28

El ministerio de Joshua fueron tres años de prédicas, en ocasiones tres veces al día, y aunque había momentos mejores que otros, yo nunca era capaz de recordar los sermones palabra por palabra. Sin embargo, paso a anotar la esencia de casi todos los sermones que oí pronunciar al Mesías:

Había que ser bueno con la gente, incluso con los malvados.

Y si:

a) creías que Joshua era el Hijo de Dios (y)

b) que había venido para salvarte del pecado (y)

c) reconocías el Espíritu Santo que había en ti (te convertías en niño pequeño, como decía él) (y)

d) no blasfemabas contra el Espíritu Santo (ver c),

entonces:

e) vivirías eternamente

f) en un lugar agradable

g) probablemente en el cielo.

Por el contrario, si:

h) pecabas (y/o)

i) eras hipócrita (y/o)

j) valorabas más las cosas que a la gente (y)

k) no hacías a, b, c, y d,

entonces:

l) ibas a estar jodido.

Ése era el mensaje que el padre de Joshua le había transmitido hacía muchos años y que, en aquel momento, parecía tan sucinto que podía llegar a considerarse grosero, pero que adquiría más sentido después de escuchar varios cientos de sermones.

Aquellas eran sus enseñanzas, y aquello era lo que nosotros aprendíamos, aquello era lo que transmitíamos a la gente en los pueblos de Galilea. Sin embargo, no a todo el mundo se le daba bien, y había quien no entendía nada. En una ocasión Joshua, Magda y yo regresamos de predicar en Caná y nos encontramos a Bartolomeo sentado junto a la sinagoga de Cafarnaún, predicando el Evangelio a unos perros sentados frente a él, en semicírculo. Aquellos perros parecían hipnotizados pero, claro, hay que tener en cuenta que Bartolo se había puesto un filete en la cabeza, a modo de sombrero, por lo que no puedo asegurar que fueran sus dotes de comunicador las que los mantuvieran atentos.

Joshua le quitó el filete de la cabeza a Bartolomeo y lo arrojó a la calle, donde unos diez perros hallaron de pronto su fe.

—Bartolo, Bartolo, Bartolo —le dijo, sujetándolo por los hombros y zarandeándolo—. No entregues a los perros lo que es sagrado. No eches perlas a los cerdos. Estás malgastando la Palabra.

—Yo no tengo perlas. No soy esclavo de las posesiones.

—Es una metáfora, Bartolo —le aclaró Joshua, fatigado—. Significa que no hay que ofrecer la Palabra a quienes no están preparados para recibirla.

—¿Hablas, por ejemplo, de cuando ahogaste un cerdo en Decápolis? ¿Ellos no estaban preparados para recibirlo?

Joshua me miró, en busca de ayuda. Yo me encogí de hombros.

Magda intervino.

—Exacto, Bart. Al fin lo has entendido.

—Ah, ¿y por qué no lo decías antes? —se extrañó Bartolo—. Está bien, muchachos, nos vamos a predicar la Palabra en Magdala.

Y, poniéndose en pie, reunió a sus perros y se dirigió hacia el lago.

Joshua miró a Magda.

—No era eso a lo que yo me refería. En absoluto.

—Sí, era eso —dijo ella, y se alejó para reunirse con Juana y Susana, dos mujeres que se habían unido a nosotros y que estaban aprendiendo a predicar el evangelio.

—Yo no me refería a eso —insistió Joshua, dirigiéndose a mí.

—¿La has ganado alguna vez en alguna discusión?

Él negó con la cabeza.

—En ese caso, dile amén y vámonos a ver qué ha cocinado hoy la mujer de Pedro.

Los discípulos se habían congregado en el exterior de la casa de Pedro, y estaban sentados sobre unos troncos que habían dispuesto en círculo, alrededor de una hoguera. Todos mantenían la mirada baja, como si estuvieran entregados a alguna oración lúgubre. Incluso Mateo estaba presente, cuando debería haberse encontrado en Magdala, recaudando impuestos.

—¿Qué sucede? —preguntó Joshua.

—Juan el Bautista ha muerto —respondió Felipe.

—¿Qué? —Joshua se sentó en el tronco, junto a Pedro, y se apoyó en él.

—Acabamos de ver a Bartolomeo —dije yo—. Y no nos ha dicho nada.

—Lo hemos sabido ahora mismo —aclaró Andrés—. Mateo nos ha dado la noticia, la ha sabido en Tiberíades. —Era la primera vez, desde que se había unido a nosotros, que veía su rostro sin la luz del entusiasmo que siempre lo iluminaba. Era como si hubiera envejecido diez años en pocas horas—. Herodes lo ha decapitado —añadió.

—Yo creía que Herodes tenía miedo de Juan —dije. Se rumoreaba que Herodes había mantenido con vida a Juan porque creía que era el Mesías y temía que la ira de Dios recayera sobre él si aquel hombre santo perecía.

—Lo ha hecho a petición de su hijastra —nos explicó Mateo—. A Juan lo han matado por el capricho de una ramera adolescente.

—Pues vaya —intervine yo—. Si no estuviera muerto ya, esa última ironía de la vida habría acabado con él de todos modos.

Joshua clavó la vista en el suelo, rezando, o pensando, no estoy seguro. Hasta que finalmente habló.

—Los seguidores de Juan serán como recién nacidos en el desierto.

—¿Estarán sedientos? —aventuró Natanael.

—¿Estarán hambrientos? —aventuró Pedro.

—¿Estarán cachondos? —aventuró Tomás.

—No, idiotas, estarán perdidos. ¡Estarán perdidos! —les aclaré yo—. Por el amor de Dios…

Joshua se puso en pie.

—Felipe, Tadeo, id a Judea y decid a los seguidores de Juan que aquí serán bienvenidos. Decidles que la labor de Juan no ha caído en saco roto. Traedlos aquí.

—Pero, señor —observó Judas—. Juan tenía miles de seguidores. Si se unen a nosotros, ¿cómo los alimentaremos?

—Es que es nuevo —lo disculpé yo.

El día siguiente era sabbat, y por la mañana, mientras todos nos dirigíamos a la sinagoga, un anciano ataviado con finos ropajes salió de entre unos arbustos y se postró a los pies de Joshua.

—Oh, rabino —lloriqueó—. Soy el alcalde de Magdala. Mi hija mayor ha muerto. La gente dice que tú sanas a los enfermos y resucitas a los muertos. ¿Quieres ayudarme?

Joshua miró a su alrededor. Media docena de fariseos del lugar nos observaban desde distintos puntos. El Mesías se volvió hacia Pedro.

—Hoy lleva tú la Palabra a la sinagoga. Yo voy a ayudar a este hombre.

—Gracias, rabino —balbució el hombre rico, que se puso en marcha a toda prisa y nos hizo una seña para que le siguiéramos.

—¿Dónde nos llevas? —le pregunté.

—Solo hasta Magdala —respondió.

—Eso está más lejos de lo que el sabbat permite caminar —le dije yo a Joshua.

—Ya lo sé —dijo él.

A medida que pasábamos por las aldeas que bordeaban la costa en dirección a Magdala, la gente salía de las casas y nos seguía la distancia máxima que, a causa del sabbat, se atrevía a recorrer, pero yo me fijaba también en que los ancianos, los fariseos, nos observaban.

La casa del alcalde era grande, comparada con otras de Magdala, y su hija tenía un dormitorio para ella sola. Él mismo condujo a Joshua hasta la alcoba en la que yacía la muchacha.

—Rabino, por favor, sálvala.

Joshua se inclinó sobre ella y la examinó.

—Sal —le dijo al alcalde—. Sal de la casa.

Cuando el alcalde salió, Joshua me miró a los ojos.

—Esta muchacha no está muerta.

—¿Qué?

—No, está dormida. Tal vez alguien le ha proporcionado un vino fuerte, o alguna pócima. Pero muerta no está.

—¿Entonces qué es esto? ¿Una trampa?

—Yo tampoco he sospechado nada —dijo Joshua—. Esperan que declare que la he resucitado, que la he sanado, cuando solo está dormida. Blasfemia y sanación en sabbat.

—Pues déjame hacerlo a mí. Si solo está dormida, me veo capaz de resucitarla.

—Me culparán a mí por cualquier cosa que hagas tú también. Es posible que tú también estés en su punto de mira. No han sido los fariseos de Magdala los que han ideado esto.

—¿Jakan?

Josh asintió.

—Ve a buscar al anciano, y reúne a tantos testigos como puedas, fariseos también. Organiza un escándalo.

Cuando ya había reunido a unas cincuenta personas en la casa y en sus inmediaciones, Joshua anunció:

—Esta muchacha no está muerta. Está dormida, viejo necio. —La zarandeó, y ella se sentó en la cama, frotándose los ojos—. Cuidado con ese vino tuyo, que es muy fuerte. Alégrate por no haber perdido a tu hija, pero laméntate por haber quebrantado la ley del sabbat con tu ignorancia.

Dicho esto, Joshua abandonó la casa a toda prisa, y yo lo seguí. Cuando ya nos encontrábamos en el otro extremo de la calle, me preguntó:

—¿Crees que se lo han tragado?

—No —le respondí.

—Yo tampoco.

A la mañana siguiente un soldado romano se presentó en casa de Pedro con varios mensajes. Yo todavía estaba dormido cuando oí los gritos.

—Solo estoy autorizado a hablar con Joshua de Nazaret —dijo alguien en latín.

—Hablarás conmigo, o no volverás a hablar en tu vida —oí que le respondía alguien (obviamente, alguien sin demasiados deseos de alcanzar una edad provecta). Me levanté al instante, y salí corriendo, con la túnica sin abrochar, abierta, ondeando tras de mí. Doblé la esquina de la casa de Pedro y vi a Judas encarándose con un legionario. El soldado estaba a punto de desenvainar su espada.

—¡Judas! —le grité—. ¡Atrás!

Me coloqué entre ellos. Sabía que podía desarmar fácilmente al soldado, pero no a la legión que acudiría tras él si lo hacía.

—¿Quién te envía, soldado?

—Traigo un mensaje de Cayo Justo Gálico, comandante de la Legión Sexta, para Joshua hijo de José de Nazaret. —Dedicó una mirada asesina a Judas—. Pero no he recibido orden alguna que me impida matar a este perro al tiempo que lo entrego.

Me volví para observar a Judas, que tenía el rostro encendido de ira. Yo sabía que llevaba una daga en el fajín, aunque no se lo había dicho a Joshua.

—Judas, Justo es amigo nuestro.

—No hay romanos amigos de judíos —sostuvo Judas, sin esforzarse lo más mínimo por decirlo susurrando.

Llegados a ese punto, dándome cuenta de que Joshua no había llegado con su mensaje de perdón universal a nuestro nuevo fichaje, y de que, por tanto, estaba a punto de lograr que lo mataran, metí la mano velozmente bajo la túnica de Judas, le agarré el escroto y se lo estrujé con fuerza una sola vez, y cuando él hubo soltado un montón de baba sobre mi pecho, hubo puesto los ojos en blanco y hubo caído de rodillas, inconsciente, lo sujeté y lo bajé hasta el suelo para que no se golpeara la cabeza. Y entonces me volví hacia el romano.

—A veces se desmaya —le expliqué—. Vamos a buscar a Joshua.

Justo nos enviaba tres mensajes desde Jerusalén: Jakan, en efecto, había repudiado a Magda; el pleno del consejo de los fariseos se había reunido y urdían la muerte de Joshua; y a oídos de Herodes Antipas habían llegado noticias de los milagros de Joshua, y temía que fuera la reencarnación de Juan el Bautista. La única nota personal de Justo se resumía en una palabra: «Cuidado».

—Joshua, debes esconderte —le dijo Magda—. Auséntate de los territorios de Herodes hasta que las cosas se calmen. Ve a Decápolis, predica a los gentiles. Herodes Filipo no siente aprecio por su hermano, sus soldados te dejarán en paz. —Magda se había convertido, ella también, en una predicadora entregada. Era como si hubiera canalizado su pasión personal por Joshua, convirtiéndola en pasión por la Palabra.

—Aún no —respondió Joshua—. No hasta que Felipe y Tadeo regresen con los seguidores de Juan. No los dejaré solos, perdidos. Me hace falta un sermón, un sermón que me sirva como si fuera el último, un sermón que sea útil a quienes estén perdidos cuando yo me vaya. Una vez lo haya pronunciado en Galilea, me dirigiré a territorio de Filipo.

Miré a Magda, que asintió, como diciéndome: «Haz lo que tengas que hacer, pero protégelo».

—Vamos a escribirlo entonces —dije.

Como todo gran discurso, el sermón de la montaña suena como si se hubiera creado espontáneamente, pero en realidad Joshua y yo trabajamos en él durante más de una semana; él me dictaba, y yo tomaba notas en un pergamino. (Había inventado un sistema que me permitía introducir un carboncillo entre dos pedazos de madera de olivo, lo que me posibilitaba escribir sin llevar pluma y tintero). Trabajábamos frente a la casa de Pedro, en la barca, e incluso en la montaña en la que pronunciaría su sermón. Joshua quería dedicar una gran parte de este al adulterio, motivado, sobre todo —ahora me doy cuenta—, por mi relación con Magda. Aunque ella había decidido mantenerse célibe y predicar la Palabra, creo que quería ponerme los puntos sobre las íes.

Joshua dijo:

—Escribe: «Si un hombre mira a una mujer con deseo en su corazón, ha cometido adulterio».

—¿De verdad quieres seguir con eso? ¿Y con eso de que «Si una mujer divorciada vuelve a casarse comete adulterio»?

—Sí.

—No sé, suena un poco duro. Un poco… farisaico.

—Pensaba en alguien en concreto. ¿Qué tienes anotado?

—«Y en verdad os digo que…» (sé que, cuando hablas de adulterio, te gusta usar eso del «en verdad»), bueno, da igual. «En verdad os digo que si un hombre unge con aceite el cuerpo desnudo de una mujer, y la obliga a caminar a cuatro patas y a ladrar como una perra mientras la conoce, en el sentido que ya sabéis, entonces comete adulterio, y, sin duda, si una mujer le hace lo mismo a él en represalia, se está montando en el mismo carro del adulterio ella solita. Y si una mujer finge ser una reina poderosa, y un hombre un humilde esclavo, y si ella lo llama con nombres humillantes y le hace lamerle el cuerpo, entonces sin duda los dos habrán pecado como dos perros, y ay del hombre que finja ser una reina poderosa, y…»

—Ya basta, Colleja.

—Pero es que hay que ser específico, ¿no? No querrás que la gente vaya por ahí preguntándose: «Eh, ¿esto es adulterio, o qué es? No sé, será mejor que probemos a ver».

—No sé bien si ser tan específico es buena idea.

—Está bien. ¿Qué te parece esto entonces? «Si un hombre o una mujer hacen algo con sus partes pudendas mutuas, entonces es más que probable que estén cometiendo adulterio, o al menos lo estén considerando».

—Bueno, tal vez haya que ser algo más específico.

—Vamos, Josh, que esto no es tan fácil como lo de «No matarás». Porque ahí hay un cadáver, hay un pecado claro, ¿no?

—Sí, el adulterio puede ser más resbaladizo.

—Pues sí… ¡Mira! ¡Una gaviota!

—Colleja, entiendo que te sientas obligado a defender tus pecados favoritos, pero no es esto lo que necesito ahora. Lo que necesito es que me ayudes a escribir este sermón. ¿Cómo nos va con las beatitudes?

—¿Cómo dices?

—Con las bienaventuranzas.

—Tenemos: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; bienaventurados los pobres de espíritu; los puros de corazón; los quejicas; los mansos, los…

—Un momento. ¿Qué les damos a los mansos?

—Veamos… ah, sí, aquí está: Bienaventurados los mansos, pues a ellos les diremos: «buen chico».

—Algo flojo.

—Sí, estoy de acuerdo.

—Hagamos que los mansos hereden la tierra.

—¿No podemos dar la tierra a los quejicas?

—No, pasamos de los quejicas y damos la tierra a los mansos.

—Está bien. La tierra a los mansos. Sigamos. Bienaventurados los pacíficos, los que lloran. Y ya están.

—¿Cuántos salen?

—Siete.

—No es bastante. Me hace falta uno más. ¿Y si añadimos los idiotas?

—No, Joshua, los idiotas no, que ya has hecho bastante por ellos. Mira si no a Natanael, a Tomás…

—Bienaventurados los idiotas, porque ellos… esto… no sé…, porque nunca sentirán decepción.

—No, por lo de los idiotas no paso. Vamos, Josh, ¿por qué no podemos tener a tíos poderosos en nuestro equipo? ¿Por qué tenemos que ser los mansos, los pobres, los oprimidos, los que reciben toda la mierda? ¿Por qué no podemos, por una vez en la vida, decir que bienaventurados son los tipos ricos, grandullones y poderosos con espadas?

—Porque esos no nos necesitan.

—De acuerdo, está bien. Pero «Bienaventurados los idiotas» no, te lo pido por favor.

—¿Quiénes entonces?

—¿Las rameras?

—No.

—¿Y los pajilleros? Me vienen a la mente cinco o seis discípulos que resultarían muy bienaventurados.

—Nada de pajilleros. Ya lo tengo: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia».

—De acuerdo, eso está mejor. ¿Qué vas a ofrecerles a éstos?

—Una cesta con frutas.

—No puedes dar la tierra entera a los mansos, y una cesta de frutas a estos pobres muchachos.

—Les daré el reino de los cielos.

—Eso ya lo tienen los pobres de espíritu.

—Habrá para todos.

—Está bien, entonces pondré «compartirán el reino de los cielos». —Lo anoté.

—Podríamos dar la cesta con frutas a los idiotas.

—¡Nada de idiotas, he dicho!

—Lo siento. Es que me dan pena.

—A ti te da pena todo el mundo, Josh. Ése es tu trabajo.

—Sí, tienes razón, se me había olvidado.

Terminamos de escribir el sermón pocas horas antes de que Felipe y Tadeo regresaran de Judea al frente de tres mil seguidores de Juan. Joshua pidió que los reunieran a todos en la ladera de una colina, sobre Cafarnaún, y envió a los discípulos a que buscaran a quienes, entre la multitud, se encontraran enfermos, y se los trajeran. Se pasó la mañana obrando milagros de sanación, y ya entrada la tarde nos congregó a todos junto al manantial que brotaba a los pies del monte.

Pedro dijo:

—Hay por lo menos otras mil personas de Galilea en la colina, Joshua, y tienen hambre.

—¿Cuánta comida nos queda? —preguntó él.

Judas se adelantó con una cesta.

—Cinco panes y dos peces.

—Con eso bastará. Pero nos van a hacer falta más cestas, y unos cien voluntarios que nos ayuden a repartir la comida. Natanael, tú, Bartolomeo y Tomás meteos entre la multitud y buscad a unas cincuenta o cien personas que lleven cestas. Y traedlas junto a mí. Para cuando hayáis vuelto con ellas, ya habrá comida para todos.

Judas arrojó al suelo la suya.

—Pero si solo hay cinco panes, ¿cómo crees que…?

Joshua levantó una mano, pidiendo silencio, y el zelote obedeció.

—Judas, hoy has visto caminar a los cojos, ver a los ciegos, oír a los sordos.

—Eso por no hablar de que has visto ver a los sordos y oír a los ciegos.

Joshua me regañó con la mirada.

—Costará poco más dar de comer a algunos creyentes.

—¡Pero si solo hay cinco panes! —insistió Judas.

—Judas, una vez había un hombre muy rico que edificó silos y graneros para mantener a salvo todos los frutos de su riqueza hasta su senectud. Pero el día mismo en que concluyó la construcción de sus graneros, el Señor dijo: «¡Eh! aquí arriba nos haces falta». Y el hombre rico dijo: «Vaya, mierda, estoy muerto». ¿De qué le sirvió entonces lo que tenía?

—¿Eh?

—No te preocupes por lo que vayáis a comer.

Natanael, Bartolo y Tomás se dispusieron a cumplir con la labor que tenían encomendada, pero Magda sujetó a Joshua con fuerza.

—No —le dijo—. Aquí nadie hará nada hasta que prometas que te esconderás después de pronunciar este sermón.

Joshua sonrió.

—¿Cómo voy a esconderme? ¿Quién propagará la Palabra? ¿Quién sanará a los enfermos?

—Nosotros —insistió Magda—. Y ahora, prométemelo. Ve a la tierra de los gentiles, abandona los dominios de Herodes, solo hasta que las cosas se calmen un poco. Prométemelo, o no nos moveremos.

Pedro y Andrés se colocaron detrás de Magda para demostrarle su apoyo. Juan y Jaime asentían mientras ella hablaba.

—Que así sea —dijo Joshua al fin—. Pero aquí hay personas hambrientas que alimentar.

Y las alimentamos. Los panes y los peces se multiplicaron, de las aldeas vecinas llegaron vasijas llenas de agua, que se transportaban hasta la ladera de la colina, mientras los fariseos del lugar observaban y espiaban. Pero no se les habían pasado por alto las sanaciones, ni el Sermón del Monte, y la voz de lo sucedido, pasada por el filtro de su veneno, corrió hasta alcanzar Jerusalén.

Después, junto al manantial, junté los mendrugos de pan que habían sobrado para llevarlos a casa. Joshua bajó hasta la orilla con la cabeza metida en una cesta, y al llegar a mi lado se la quitó y me la entregó.

—Cuando te hemos dicho que queríamos que te ocultaras, nos referíamos a algo un poco menos vistoso, Joshua. Gran sermón, por cierto.

Joshua se puso a ayudarme a recoger el pan que estaba esparcido por todas partes.

—Quería venir a hablar contigo, y no habría conseguido librarme de la muchedumbre si no me hubiera ocultado debajo de esta cesta. Tengo algún problema predicando la humildad.

—Pero si se te da muy bien. La gente hace cola para oírte pronunciar tu sermón de la humildad.

—¿Cómo puedo predicar que los humildes serán ensalzados y que los ensalzados serán humillados, al tiempo que yo mismo soy ensalzado por cuatro mil personas?

Bodhisattva, Josh. Recuerda lo que Gaspar te enseñó sobre lo de ser un bodhisattva. Tú no tienes por qué ser humilde, porque estás negando tu propia ascensión al traer la buena nueva a la gente. Tú quedas fuera del flujo de humildad, por decirlo de alguna manera.

—Ah, claro —dijo, sonriendo.

—Pero, ya que lo mencionas —añadí—, sí es cierto que suena un poco hipócrita.

—No me siento orgulloso de ello.

—Bueno, tú tranquilo, que no pasa nada.

Aquella tarde, cuando todos nos habíamos congregado de nuevo en Cafarnaún, Joshua nos llamó para que nos reuniéramos en torno a la hoguera, frente a la casa de Pedro. Allí condujo nuestra oración de agradecimiento, mientras los últimos rayos de sol se reflejaban en las aguas del lago.

Y entonces hizo la llamada.

—¿Quién quiere ser apóstol?

—Yo, yo —se adelantó Natanael—. ¿Qué es un apóstol?

—Es un hombre que fabrica medicinas.

—Vale, vale, yo, yo —dijo Natanael—. Yo quiero fabricar medicinas.

—Bueno, yo puedo intentarlo —dijo Juan.

—Eso es un «boticario», no un apóstol —intervino Mateo—. El boticario mezcla polvos y fabrica medicinas. «Apóstol» significa «enviado».

—Exacto —confirmó Joshua—. «Mensajero». Seréis enviados a divulgar la buena nueva de que el reino ha llegado.

—¿Y no es eso lo que hacemos ya? —preguntó Pedro.

—No, ahora sois discípulos, pero es mi deseo nombrar a unos apóstoles que lleven la Palabra por la tierra. Habrá doce, por las Doce Tribus de Israel. Os concederé poder para sanar, poder para vencer a los demonios. Seréis como yo, pero con distinto aspecto. No llevaréis encima nada más que vuestras ropas. Viviréis solo de la caridad de aquellos para quienes prediquéis. Estaréis solos, como corderos entre lobos. La gente os perseguirá y os escupirá, y tal vez os golpee, y si eso sucede, sucederá. Sacudíos el polvo y poneos en marcha. Y ahora, ¿quién está conmigo?

Y se oyó un silencio atronador entre los discípulos.

—¿Y tú, Magda?

—A mí los viajes no me sientan nada bien, Josh. Me mareo. Ser discípula ya me va bien.

—¿Y tú, Colleja?

—Muy bien, gracias.

Joshua se puso en pie y los contó.

—Natanael, Pedro, Andrés, Felipe, Jaime, Juan, Tadeo, Judas, Mateo, Tomás, Bartolomeo y Simón. Vosotros sois los apóstoles. Y ahora salid y apostolad.

Todos se miraban unos a otros.

—¡Id a propagar la buena nueva, el hijo del hombre está aquí! ¡El reino ya llega! ¡Id! ¡Id! ¡Id!

Y ellos se pusieron en pie e hicieron como que se movían de un lado a otro.

—¿Podemos llevarnos a nuestras mujeres? —preguntó Jaime.

—Sí.

—¿Y a alguna discípula?

—Sí.

—¿Tomás Dos también puede venir?

—Sí, Tomás Dos también puede ir.

Una vez aclaradas sus dudas, se movieron de un lado a otro un poco más.

—Colleja —me dijo Joshua—. ¿Por qué no asignas un territorio a cada uno y les indicas cómo llegar?

—Está bien, de acuerdo. ¿Quién quiere Samaria? ¿Nadie? Muy bien, Pedro, Samaria es para ti. Machácalos. ¿Cesárea? Vamos, vamos, gallinas, que se ofrezca algún voluntario…

Y así fue como a los doce se les encomendó su misión sagrada.

A la mañana siguiente, setenta de las personas a las que habíamos reclutado para que alimentaran a la multitud vinieron a ver a Joshua cuando se enteraron de lo del nombramiento de los apóstoles.

—¿Y por qué solo doce? —quiso saber uno de ellos.

—¿Todos los que estáis aquí estáis dispuestos a renunciar a vuestras posesiones, a dejar a vuestras familias, a exponeros a la persecución y a la muerte para propagar la buena nueva? —preguntó Joshua.

—Sí —respondieron todos al unísono.

Joshua me miró, como si ni él mismo terminara de creérselo.

—Es que el sermón de ayer fue muy bueno —le dije yo.

—Que así sea —aceptó el Mesías—. Colleja, Mateo y tú les asignaréis territorios. Que a nadie le toque su tierra. Al parecer, eso no funciona demasiado bien.

Y así fue que partieron doce más setenta, y que Joshua, Magda y yo nos dirigimos a Decápolis, que era un dominio del hermano de Herodes, Filipo, y acampamos, y pescamos, y sobre todo nos ocultamos. Joshua predicaba un poco, pero solo a grupos reducidos, y aunque sanaba a los enfermos, les pedía que no contaran a nadie lo de sus milagros.

Después de tres meses ocultándonos en territorio de Filipo, desde la otra orilla del lago una barca trajo la noticia de que alguien había intervenido a favor de Joshua ante los fariseos, y de que la orden de ejecución, que nunca había llegado a formalizarse, se había derogado. Así que regresamos a Cafarnaún, y allí esperamos el retorno de los apóstoles. Y allí constatamos que, tras varios meses en primera línea, su entusiasmo había menguado un poco.

—Menudo asco.

—La gente es mala.

—Los leprosos dan miedo.

Mateo regresó de Judea con más noticias sobre el misterioso benefactor de Joshua en Jerusalén.

—Se llama José de Arimatea —dijo—. Es un mercader rico, dueño de barcos, viñedos y almazaras. Parece contar con el favor de los fariseos, pero él mismo no lo es. Sus riquezas le han proporcionado, también, cierta influencia entre los romanos. Según he oído, éstos están considerando la posibilidad de concederle la ciudadanía.

—¿Y por qué quiere ayudarnos? —pregunté yo.

—Hablé con él largo y tendido sobre el reino, sobre el Espíritu Santo y sobre el resto del mensaje de Joshua. Y cree. —Mateo esbozó una amplia sonrisa, sin duda orgulloso por haber convertido a un poderoso—. Quiere que vayas a su casa a cenar, Joshua. En Jerusalén.

—¿Y te parece seguro que se desplace hasta allí? —preguntó Magda.

—José envía esta carta garantizando la seguridad de Joshua, así como la de todos los que lo acompañen a Jerusalén —respondió él, sosteniendo la misiva.

Magda recogió el rollo y lo leyó.

—Mi nombre también figura en ella. Y el de Colleja.

—José sabía que también vendríais, yo mismo le dije que Colleja es como una sanguijuela, que no se despega nunca de Joshua.

—¿Cómo dices?

—Quiero decir, que siempre acompañas al Señor en sus desplazamientos —añadió Mateo al instante.

—Pero ¿y yo por qué? —quiso saber Magda.

—Tu hermano Simón, al que llaman Lázaro, está muy enfermo. Se está muriendo. Y ha preguntado por ti. José quiere que sepas que puedes acudir sin problemas.

Josh agarró su zurrón y se puso en marcha al momento.

—Vamos —dijo—. Pedro, tú quedas a cargo hasta mi regreso. Colleja, Magda, necesitamos llegar a Tiberíades antes de que anochezca. Allí veré si alguien puede prestarnos unos camellos. Mateo, tú también vendrás con nosotros, porque eres tú quien conoce a ese tal José. Y, Tomás, tú nos acompañarás. Quiero hablar contigo.

Y así partimos hacia lo que, estaba seguro de ello, era la boca del lobo.

Por el camino Joshua llamó a Tomás y le pidió que caminara a su lado. Magda y yo íbamos apenas unos pasos por detrás, por lo que oíamos perfectamente su conversación. Tomás no dejaba de detenerse para asegurarse de que Tomás Dos no quedara rezagado.

—Todos creen que estoy loco —dijo—. Se ríen de mí a mis espaldas. Me lo ha dicho Tomás Dos.

—Tomás, ya sabes que, si te impongo mis manos, estarás curado. Tomás Dos ya no volverá a dirigirte la palabra. Los demás no se reirán de ti.

Tomás caminó un rato sin decir nada, pero cuando se volvió para mirar a Joshua, vi que dos lagrimones resbalaban por sus mejillas.

—Si Tomás Dos se va, estaré solo.

—No estarás solo. Me tendrás a mí.

—No por mucho tiempo. A ti no te queda mucho tiempo entre nosotros.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Tomás Dos.

—Es mejor que eso no se lo digamos a los demás, por el momento. ¿De acuerdo, Tomás?

—No lo diré, si tú no quieres. Pero tú no me cures, ¿de acuerdo? ¿No harás que Tomás Dos se vaya?

—No —le aseguró Joshua—. Tal vez a los dos, pronto, nos haga falta un amigo más. —Le dio una palmadita en el hombro, y aceleró el paso para alcanzar a Mateo.

—Cuidado, que lo vas a pisar —gritó Tomás.

—Lo siento —se disculpó Joshua.

Yo miré a Magda.

—¿Has oído eso?

Ella asintió.

—No puedes consentirlo, Colleja. A él no parece importarle su propia vida, pero a mí sí me importa, y si tú consientes que le suceda algo malo, nunca te lo perdonaré.

—Pero, Magda, se supone que todos merecemos el perdón.

—Tú no. No si algo malo le sucede a Josh.

—Que así sea. O sea que una vez Joshua cure a tu hermano, no sé, ¿te apetece que hagamos algo, que vayamos a tomarnos un zumo de granada a alguna parte, o que nos casemos, o alguna otra cosa?

Ella se detuvo en seco, y yo también.

—¿Es que no prestas nunca la menor atención a lo que sucede a tu alrededor?

—Lo siento. La fe se ha apoderado de mí por un momento. ¿Qué me decías?

Cuando llegamos a Betania, Marta nos esperaba ya en la calle, frente a la casa de Simón. Se fue derecha a Joshua, y él extendió los brazos para abrazarla, pero cuando estuvo a su lado ella lo apartó.

—Mi hermano está muerto —dijo—. ¿Dónde estabas?

—He venido tan pronto como lo he sabido.

Magda se acercó a su hermana, la abrazó y las dos lloraron. Los demás permanecíamos junto a ellas, algo incómodos. Los dos ciegos, Crusto y Abel, a los que Joshua había sanado hacía un tiempo, se acercaron a nosotros desde el otro lado de la calle.

—Muerto. Lleva cuatro días muerto y enterrado —dijo Crusto—. Al final adquirió un tono chartreuse.

Chartreuse no —le corrigió Abel—, esmeralda.

—Vamos, que mi amigo Simón está dormido de verdad —concluyó Joshua.

Tomás se acercó a él y le plantó las manos en los hombros.

—No, Señor, está muerto. Tomás Dos cree que puede haber sido una bola de pelo. Simón era leopardo, no sé si lo sabías.

No pude más.

—¡Era leproso, le-pro-so, no leopardo!

—¡Pues tampoco está dormido, está muerto!

—Joshua lo ha dicho en sentido figurado. Él ya sabe que está muerto.

—Chicos, ¿creéis que podríais ser un poco más insensibles? —intervino Mateo, señalando a las dos hermanas, que seguían llorando.

—Oye, tú, recaudador de impuestos, cuando quiera tus dos siclos, ya te los pediré…

—¿Dónde está? —preguntó Joshua, haciéndose oír por encima de los sollozos y los gritos.

Marta se separó de su hermana y miró al Mesías.

—Se compró una tumba en Cedrón —le respondió.

—Llévame allí. Debo despertar a mi amigo.

—Muerto —dijo Tomás—. Muerto, muerto, muerto.

Entre las lágrimas de Marta se abrió paso un rayo de esperanza.

—¿Despertarlo?

—Muerto y bien muerto. Más muerto que Moisés. Mmmm…

Mateo cubrió con la mano la boca de Tomás, lo que me ahorró a mí tener que dejar inconsciente al gemelo de un ladrillazo.

—Tú crees que Simón se levantará de entre los muertos, ¿verdad? —le preguntó Joshua.

—Al final, cuando venga el reino y todos resucitemos, sí, lo creo.

—¿Y crees que soy quien digo ser?

—Por supuesto.

—Entonces muéstrame dónde yace dormido mi amigo.

Marta, caminando como una sonámbula, sobreponiéndose a duras penas al cansancio y al pesar, nos condujo hacia el camino que ascendía hasta el monte de los Olivos, y descendía luego en dirección al valle del Cedrón. A Magda también le había afectado profundamente la noticia de la muerte de su hermano, por lo que Tomás y Mateo la ayudaban a caminar, mientras yo acompañaba a Joshua.

—Lleva cuatro días muerto, Josh. Cuatro días. Exista o no la chispa divina, la carne está vacía.

—Simón volverá a caminar aunque de él queden solo los huesos —insistió el Mesías.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero recuerda que este no ha sido nunca el milagro que mejor se te ha dado.

Cuando llegamos junto a la tumba encontramos a un hombre alto, delgado, de porte patricio, sentado fuera, comiéndose un higo. Iba bien afeitado, y llevaba el pelo gris muy corto, como los romanos. De no haber llevado la túnica doble de los judíos, lo habría tomado por ciudadano romano.

—Ya me parecía que acudirías —dijo aquel hombre, arrodillándose ante Joshua—. Rabino, soy José de Arimatea. Te envié recado con tu discípulo Mateo de que deseaba conocerte. ¿Cómo puedo servirte?

—Levántate, José, y ayúdanos a retirar esta lápida.

Como sucedía con muchos de los sepulcros mayores excavados en la ladera de la montaña, había una lápida grande que cubría la puerta del de Simón. Joshua pasó sus brazos sobre los hombros de Magda y Marta mientras el resto de nosotros forcejeábamos con la piedra. Tan pronto como rompimos el sello, un hedor penetrante me provocó arcadas, y la cena de Tomás acabó en el suelo.

Separamos la lápida tanto como pudimos, y nos alejamos a toda prisa, aspirando hondo.

Joshua separó los brazos, como si esperara a su amigo para darle un abrazo.

—Sal, Simón Lázaro, sal a la luz.

Pero de la tumba solo salía aquel hedor.

—Adelántate, Simón, sal de la tumba —le ordenó Joshua.

Pero no sucedía nada de nada.

José de Arimatea se revolvía, incómodo.

—Yo quería hablar contigo de la cena en mi casa antes de que llegaras, Joshua.

El Mesías levantó la mano, reclamando silencio.

—Simón, maldita sea, sal de ahí.

Y entonces, muy lejana, una voz dentro del sepulcro dijo: «No».

—¿Cómo que no? Has resucitado de entre los muertos, así que levántate. Demuestra a estos incrédulos que has resucitado.

—No, si yo creo —aseguré yo.

—Y a mí me has convencido —dijo Mateo.

—Por lo que a mí respecta, un «no» vale tanto como una aparición personal —se apresuró a añadir José de Arimatea.

No estoy seguro de que cualquiera de nosotros, después de haber aspirado el hedor de la carne pudriéndose, deseara ver con sus propios ojos de dónde provenía aquel olor. Incluso Magda y Marta parecían algo indecisas sobre la resurrección de su hermano.

—Simón, saca de ahí tu culo de leproso —volvió a ordenarle Joshua.

—Pero es que… estoy medio descompuesto.

—No importa, no es la primera vez que vemos a alguien descompuesto.

—Y tengo la piel verde, como una aceituna verde.

—¡Verde oliva! —exclamó Crusto, que nos había seguido hasta Cedrón—. Ya decía yo que chartreuse no era.

—¿Y qué va a saber él, si está muerto? —se defendió Abel.

Finalmente, Joshua bajó los brazos y se metió impaciente en el interior del sepulcro.

—No me creo que uno se moleste en resucitar a alguien, y vaya el tipo y no tenga ni siquiera la cortesía de salir. ¡Aah! ¡Mi madre! —Joshua salió de la tumba con las piernas agarrotadas. En voz muy baja, hablando despacio, dijo—: Vamos a necesitar ropa limpia, agua y vendas, muchas vendas. Puedo sanarlo, pero antes vamos a tener que juntar las partes.

»Espera, Simón —le gritó Joshua desde el exterior del sepulcro—. Vamos a por unos suministros, pero ahora mismo volvemos y te curamos tu aflicción.

—¿Qué aflicción? —preguntó Simón.