Al fin he terminado la lectura de las historias de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Tal como lo cuentan esos tipos, parece que la cosa hubiera sido un accidente, como si cinco mil personas se hubieran presentado en lo alto de una colina una mañana. De haber sido así, llevarlos a todos hasta allí habría sido todo un milagro, y eso sin contar con que había que alimentarlos a todos. Nosotros nos dejábamos la piel para organizar sermones como ese, y a veces teníamos incluso que meter a Joshua en una barca y alejarlo de la costa, para que pudiera predicar desde allí, para que no lo acosaran. La seguridad del chico era un gran quebradero de cabeza para nosotros.
Y eso no es todo, con Joshua había dos aspectos bien diferenciados. Estaba su faceta de predicador, pero también su vida privada. El mismo que se plantaba ahí para poner a parir a los fariseos no era el mismo que «tocaba a los intocables» y se desternillaba de la risa. Planificaba los sermones. Se preparaba las parábolas, aunque tal vez fuera el único de todo el grupo que comprendiera su significado.
Lo que intento decir es que esos tipos, Mateo, Marcos, Lucas y Juan sí cuentan algunas cosas tal como fueron, aciertan en el trazo grueso, pero se dejan mucho en el tintero (treinta años enteros, sin ir más lejos). Mi intención es completar las lagunas, pues supongo que para eso me resucitó el ángel.
Por cierto, hablando del ángel, estoy bastante seguro de que está obsesivo perdido. No, un momento, «obsesivo» no es un término que se usara en mi época. Si sigo viendo la tele, no tardaré en disponer de todo un nuevo vocabulario. Creo, por ejemplo, que eso de «obsesivo» podría aplicársele perfectamente a Juan el Bautista. Seguiré contando cosas de él más adelante. Raziel me ha llevado hoy mismo a un lugar en el que lavan ropa. Una lavandería. Nos hemos pasado ahí todo el día metidos. Quería asegurarse de que yo sabía lavar ropa. Tal vez yo no sea el más listo del mundo, pero, por el amor de Dios, se trata solo de hacer la colada, no hay para tanto. Se ha pasado una hora haciéndome separar las prendas blancas de las de color. No sé si voy a poder contar toda esta historia si el ángel no deja de darme lecciones prácticas de vida. Mañana me toca minigolf. Solo se me ocurre que Raziel intenta prepararme para que sea espía internacional.
Bartolo, seguido de su olor corporal, iba montado en un camello, mientras que Joshua y yo íbamos en el otro. Salimos de Jerusalén y enfilamos hacia el este, más allá del monte de los Olivos. Llegamos a Betania, donde vimos a un hombre de pelo amarillo sentado bajo una higuera. Yo no había visto nunca a nadie con el pelo amarillo en Israel, exceptuando al ángel. Se lo señalé a Joshua, y juntos observamos al rubio el tiempo suficiente como para convencernos de que no se trataba de un ser celestial disfrazado. Bien, en realidad hacíamos como que lo mirábamos, pero nos mirábamos el uno al otro.
Bartolomeo dijo:
—¿Pasa algo? Parecéis nerviosos.
—Es el muchacho rubio —le respondí, buscando con la mirada en los patios de las casas grandes a nuestro paso.
—Magda vive aquí, con su marido —le aclaró Joshua, mirándome a mí, aunque sin mostrar el menor atisbo de tensión.
—Eso ya lo sabía —dijo Bartolo—. Él es miembro del sanedrín. Vuela alto, según dicen.
El sanedrín era un consejo de sacerdotes y fariseos que tomaban la mayoría de decisiones que afectaban a la comunidad judía, hasta donde se lo permitían los romanos, claro. Descontando a Herodes y a Poncio Pilatos, gobernador romano, se trataba de los hombres más poderosos de Israel.
—La verdad es que yo esperaba que Jakan muriera joven.
—No tienen hijos —me comentó Joshua. Lo que quería decir, en realidad, era que le parecía raro que Jakan no hubiera repudiado a Magda por ser estéril.
—Sí, me lo dijo mi hermano.
—No podemos ir a verla —prosiguió.
—Ya lo sé —dije, aunque no estaba seguro de por qué no.
Finalmente, nos encontramos con Juan en el desierto, al norte de Jericó, a orillas del río Jordán. Llevaba el pelo tan enmarañado como siempre, y se había dejado crecer la barba sin ningún control. Vestía una túnica basta que se sujetaba con una faja de piel de camello sin tratar. Allí, junto a él, se había congregado una multitud de unas quinientas personas, que aguardaban bajo un sol tan de justicia que había que fijarse bien en los letreros de los caminos, pues uno llegaba a temer que, por error, hubiera tomado el desvío al infierno.
Desde donde nos encontrábamos no oíamos de qué hablaba Juan, pero a medida que nos acercamos escuchamos que decía:
—No, yo no soy el que es. Yo solo lo preparo todo. Después de mí vendrá alguien, y yo no soy digno ni de llevarle los suspensorios.
—¿Qué son «suspensorios»? —preguntó Joshua.
—Cosas de los esenios —respondió Bartolomé—. Los llevan sobre sus partes, muy apretados, para controlar sus impulsos pecaminosos.
En ese momento Juan nos vio entre la multitud (íbamos a camello).
—¡Ahí! —exclamó, señalándonos—. ¿Recordáis que os decía que vendría uno? Bueno, pues ahí está, justo ahí. No, no estoy de broma, es el que va montado a lomos de ese camello. El de la izquierda. ¡Contemplad al Cordero del Señor!
La multitud volvió la cabeza y nos miró a Josh y a mí, y todos se echaron a reír cortésmente, como diciendo: «Sí, claro, qué casualidad, tú hablando de él y él se aparece. ¿Qué te crees, que no vemos que estáis conchabados?».
Joshua me miró, nervioso, después miró a Bartolo, y sonrió, dócil como un corderito, a la multitud. Apretando mucho los dientes, nos preguntó:
—¿Y ahora qué? ¿Resulta que tengo que entregarle mis suspensorios a Juan, o qué?
—Tú saluda y di «Id con Dios» —le sugirió Bartolo.
—Un saludito por aquí, un saludito por allá —masculló Joshua entre dientes, sin dejar de sonreír—. Id con Dios. Muchas gracias. Id con Dios. Me alegro de veros. Saludos, saludos.
—En voz más alta, Josh. Así solo te oímos nosotros.
Josh se volvió hacia donde nos encontrábamos para que la multitud no le viera la cara.
—¡Yo no sabía que iba a tener que llevar suspensorios! ¡Nadie me lo advirtió! Jo, vaya par de dos.
Y así fue como empezó el ministerio de Joshua hijo de José, Joshua de Nazaret, el Cordero de Dios.
—Y entonces, ¿este grandullón quién es? —preguntó Juan cuando, aquella tarde, nos sentamos alrededor del fuego. La noche se arrastraba sobre el cielo del desierto como un gato negro con el pelo lleno de caspa fosforescente. Bartolomeo se tendió a la orilla del río rodeado de sus perros.
—Es Bartolomeo —respondió Joshua—. Un cínico.
—Y llevaba más de veinte años siendo el tonto del pueblo de Nazaret —añadí yo—. Ha renunciado a su cargo para seguir a Joshua.
—Es un guarro, y mañana va ser el primero en recibir el bautismo. Apesta. ¿Más langostas, Colleja?
—No, gracias. Estoy lleno. —Bajé la vista y miré mi cuenco de langostas asadas con miel. Se suponía que había que mojar los insectos en la miel para saborear un manjar delicioso y nutritivo. Juan no comía otra cosa.
—Y entonces, eso de la chispa divina, todo ese tiempo que habéis pasado fuera, ¿qué es lo que habéis descubierto?
—Es la llave del reino, Juan —dijo Joshua—. Eso es lo que he aprendido en Oriente, lo que se supone que debo transmitir a nuestro pueblo, que Dios está en todos nosotros. Todos somos hermanos en la chispa divina. Lo que ocurre es que no sé cómo explicarlo.
—En primer lugar, no puedes llamarlo chispa divina. La gente no lo comprenderá. ¿Y esa cosa está en todos, es permanente, forma parte de Dios?
—No de Dios el creador, mi padre, sino parte del Dios que es espíritu.
—Espíritu Santo —dijo Juan encogiéndose de hombros—. Llámalo Espíritu Santo. La gente entiende que dentro de nosotros hay un espíritu, y entiende que sobrevive tras la muerte. Así solo tendrás que hacerles creer que se trata de Dios.
—Perfecto —dijo Joshua, esbozando una sonrisa.
—Y entonces, ese Espíritu Santo —prosiguió Juan, partiendo una langosta con los dientes—, está en todos los judíos, pero los gentiles no lo tienen, ¿correcto? Quiero decir que, ¿para qué se necesita, una vez venga el reino?
—A eso iba.
Juan tardó gran parte de la noche en aceptar que Joshua fuera a permitir que los gentiles entraran en el reino, pero al final el Bautista lo aceptó, aunque sin dejar de buscar excepciones.
—¿Incluso las rameras?
—Incluso las rameras —le respondió Joshua.
—Sobre todo las rameras —puntualicé yo.
—Tú eres el que limpia a la gente de sus pecados para que puedan ser perdonados.
—Ya lo sé, pero es que, rameras en el reino… —Meneó la cabeza, ahora que tenía la confirmación, por boca del propio Mesías, de que el mundo se iba derechito al infierno. Algo que, en realidad, no debería de haberle sorprendido, puesto que aquel había sido precisamente su mensaje desde hacía más de diez años. A él se había entregado, así como a la identificación de las rameras—. Dejadme que os muestre dónde vais a quedaros.
Poco después de encontrarnos con él en el camino hacia Jerusalén, Juan se había unido a los esenios. Nadie nacía esenio, pues éstos practicaban el celibato, incluso en el seno del matrimonio. También se abstenían de las bebidas alcohólicas, y cumplían estrictamente las leyes judías. Su obsesión por la limpieza era absoluta: lavándose el cuerpo se quitaban el pecado, y aquel había sido el gran reclamo de Juan. Contaban con una comunidad muy activa en el desierto, a las afueras de Jericó, llamada Qumran, una pequeña ciudad de casas construidas con piedra y ladrillo en la que había un scriptorium dedicado a la copia de rollos, así como acueductos que canalizaban el agua desde las montañas y la llevaban hasta los baños rituales. Algunos de ellos vivían en las cuevas que quedaban por encima del mar Muerto, donde almacenaban las vasijas que contenían sus manuscritos, pero los esenios más devotos, entre quienes se contaba Juan, no se permitían siquiera el lujo de una cueva.
Y así, cuando llegamos al lugar donde él dormía, nos mostró nuestro alojamiento.
—¡Pero si es un agujero! —exclamé yo.
Para ser exactos, los agujeros eran tres. Supongo que, al menos, tres eran mejor que uno. Así cada uno podía disponer del suyo propio. Bartolomeo, junto con sus muchos amigos caninos, empezó a instalarse.
—Ah, Juan —le dijo Josh—. Recuérdame que te hable del karma.
Y así fue como, durante más de un año, mientras Joshua aprendía de Juan a pronunciar las palabras que harían que la gente lo siguiera, yo viví en un agujero.
Bien mirado, tiene cierto sentido. Durante diecisiete años, Joshua había pasado el tiempo estudiando, o sentado en silencio. ¿Qué sabía él de comunicación? El último mensaje que le había transmitido su padre contenía dos palabras, o sea que de esa parte de su familia no iba a extraer su don de lenguas. Juan, por su parte, llevaba predicando aquellos mismos diecisiete años, y lo cierto era que aquel cabrón infatigable sabía hablar. Hundido en el Jordán hasta la cintura, agitaba los brazos, ponía los ojos en blanco, removía el aire con un sermón con el que te llevaba a creer que las nubes estaban a punto de separarse y que la mano del mismísimo Dios, en persona, iba a descender, a agarrarte por las pelotas y a zarandearte hasta quitarte el mal del cuerpo como si el mal fuera un diente de leche medio suelto. Le bastaba con predicar durante una hora, no ya para tenerte haciendo cola para el bautismo, sino para que te tiraras de cabeza al río, en un intento desesperado por absorber el lodo del fondo por la nariz, a ver si de ese modo te librabas de tu propia maldad.
Joshua observaba, escuchaba y aprendía. Juan creía sin fisuras en lo que Joshua era, y en lo que se disponía a hacer, al menos en la medida en que lo comprendía, pero a mí el Bautista me preocupaba, pues había empezado a llamar la atención de Herodes Antipas. Herodes se había casado con la esposa de su hermano Felipe, Herodia, sin que esta hubiera obtenido el divorcio, lo que estaba prohibido según la ley judía, y lo que constituía una ofensa aún mayor según los códigos de los esenios, más estrictos aún. Aquel era un caso que encajaba a la perfección con uno de los temas más recurrentes de Juan: el de las rameras y meretrices. Yo había empezado a fijarme en que, cuando predicaba, alrededor de las multitudes pululaban miembros de la guardia personal de Herodes.
Y una noche, cuando él regresaba del desierto, donde se había entregado a uno de sus arrebatos evangélicos y se disponía a abordarnos a Joshua, a Bartolomeo, a mí y a un tipo nuevo, mientras permanecíamos sentados comiendo langostas, me encaré con él.
—¡Sucio! —exclamó Juan con su voz atronadora de profeta Elías, moviendo el índice bajo la nariz de Bartolo.
—Sí, Juan, Bartolomeo se ha acostado mucho por ahí últimamente —me anticipé yo, evangelizando mi sarcasmo.
—Bueno, casi —puntualizó el aludido.
—Me refiero a acostarse con otros seres humanos, Bartolo.
—Ah, perdón. Bueno, no importa.
Juan apartó al nuevo, que levantó las dos manos.
—Yo soy nuevo.
Entonces el Bautista se volvió para mirar a Joshua.
—Yo soy célibe —se adelantó él—. Siempre lo he sido, y siempre lo seré. Y no es que me guste serlo.
Finalmente, Juan vino hacia mí.
—¡Sucio!
—Juan, pero si yo estoy limpio, hoy mismo me has bautizado seis veces. —Joshua me dio un codazo en las costillas—. ¿Qué pasa? Hacía calor. Pero lo que yo quería decirte es que esta mañana he contado a cincuenta soldados entre la multitud, o sea que será mejor que te tranquilices un poco con todo eso de las rameras, las meretrices y los sucios. En serio te lo digo, debes replantearte eso de no casarse, de prohibir el sexo y la diversión. Piénsate mejor todo eso del ascetismo.
—Y también lo de comer langostas y vivir en un agujero —dijo el nuevo.
—No es distinto a Melchor ni a Gaspar —intervino Joshua—. Los dos eran también ascetas.
—Ninguno de ellos iba por ahí llamando guarro ni sucio al gobernador general en presencia de cientos de personas. A mí me parece que hay una gran diferencia, diferencia que va a hacer que a este lo maten.
—Yo estoy libre de pecado, y nada temo —dijo Juan sentándose junto al fuego, ya algo más sosegado.
—¿Y de culpa, también estás libre? Porque vas a tener la sangre de miles en tus manos cuando los romanos vengan a por ti. Por si no te habías enterado, esa gente no mata solo a los cabecillas de los movimientos. Hay mil cruces en el camino que va a Jerusalén, donde murieron los zelotes, y no todos eran dirigentes.
—No tengo miedo. —Juan bajó la cabeza, hasta que el pelo se le metió en el cuenco y se le untó de miel—. Herodia y Herodes son unos sucios. Ese hombre es lo más parecido que tenemos a un rey judío, y es un sucio.
Joshua le apartó el pelo de los ojos, y le apretó el hombro.
—Si así ha de ser, que así sea. Como predijo el ángel, tú naciste para predicar la verdad.
Yo me levanté y arrojé al fuego mis langostas, levantando al hacerlo unas chispas que pasaron por encima de ellos dos.
—Solo he conocido a dos personas cuyos nacimientos hayan sido anunciados por ángeles, y tres cuartas partes de ellos están locos de atar.
Y, alejándome, me metí a toda prisa en mi agujero.
—Amén —dijo el nuevo.
Aquella noche, cuando estaba a punto de quedarme dormido, oí que Joshua se revolvía en el agujero contiguo al mío, como si una idea, o un insecto, lo hubiera sacado de la cama.
—¡Eh! —dijo él.
—¿Qué? —dije yo.
—Acabo de calcularlo. Tres cuartos de dos es…
—Uno y medio —se adelantó el nuevo, que se había metido en el agujero que quedaba del otro lado del de Joshua—. O sea que, o Juan está loco del todo, y tú medio loco, o tú estás tres cuartos loco, y Juan tres cuartos loco, o, bueno, se trata de una proporción constante, tendría que ponértelo por escrito.
—¿Qué es lo que estás diciendo, entonces?
—Nada —dijo el nuevo—. Soy nuevo.
A la mañana siguiente, Joshua saltó de su agujero, se sacudió los escorpiones, y después de una larga meada matutina, dio una patada al suelo y echó tierra sobre mi guarida, para sacarme de mi sopor.
—Ya está —dijo Joshua—. Acompáñame al río, hoy le voy a pedir a Juan que me bautice.
—Y eso, ¿en qué va a ser distinto a lo de ayer?
—Ya lo verás. Tengo un presentimiento.
Y, dicho esto, se puso en marcha.
El nuevo asomó la cabeza desde su agujero. Era alto, y el sol de aquella hora temprana le daba en la calva, mientras miraba a un lado y a otro. Se fijó en unas flores que crecían en el lugar exacto en el que Joshua acababa de aliviarse. En medio del paisaje más desolado del planeta crecían unas flores de colores vivísimos.
—Eh, esas flores no estaban ahí ayer.
—Eso pasa siempre —dije yo—. Nosotros no hablamos de ello.
—¡Vaya! —exclamó el nuevo—. ¿Puedo unirme a vosotros, muchachos?
—Claro —le respondí.
Y así fue como pasamos a ser cuatro.
En el río, Juan predicaba ante un corrillo pequeño, al tiempo que metía a Joshua en el agua. Tan pronto como este quedó del todo sumergido, una grieta se abrió en el cielo del desierto, que conservaba aún las tonalidades rosáceas del amanecer, y de la grieta surgió un ave que parecía hecha de pura luz. Y todos los que la contemplaban desde la orilla del río exclamaban «¡oh!» y «¡ah!», y una voz grave atronó desde los cielos, diciendo: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia». Y, tan pronto como había venido, el Espíritu desapareció. Pero quienes se congregaban en la orilla del río permanecieron boquiabiertos de asombro, mirando aún hacia las alturas.
Y entonces Juan volvió en sí, y recordó lo que estaba haciendo, y sacó a Joshua del agua. Y Joshua se secó el agua de los ojos, miró a la multitud, que seguía boquiabierta, y les dijo:
—¿Qué ocurre?
—Te lo digo en serio, Josh, eso fue lo que dijo la voz: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia».
Joshua negó con la cabeza, al tiempo que masticaba la langosta del desayuno.
—No puedo creer que no haya podido esperar a que yo emergiese. ¿Estás seguro de que era mi padre?
—Parecía él, sí. —El nuevo me miró y se encogió de hombros. En realidad, se parecía a James Earl Jones, aunque yo eso no lo sabía por entonces.
—Ya está, decidido. Me voy al desierto, como hizo Moisés, y allí pasaré cuarenta días y cuarenta noches. —Joshua se levantó y se puso a caminar hacia el desierto—. A partir de ahora ayunaré, hasta que tenga noticias de mi padre. Ésta ha sido mi última langosta.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo —dijo el nuevo.
Tan pronto como Joshua desapareció de nuestra vista, yo me fui corriendo a mi agujero, y metí mis cosas en el zurrón. Tardé medio día en llegar a Betania, y una hora más en conseguir, tras mucho preguntar, que alguien me indicara cómo llegar a la casa de Jakan, fariseo destacado y miembro del sanedrín. La construcción era de la piedra porosa, dorada, que caracterizaba todo Jerusalén, y un alto muro circundaba el patio. Al imbécil de Jakan le habían ido bien las cosas. En una casa como aquella podrían haberse alojado doce familias de Nazaret. Pagué un siclo a dos ciegos para que se arrimaran al muro y me dejaran subirme a sus hombros.
—¿Y cuánto ha dicho que era?
—Ha dicho que era un siclo.
—Pues a mí no me pesa como un siclo.
—Chicos, chicos, ¿os importaría dejar de sopesar vuestros siclos y quedaros quietos? Estoy a punto de caerme.
Miré desde lo alto del muro y ahí, sentada a la sombra de un toldillo, trabajando un telar pequeño, hallé a Magda. Si había cambiado en algo, era solo en que se había vuelto más radiante, más sensual, más mujer y menos niña. Quedé anonadado. Supongo que esperaba cierta decepción, que temía que el tiempo transcurrido y el amor que sentía por ella hubiesen dado forma a un recuerdo con el que la mujer no podría competir. Pero entonces se me ocurrió que tal vez la decepción todavía estuviera por llegar. Estaba casada con un hombre rico, con un hombre que, cuando yo lo había conocido, era un malcarado y un necio. Y lo que de Magda había perdurado siempre en mi recuerdo era su carácter, su valor, y su ingenio. Me preguntaba si aquellas cosas habrían sobrevivido tras todos aquellos años en compañía de Jakan. Empecé a temblar, no sé si porque me sostenía en un equilibrio precario, o a causa del temor, y apoyé la mano en lo alto del muro para sostenerme. Al hacerlo, me corté con uno de los pedazos rotos de vasija que habían fijado con mortero a modo de protección.
—¡Ah! ¡Maldita sea!
—¿Colleja? —dijo Magda, mirándome a los ojos un instante antes de que yo me cayera de los hombros de aquellos dos ciegos.
Acababa de ponerme de nuevo en pie cuando Magda dobló la esquina e impactó conmigo, con toda su feminidad frontal, a toda velocidad, y empezando por los labios. Me besó con tal fuerza que saboreé la sangre de mis labios cortados, y fue glorioso. Seguía oliendo igual, a canela, a limón, a sudor de niña, y me hizo sentir mejor que cualquier recuerdo de ella. Cuando, finalmente, me liberó de su abrazo y, sin soltarme del todo, dio un paso atrás, vi que había lágrimas en sus ojos. En los míos también.
—¿Está muerto? —preguntó uno de los ciegos.
—No lo creo —le respondió el otro—. Lo oigo respirar.
—Pues huele mejor que antes.
—Colleja, ya no tienes granos —dijo Magda.
—Me has reconocido, a pesar de la barba.
—Al principio no estaba segura, o sea que he asumido un riesgo al saltar sobre ti como lo he hecho, pero, en medio de mi confusión, esto sí lo he reconocido —añadió, señalando el punto en el que mi túnica, por la parte delantera, se combaba. Y acto seguido agarró a ese bribón delator, con túnica y todo, y tirando de él me condujo a lo largo del muro, en dirección a la puerta.
—Ven, vamos. No disponemos de mucho tiempo, y tenemos que ponernos al día. ¿Estás bien? —me preguntó, mirando hacia atrás y apretándome con fuerza.
—Sí, sí, pero estoy intentando pensar en alguna metáfora.
—Ha sacado una mujer de ahí arriba —oí que decía uno de los ciegos.
—Sí, he oído que caía. Sujétame que voy a subirme y a palpar un poco.
Una vez en el patio, con Magda, mientras me bebía un vaso de vino, le dije:
—O sea que, en realidad, no me has reconocido.
—Pues claro que te he reconocido. Eso no lo había hecho nunca. Espero que no me haya visto nadie, por esas cosas siguen lapidando a las mujeres.
—Lo sé. Oh, Magda, tengo tantas cosas que contarte…
Ella me tomó de la mano.
—Lo sé. —Me miró a los ojos, vio más allá de ellos. Los suyos, azules, traspasaban los míos, buscando algo.
—Está bien —me anticipé yo—. Ha ido al desierto a ayunar y a esperar un mensaje del Señor.
Magda sonrió. Tenía un poco de sangre en la comisura de sus labios, aunque tal vez fuera vino.
—O sea que ha vuelto para ocupar su lugar como Mesías.
—Sí, aunque no como la gente se cree, diría yo.
—Hay gente que piensa que el Mesías es Juan.
—Juan es… es…
—Herodes se está cansando de él —apuntó Magda.
—Lo sé.
—¿Y Josh y tú os vais a quedar con Juan?
—Espero que no. Yo quiero que Joshua se vaya. Debo alejarlo de Juan un tiempo, ver qué es lo que está pasando por aquí. Tal vez eso del ayuno…
La portezuela de hierro que permitía la entrada al patio chirrió, y acto seguido se agitó todo el portón grande. Magda la había cerrado con llave. Un hombre soltó una maldición. Era evidente que Jakan tenía problemas con su llave.
Magda se puso en pie y tiró de mí para que me levantara.
—Mira, yo voy a asistir a una boda en Caná dentro de un mes. Iré con mi hermana Marta una semana después de la celebración de los Tabernáculos. Jakan no puede ir, tiene una reunión con el sanedrín, o algo así. Ven a Caná. Y tráete a Joshua.
—Lo intentaré.
Se acercó corriendo a la sección más cercana del muro y colocó las dos manos en forma de estribo.
—Vamos, salta.
—Pero, Magda…
—No seas gallina. Ponme un pie en la mano, el otro en el hombro, y ya estás del otro lado. Cuidado con los trozos rotos de vasijas.
Obedecí sus órdenes fielmente: puse un pie en el estribo, otro en el hombro, y estaba fuera antes de que Jakan entrara por la puerta.
—¡Ya está! ¡He atrapado a una! —dijo uno de los ciegos cuando fui a caer encima de él.
—Sujétala fuerte mientras yo se la meto.
Cuando Joshua abandonó el desierto yo estaba sentado en una piedra, esperándolo. Me levanté para abrazarlo, y él se echó hacia delante y me dejó sujetarlo antes de que se desplomara. Lo tendí sobre la roca en la que me había sentado. Había sido lo bastante listo como para cubrirse las partes expuestas de su piel con barro, que probablemente habría mezclado con su propia orina para protegerla de quemaduras, pero en algunas partes de la frente y las manos el barro se había cuarteado y desprendido, y por los resquicios se veía que la tenía chamuscada, en carne viva. Sus brazos habían adelgazado tanto que parecían los de una niña, y las mangas de la túnica le venían muy anchas.
—¿Estás bien?
Asintió. Le alargué un pellejo con agua que había puesto a la sombra para que se mantuviera fresco. Él dio unos pocos sorbos y pareció recuperarse ligeramente.
—¿Langostas? —le dije, sosteniendo uno de aquellos tormentos crujientes entre el pulgar y el índice. Al verla, temí que Joshua fuera a vomitar la escasa agua que había ingerido—. No, es broma. —Abrí el zurrón y le mostré dátiles, higos frescos, aceitunas, queso, media docena de panes ácimos y un pellejo de vino. Había enviado al nuevo a Jericó un día antes para que trajera comida.
Josh contempló el zurrón rebosante de alimentos y sonrió, pero apenas lo hubo hecho cuando torció el gesto y se cubrió la boca con la mano.
—¡Ah! ¡Qué daño! ¡Ah!
—¿Qué te ocurre?
—Los labios. Los tengo cortados.
—Ponte mirra —le dije, sacando un tarro de ungüento del zurrón y alargándoselo.
Una hora después, el Hijo de Dios ya se sentía refrescado y rejuvenecido, y nosotros seguíamos sentados, compartiendo el poco vino que quedaba en el pellejo, el primero que Joshua probaba desde que habíamos regresado de la India, hacía un año.
—¿Y bien? ¿Qué has visto en el desierto?
—He visto al Diablo.
—¿Al Diablo?
—Sí. Me ha tentado. Con poder, riquezas, sexo, esas cosas. Pero yo las he rechazado.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era alto.
—¿Alto? El diablo es el príncipe de las tinieblas, la serpiente de la tentación, la fuente de toda corrupción y mal… ¿Y todo lo que se te ocurre decir de él es que era alto?
—Bastante alto.
—Ah, bueno, pues estaré atento.
Entonces Joshua dijo, mirando al nuevo:
—Él también es alto.
Fue entonces cuando me di cuenta de que tal vez el Mesías estuviera algo achispado.
—Éste no es el diablo, Josh.
—¿Y quién es entonces?
—Soy Felipe —dijo el nuevo—. Y mañana iré contigo a Caná.
Joshua se giró, tambaleante y estuvo a punto de caerse.
—¿Mañana vamos a Caná?
—Sí. Magda está ahí, Josh. Y se está muriendo.