son los hijos de puta más tontos que hay en todo el mundo.

—Se han convertido un poco en niños pequeños, como tú les dijiste.

—En unos niños pequeños e idiotas.

Oí unos pasos ligeros sobre la arena, detrás de nosotros, y Magda nos rodeó con sus brazos. Estampó un beso sonoro y baboso en la frente de Joshua, y me miró como si quisiera hacer lo mismo en la mía, por lo que me aparté.

—Aquí los idiotas sois vosotros, que no paráis de echar pestes sobre su inteligencia, cuando la inteligencia no tiene nada que ver con que estén aquí. ¿Alguno de los dos los ha oído predicar? Yo sí. Pedro ya tiene el don de sanar, lo he visto con mis propios ojos. Y he visto a Jaime hacer que caminen los tullidos. La fe no es un acto de inteligencia, sino de imaginación. Cada vez que tú les ofreces una nueva metáfora del reino, ellos solo ven la metáfora, el grano de mostaza, el campo, el jardín, el viñedo. Es como señalarle algo a un gato con el dedo, el gato te mira el dedo, no lo que le señalas. Pero a ellos no les hace falta entender las cosas, solo les hace falta creer en ellas. Y creen en ellas. Se imaginan el reino como necesitan que sea, no les hace falta comprenderlo, porque ya está ahí, y ellos pueden convertirlo en realidad. Es la imaginación, no el intelecto.

Magda nos soltó el cuello y se quedó ahí plantada, sonriendo de oreja a oreja como una loca. Joshua la miró primero a ella, y después a mí.

Me encogí de hombros.

—Yo siempre te he dicho que era más lista que nosotros dos.

—Ya lo sé —dijo Joshua—. No sé si voy a poder soportar que los dos tengáis razón el mismo día. Necesito algo de tiempo para pensar y rezar.

—Vete, entonces —replicó Magda, despidiéndolo con un movimiento de mano.

Yo me detuve y vi que mi amigo se dirigía al pueblo, y que me dejaba ahí solo, sin la menor idea de lo que debía hacer. Me volví hacia Magda.

—¿Has oído la profecía de la Pascua?

Ella asintió.

—Supongo que no le has dicho nada.

—No sabía qué decirle.

—Tenemos que quitárselo de la cabeza. Si sabe lo que le aguarda en Jerusalén, ¿para qué ir? ¿Por qué no nos dirigimos a Fenicia, a Siria? Podría incluso llevar la buena nueva a Grecia, donde estaría del todo a salvo. Allí hay personas por todo el país que predican distintas ideas. Mira si no a Bartolo y los cínicos.

—Cuando estábamos en la India, presenciamos una festividad en la ciudad de su diosa Kali. Es la diosa de la destrucción. Magda. Fue lo más sangriento que había visto en mi vida, miles de animales sacrificados, centenares de hombres decapitados. Parecía que todo el mundo quedaba pringado de sangre. Joshua y yo salvamos a unos niños de que los despellejaran vivos, pero cuando todo terminó, Joshua no paraba de decir: «Basta de sacrificios. Basta».

Magda me miró, como si esperara que añadiera algo.

—¿Y? Aquello era horrible. ¿Qué esperabas que dijera?

—Es que no hablaba conmigo, Magda, hablaba con Dios. Y no creo que se tratara de una petición.

—¿Estás diciendo que cree que su padre quiere matarlo por intentar cambiar las cosas, para que no pueda evitar que sucedan, pues suceden por voluntad divina?

—No, lo que digo es que va a consentir que le maten para demostrarle a su padre que las cosas deben cambiar. Por eso no va a hacer lo más mínimo por evitarlo.

Durante los tres meses siguientes le imploramos, le suplicamos, razonamos con él y lloramos, pero no logramos convencer a Joshua para que no fuera a Jerusalén para la celebración de la Pascua. José de Arimatea había mandado noticia de que los fariseos y los saduceos seguían conspirando contra Joshua, de que Jakan había hablado contra los seguidores del Mesías en la Corte de los Gentiles, fuera del templo. Pero las amenazas no hacían sino fortalecer la decisión de Joshua. En un par de ocasiones Magda y yo logramos atarlo en el fondo de una barca, recurriendo a unos nudos que nos habían enseñado los hermanos marineros Pedro y Andrés, pero las dos veces el Mesías apareció a los pocos minutos, sosteniendo las cuerdas con que lo habíamos atado, pronunciando frases como: «Estos nudos que habéis hecho son buenos, pero no lo bastante, ¿verdad?».

Magda y yo pasamos muchos días compartiendo la preocupación, antes de partir rumbo a Jerusalén.

—Tal vez se equivoque con eso de la ejecución —dije yo.

—Sí, es posible —admitió Magda.

—¿Crees que es así? Que se equivoca, quiero decir.

—Lo que creo es que estoy a punto de vomitar.

—Pues no veo yo que vomitando vayas a conseguir que cambie de opinión.

Como, en efecto, así fue. Al día siguiente partimos hacia Jerusalén. De camino, nos detuvimos a descansar en una localidad que se alzaba a orillas del río Jordán, Beth Shemesh. Estábamos ahí sentados, tristes, taciturnos, observando las hileras de peregrinos que avanzaban a lo largo de la orilla, cuando una anciana se apartó de la multitud y, blandiendo el bastón, se abrió paso por entre los apóstoles reclinados.

—Apartaos, tengo que hablar con ese muchacho. Muévete, necio, y a ver si te das un baño, que buena falta te hace. —Le asestó un bastonazo a Bartolo al pasar por su lado, y sus perros le mordisquearon los talones—. Mucho cuidado conmigo, que soy vieja y tengo que ver a ese tal Jesús de Nazaret.

—Oh, no, madre —protestó Juan.

Jaime se puso en pie para impedirle seguir, pero ella lo amenazó con el bastón.

—¿En qué puedo ayudarte, anciana madre? —le preguntó Joshua.

—Soy la esposa de Zebedeo, y la madre de estos dos. —Señaló a Jaime y a Juan con su bastón—. He oído que pronto te irás al reino.

—Si así ha de ser, que así sea —dijo Joshua.

—Bien, el caso es que mi difunto esposo, Zebedeo, que Dios lo tenga en su gloria, dejó a mis chicos un buen negocio que sacar adelante, y desde que van por ahí siguiéndote no es más que una completa ruina. —Se volvió hacia sus hijos—. ¡Al campo!

Joshua le posó una mano en el brazo, pero en lugar de la calma y el sosiego que por lo general le había visto provocar en la gente, la señora Zebedeo se apartó y blandió el bastón, y si no le dio en la cabeza fue de milagro.

—A mí no intentes embaucarme con tus palabritas dulces. Mis hijos han echado a perder el negocio de su padre por tu culpa, o sea que quiero que me asegures que, a cambio, llegarán a sentarse a ambos lados del trono, en el reino. A mí me parece que es una compensación justa. Son buenos muchachos. —Se giró para mirar a Jaime y a Juan—. Si vuestro padre estuviera vivo, os mataría al ver lo que habéis hecho.

—Pero, anciana madre, yo no decido quién se sienta junto al trono.

—¿Ah, no? ¿Y quién lo decide entonces?

—Lo decide el Señor, mi padre.

—Bueno, pues pregúntaselo a él. —Se apoyó en el bastón, y pateó el suelo con un pie—. Aquí te espero.

—Pero es que…

—¿Serías capaz de negar el último deseo a una anciana moribunda?

—Tú no estás moribunda.

—Eres tú el que me está matando. Ve a preguntarlo. Ve.

Joshua nos miró, sumiso. Todos apartamos la mirada, cobardes como éramos. Además, ninguno de nosotros había aprendido aún a lidiar con una madre judía.

—Bueno, me subiré a esa montaña y lo preguntaré —dijo Joshua al fin, señalando el pico más alto de la zona.

—Pues ve, ve. ¿O es que quieres que llegue tarde a la celebración de la Pascua?

—Está bien, ahora mismo me voy a preguntarlo.

Josh se alejó despacio, más o menos en dirección a aquella montaña. El monte Tabor, creo que era.

La señora Zebedeo se puso a perseguir a sus hijos como quien persigue pollos en un corral.

—¿Pero qué sois vosotros? ¿Columnas de sal? Id con él.

Pedro se echó a reír, y ella se giró con el bastón en alto, dispuesta a asestarle un buen golpe. Pedro fingió toser.

—Esto… será mejor que vaya yo también, no sea que necesiten un testigo.

Y se escabulló tras Joshua y los dos apóstoles.

La anciana me dedicó una mirada furibunda.

—¿Y tú qué miras? ¿Es que te crees que los dolores de parto terminan cuando salen los niños? ¡Qué sabrás tú!

Se ausentaron toda la noche, una noche muy larga en la que nos vimos obligados a conocer la historia de Zebedeo, el padre de Jaime y Juan, que sin duda había poseído el valor de Daniel, la sabiduría de Salomón, la fuerza de Sansón, la devoción de Abraham, la belleza de David y el instrumento de Goliat, que Dios lo tenga en su gloria. (Es curioso, porque Jaime siempre había descrito a su padre como a un hombrecillo flaco y enclenque que seseaba al hablar). Cuando los cuatro regresaron del monte, todos los demás nos pusimos en pie y corrimos a su encuentro. Yo mismo los habría llevado a hombros, si me hubieran asegurado que, de ese modo, la anciana cerraría el pico.

—¿Y bien? —inquirió ella.

—Ha sido asombroso —nos dijo Pedro a todos, ignorando a la anciana—. Hemos visto tres tronos. Moisés estaba sentado en uno, Elías en otro, y el tercero estaba vacío, dispuesto para Joshua. Y del cielo ha surgido una voz que decía: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia».

—Ah, sí, eso ya lo había dicho antes —intervine yo.

—Esta vez yo también lo he oído —comentó Joshua, esbozando una sonrisa.

—¿Entonces? ¿Solo hay tres asientos? —preguntó la señora Zebedeo. Miró a sus hijos, que se escudaban detrás del Mesías—. Y para vosotros nada, claro. —Tambaleante, hizo ademán de alejarse de ellos, y se llevó una mano al corazón—. Supongo que hay que alegrarse por las madres de Moisés y de Elías, y por la de este muchacho de Nazaret, pues. Ellas no saben qué es llevar una espina clavada en el corazón.

Y así, cojeando, se alejó en dirección a Jerusalén, siguiendo el curso del río.

Joshua se apoyó en los hombros de Jaime y de Juan.

—Yo lo arreglaré. —Y se fue tras la señora Zebedeo.

Magda me dio un codazo, y cuando la miré vi que tenía lágrimas en los ojos.

—No se equivoca —dijo.

—No. No sé, habla con su madre para que lo disuada. A ella nadie puede resistírsele… Lo que quiero decir es que yo, al menos, no puedo. Vaya, que lo que quiero decir es que no es tú, pero… ¡Mira! ¿Es eso una gaviota?