27

El ángel y yo vimos La guerra de las galaxias por segunda vez ayer noche, en la tele, y yo no pude más y tuve que preguntarlo.

—Tú has estado en presencia de Dios, ¿verdad, Raziel?

—Claro.

—¿Y a ti no te parece que su voz es idéntica a la de James Earl Jones?

—¿Y ese quién es?

—Darth Vader.

Raziel escuchó con atención mientras Darth Vader amenazaba a alguien.

—Pues sí, es cierto, un poco sí se parece. Aunque Él no tiene una respiración tan fatigada.

—Y tú has visto el rostro de Dios.

—Sí.

—¿Es negro?

—No estoy autorizado a decirlo.

—Lo es.

—No lleva un sombrero como ese —dijo Raziel.

—¡Ajá!

—Yo solo he dicho que no lleva un sombrero como ese. Eso es todo lo que he dicho.

—Lo sabía.

—No quiero seguir viendo esto. —Raziel cambió de canal. Y Dios (o alguien que con su misma voz) dijo: «Esto es la CNN».

Entramos a Jerusalén por la puerta de Bethsaida, conocida como el Ojo de la Aguja, pues para franquearla tenías que agacharte. Salimos por la Puerta Dorada, atravesamos el valle del Cedrón y, cruzando el monte de los Olivos, llegamos a Betania.

Habíamos dejado atrás a los hermanos y a Mateo, porque todos debían ocuparse de sus trabajos, y a Bartolomeo porque apestaba. Su falta de higiene había empezado a llamar la atención de los fariseos de Cafarnaún, y como estábamos entrando en la boca del lobo, no queríamos poner las cosas aún más difíciles. Felipe y Natanael sí nos acompañaban en nuestro viaje, pero no pasaron del monte de los Olivos, y decidieron esperar en un claro llamado Getsemaní, donde había una pequeña cueva y una almazara. Joshua intentó convencerme para que me quedara con ellos, pero yo insistí.

—No me va a pasar nada —razonaba Joshua—. Mi tiempo todavía no ha llegado. Jakan no intentará hacerme nada. Es solo una cena.

—No estoy preocupado por tu seguridad, Josh, es que quiero ver a Magda.

Pero, aunque era cierto que deseaba ver a Magda, también estaba preocupado por su seguridad. De modo que, por ambos motivos, no tenía intención de quedarme allí.

Jakan nos recibió en la puerta de su casa, con una túnica blanca, nueva, sujeta con un fajín azul. Se veía fornido, pero no tan gordo como lo recordaba, y su altura era casi idéntica a la mía. Tenía la barba blanca, larga, pero se la había cortado muy recta a la altura de la clavícula. Se tocaba con la gorra puntiaguda, de lino, que identificaba a muchos fariseos, por lo que no veía si había perdido pelo. El que sobresalía de ella era castaño oscuro, lo mismo que sus ojos. Lo que más asustaba en él, y tal vez lo que más sorprendía, era que había una chispa de inteligencia en sus ojos. Cuando éramos niños no la tenía. Tal vez tras diecisiete años en compañía de Magda se le hubiera pegado algo.

—Entrad, coterráneos nazarenos. Bienvenidos a mi hogar. Tengo unos amigos en casa que deseaban conoceros.

Nos condujo por la puerta hasta un aposento espacioso, lo bastante, de hecho, para que en él cupiera cualquiera de las dos casas que compartíamos en Cafarnaún. El suelo estaba cubierto de mosaicos turquesas y rojos que, en las cuatro esquinas, creaban espirales. Allí no había ningún cuadro, ninguna imagen, por supuesto. A la mesa, larga, de estilo romano, se sentaban otros cinco hombres vestidos como Jakan. (En las casas judías, las mesas eran bajas, y los comensales se reclinaban sobre almohadones, en el suelo, a su alrededor). Yo no veía a Magda por ningún lado, pero una sirvienta joven trajo unas jarras grandes de agua, y unos cuencos para que nos laváramos las manos.

—No conviertas esta agua en otra cosa, Joshua, por favor —dijo Jakan sonriendo—. No podemos lavarnos en vino.

El anfitrión nos presentó a los demás hombres, añadiendo, tras sus nombres, algún título elaborado que yo no entendía pero que indicaba, seguro, que eran miembros del sanedrín, así como del Consejo de Fariseos. Emboscada. Todos nos recibieron con gesto serio, y acto seguido se lavaron las manos en los cuencos, antes de la cena, sin quitarnos la vista de encima ni a Joshua ni a mí mientras nos proponían que rezáramos. Después de todo, aquello formaba parte del examen al que querían someternos.

Nos sentamos. La muchacha retiró las jarras y los cuencos, y al poco trajo otras, pero con vino.

—Y bien —dijo el mayor de los fariseos—. Hemos oído que has estado expulsando demonios de los afligidos en Galilea.

—Sí, estamos pasando una semana de Pascua estupenda —dije yo—. ¿Y vosotros?

Joshua me dio una patada por debajo de la mesa.

—Sí —dijo—. Por el poder de mi padre, he aliviado el sufrimiento de algunos que estaban poseídos por los demonios.

Cuando Joshua dijo «mi padre», todos se agitaron. Me fijé en que, junto a una puerta que quedaba a espaldas de Jakan algo se movía. Era Magda, que hacía señas y gestos como una loca. Pero entonces habló Jakan, y toda la atención se desplazó hacia él, y Magda desapareció de mi vista.

Nuestro anfitrión se echó hacia delante.

—Hay quien dice que expulsas esos demonios por el poder de Belcebú.

—¿Y cómo iba a hacer yo eso? —interrogó Joshua, algo enfadado—. ¿Cómo iba a volver a Belcebú en contra de sí mismo? ¿Cómo iba a luchar contra Satán con Satán? Las casas divididas no se tienen en pie.

—Qué hambre tengo, chicos. Traed ya el yantar.

—Con el espíritu de Dios expulso a los demonios, y así es como sabéis que ha llegado el reino.

Los allí reunidos no querían oír hablar de aquello. Y yo tampoco, maldita sea, ahí no. Si Joshua decía «traer el reino», entonces decía ser el Mesías, lo que, según su modo de pensar, podía considerarse una blasfemia, un crimen que se castigaba con la muerte. Una cosa era oírlo de boca de terceros, y otra muy distinta que Joshua mismo se lo dijera a la cara. Pero, como de costumbre, mi amigo no sentía temor.

—Hay quien dice que Juan el Bautista es el Mesías.

—No existe nadie mejor que Juan —dijo Joshua—. Pero él no bautiza con el Espíritu Santo. Yo sí.

Los fariseos se miraron los unos a los otros. Ninguno de ellos tenía la menor idea de a qué se refería. Joshua llevaba dos años predicando sobre la chispa divina —el Espíritu Santo—, pero se trataba de una manera nueva de mirar a Dios y al reino: era un cambio. Aquellos legalistas habían trabajado duro para encontrar su parcela de poder, y el cambio no les interesaba lo más mínimo.

La comida llegó a la mesa, y volvimos a rezar. Durante un rato, comimos en silencio. Magda estaba de nuevo en la puerta, a espaldas de Jakan, gesticulando con una mano sobre la otra, haciendo caminar dos dedos por encima de ella, y moviendo la boca para articular palabras sin sonidos, unas palabras que se suponía que yo debía comprender. Yo había traído algo que quería darle, pero debía ser en privado. Era evidente que Jakan le había prohibido entrar en aquel aposento.

—¡Tus discípulos no se lavan las manos antes de comer! —exclamó uno de los fariseos, un hombre gordo con una cicatriz sobre un ojo.

Supuse que se referían a Bartolo.

—No es lo que entra en un hombre lo que lo ensucia —sentenció Joshua—. Es lo que sale de él.

Y, dicho esto, partió un pan ácimo y lo hundió en un cuenco de aceite.

—Se refiere a la mentira —aclaré yo.

—Ya lo sé —dijo el fariseo viejo.

—Ya, claro. Seguro que estabas pensando en algo sucio, no mientas.

Los fariseos se miraron unos a otros, como cediéndose la palabra.

Joshua masticó el pan despacio antes de añadir:

—¿Para qué lavar el exterior del recipiente, si la podredumbre se halla en el interior?

—Como os pasa a vosotros, podridos hipócritas —añadí yo con más entusiasmo del que probablemente la ocasión requería.

—No me ayudes más, ¿quieres? —me pidió Joshua.

—Lo siento. ¡Está bueno este vino! ¿Es Manischewitz?

Mis gritos, sin duda, los sacaron de su sopor. El fariseo viejo dijo:

—Te relacionas con demonios, Joshua de Nazaret. Vieron a un tal Levi haciendo sangrar la nariz de un fariseo, y un cuchillo que caía al suelo solo, pero nadie lo vio moverse.

Joshua me miró, los miró a ellos y volvió a mirarme.

—¿Hay algo que no me hayas contado?

—Se estaba pasando, así que le di un puñetazo.

Oí que a Magda, desde la habitación contigua, se le escapaba una risita.

Joshua se dirigió de nuevo a aquellos hombres siniestros.

—Levi, al que llaman Colleja, ha estudiado artes marciales en Oriente —dijo—. Sabe moverse velozmente, pero no es ningún demonio.

Me puse en pie.

—Creía que me habían invitado a cenar, no a someterme a un juicio.

—Esto no es ningún juicio —replicó Jakan sin perder la calma—. Hemos oído hablar de los milagros de Joshua, y hemos oído también que quebranta la Ley. Simplemente, queremos preguntarle con qué autoridad obra esas cosas. Esto es una cena. De no ser así, ¿por qué estaríais aquí?

Eso mismo me preguntaba yo, pero Joshua respondió tirando de mí para que me sentara en mi sitio, y se dispuso a responder a sus acusaciones con parábolas en las que se demoró dos horas, y a arrojarles a la cara su supuesta compasión. Mientras Joshua pronunciaba la Palabra de Dios, yo me dedicaba a hacer trucos de manos con el pan y las verduras, por entretenerme un rato. Magda se acercó de nuevo y me hizo una seña, desesperada, señalando la puerta, realizando gestos amenazadores, como de cabeza decapitada, que yo interpreté como lo que me sucedería a mí si no la comprendía en esa ocasión.

—Bien, si me disculpáis, debo reunirme con alguien para hablar de un camello.

Y sin más salí por la puerta principal. Tan pronto como la cerré, noté en el cogote la saliva de una mujer que susurraba con gran vehemencia.

—Maldito hijo de puta ¿qué crees que intentaba decirte antes? —balbució, pellizcándome el brazo. Fuerte.

—¿No hay beso? —le pregunté yo.

—¿Dónde puedo hablar contigo, después?

—No puedes. Toma esto. —Le entregué un pequeño monedero de piel—. Contiene un pergamino en el que está escrito lo que debes hacer.

—Quiero veros a los dos.

—Y lo harás. Haz lo que indica la nota. Tengo que entrar.

—Cabrón.

Pellizco en el brazo. Fuerte.

Yo, sin darme cuenta del todo de lo que hacía, entré en el aposento frotándome el brazo amoratado.

—Levi, ¿te has lastimado?

—No, Jakan, pero a veces me disloco el hombro cuando intento desprenderme del monstruo que llevo dentro.

A los fariseos no les gustó nada aquello. Me di cuenta de que esperaban que yo les pidiera agua para repetir el ritual del lavado de manos, antes de que me sentara de nuevo a la mesa. Yo permanecí ahí un rato, pensándolo, frotándome el hombro. Esperando. ¿Cuánto tiempo podía tardarse en leer una nota? Con todos ellos mirándome, se me hizo bastante largo, pero estoy seguro de que transcurrieron solo unos pocos minutos. Y entonces sonó. El grito. Magda dejó escapar, desde la habitación contigua, un grito agudo, afinado, un grito de terror, de pánico, de locura.

Me eché hacia delante y le susurré al oído a Joshua:

—Tú sígueme la corriente. No, no hagas nada. Nada.

—Pero…

El grito seguía sonando, y era como si a los fariseos les hubieran arrojado carbones encendidos en el regazo. Magda tenía una gran caja torácica. Antes de que Jakan tuviera tiempo de levantarse para ver qué sucedía, mi chica apareció en el aposento —y, debo añadir, todavía gritando—, con la boca llena de una espumilla verdosa, el vestido hecho trizas y manchado de sangre, que también le brotaba de las comisuras de los párpados. Miró a su esposo a la cara y volvió a gritar, poniendo los ojos en blanco, antes de subirse a la mesa de un salto y empezar a gruñir mientras pateaba platos y vasos, que iban cayendo al suelo y se rompían. La sirvienta huyó por la puerta, diciendo: «¡La han poseído los demonios, la han poseído los demonios!». Magda se puso a soltar alaridos de nuevo, corriendo sobre la mesa, de un lado a otro, mientras se orinaba. (Eso fue de su cosecha, a mí no se me habría ocurrido).

Los fariseos, incluido Jakan, se habían pegado mucho a la pared, y Magda se echaba boca arriba sobre la mesa, se revolcaba, gruñía y balbucía obscenidades, manchando las túnicas blancas de todos los presentes con espuma verde, orina y sangre.

—¡Demonios! ¡Está poseída por los demonios! ¡Y son muchos! —exclamé yo.

—Siete —concretó Magda entre gruñidos.

—Por siete, al parecer —repetí yo—. ¿No es así, Josh?

Cogí a mi amigo por el pelo y tiré de él hacia atrás para hacerle asentir, aunque, de hecho, nadie lo miraba a él, porque Magda había empezado a soltar una fuente impresionante de espuma verdosa tanto por la boca como por la entrepierna. (También de su cosecha, porque, una vez más, a mí tampoco se me habría ocurrido). Y acto seguido se sumió en una especie de trance rítmico, con ladridos y obscenidades como contrapunto.

—Bien, Jakan —dije yo cortésmente—, gracias por la cena. Ha sido una velada encantadora, pero tenemos que irnos. —Levanté a Joshua sujetándolo por el cuello de la túnica. También él parecía algo perplejo. No aterrorizado, como nuestro anfitrión, pero sí perplejo.

—¡Esperad! —nos pidió Jakan.

—¡Pene de perro purulento! —masculló Magda, sin dirigirse a nadie en concreto, aunque creo que todos supimos a quién se refería.

—Está bien, está bien, intentaremos ayudarla —dije yo—. Joshua, sujétala de un brazo. —Lo empujé hacia delante, y Magda le agarró la muñeca. Yo me trasladé al otro lado de la mesa y la sujeté por el otro brazo—. Debemos alejarla de esta casa de perdición.

Las uñas de Magda se me clavaron en el brazo cuando la levanté, y ella se retorció y se echó sobre la muñeca de Joshua, fingiendo un forcejeo. Yo la arrastré hasta la puerta principal, y de ahí al patio.

—Esfuérzate un poco, Joshua, te lo pido por favor —susurró Magda.

Jakan y los fariseos se agolparon en el quicio de la puerta.

—¡Debemos llevarla al desierto para librarla de los demonios sin lastimar a nadie! —grité. Seguí arrastrándola, y a Joshua también, dicho sea de paso, hasta la calle, y una vez allí cerré la puerta de una patada.

Magda se relajó al instante y se puso en pie. La espuma verde le descendía por el pecho.

—No bajes la guardia todavía, Magda. Espera a que estemos más lejos.

—¡Asqueroso, comecerdo, follacabras!

—Eso, veo que pillas la idea.

—Hola, Magda —dijo Joshua, tomándola del brazo y ayudándome, al fin, a arrastrarla.

—Creo que, para haber sido todo tan improvisado, ha salido bastante bien —comenté yo—. Y, ya sabéis, los fariseos son siempre los mejores testigos.

—Vayamos a casa de mi hermano —sugirió Magda en un susurro—. Una vez allí, informaremos de que soy incurable. ¡Violador de ratas!

—Ya está, ya está, Magda. Ya no nos oyen.

—Ya lo sé. Eso te lo decía a ti. ¿Por qué has tardado diecisiete años en sacarme de ahí?

—El verde te sienta bien. ¿Te lo había dicho antes?

—No tengo más remedio que pensar que nada de todo esto ha sido ético.

—Josh, fingir una posesión diabólica es como un grano de mostaza.

—¿En qué se parece a un grano de mostaza?

—No lo sabes, ¿verdad? No se parece en nada a un grano de mostaza, ¿verdad? Pues ahora entenderás cómo nos sentimos todos cuando tú comparas las cosas con granos de mostaza. ¿Vale?

Una vez en casa de Simón el Leproso, fue Joshua el que entró primero, para que el aspecto de Magda no asustara a sus hermanos. La puerta la había abierto Marta, la hermana.

Shalom, Martha. Soy Joshua hijo de José, de Nazaret. ¿Te acuerdas de mí, en las bodas de Caná? He traído a tu hermana Magda.

—A ver si me acuerdo —respondió ella, dándose unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice, mientras rebuscaba en su memoria posando la mirada en el cielo estrellado—. ¿No eres tú el que convirtió el agua en vino? ¿El Hijo de Dios?

—No te pongas así, mujer —dijo Joshua.

Yo asomé la cabeza tras el hombro de Joshua.

—Le he administrado a tu hermana unos polvos que han hecho que le salga una espuma verde y roja por todas partes. Y, ahora mismo, su aspecto no resulta nada agradable.

—Viniendo de ella, no me extraña nada —dijo Marta, soltando un suspiro de exasperación—. Entrad —dijo, apartándose para cedernos el paso.

Yo permanecí junto a la puerta mientras Joshua se sentaba en el suelo, a la mesa. Marta condujo a su hermana hasta un cuarto que quedaba al fondo, para ayudarla a limpiarse. Comparada con la mayoría, se trataba de una casa grande, aunque no tanto como la de Jakan. Aun así, a Simón le habían ido bien las cosas, teniendo en cuenta que era el hijo de un herrero. Simón, por cierto, no parecía encontrarse allí.

—Ven a sentarte a la mesa —me pidió Joshua.

—No, estoy bien aquí.

—¿Qué te pasa?

—¿Es que no sabes de quién es esta casa?

—Pues claro que lo sé. Es de Simón, el hermano de Magda.

Bajé la voz.

—Un pajarito me ha dicho que tiene la lepra.

—Ven a sentarte. Yo te protegeré.

—No, gracias. Aquí estoy bien.

En aquel preciso instante Simón entró con una jarra de vino y una bandeja llena de tazas, que sostenía en sus manos envueltas en harapos.

—Bienvenidos. Joshua, Levi… ¡Cuánto tiempo sin veros!

Conocíamos a Simón desde que éramos niños, pues por aquel entonces nos pasábamos horas cerca del taller de su padre, pero él era mayor que nosotros y se dedicaba a aprender el oficio de este, y además era demasiado serio como para mezclarse con los canijos. En mi memoria, siempre lo veía como un joven alto y fuerte, pero la lepra lo había encorvado como a una anciana.

Simón dejó las tazas sobre la mesa y sirvió vino para tres. Yo seguía apoyado en la pared, junto a la puerta.

—A Marta no se le da bien lo de servir —dijo Simón, disculpando a su hermana por tener que ser él quien nos ofreciera el vino—. Me contó que convertiste el agua en vino en una boda, en Caná.

—Simón —le dijo Joshua—. Yo puedo curarte tu aflicción, si me lo permites.

—¿Qué aflicción? —se sentó frente al Mesías—. Colleja, ven a sentarte con nosotros —añadió, dando unas palmaditas a un almohadón que tenía al lado, y yo me agaché por si le salía disparado algún dedo—. Creo que Jakan ha usado a mi hermana como cebo para tenderos una trampa a los dos.

—Trampa no ha sido mucha —respondió Joshua.

—¿O sea, que tú ya lo esperabas?

—Yo esperaba más, incluso. Creía que estaría presente todo el Consejo de los fariseos. Y yo tenía interés en responderles directamente, que mis palabras no les llegaran a través de ese montón de espías y propagadores de rumores. Y también quería ver si allí había algún saduceo.

Solo entonces caí en la cuenta de algo que Joshua ya había deducido: que los saduceos, los sacerdotes, no estaban implicados en la sorpresita inquisidora de Jakan. Ellos habían nacido con el poder que ostentaban, y no se sentían tan fácilmente amenazados como los fariseos, el equivalente a la clase obrera. Y los saduceos representaban la mitad más influyente del sanedrín, los que mandaban a los soldados que montaban guardia en el templo. Sin los sacerdotes, los fariseos eran víboras sin colmillos, al menos de momento.

—Espero que no te hayamos causado problemas con los fariseos —dijo Joshua.

—No te preocupes —lo tranquilizó él, agitando una mano—. Aquí no va a venir ningún fariseo. Jakan me tiene pánico, y si se cree de verdad que Magda está poseída, y si sus amigos lo creen, seguro que ya debe de haberse divorciado de ella.

—Puede venirse a Galilea con nosotros —tercié yo, mirando a Joshua, que miró entonces a Simón, como pidiéndole permiso.

—Magda puede hacer lo que desee.

—Lo que yo deseo es largarme de Betania antes de que Jakan recobre el juicio —dijo Magda, entrando en el aposento. Llevaba un sencillo vestido de lana, y el pelo todavía le goteaba. Tenía las sandalias algo manchadas de espuma verde. Avanzó por la sala, se arrodilló y abrazó con fuerza a su hermano, y lo besó en la frente—. Si viene, o manda venir a alguien, dile que sigo aquí.

Noté que Simón sonreía por debajo de las telas que le cubrían el rostro.

—Supongo que no creerás que vendrá y se pondrá a registrarlo todo.

—El muy cobarde —masculló Magda.

—Amén —convine yo—. ¿Cómo has podido vivir tantos años con ese impresentable?

—Transcurrido el primer año, se negaba a acercarse a mí. Impura, claro. Siempre le decía que sangraba.

—¿Durante tantos años?

—Claro. ¿Crees que pasaría la vergüenza de tener que preguntar a los demás miembros del Consejo de los fariseos si a sus esposas les sucedía lo mismo?

—Yo puedo curarte de tu aflicción si me lo permites, Magda —se ofreció Joshua.

—¿Qué aflicción?

—Deberíais iros —dijo Simón—. Os informaré de lo que Jakan haya hecho tan pronto como lo sepa. Si no lo hace él mismo, ya me ocuparé yo de propagar la idea de que si no se divorcia de Magda, su puesto en el sanedrín peligra.

Simón y Marta nos despidieron desde la puerta. Marta parecía el espectro más macizo de su hermana, y Simón parecía, simplemente, un espectro.

Y así fue como pasamos a ser once.

Había luna llena, y el cielo, lleno de estrellas, nos cubría mientras regresábamos a Getsemaní. Desde lo alto del monte de los Olivos, al otro lado del valle del Cedrón, divisamos el templo. Un humo negro se elevaba al cielo; provenía de los fuegos rituales que los sacerdotes encendían noche y día. Yo iba cogido de la mano de Magda mientras recorríamos el olivar de árboles antiguos, y también cuando llegamos al pequeño claro de la almazara, donde nos dispusimos a pasar la noche. Felipe y Natanael habían encendido una hoguera, y había dos desconocidos sentados junto a ellos. Al ver que nos acercábamos, todos se pusieron en pie. Felipe me dedicó una mirada severa, que me sorprendió, hasta que recordé que había estado presente en las bodas de Caná, y que había visto bailar a Joshua y a Magda. Creía que intentaba robarle la novia al Mesías. Y yo le solté la mano.

—Señor —dijo Natanael, atusándose los cabellos rubios—. Dos nuevos discípulos. Son Tadeo y Tomás los Gemelos.

Tadeo se acercó a Joshua. Era de mi misma edad y mi misma estatura, y llevaba una túnica de lana raída. Estaba tan flaco que parecía pasar mucha hambre. Lucía un corte de pelo romano, pero que parecía hecho con una piedra poco afilada. No sabía por qué, pero su rostro me resultaba familiar.

—Rabino, te oí predicar cuando acompañabas a Juan. Llevo dos años con él.

¡Ah, claro!, era seguidor de Juan, de eso me sonaba, aunque no recordaba haberlo conocido. Que lo fuera explicaba, además, su delgadez extrema.

—Bienvenido, Tadeo —le dijo Joshua—. Éstos son Colleja y María Magdalena, discípulos y amigos.

—Llámame Magda —dijo Magda.

Joshua se acercó entonces a Tomás los Gemelos, que era un solo hombre, más joven, de tal vez unos veinte años, y con una barba que parecía de plumón de pato en algunos lugares. Sus ropas eran mejores que las de todos los demás.

—Y Tomás.

—No lo hagas, estás aplastando a Tomás Dos —gritó Tomás.

Natanael empujó al Mesías a un lado y le susurró en voz demasiado alta:

—Él es el único que ve a su gemelo, los demás no podemos. Tú mismo dijiste que debíamos tener piedad de los demás, de modo que no le hemos dicho que está loco.

—También de ti hemos de apiadarnos —le dijo Joshua.

—Por eso no te diremos que eres un mentecato —añadí yo.

—Bienvenido, Tomás —dijo Joshua, abrazando al muchacho.

—Y también a Tomás Dos —dijo Tomás.

—Perdóname. Bienvenido, Tomás Dos, tú también —expresó Joshua a un espacio vacío—. Venid a Galilea y ayudadnos a propagar la buena nueva.

—Pero si está aquí —dijo Tomás señalando en otra dirección, también vacía.

Y así fue como pasamos a ser trece.

En el trayecto de regreso a Cafarnaún, Magda nos contó cómo había transcurrido su vida, los sueños a los que había renunciado, el hijo que se le había muerto durante su primer año de matrimonio. Yo noté que a Joshua le conmovió la historia de aquel niño, y supe que pensaba que si no hubiera emprendido el viaje hacia Oriente, habría estado ahí para salvarlo.

—Después de aquello —prosiguió Magda—, Jakan se negaba a acercarse a mí. Sangré tras la muerte de nuestro hijo, y ya nunca le dije que la hemorragia había cesado. Siempre ha temido que alguien pudiera pensar que había una maldición en su casa, de modo que mis deberes como esposa pasaron a ser únicamente públicos. Para él era una espada de doble filo. A fin de parecer servicial, debía acudir a la sinagoga, y a la corte de mujeres del templo, pero si hubieran sabido que iba mientras sangraba, me habrían expulsado, tal vez lapidado, y la vergüenza habría recaído sobre Jakan. Quién sabe qué va a hacer ahora.

—Te repudiará, se divorciará de ti —le dije yo—. Tendrá que hacerlo, si quiere salvar su imagen ante los fariseos y el sanedrín.

Curiosamente, a quien más tuve que consolar por la pérdida del hijo de Magda fue a Joshua. Ella llevaba años asumiéndola, ya la había llorado mucho, y ya se había curado de su dolor tanto como este podría curársele, pero para mi amigo la herida era reciente. Caminaba rezagado, rechazaba la compañía de los discípulos que merodeaban a su alrededor como cachorrillos nerviosos. Yo me daba cuenta de que estaba hablando con su padre, y la cosa no parecía ir del todo bien.

—Ve a hablar con él —me pidió Magda—. No fue culpa suya. Fue la voluntad de Dios.

—Por eso mismo se siente responsable —le dije. No le había hablado todavía del Espíritu Santo, del reino, de todos los cambios que Joshua quería traer a la humanidad, ni de cómo aquellos cambios, en ocasiones, entraban en contradicción con la Tora.

—Ve a hablar con él —insistió.

Yo retrocedí, pasé junto a Felipe y Tadeo, que en ese momento intentaban explicarle a Natanael que era su propia voz la que oía cuando se cubría los oídos con los dedos y hablaba, y no la voz de Dios, y pasé junto a Tomás, enzarzado en animada conversación con el aire.

Caminé un buen rato junto a Joshua antes de hablar, y cuando lo hice intenté sonar decidido.

—Tenías que ir a Oriente, Josh. Eso es algo que ahora sabes.

—No tenía por qué irme precisamente entonces. Fue un acto de cobardía. ¿Tan malo habría sido para mí presenciar su boda con Jakan? ¿Ver nacer a su hijo?

—Sí, lo habría sido. No puedes salvar a todo el mundo.

—¿Es que llevas durmiendo los últimos veinte años?

—¿Y tú? A menos que seas capaz de cambiar el pasado, lo único que consigues con esta culpa es malgastar el presente. Si no pones en práctica lo que aprendiste en Oriente, entonces tal vez tengas razón, no deberías haber emprendido el viaje. Y sí, tal vez salir de Israel fue un acto de cobardía.

Noté que se me entumecía la cabeza, como si me faltara la sangre. ¿Había dicho yo aquellas cosas? Seguimos caminando en silencio un rato más, sin mirarnos. Yo me dedicaba a contar los pájaros, oía el murmullo de los discípulos, que iban delante, contemplaba el culo de Magda, que se movía bajo el vestido al caminar, sin disfrutar, me temo, de su elegancia.

—Bueno, yo, al menos, me siento mejor —dijo Joshua al fin—. Gracias por animarme.

—Yo, contento de ayudarte.

Llegamos a Cafarnaún cinco días después de abandonar Betania, de mañana. Pedro y los demás habían predicado la buena nueva a las gentes del mar de Galilea, y había una multitud de tal vez quinientas personas esperándonos. Entre Joshua y yo la tensión se había superado, y el resto del viaje fue agradable, entre otras cosas porque Magda se dedicaba a divertirnos, y se burlaba de nosotros. Mis celos de Joshua regresaron, pero, no sé por qué, no me amargaban como antes. Eran, más bien, como el dolor conocido por una pérdida distante, y ya no aquella daga en el corazón, aquella agonía en carne viva de un corazón destrozado. Era capaz, incluso, de dejarlos solos y acudir a hablar con otras personas, de pensar en otras cosas. Magda amaba a Joshua, no había duda de ello, pero también me amaba a mí, y no tenía modo de anticipar de qué modo iba a manifestarse aquel amor. Al decidir seguir a Joshua, todos nos habíamos apartado de la expectativa de llevar una existencia normal. Matrimonio, hogar, familia: aquellas cosas no formaban parte de la vida que habíamos escogido. Joshua lo exponía con claridad a todos los discípulos. Sí, algunos de ellos estaban casados, y algunos incluso predicaban acompañados de sus esposas, pero lo que los diferenciaba de las multitudes que seguirían a Joshua era que se habían alejado del sendero de su propia vida para dar a conocer la Palabra. Y si yo perdí a Magda fue por la Palabra, no por Joshua.

A pesar del cansancio, a pesar del hambre, Joshua predicó para ellos. Nos habían estado esperando, y no quiso decepcionarlos. Se subió a una de las barcas de Pedro, remó hasta alejarse de la costa, lo bastante como para que todos pudieran verlo, y durante dos horas predicó sobre el advenimiento del reino.

Cuando terminó y despidió a los presentes, dos recién llegados lo esperaban ya entre los discípulos. Los dos eran hombres fornidos, macizos, de unos veinticinco años. Uno de ellos iba bien afeitado y llevaba el pelo corto, como un casco de rizos pegado a la cabeza; el otro lo llevaba largo, y lucía una barba ensortijada y recortada como la había visto llevar a algunos griegos. Aunque no llevaban joyas y sus ropas no eran mejores que las mías, había en ellos cierto aire de riqueza. Pensé que tal vez tuvieran poder, pero, si era así, no se trataba del poder engreído de los fariseos. Seguridad en sí mismos sí parecían poseer.

El de los cabellos largos se acercó a Joshua y se arrodilló ante él.

—Rabino, te hemos oído hablar del advenimiento del reino, y queremos seguirte. Queremos ayudarte a extender la Palabra.

Joshua miró a aquel hombre largo rato, sonriendo para sus adentros, antes de hablar. Lo tomó por los hombros y lo levantó.

—Levántate. Sed bienvenidos, amigos.

El desconocido parecía perplejo. Miró a su amigo y me miró a mí, como si yo pudiera aclarar en algo su confusión.

—Éste es Simón —dijo, señalando a su amigo con la cabeza—. Y yo me llamo Judas Iscariote.

—Ya sé quién eres —dijo Joshua—. Te estaba esperando.

Y así fue como pasamos a ser quince. Joshua, Magda y yo; Bartolomeo, el Cínico; Pedro y Andrés, Juan y Jaime, los pescadores; Mateo, el recaudador de impuestos; Natanael de Caná, el joven atontado; Felipe y Tadeo, seguidores de Juan el Bautista; y los zelotes, Simón el Cananita y Judas Iscariote. Los quince llegamos a Galilea para predicar el Espíritu Santo, el advenimiento del reino y la buena nueva de que el Hijo de Dios había llegado.