Por más que uno viaje por todo el mundo, siempre hay cosas nuevas que aprender. Por ejemplo, camino de Cafarnaún, aprendí que si cuelgas a un borracho de un camello y lo agitas durante unas cuatro horas, es más que probable que todos los humores de su cuerpo acaben saliendo por un extremo o por el otro.
—Alguien va tener que lavar ese camello antes de que entremos en la ciudad —comentó Andrés.
Avanzábamos por la orilla del mar de Galilea (que de hecho no era un mar). La luna estaba casi llena, y se reflejaba en el lago como un pozo de azufre. La tarea de limpiar el camello recayó en Natanael, que era «el nuevo» oficial. (Joshua todavía no había conocido a Andrés, y Andrés, en realidad, no había aceptado unirse a nosotros, por lo que no podíamos considerarlo oficialmente como «el nuevo»). Como Natanael hizo tan buen trabajo con el camello, dejamos que limpiara también a Joshua. Y, una vez metió al Mesías en el agua, este volvió en sí durante un momento lo bastante prolongado como para balbucir algo así como: «Los zorros tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde apoyar la cabeza».
—Qué triste es eso —dijo Natanael.
—Sí que lo es —admití yo—. Húndelo otra vez. Todavía tiene vómito en la barba.
Y así, limpio y tendido, inerte, sobre un camello, a la luz de la luna, Joshua entró en Cafarnaún, donde le darían tal bienvenida que se sentiría como en casa.
—¡Fuera! —gritó la vieja—. Fuera de la casa, fuera de la ciudad, fuera de Galilea. Aquí no os quedáis.
Un hermoso amanecer iluminaba el lago, el cielo se teñía de amarillo y naranja, y un suave oleaje lamía las quillas de las barcas de pesca de Cafarnaún. El pueblo se encontraba a un tiro de piedra del agua, y los rayos dorados del sol que se reflejaban en ella alcanzaban los muros de piedra negra de las casas, y parecían bailar a la llamada de las gaviotas y los pájaros cantores. Las casas se apiñaban, muy juntas, en dos grandes racimos, compartiendo paredes comunes, y con entradas en varios puntos. Ninguna de ellas se elevaba más de una planta. Había una calle principal, pequeña, que atravesaba el pueblo, y que separaba los dos núcleos de casas. En ella se sucedían varios tenderetes de mercaderes, una herrería y, en una plaza de reducidas dimensiones, una sinagoga con capacidad para albergar a más fieles que habitantes tenía la localidad, que eran, concretamente, trescientos. Pero a lo largo de la orilla del mar de Galilea se sucedían las poblaciones casi sin solución de continuidad, y supusimos que tal vez la sinagoga daba servicio también a otros pueblos. Allí, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares, no había una plaza central que se hubiera organizado en torno a ningún pozo, pues la gente extraía el agua del lago, o de un manantial cercano que arrojaba por los aires un agua fresca, burbujeante, y que alcanzaba la altura de dos hombres.
Andrés nos había colocado en casa de su hermano Pedro, y habíamos dormido unas pocas horas en una estancia grande, con los niños de la casa, hasta que la suegra de este despertó y nos echó. Joshua se sujetaba la cabeza con las dos manos, como para impedir que se le separara del cuello.
—En mi casa no quiero ni a gorrones ni a bribones —atronó la mujer mientras me arrojaba encima el zurrón.
—Ah —protestó Joshua cubriéndose los oídos, pues aquella voz le resultaba demasiado estridente, en su estado.
—Estamos en Cafarnaún, Josh —le aclaré yo—. Un hombre llamado Andrés nos ha traído hasta aquí porque sus sobrinos nos robaron los camellos.
—Me dijiste que Magda se estaba muriendo —dijo Joshua.
—¿Te habrías separado de Juan si te hubiera dicho que Magda quería verte?
—No. —Sonrió, abstraído—. Me gustó ver a Magda. —Y entonces su sonrisa se convirtió en gesto de burla—. Viva.
—Juan no hacía caso, Joshua. Tú estuviste en el desierto todo el mes pasado, no viste a todos aquellos soldados, incluso a escribas, que se ocultaban entre la multitud y anotaban todo lo que decía. Esto tenía que suceder, tarde o temprano.
—¡En ese caso, tendrías que haber advertido a Juan!
—¡Ya lo hice! Le advertía todos los días. Pero no se avenía a razones, como tampoco tú te habrías avenido a ellas.
—Debemos regresar a Judea. Los seguidores de Juan…
—Se convertirán en seguidores tuyos. Ya basta de preparación, Josh.
El Mesías asintió, y clavó la vista en el suelo.
—Ya es la hora. ¿Dónde están los demás?
—He enviado a Felipe y a Natanael a Séforis a que vendan los camellos. Bartolo está durmiendo en el cañaveral, con sus perros.
—Vamos a necesitar más discípulos —dijo Joshua.
—Estamos sin blanca, Josh. O sea que lo que vamos a necesitar va a ser a discípulos que tengan trabajo.
Una hora después, nos encontrábamos junto a la orilla, cerca de donde Andrés y su hermano lanzaban las redes al agua. Pedro era más alto y más delgado que su hermano, y poseía una cabellera gris más indómita aún que la de Juan el Bautista. Andrés, en cambio, se peinaba hacia atrás, y se ataba el pelo con una cuerda, para que no le cubriera el rostro cuando estaba en el agua. Los dos andaban desnudos, pues así pescaban los hombres cuando se encontraban cerca de la orilla.
Yo le había preparado un remedio para el dolor de cabeza a Joshua, usando corteza de árbol, y se notaba que había empezado a surtir efecto, aunque tal vez no lo bastante. Así que le di un empujón para que se acercara más a la orilla.
—No estoy preparado para esto. Me siento fatal.
—Pregúntaselo.
—Andrés —dijo Josh—. Gracias por traerme a tu casa. Y gracias también a ti, Pedro.
—¿Os ha echado mi suegra? —preguntó él, que arrojó de nuevo la red y esperó a que se hundiera antes de tirarse al agua y recogerla entre sus brazos. En su interior había solo un pez diminuto. Abrió la red, lo cogió y lo arrojó al lago—. Crece —le dijo.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó Joshua.
—Algo he oído —respondió Pedro—. Andrés me ha contado que convertiste el agua en vino. Y que curaste a un ciego y a un cojo. Según él, tú vas a traernos el reino.
—¿Y según tú?
—Según yo, mi hermano es más listo que yo, o sea que me creo lo que me dice.
—Venid con nosotros. Vamos a hablar del reino a la gente. Necesitamos ayuda.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —dijo Andrés—. Nosotros somos solo pescadores.
—Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.
Andrés miró a su hermano, que seguía metido en el agua. Pedro se encogió de hombros y meneó la cabeza. Andrés me miró, se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—No lo pillan —le dije yo a Joshua.
Y así, una vez Joshua hubo comido algo, y, tras echarse una cabezadita, les explicó qué diablos quería decir con eso de hacerlos «pescadores de hombres», pasamos a ser siete.
—Éstos son nuestros socios —dijo Pedro, guiándonos deprisa por la orilla—. Son los dueños de las barcas con las que trabajamos Andrés y yo. No podemos ir a propagar la buena nueva a menos que ellos también vengan con nosotros.
Llegamos a otra pequeña aldea, y Pedro nos señaló a dos hermanos que estaban montando un escálamo en el carril de un barco. Uno de ellos era flaco y anguloso, de pelo negro como la brea, y una barba recortada en punta: se llamaba Jaime; el otro era mayor, más corpulento, menos fibroso, ancho de hombros y de pecho, pero con las manos y las muñecas pequeñas, y con una franja de pelo entrecano que rodeaba una calva quemada por el sol: se llamaba Juan.
—Es solo una sugerencia —le dijo Pedro a Joshua—. No comentes nada de lo de los pescadores de hombres. Pronto va a oscurecer, y si quieres que volvamos a casa a cenar, no vas a tener tiempo de explicarlo.
—Estoy de acuerdo —tercié yo—. Tú cuéntales solo lo de los milagros, lo del reino, y un poco sobre lo de tu Espíritu Santo, pero solo por encima. No profundices más hasta que acepten unirse a nosotros.
—Yo lo del Espíritu Santo todavía no lo pillo —dijo Pedro.
—No te preocupes, lo repasamos mañana —lo tranquilicé yo.
A medida que nos acercábamos a los hermanos, siguiendo la línea de la orilla, oímos un crujido en los arbustos cercanos, y vimos que tres montones de harapos venían en nuestra dirección.
—Ten piedad de nosotros, rabino —dijo uno de los montones.
Eran leprosos.
(Creo que, llegados a este punto, debo aclarar algo. Joshua me había instruido sobre el poder del amor y todas esas cosas, y ya sé que la chispa divina en ellos es la misma que la que hay en mí, de modo que no debería haber dejado que la presencia de aquellos leprosos me afectara. Sé que declararlos «impuros según la ley» era tan injusto como lo que los brahmanes hacían con los intocables. Y sé que hoy en día, después de ver tanta televisión, es poco probable que los llamarais siquiera leprosos, por no ofender su sensibilidad. Seguramente vosotros diríais que son «personas que asumen el desafío de vivir con ciertas partes de su cuerpo descolgándose de ellas», o algo por el estilo. Todo eso ya lo sé. Pero, dicho esto, a mí, por más sanaciones de las que hubiera sido testigo, los leprosos seguían haciendo que, como se decía en hebreo, «me cagara patas abajo». Nunca llegué a superarlo).
—¿Qué es lo que queréis? —les preguntó Joshua.
—Alivia nuestro sufrimiento —respondió una de aquellas pilas de harapos con voz de mujer.
—Yo estaré por aquí contemplando el lago, Josh —le dije.
—Como seguramente le hará falta ayuda, yo iré con él —se apuntó Pedro.
—Venid a mí —dijo Joshua a los leprosos.
Y ellos se acercaron con parsimonia. Joshua les aplicó las manos y les habló en voz muy baja. Al cabo de unos minutos, y mientras Pedro y yo ya nos habíamos dedicado a estudiar con detalle a una rana que descubrimos en la orilla, oí que Joshua decía:
—Ahora id, y decid a los sacerdotes que ya no sois impuros y que deben permitiros la entrada en el templo. Y decid quién os envía.
Los leprosos se desprendieron de sus harapos y alabaron a Joshua mientras se alejaban. Su aspecto era el de personas absolutamente normales que, simplemente, hubieran estado vestidas con harapos sucios.
Cuando Pedro y yo nos unimos de nuevo a Joshua, Jaime y Juan ya se encontraban junto a él.
—He tocado a quienes se considera impuros —dijo a los hermanos. Según la ley mosaica, Joshua pasaba a ser impuro también.
Jaime se adelantó y agarró a Joshua por el antebrazo, a la manera romana.
—Uno de esos hombres era nuestro hermano.
—Venid con nosotros —intervine yo—. Y os haremos escalameadores de hombres.
—¿Qué? —preguntó Joshua.
—Eso es lo que estaban haciendo cuando hemos llegado. Colocando un escálamo. ¿A que suena tonto?
—No es lo mismo.
Y así fue como pasamos a ser nueve.
Felipe y Natanael regresaron con el dinero de la venta de los camellos, suficiente para alimentar a los discípulos y también a toda la familia de Pedro, por lo que la gritona suegra de este, que se llamaba Ester, permitió que nos quedáramos en su casa, siempre que Bartolomeo y los perros durmieran fuera.
Cafarnaún se convirtió en nuestra base de operaciones, y desde ahí realizábamos salidas de uno o dos días, moviéndonos por Galilea para que Joshua predicara y obrara sus sanaciones. Las noticias sobre el advenimiento del reino se propagaron por Galilea, y al cabo de unos meses, cuando Joshua hablaba, se congregaban multitudes. Nosotros intentábamos estar siempre de regreso en Cafarnaún para el sabbat, para que Joshua pudiera enseñar en la sinagoga. Y fue esa costumbre la que primero atrajo una atención no deseada.
Una mañana de sabbat, un soldado romano ordenó a Joshua que se detuviera cuando este daba el breve paseo que lo separaba de la sinagoga. (A ningún judío le estaba permitido caminar más de mil pasos desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta de sol del sábado. Caminar más de mil pasos de un tirón, se entiende. En un sentido. No es que hubiera que ir contando los pasos y detenerse al llegar a los mil. De haber sido así, habría habido judíos plantados en todas las esquinas, esperando a que el sol se pusiera el sábado. Eso sí habría sido raro. Me alegro de que a los fariseos no se les ocurriera).
El romano no era un mero legionario, sino un centurión con su casco de cepillo y el águila en el peto que lo identificaba como comandante de una legión. Tiraba de un caballo alto, que parecía haber sido criado para el combate. Era viejo para ser soldado, tendría, tal vez, unos sesenta años, y al quitarse el casco nos mostró unos cabellos completamente blancos, pero se veía fuerte, y la daga de empuñadura fina que sostenía parecía peligrosa. Yo no lo reconocí hasta que habló con Joshua, lo que hizo en un arameo perfecto, sin el menor atisbo de acento.
—Joshua de Nazaret —dijo el romano—. ¿Te acuerdas de mí?
—Justo —respondió él—. De Séforis.
—Gayo Justo Gálico —puntualizó el soldado—. Ahora vivo en Tiberíades, y ya no soy suboficial. La Sexta Legión es mía. Necesito tu ayuda, Jesús hijo de José de Nazaret.
—¿Y qué puedo hacer yo? —le preguntó, mirando a su alrededor. Todos los discípulos, excepto Bartolomeo y yo, habían logrado escabullirse cuando apareció el romano.
—Vi que hacías caminar y hablar a un hombre muerto. A mis oídos han llegado las cosas que has hecho por toda Galilea, las sanaciones, los milagros. Tengo un sirviente que está enfermo. La parálisis lo tortura. Apenas puede respirar, y yo no soporto ver cómo sufre. No te pido que te saltes el sabbat para venir hasta Tiberíades, pero creo que podrías sanarlo sin moverte de aquí.
Justo hincó una rodilla en el suelo, delante de Joshua, algo que yo no había visto hacer jamás a un romano ante un judío, y que no volví a ver.
—Ese hombre es mi amigo —dijo.
Joshua le rozó la sien, y vi que el temor abandonaba el rostro del soldado, como había presenciado muchas otras veces, con otros muchos.
—Si lo crees así, que así sea —dijo el Mesías—. Ya está hecho. Levántate, Gayo Justo Gálico.
El soldado sonrió, se puso en pie y miró a Joshua a los ojos.
—Habría crucificado a tu padre para sonsacarle quién era el asesino de aquel soldado.
—Lo sé —dijo Joshua.
—Gracias —dijo Justo.
El centurión se puso el casco y se montó a su caballo. Solo entonces me miró a mí, algo que no había hecho hasta entonces.
—¿Y qué fue de aquella pequeña rompecorazones que siempre iba con vosotros? —me preguntó.
—Nos rompió el corazón —le respondí.
Justo se echó a reír.
—Anda con cuidado, Joshua de Nazaret —dijo, tirando de una rienda para que su montura diera media vuelta y se pusiera en marcha.
—Ve con Dios —le dijo Joshua.
—Muy bien dicho, Josh, así se enseña a los romanos qué es lo que va a ocurrir cuando venga el reino.
—Cállate, Colleja.
—O sea que le has engañado, que va a volver a casa y va a descubrir que su amigo sigue enfermo.
—¿Recuerdas lo que te conté a las puertas del monasterio de Gaspar, Colleja? ¿Que si alguien llamara, yo le dejaría entrar?
—¡Qué asco! Parábolas. No soporto las parábolas.
Tiberíades se encontraba solo a una hora de Cafarnaún, si se cabalgaba deprisa, por lo que, a la mañana siguiente ya se había corrido la voz desde la guarnición: el sirviente de Justo había sanado. Sin darnos tiempo siquiera a terminar el desayuno, cuatro fariseos se presentaron en casa de Pedro y preguntaron por Joshua.
—¿Obraste una sanación durante el sabbat? —le preguntó el mayor de ellos. Tenía una barba blanca y llevaba el pañuelo de las oraciones y las filacterias alrededor de los brazos, y en la frente. (Menudo imbécil. Sí, claro, todos teníamos una filacteria, a los hombres nos la regalaban cuando cumplíamos trece años, pero siempre hacíamos como que se nos había perdido al cabo de unas semanas, no la llevábamos puesta. Aquello habría sido como colgarnos un cartel que dijera: «Sí, soy un pringado piadoso». La que llevaba él en la frente era una especie de cajita de cuero, del tamaño de un puño, que contenía pergaminos con oraciones y que parecía, no sé, que parecía como una cajita de cuero que alguien le hubiera pegado en la cabeza. ¿Hace falta decir más?).
—Bonita filacteria —comenté.
Los discípulos se rieron. Natanael emitió una especie de rebuzno extraordinario.
—Te has saltado el sabbat —insistió el fariseo.
—Yo puedo hacerlo —respondió Joshua—. Soy el Hijo de Dios.
—Mierda —dijo Felipe.
—Muy bien dicho, así todo será más fácil, lo entenderán mejor, claro —tercié yo.
Durante el siguiente sabbat un hombre con la mano atrofiada entró en la sinagoga cuando Joshua predicaba y, después del sermón, en presencia de cincuenta fariseos que se habían congregado en Cafarnaún por si algo así sucedía, Joshua le dijo a aquel hombre que sus pecados quedaban perdonados, y sanó al hombre de la parálisis de su mano.
Como buitres lanzándose sobre la carroña, a la mañana siguiente acudieron a casa de Pedro.
—Solo Dios puede perdonar los pecados —dijo el que habían elegido como portavoz.
—¿De veras? —preguntó Joshua—. O sea, que no puedes perdonar a alguien que peca contra ti.
—Solo Dios.
—Lo tendré en cuenta —dijo Joshua—. Y ahora, a menos que hayáis venido para oír la buena nueva, marchaos.
Dicho esto, Joshua se metió en casa de Pedro y cerró la puerta.
El fariseo gritó a través de la puerta cerrada.
—¡Blasfemo! ¡Joshua hijo de José, eres…!
Y yo estaba de pie, frente a él, y sé que no debería haberlo hecho, pero le di un puñetazo. No en la boca ni nada, sino en toda la filacteria. La cajita de cuero reventó a causa del impacto, y las tiras de pergamino fueron cayendo al suelo lentamente. Mi agresión fue tan súbita que creo que pensó que se trataba de un hecho sobrenatural. Del grupo que lo acompañaba ascendió un grito de protesta que me decía que no podía hacer eso, que merecía que me lapidaran, que me despellejaran, etcétera, y noté que mi tolerancia budista menguaba algo.
De modo que le di otro puñetazo.
En esa ocasión cayó al suelo. Dos de sus compañeros lo ayudaron a levantarse, y otro, que era de los más adelantados, se puso a buscar algo en el zurrón que llevaba. Sabía que, si querían, podían ganarme fácilmente, pero estaba bastante seguro de que no lo intentarían. Los muy cobardes. Sujeté la mano del hombre, que sostenía un cuchillo, forcejeé con él, y logré que se le cayera y que chocara contra la casa de Pedro. Una vez en el suelo lo recogí y se lo entregué por la empuñadura.
—Vete —le dije en voz muy baja.
Me obedeció, y sus compañeros le siguieron. Yo entré para ver cómo estaban Joshua y los demás.
—¿Sabes una cosa? —le dije a Josh—. Creo que es momento de ampliar el ministerio. Aquí ya tienes muchos seguidores. Tal vez deberías irte al otro lado del lago. Salir de Galilea durante un tiempo.
—¿Predicar a los gentiles? —preguntó Natanael.
—Tiene razón —dijo Joshua—. Colleja tiene razón.
—Y así quedará escrito —declaré yo.
Jaime y Juan solo poseían una barca lo bastante grande como para llevarnos a todos, incluidos los perros de Bartolomeo, y estaba anclada en Magdala, a dos horas a pie de Cafarnaún, hacia el sur, por lo que emprendimos viaje muy temprano, para evitar que nos entretuvieran en los pueblos del camino. Joshua había decidido comunicar la buena nueva a los gentiles, por lo que íbamos a desplazarnos hasta la otra orilla del lago, a la ciudad de Gadara, en el estado de Decápolis. Allí había gentiles.
Una vez en Magdala, mientras esperábamos en la orilla, unas mujeres que habían acudido al lago a lavar ropa rodearon a Joshua y le suplicaron que les hablara del reino. Yo me fijé en que, a una mesa cercana, había sentado un recaudador de impuestos, bajo la sombra de un sombrajo hecho con juncos. Escuchaba a Joshua, pero veía que, simultáneamente, miraba los traseros de las mujeres. Me acerqué a él despacio.
—Es asombroso, ¿verdad? —le dije.
—Asombroso, sí —admitió el recaudador de impuestos, que tendría unos veinte años, era delgado y tenía el pelo castaño claro, los ojos marrones, y lucía una barbita rala.
—¿Cómo te llamas, publicano?
—Mateo —dijo—. Hijo de Alfeo.
—¿De verdad? Mi padre se llama igual, te lo juro. Mira, Mateo, supongo que sabes leer, escribir, esas cosas.
—Sí, claro.
—Y no estás casado, ¿verdad?
—No. Estuve prometido, pero antes de la boda sus padres la obligaron a casarse con un rico viudo.
—Eso es muy triste. Tendrás el corazón destrozado, imagino. ¿Ves a esas mujeres? Pues alrededor de Joshua siempre se congregan mujeres. Y lo mejor del caso es que él es célibe. No desea a ninguna. Él solo está interesado en salvar a la humanidad y en traer el reino de Dios a la Tierra, como todos los demás, claro, claro. Pero lo de las mujeres… bueno, me parece que eso ya lo ves tú solo, no hace falta que te diga nada.
—Pues eso ha de ser maravilloso.
—Sí, genial. Nos vamos a Decápolis. ¿Por qué no nos acompañas?
—No puedo. Tengo la misión de recaudar los impuestos en toda la costa.
—Pero es que él es el Mesías, Mateo. Piénsalo bien. Tú y el Mesías.
—No sé.
—Mujeres. El reino. Ya habrás oído que convierte el agua en vino.
—No, en serio, tengo que…
—¿Has probado alguna vez la panceta, Mateo?
—¿La panceta? ¿No es una parte del cerdo? ¿No es impura?
—Joshua es el Mesías, y el Mesías dice que no es pecado. Es lo mejor que has probado en tu vida, Mateo. A las mujeres les encanta. Nosotros comemos panceta todas las mañanas, con las mujeres. De veras.
—Antes tengo que terminar esto —dijo Mateo.
—Pues hazlo. Mira, quiero que anotes algo por mí —le dije, estudiando por encima de su hombro el legajo que tenía abierto y señalándole algunos nombres—. Y reúnete con nosotros cuando estés listo, Mateo.
Me acerqué de nuevo a la orilla, donde Jaime y Juan habían arrimado el barco lo bastante como para que nos subiéramos a él. Joshua terminó de bendecir a las mujeres tras contarles unas parábolas sobre las manchas, y les dijo que regresaran a su colada.
—Señores —anuncié yo—. Perdón, Jaime, Juan, y tú también, Pedro. Andrés… Ya no vais a tener que preocuparos por los impuestos este año. De eso me he ocupado yo.
—¿Cómo? —se extrañó Pedro—. ¿De dónde has sacado el dinero…?
Me giré y le señalé a Mateo, que se acercaba corriendo a la orilla.
—Este buen joven es el publicano Mateo. Ha venido a unirse a nosotros.
Mateo llegó a mi lado y, jadeante, esbozó una sonrisa idiota.
—¡Hola! —dijo, saludando a los discípulos.
—Bienvenido, Mateo —dijo Joshua—. Todos somos bienvenidos en el reino del Señor.
—Él te ama, muchacho —le anuncié yo—. Te ama.
Y así fue como pasamos a ser diez.
Joshua se quedó dormido sobre un montón de redes, el rostro oculto bajo el sombrero de paja de Pedro. Antes de quedarme dormido yo también, a causa del cabeceo del barco, envié a Felipe a popa para que le explicara a Mateo lo del advenimiento del reino y lo del Espíritu Santo. (Supuse que la facilidad para los números de Felipe le supondría una ventaja para hablar con un recaudador de impuestos). Los dos pares de hermanos gobernaban el barco, que era ancho de quilla y de vela pequeña, y que navegaba muy, muy despacio. Hacia la mitad del trayecto, cuando nos encontrábamos en el centro del lago, oí que Pedro decía:
—Esto no me gusta. Parece que va a haber tormenta.
Di un respingo, me senté, miré al cielo y, en efecto, vi unos nubarrones negros que se acercaban desde las colinas de levante, bajos, rápidos, acechando los árboles con sus relámpagos a medida que pasaban sobre ellos. Todavía no había tenido tiempo de ponerme en pie cuando una ola superó el casco del barco y me caló hasta los huesos.
—Esto no me gusta nada, deberíamos regresar —dijo Pedro, cuando sentíamos ya el azote de la lluvia—. La barca va demasiado llena, y el casco es tan poco profundo que no soportará la tormenta.
—Qué mal, qué mal, qué mal —canturreaba Natanael.
Los perros de Bartolomeo ladraban y aullaban al viento. Jaime y Andrés arriaron la vela y echaron los remos al agua. Pedro se trasladó a la popa para ayudar a Juan con el timón. Otra ola pasó sobre el casco y se llevó a uno de los discípulos de Bartolo, un chucho enclenque.
El agua, dentro de la embarcación, nos llegaba ya a las pantorrillas. Yo agarré un cubo y empecé a achicarla. Le hice una seña a Felipe para que me ayudara, pero al parecer él había sucumbido al caso más súbito de mareo que yo había presenciado en toda mi vida, y vomitaba por la borda.
Un rayo alcanzó el mástil, envolviéndolo todo en un blanco fosforescente. La explosión fue instantánea, y me ensordeció durante unos momentos. Una de las sandalias de Joshua flotaba a mi lado, al fondo de la barca.
—¡Estamos condenados! —bramó Bartolo—. ¡Condenados!
Joshua se apartó de la cara el sombrero de Pedro y contempló el caos que lo rodeaba.
—Hombres de poca fe —le oí murmurar.
Agitó una mano contra el cielo, y la tormenta cesó. Así de simple. Las nubes negras retrocedieron hasta ocultarse tras las colinas, el agua regresó a su vaivén tranquilo, y el sol resplandeció, cálido. De nuestras ropas empapadas se elevaba un vapor, y yo bajé la mano hasta la superficie del lago para rescatar al perrillo, que nadaba entre las olas.
Joshua había vuelto a tenderse, y se había cubierto una vez más el rostro con el sombrero.
—¿Estaba mirando el nuevo? —me preguntó en voz baja.
—Sí —le respondí.
—¿Y está impresionado?
—Tiene la boca muy abierta. Parece algo anonadado, sí.
—Muy bien. Despiértame cuando lleguemos.
Y así lo hice, más o menos. De hecho lo llamé poco antes de que atracáramos en Gadara, porque había un loco gigantesco esperándonos en la orilla, echando espuma por la boca, gritando, arrojando piedras y comiendo algún que otro puñado de tierra.
—Detente un momento, Pedro —le dije. Las velas estaban de nuevo arriadas, y nosotros avanzábamos a remo.
—Debería despertar al patrón —dijo Pedro.
—No hace falta, la autoridad para detener a locos que echan espuma por la boca la ostento yo. —Aun así, le di una patadita a Joshua—. Josh, no sé si te interesa echarle un vistazo a este tipo.
—Mira, Pedro —comentó Andrés, señalando al loco—. Tiene el pelo igual que el tuyo.
Joshua se sentó, se apartó el sombrero de la cara y miró hacia la orilla.
—Adelante —ordenó.
—¿Estás seguro? —Algunas piedras habían comenzado ya a impactar en el casco.
—Sí, estoy seguro.
—Es muy corpulento —observó Mateo, constatando lo evidente.
—Y está loco —intervino Natanael, para no quedarse atrás en aquel concurso de obviedades.
—Ese hombre está sufriendo —zanjó Joshua—. Adelante.
Una piedra del tamaño de mi cabeza chocó contra el mástil, rebotó y fue a caer al agua.
—Os cortaré las piernas y os patearé la cara mientras os arrastréis desangrándoos hasta la muerte —atronó el loco.
—¿Estás seguro de que no prefieres seguir a nado desde aquí? —sugirió Pedro, esquivando una piedra.
—Eso, un bañito refrescante después de la siesta —secundó Jaime.
Mateo estaba de pie en la popa de la barca, y carraspeó.
—¿Qué es un hombre atormentado si lo comparamos con calmar una tormenta? ¿Es que no ibais todos vosotros en el mismo bote que yo?
—Adelante —ordenó Pedro, y adelante fuimos, la gran barca llena, ocupada por Joshua, por Mateo, y por ocho cagarros incrédulos que éramos los demás.
Joshua descendió del barco apenas alcanzamos la orilla. Se fue derecho al loco, que parecía querer aplastar la cabeza del Mesías con las manos. Iba cubierto de harapos sucios, y tenía los dientes mellados y cubiertos de sangre, por haberse comido aquella tierra. Su rostro se retorcía y se hinchaba, como si unos gusanos inmensos avanzaran bajo su piel, en busca de una salida. Llevaba el pelo, entrecano, convertido en una maraña indómita, curiosamente parecido al de Pedro.
—Ten piedad de mí —dijo el loco con voz ronca, que reverberaba en su garganta como un coro de cigarras.
En ese momento yo, disimuladamente, me bajé del barco, y los demás me siguieron sin decir nada y se colocaron detrás del Mesías.
—¿Cómo te llamas, demonio? —le preguntó Joshua.
—¿Cómo querrías que me llamara? —le respondió este.
—Pues la verdad es que a mí ha habido un nombre que, no sé por qué, me ha encantado siempre: Harvey.
—¡Qué casualidad tan grande! Resulta que yo me llamo así, Harvey —dijo el demonio.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?
—Pues sí. En realidad me llamo Legión, pues aquí somos un montón.
—Fuera, Legión —ordenó Josh—. Sal de este grandullón.
Había una manada de cerdos en las inmediaciones, haciendo lo que hacen los cerdos. (Yo no sé lo que hacen los cerdos, soy judío. ¿Qué voy a saber yo de cerdos? Yo solo sé que me encanta la panceta). Un gran resplandor verde brotó de la boca de Legión, se elevó por el aire como si fuera humo y descendió sobre la manada de cerdos formando una nube. Éstos, en cuestión de un segundo, lo absorbieron por las narices, y al instante empezaron a soltar espuma por la boca, y a emitir gemidos como de cigarra.
—Marchaos —dijo Joshua y, al instante, los cerdos corrieron hasta el mar, empezaron a tragar agua y no tardaron en ahogarse. Sobre el lago, hinchados, quedaron flotando unos cincuenta cerdos.
—¿Cómo puedo darte las gracias? —preguntó el tipo grandullón de los espumarajos, que ya había dejado de soltarlos, pero que seguía siendo grandullón.
—Di a las gentes de tu tierra lo que ha sucedido —le dijo Joshua—. Diles que el Hijo de Dios ha venido a traerles la buena nueva del Espíritu Santo.
—Pero lávate un poco antes de decírselo —intervine yo.
Y el monstruo gigante se alejó, más grande aún que nuestro Bartolomeo, y con un olor corporal más desagradable, lo que, hasta ese momento, yo no creía que fuera posible.
Nosotros nos sentamos en la playa, y estábamos compartiendo el pan y el vino cuando oímos que una multitud se aproximaba por las colinas.
—Las buenas nuevas viajan deprisa —dijo Mateo, cuyo entusiasmo de novato empezaba a irritarme un poco.
—¿Quién ha matado a nuestros cerdos?
La muchedumbre iba armada con forcas, rastrillos y guadañas, y no parecía haber venido a recibir el Evangelio.
—¡Cabrones!
—¡Matadlos!
—A la barca —dijo Joshua.
—Gentes de poca… —El comentario de Mateo se vio interrumpido por Bartolo, que lo agarró del cuello de la túnica y lo arrastró por la playa hasta la barca.
Los hermanos ya habían emprendido la huida y el agua les llegaba al pecho. Se subieron al bote, y Jaime y Juan los ayudaron a encajar los remos mientras Pedro y Andrés tiraban de nosotros. Una vez arriba, pescamos a los discípulos de Bartolomeo de las olas, sujetándolos por la nuca, y desplegamos las velas cuando las primeras piedras empezaban a caer sobre nosotros.
Todos miramos a Joshua.
—¿Qué pasa? —dijo—. Si hubieran sido judíos, lo de los cerdos les habría encantado. Lo de los gentiles es nuevo para mí.
Cuando llegamos a Magdala había un mensajero esperando. Felipe abrió el rollo y lo leyó.
—Es una invitación para que vayas a cenar a Betania durante la semana de la Pascua, Joshua. Un miembro importante del sanedrín solicita tu presencia en su casa para hablar de tu maravilloso ministerio. Lo firma Jakan hijo de Iban de Nazaret.
El esposo de Magda. El asqueroso.
—No ha estado mal el día para ser el primero, ¿verdad, Mateo? —dije.