Felipe, al que llamaban «el nuevo», nos pidió que fuéramos a Caná pasando por Betania, pues tenía un amigo allí al que quería reclutar para que se uniera a nosotros.
—Intenté que se uniera a Juan el Bautista —nos explicó Felipe—, pero no soportaba lo de comer langostas ni lo de vivir en agujeros. En fin, que es de Caná, y estoy seguro de que le encantará visitar su ciudad natal.
Cuando llegamos a la plaza de Betania, Felipe llamó a un niño rubio que estaba sentado debajo de una higuera. Era el mismo muchacho de cabellos dorados que Joshua y yo habíamos visto hacía un año, a nuestro paso por la población.
—Hola, Natanael —le dijo Felipe—. Ven conmigo y mis amigos. Nos vamos a Caná. Ellos son de Nazaret, y este, Joshua, podría ser el Mesías.
—¿Podría ser? —protesté yo.
Natanael se asomó a la calle para estudiarnos con más detalle, haciéndose sombra en los ojos con la mano. No debía de tener más de dieciséis o diecisiete años, y el vello apenas cubría su barbilla.
—¿Puede salir algo bueno de Nazaret? —preguntó.
—Joshua, Colleja, Bartolomeo —dijo Felipe—. Éste es mi amigo Natanael.
—Yo te conozco —le dijo Joshua—. Te vi la última vez que pasamos por aquí.
Y entonces, inexplicablemente, Natanael se hincó de rodillas ante el camello de Joshua y le dijo:
—Tú eres el verdadero Mesías, el Hijo de Dios.
Joshua me miró, miró a Felipe, y por último al muchacho, que seguía postrado a los pies del camello.
—¿Solo porque te he visto antes crees que soy el Mesías, a pesar de que hace un momento, según tú, nada bueno podía salir de Nazaret?
—Sí, claro, ¿por qué no? —sostuvo Natanael.
Y Josh volvió a mirarme, como si yo hubiera de ser capaz de aclararle algo. Entretanto, Bartolomeo, que iba a pie junto con la manada de perros que le seguían (y a los que, inquietantemente, había empezado a llamar «mis discípulos»), se acercó a Natanael y lo ayudó a ponerse en pie.
—Levántate, si es que vas a venir con nosotros.
El muchacho se postró entonces ante Bartolomeo.
—Tú eres el verdadero Mesías, el Hijo de Dios.
—No, no lo soy —replicó Bartolo, levantando al joven—. Lo es él —añadió, señalando a Joshua. Natanael me miró a mí, buscando, de algún modo, que yo se lo confirmara.
—La verdad es que no eres muy espabilado —le dije yo—. No te habrá dado por jugar apostando.
—¡Colleja! —exclamó Joshua, meneando la cabeza.
Yo me encogí de hombros y, dirigiéndome a Natanael, proseguí:
—Únete a nosotros si quieres, serás bienvenido. Compartimos los camellos, el alimento, y el poco dinero de que disponemos. —Ahora Joshua asintió, mirando a Felipe, que era el encargado de llevar el monedero comunitario, pues se le daban bien las matemáticas.
—Gracias —dijo Natanael, que se situó detrás de nosotros, dispuesto a seguirnos.
Y así fue como pasamos a ser cinco.
—Josh —dije yo en un susurro—. Ese muchacho es más tonto que un zapato.
—No es tonto, Colleja. Lo que sucede es que posee el don de la credulidad.
—Ah, muy bien —dije yo, volviéndome hacia Felipe—. No dejes que el niño se acerque al dinero.
Cuando salíamos de la plaza y nos dirigíamos al monte de los Olivos, Abel y Crusto, los dos viejos ciegos que me habían ayudado a saltar la tapia de la casa de Magda, me llamaron desde una alcantarilla. (Yo había aprendido sus nombres tras corregir el pequeño error que habían cometido en relación con mi sexo).
—¡Oh, hijo de David, ten piedad de nosotros!
Joshua tiró de las riendas de su camello.
—¿Qué os hace llamarme así?
—¿No eres Joshua de Nazaret, el joven predicador que estudiaba con Juan?
—Sí, soy Joshua.
—Oímos decir al Señor que tú eras su hijo amado, en quien tenía complacencia.
—¿Eso oísteis?
—Sí, hace unas cinco o seis semanas. Salía directamente del cielo.
—Maldita sea, ¿es que lo oyó todo el mundo menos yo?
—Ten piedad de nosotros, Joshua —dijo un ciego.
—Sí, ten piedad —dijo el otro.
Entonces Joshua bajó del camello, posó las manos sobre los ojos de los ancianos y dijo:
—Tenéis fe en el Señor, y habéis oído, como está claro que todos en Judea han oído, que soy su hijo amado, en quien tiene complacencia.
Y entonces retiró la mano de los rostros de los viejos, y los viejos miraron a su alrededor.
—Decidme qué veis —les pidió Joshua.
Los viejos hicieron como que miraban, pero no dijeron nada.
—Y bien, decidme qué veis.
Los ciegos se miraron el uno al otro.
—¿Pasa algo? —preguntó Joshua—. ¿Veis o no veis?
—Bueno, sí —comentó Abel por fin—. Pero yo creía que habría más color.
—Sí —convino Crusto—. Todo se ve como mortecino.
Ahí fue donde intervine yo.
—Estamos al borde del desierto de Judea, uno de los lugares más muertos, desolados y hostiles de la tierra. ¿Qué esperabais?
—No lo sé. —Crusto se encogió de hombros—. Algo más.
—Sí, algo más —dijo Abel—. ¿Qué color es ese?
—Eso es marrón.
—¿Y ese otro?
—Eso también es marrón.
—¿Y ese que hay ahí, sí, ahí?
—Marrón.
—¿Y…?
—Marrón —me anticipé.
Los dos ex ciegos se encogieron de hombros y se alejaron, murmurando algo.
—Una sanación excelente —comentó Natanael.
—Yo, por mi parte, jamás había visto una sanación mejor —intervino Felipe—, aunque, claro, yo es que soy nuevo.
Joshua se alejó a lomos del camello, meneando la cabeza.
Cuando llegamos a Caná, no teníamos dinero, y sí mucha hambre, de modo que nos sentíamos más que preparados para el banquete. O al menos casi todos nosotros. Joshua no sabía nada de aquel ágape. El enlace iba a celebrarse en el patio de una casa muy grande. A medida que nos aproximábamos a las puertas, oíamos el sonido de los tambores, las músicas de los cantantes, y hasta nosotros llegaba el aroma de la carne asándose, de las especias. Se trataba de una boda muy concurrida, y había un par de niños junto a la entrada, esperando para ocuparse de nuestros camellos. Tenían el pelo rizado y eran muy flacos. No llegaban a los diez años. Me recordaron a Josh y a mí a su misma edad, pero en versión maligna.
—Parece que se celebra una boda.
—¿Le aparco el camello, señor? —preguntó el niño aparcacamellos.
—Esto es una boda —dijo Bartolo—. Yo creía que estábamos aquí para ayudar a Magda.
—¿Le aparco su camello, señor? —me preguntó el otro niño, cogiendo las riendas del mío y tirando de ellas.
Joshua me miró.
—¿Dónde está Magda? Dijiste que estaba enferma.
—Está en la boda —le respondí, arrebatándole las riendas al muchacho.
—Me dijiste que se estaba muriendo.
—¿Y acaso no nos estamos muriendo todos? Si lo piensas bien es así.
Y esbocé una sonrisa de oreja a oreja.
—Aquí no puede aparcar el camello, señor.
—Mira, niño, no tengo dinero, o sea que no puedo darte ninguna propina. Vete.
No soporto dejarle mi camello a los aparcacamellos. Me pone de los nervios. Siempre me parece que no voy a verlo nunca más, o que me lo van a devolver sin un diente, o con un ojo morado.
—O sea, que en realidad Magda no se está muriendo.
—Hola, chicos —nos saludó Magda asomándose a la puerta.
—¡Magda! —dijo Joshua, levantando los brazos, mostrando su sorpresa. El problema fue que la miró tan fijamente y durante tanto rato, sin bajar los brazos, que se cayó del camello. Impactó en el suelo, boca abajo, con un golpe seco, ahogando un grito. Yo me bajé del mío, los perros de Bartolo ladraron, Magda corrió hacia el Mesías, le dio la vuelta y le apoyó la cabeza en su regazo, mientras él trataba de recobrar el aliento. Felipe y Natanael intentaban ahuyentar a la gente que se había congregado junto a la puerta para ver qué había causado el revuelo. Sin tiempo para reaccionar, vi que los dos niños se habían montado en nuestros camellos y huían al galope en dirección a Nod, o a Dakota del Sur, o a algún otro lugar cuyo paradero yo desconocía.
—Magda —le dijo Joshua—. No estás enferma.
—Eso depende —dijo ella—. Si existe alguna posibilidad de que me sometas a una imposición de manos, podría planteármelo.
Joshua sonrió, ruborizándose.
—Te he echado de menos.
—Yo también —dijo Magda, lo besó en los labios y lo abrazó hasta que yo empecé a revolverme en mi sitio, y los demás discípulos se pusieron a carraspear y a mascullar: «Esas cosas se hacen en la intimidad de un cuarto».
Magda se puso en pie y ayudó a Joshua a levantarse.
—Venga, chicos, entremos —dijo—. Nada de perros —le aclaró a Bartolo, y el corpulento cínico se encogió de hombros, y se sentó en la calle, entre sus caninos discípulos.
Yo alargaba mucho el cuello por si veía dónde se habían llevado a nuestros camellos.
—Van a agotar a esos pobres animales, y sé que no les darán de comer ni de beber.
—¿Quiénes?
—Esos niños aparcacamellos.
—Colleja, ésta es la boda de mi hermano menor. No tiene dinero ni para permitirse vino, o sea que te aseguro que no ha contratado a ningún aparcacamellos.
Bartolomeo se puso en pie y congregó a sus tropas.
—Los encontraré —dijo, alejándose.
Una vez dentro, comimos buey y cordero, toda clase de frutas y verduras, purés de habas y frutos secos, quesos y panes con aceite de oliva recién prensado. Durante el banquete se cantó y se bailó, y de no haber sido por unos ancianos apostados en un rincón con pinta de amargados, nadie hubiera dicho que allí faltaba el vino. Cuando nuestro pueblo bailaba, lo hacía en grandes grupos, formando hileras y corros. No se bailaba en parejas. Había danzas de hombres y danzas de mujeres, y solo unas pocas en las que participaban los dos sexos, razón por la que la gente miraba bailar a Magda y a Joshua. Sí, no había duda, bailaban juntos.
Me retiré a un rincón en el que vi a la hermana de Magda, Marta, que miraba mientras picaba un poco de pan con queso de cabra. Tenía veinticinco años, y era una versión más baja y más compacta de Magda, con el mismo pelo rojizo y ojos azules, pero menos proclive a reírse. Su esposo se había divorciado de ella por «promiscuidad agraviante», y ahora vivía con su hermano mayor, Simón, en Betania. Yo la conocía de cuando éramos niños y le pasaba mensajes para que se los transmitiera a su hermana. Al verme me ofreció su pan con queso, y yo lo acepté.
—Va a conseguir que la lapiden —dijo Marta en tono ligeramente amargo, moderadamente celoso, de hermana menor—. Jakan pertenece al sanedrín.
—¿Sigue siendo un abusón?
—Peor, ahora es un abusón con poder. Sería capaz de hacerla lapidar solo para demostrar que tiene el poder de hacerlo.
—¿Por bailar? Pero si ni siquiera los fariseos…
—Si alguien la viera besar a Joshua, entonces…
—¿Y cómo estás tú? —le pregunté, cambiando de tema.
—Ahora vivo con mi hermano Simón.
—Eso he oído.
—Tiene la lepra.
—Mira, ahí está la madre de Joshua. Debo ir a saludarla.
—En esta boda no hay vino —dijo María.
—Sí, ya lo sé. Es raro, ¿no?
Jaime apareció, malhumorado, cuando yo abrazaba a su madre.
—¿También ha venido Joshua?
—Sí.
—Bien. Temía que os hubieran detenido junto con Juan.
—¿Cómo dices?
Di un paso atrás y miré a Jaime, para que me explicara todo aquello. Parecía el portador de malas noticias más adecuado.
—¿Es que no lo has oído? Herodes ha encarcelado a Juan por incitar al pueblo a la rebelión. O al menos esa es la excusa que ha dado. Era la esposa de Herodes la que quería silenciar al Bautista. Estaba cansada de que sus seguidores la llamaran ramera.
Le di una palmadita en el hombro a María y me retiré.
—Le diré a tu hijo que estás aquí.
Encontré a Joshua sentado en un rincón alejado del patio, jugando con unos niños. Una pequeña había llevado su mascota a la boda, un conejito, y Joshua lo sostenía en su regazo y le acariciaba las orejas.
—Colleja, ven, ya verás lo suave que es este conejito, tócalo.
—Joshua, han detenido a Juan.
El Mesías, despacio, devolvió el animal a su dueña y se puso en pie.
—¿Cuándo?
—No estoy seguro. Poco después de que nosotros nos fuéramos, supongo.
—No debería haberlo dejado solo. Ni siquiera le dije que nos íbamos.
—Era algo que se veía venir, Joshua. Le dije que no se metiera con Herodes, pero no me hizo caso. Tú no podrías haber hecho nada.
—Soy el Hijo de Dios. Podría haber hecho algo.
—Sí, ir a la cárcel con él. Tu madre está aquí. Ve a hablarle. Es ella la que me lo ha contado.
Cuando Joshua se encontró con su madre, le dio un abrazo, y ahí mismo ella le dijo:
—Tienes que hacer algo para resolver el problema del vino. ¿Dónde está el vino?
Jaime le dio unos golpecitos en el hombro.
—¿No has traído nada de vino de los frondosos viñedos de Jericó? —(No me gustó nada oír que Jaime recurría al sarcasmo contra su hermano. Siempre había creído que mi invento debía usarse para hacer el bien, o al menos en contra de las personas que no me cayeran bien a mí).
Joshua se separó un poco de su madre, con gran dulzura.
—Tendréis vino —dijo, y entonces se dirigió a un lateral de la casa, en el que el agua se almacenaba en unas grandes tinas de piedra. A los pocos minutos regresó con una jarra de vino, y tazas para todos nosotros. Un grito de alegría recorrió la fiesta, y al momento todo pareció pasar a otro nivel. Las jarras se llenaban y se vaciaban, y volvían a llenarse, y quienes se encontraban cerca de las tinas de agua empezaron a declarar que se había obrado un milagro, que Jesús de Nazaret había convertido el agua en vino. Yo fui en su busca, pero no lo encontré por ningún lado. Como había vivido toda su vida libre de pecado, el sentimiento de culpa no se le daba muy bien, por lo que se había ido solo para tratar de aplacar la que sentía por la detención de Juan.
Tras algunas horas de subterfugios, y recurriendo a mi astucia, logré convencer a Magda para que escapara conmigo por la puerta trasera.
—Magda, ven con nosotros. Has hablado con Joshua. Has visto lo que ha hecho con el vino. Es el elegido.
—Siempre he sabido que lo era, pero no puedo irme con vosotros. Estoy casada.
—Creía que ibas a ser pescadora.
—Y yo creía que tú ibas a ser el tonto del pueblo.
—Todavía no he encontrado pueblo. Mira, lo que tienes que hacer es conseguir que Jakan se divorcie de ti.
—Los motivos por los que podría divorciarse de mí son los mismos por los que podría matarme. Le he visto juzgar a gente, Colleja. Le he visto conducir a las turbas a las lapidaciones. Me da miedo.
—Yo, en Oriente, aprendí a preparar pócimas venenosas. —Arqueé una ceja y sonreí con malicia—. ¿Qué me dices, eh?
—No pienso envenenar a mi marido.
Emití un suspiro de exasperación que había aprendido de mi madre.
—Entonces déjalo y vente con nosotros, lejos de Jerusalén, donde no pueda encontrarte. Tendrá que divorciarse de ti para salvar la cara.
—¿Y por qué debería irme, Colleja? ¿Para seguir a un hombre que no me ama y que, aunque me amara, no me haría suya?
No supe qué responderle, sentí como si unos cuchillos afilados se me clavaran en las heridas tiernas de mi pecho. Clavé los ojos en mis sandalias, y fingí tener tos.
Magda se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en mi pecho.
—Lo siento —me dijo.
—Ya lo sé.
—Os he echado de menos a los dos, pero también te he echado de menos a ti solo.
—Ya lo sé.
—No voy a acostarme contigo.
—Ya lo sé.
—Pues entonces, deja de restregarme eso.
—Sí, claro, cómo no.
En ese preciso instante Joshua entró y se tropezó con nosotros. Por suerte, todos mantuvimos el equilibrio y no se cayó nadie. El Mesías sostenía en la mano el conejito de la niña, se lo acercaba a la mejilla, y las patas traseras del animal le quedaban colgando en el aire. Estaba completamente borracho.
—¿Sabéis qué? —nos dijo—. Me encantan los conejitos. No ensucian casi, no ladran. Así pues, declaro que, a partir de ahora, cada vez que me ocurra algo malo, habrá conejitos a mi alrededor. Y así será escrito. Vamos, Colleja, escríbelo. —Me hizo un gesto por debajo de la mascota, antes de girarse en redondo y salir por la puerta—. ¿Dónde está ese maldito vino? ¡Aquí traigo a un conejito sediento!
—¿Lo ves? ¡No pretenderás perderte algo así! Conejitos.
Ella se echó a reír. Su risa era mi música favorita.
—Te mantendré informado —me dijo—. ¿Dónde vais a estar?
—No tengo ni idea.
—Te mantendré informado.
Era medianoche. La fiesta había ido decayendo, y los discípulos y yo estábamos sentados en la calle, frente a la casa. Joshua había perdido el conocimiento, y Bartolomeo le había puesto un perro pequeño en la nuca, a modo de almohada. Antes de irse, Jaime había dejado del todo claro que no seríamos bien recibidos en Nazaret.
—¿Y bien? —dijo Felipe—. Supongo que con Juan ya no podemos volver.
—Siento no haber encontrado los camellos —se disculpó Bartolo.
—La gente se mete conmigo porque tengo el pelo rubio —añadió Natanael.
—Yo creía que eras de Caná —dije yo—. ¿Es que no puedes volver con tu familia?
—La plaga.
—La plaga —repetimos todos, asintiendo. Sí, a veces pasa.
—Seguramente os vendrán bien —dijo una voz que provenía de la oscuridad. Alzamos la vista y vimos a un hombre bajito pero corpulento que surgió de la penumbra, tirando de nuestros camellos.
—Los camellos —dijo Natanael.
—Os pido disculpas —prosiguió el hombre—. Los hijos de mi hermano nos los han traído a casa, en Cafarnaún. Siento haber tardado tanto en devolvéroslos. —Yo me puse en pie y él me entregó las riendas—. Les hemos dado de comer y de beber. —Señaló a Joshua, que seguía roncando encima del perro—. ¿Siempre bebe así?
—No, solo cuando encarcelan a algún profeta mayor.
El hombre asintió.
—He oído lo que ha hecho con el vino. También dicen que ha curado a un cojo en Caná esta tarde. ¿Es eso cierto?
Todos asentimos.
—Si no tenéis donde quedaros, podéis venir conmigo a Cafarnaún y quedaros uno o dos días. Estamos en deuda con vosotros por habernos llevado los camellos.
—No tenemos dinero —le aclaré yo.
—Entonces os sentiréis como en casa —respondió el hombre—. Me llamo Andrés.
Y así fue como pasamos a ser seis.