23

Condujimos a Vana en dirección a la Ruta de la Seda, bordeando el gran desierto indio que a punto estuvo de acabar con las fuerzas de Alejandro Magno cuando regresaban a Persia tras conquistar la mitad del mundo conocido, hacía ya tres siglos. Aunque nos habríamos ahorrado un mes de viaje de haber atravesado aquella vasta extensión de tierra desolada, Joshua no estaba seguro de poder invocar siempre la aparición de agua para la elefanta. El hombre debe aprender las lecciones del pasado, y aunque yo insistía en que, seguramente, los hombres de Alejandro estaban cansados tras tanta conquista —a diferencia de nosotros, que nos habíamos pasado dos años sentados en la playa—, él insistió en que siguiéramos la ruta menos hostil que pasaba por Delhi y que, por el norte, se adentraba en lo que hoy es Paquistán, hasta encontrarnos de nuevo con la Ruta de la Seda.

Poco después de llegar a ella, me pareció que recibíamos otro mensaje de María. Nos habíamos detenido a descansar un rato. Al reemprender el viaje, Vana, sin querer, pisó el excremento que acababa de soltar, y la boñiga adquirió al instante la apariencia de un rostro femenino, la caca oscura recortada contra la tierra grisácea, clara.

—Mira, Josh, aquí hay otro mensaje de tu madre.

Él miró hacia donde le decía, pero al instante apartó la vista.

—Ésa no es mi madre.

—Sí, mira la boñiga de la elefanta. Es la cara de una mujer.

—Ya lo sé. Pero no es mi madre. Está deformada por el soporte. Pero no se parece a ella en absoluto. Mírale los ojos.

Tuve que montarme a lomos de la elefanta para obtener una visión más general, un plano con más perspectiva.

—Supongo que tienes razón. El soporte ha oscurecido el mensaje.

—Eso, eso es lo que te decía.

—Pero seguro que se parece a la madre de alguien.

El desvío que tomamos para evitar el desierto hizo que tardáramos dos meses en llegar a Kabul. Aunque Vana era una andariega intrépida, escalar, como ya he comentado, no se le daba tan bien, por lo que con frecuencia debíamos tomar rutas mucho más largas para bordear las montañas de Afganistán. Josh y yo sabíamos que no podríamos llevarla por el desierto elevado y rocoso que se extendía más allá de la ciudad, por lo que acordamos dejar a la elefanta al cuidado de Dicha, si lográbamos dar con la que había sido cortesana.

Una vez en Kabul, preguntamos en el mercado si habían oído hablar de una mujer china llamada Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso, pero nadie supo darnos razón de ella. Nadie había visto tampoco a alguien que respondiera al nombre de Dicha. Tras un día entero buscándola, Joshua y yo estábamos a punto de rendirnos cuando recordé algo que, en una ocasión, ella misma me había comentado. Y fui a preguntar a un vendedor de té.

—¿Vive por aquí una mujer, muy rica tal vez, que se haga llamar Dragona, o algo así?

—Sí, por supuesto señor —respondió aquel tipo, y al decirlo se estremeció, como si un mal bicho le hubiera pasado por el cuello—. La llaman la Cruel y Maldita Princesa Dragona.

—Bonito nombre —le dije a Dicha cuando, a lomos de la elefanta, franqueamos las inmensas puertas de piedra del patio que daba acceso a su palacio.

—En el caso de una mujer que vive sola, es conveniente que su reputación la preceda —replicó la Cruel y Maldita Princesa Dragona. Estaba prácticamente igual que hacía nueve años, cuando nos habíamos despedido de ella, siendo la única diferencia, tal vez, que llevaba encima alguna joya más. Era menuda, delicada, hermosa. Llevaba una túnica blanca, de seda, bordada con dragones, y el pelo, negro como el azabache, descendía por su espalda, casi hasta las rodillas, atado sencillamente con una cinta plateada que impedía que se le desparramara por los hombros cuando se volvía—. Bonita elefanta —añadió.

—Es un regalo para ti —dijo Joshua.

—Es preciosa.

—¿Te sobran un par de camellos, Dicha? —le pregunté yo.

—Oh, Colleja, la verdad es que esperaba que pasarais los dos la noche conmigo.

—Nos encantaría, pero Josh mantiene su juramento de no probar las almejas.

—¿Jovencitos, entonces? Dispongo de varios efebos para… bueno… ya sabéis.

—No, eso tampoco lo prueba.

—Oh, Joshua, mi pobrecito Mesías. Seguro que este año, por tu cumpleaños, nadie te ha preparado comida china.

—Comimos arroz —dijo él.

—Bien, ya veremos qué puede hacer la Maldita Princesa Dragona para compensarte —replicó Dicha.

Nos bajamos de la elefanta e intercambiamos abrazos con nuestra vieja amiga, hasta que un adusto guardia, ataviado con armadura de cota de malla, se llevó a Vana a los establos, y otros cuatro, armados con lanzas, nos flanquearon mientras Dicha nos conducía a la casa principal.

—¿Una mujer sola? —dije yo, observando a los guardias que parecían custodiar todas y cada una de las puertas.

—En mi corazón, querido —respondió ella—. Éstos no son ni amigos, ni familiares, ni amantes; son empleados.

—¿De ahí te viene lo de «Maldita»?

—Estoy dispuesta a renunciar a ese nombre, y quedarme solo en Cruel Princesa Dragona, si con ello logro que os quedéis.

—No podemos. Hemos sido llamados.

Dicha asintió con tristeza y nos llevó a la biblioteca (que contenía los libros de Baltasar), donde un jovencito, y unas muchachas que, sin duda, se había traído de China, nos sirvieron café. A mí me vinieron a la mente todas las muchachas, mis amigas y amantes, asesinadas por el demonio hacía tanto tiempo, y me tomé el café con un nudo en la garganta.

Hacía mucho que no veía a Joshua tan excitado. Tal vez fuera por el café.

—No te creerías la cantidad de cosas que he aprendido desde que salí de aquí, Dicha. Sobre el hecho de ser el agente del cambio (el cambio está en la raíz de la creencia, ¿sabes?), y sobre el hecho de que la compasión ha de llegar a todos, porque todos somos parte de los demás, y, lo más importante de todo, que existe un poquito de Dios en todos nosotros; en la India lo llaman la chispa divina.

Se pasó una hora así, hablando sin parar, y finalmente a mí se me pasó la melancolía, porque él consiguió contagiarme el entusiasmo por las cosas que los magos le habían enseñado.

—Sí —añadí yo—, y además Josh es capaz de meterse dentro de un ánfora de vino de tamaño normal. Después hay que sacarlo de ahí rompiendo la tinaja con un martillo, sí, pero resulta interesante de ver.

—¿Y tú, Colleja? —me preguntó Dicha sonriendo, sin apartar la vista de la taza.

—Bueno… Después de cenar te enseñaré una cosita que a mí me gusta llamar «Búfalo de agua quitándole las pepitas a la granada».

—Eso suena…

—No te preocupes, no es tan difícil de aprender. He traído dibujos.

Pasamos cuatro días en el palacio de Dicha, disfrutando de unas comodidades y unos alimentos de los que no habíamos vuelto a gozar desde la última vez que la habíamos visto. Yo podría haber seguido allí toda la vida, pero la mañana del quinto día Josh se plantó frente a la puerta de la alcoba de Dicha, con el zurrón al hombro. No pronunció ni una sola palabra: no le hizo falta. Desayunamos en compañía de nuestra anfitriona, que después nos acompañó hasta la puerta para despedirse de nosotros.

—Gracias por la elefanta —dijo.

—Gracias por los camellos —dijo Joshua.

—Gracias por el libro del sexo —dijo Dicha.

—Gracias por el sexo —dije yo.

—Ah, se me olvidaba. Me debes cien rupias —soltó Dicha. Yo le había hablado de Kashmir. La Cruel y Maldita Princesa Dragona me sonrió—. No, es broma. Cuídate, amigo. No pierdas el amuleto que te di, y no me olvides, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. —La besé y me subí a mi camello, que a una orden mía se puso en pie.

Dicha abrazó a Joshua y lo besó en los labios, con un beso apasionado y largo. Él no pareció apartarla en ningún momento.

—Eh, tenemos que irnos, Josh —le dije yo.

Dicha no se separó demasiado del Mesías, y le dijo:

—Siempre serás bienvenido aquí, eso lo sabes, ¿verdad?

Josh asintió y se montó en su camello.

—Queda con Dios, Dicha —le dijo.

Al pasar por las puertas del palacio, los guardias dispararon flechas de fuego que llenaron el aire de chispas, hasta que explotaron en el aire, sobre el camino. Era el último adiós de la concubina, un tributo a la amistad y a un conocimiento arcano que los tres habíamos compartido. Los camellos se cagaron de miedo con el estruendo.

Cuando ya llevábamos un buen rato avanzando por el camino, Joshua me preguntó:

—¿Te has despedido de Vana?

—Lo he intentado, pero cuando he llegado al establo he visto que estaba practicando yoga, y no he querido molestarla.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente. Tenía las piernas retorcidas en una de las posturas que tú le enseñaste.

Joshua esbozó una sonrisa. No podía hacerle ningún daño creerse aquello.

El viaje por aquel tramo de la Ruta de la Seda, que transcurría por páramos elevados, desérticos, duró un mes, y se desarrolló sin incidentes destacables, salvo por el ataque de un pequeño grupo de bandidos. Cuando yo intercepté al vuelo las dos flechas que me habían disparado y se las arrojé a ellos, éstos dieron media vuelta y salieron corriendo. El clima continuó siendo suave, o todo lo suave que puede esperarse de un desierto desolado y brutal, pero Joshua y yo habíamos viajado tanto por paisajes extremos como aquellos que ya no nos afectaba demasiado. Sin embargo, poco antes de llegar a Antioquía nos pilló una tormenta de arena que provenía del desierto, y tuvimos que pasarnos dos días refugiados entre los dos camellos, respirando a través de las túnicas, quitándonos el polvo de la boca cada vez que bebíamos algo. Finalmente, la tormenta amainó lo bastante y pudimos reanudar la marcha, y avanzábamos ya casi al galope por las calles de Antioquía cuando Joshua encontró una posada recurriendo al método de impactar con la frente en el cartel que la anunciaba. Cayó del camello y quedó sentado en medio de la calle, el rostro ensangrentado.

—¿Te has hecho mucho daño? —le pregunté, arrodillándome junto a él. La nube de polvo que nosotros mismos habíamos levantado apenas me dejaba ver.

Joshua se miró las manos que acababa de llevarse a la cara, y se vio la sangre.

—No lo sé, no me duele mucho, pero no estoy seguro.

—Vamos dentro —le sugerí, ayudándolo a levantarse. Apoyado en mí, entramos en la posada.

—¡Cerrad la puerta! —atronó el posadero, que veía que el viento se colaba en su local—. ¿Es que habéis nacido en un establo?

—Yo sí —respondió Joshua.

—Él sí —confirmé yo—. Pero en un establo con ángeles en el tejado.

—Cerrad esa maldita puerta —insistió el posadero.

Dejé a Joshua sentado junto a la puerta mientras yo salía a encontrar refugio para los camellos. Cuando regresé, mi amigo se secaba la cara con un paño que alguien le había dado. Había un par de hombres a su lado, impacientes por ayudarle. Yo le devolví el paño a uno de ellos, y examiné las heridas de Josh.

—Sobrevivirás. Tienes un chichón grande, y dos cortes, pero sobrevivirás. ¿No puedes sanarte a ti mis…?

Joshua negó con la cabeza.

—Eh, mirad esto —dijo uno de los viajeros que habían ayudado a Joshua, levantando el paño que el Mesías había usado para limpiarse la cara. El polvo y la sangre que se la cubrían habían estampado una imagen perfecta sobre la tela, incluso de las huellas de los dedos que se había pasado por las heridas—. ¿Puedo quedármelo? —le preguntó aquel tipo, que hablaba latín con acento extranjero.

—Sí, claro —le respondí yo—. ¿De dónde sois, muchachos?

—De la tribu ligur, de los territorios septentrionales de Roma. De una ciudad del Po que se llama Turín. ¿Habéis oído hablar de ella?

—Yo no. Muchachos, podéis hacer lo que queráis con ese trapo, pero en el camello llevo varios dibujos eróticos de Oriente que algún día valdrán mucho dinero. Si queréis, os los vendo por un precio razonable.

Los turineses se alejaron llevándose su triste trapo lleno de barro como si fuera una reliquia sagrada. Aquellos cabrones ignorantes no habrían reconocido una obra de arte ni aunque se la hubiera clavado debajo mismo de la nariz.

Vendé las heridas de Joshua y optamos por pasar la noche en la posada.

A la mañana siguiente, decidimos quedarnos con los camellos y seguir ruta por tierra hasta Damasco. Llegamos a la gran ciudad, la atravesamos, y cuando ya salíamos de ella, franqueando sus puertas, y emprendíamos, así, el tramo final del viaje, Joshua empezó a preocuparse.

—Colleja, yo no estoy preparado para ser el Mesías. Si he sido llamado de regreso para dirigir a nuestro pueblo, no sé siquiera por dónde debo empezar.

Entiendo las cosas que quiero enseñar, pero todavía no dispongo de las palabras. Melchor tenía razón: antes de cualquier otra cosa, hay que tener el verbo.

—Pues el verbo no te va a venir así de pronto, aquí, en el camino de Damasco, Josh. Esas cosas no ocurren así. Es evidente que, según parece, tú aprendes cada cosa en su momento. Todo tiene su tiempo, y bla bla bla.

—Mi padre podría haberme puesto más fácil todo este aprendizaje. Podría haberme dicho, simplemente, lo que debía hacer.

—Me pregunto cómo le irá a Magda. ¿Crees que habrá engordado?

—Colleja, intento hablar de Dios, de la chispa divina, de llevar el reino a nuestro pueblo.

—Ya lo sé. Y yo también. ¿Es que quieres hacerlo todo tú solo, sin ayuda?

—Supongo que no.

—Pues precisamente por eso estaba pensando en Magda. Ella era más lista que nosotros antes de que nos fuéramos, y seguramente sigue siendo más lista.

—Sí que lo era, ¿verdad? Quería ser pescadora —comentó Josh, riéndose. Yo notaba que la idea de ver a Magda lo ponía nervioso.

—No puedes contarle lo de las putas, Josh.

—No lo haré.

—Ni lo de Dicha y las muchachas. Ni lo de la anciana desdentada.

—No le contaré nada. Ni siquiera lo del yak.

—Con el yak no hubo nada. El yak y yo ni siquiera nos dirigíamos la palabra.

—Supongo que ya debe de tener más de diez hijos.

—Lo sé. —Suspiré—. Hijos que deberían ser míos.

—Y míos —dijo Joshua, suspirando también.

Lo miré, ahí a mi lado, sumergido en un mar de olas mansas de camello. Contemplaba el horizonte, y parecía distante.

—¿Míos y tuyos? ¿Crees de veras que deberían ser míos y tuyos?

—Claro. ¿Por qué no? Ya sabes que yo amo a todos los pequeños…

—A veces eres tonto del culo.

—¿Crees que se acordará de nosotros? ¿Que se acordará de cómo éramos?

Pensé un poco en ello y me estremecí.

—Espero que no.

Apenas entramos en Galilea, empezamos a enterarnos de lo que Juan el Bautista estaba haciendo en Judea.

—Son cientos los que le han seguido hasta el desierto —oímos decir en Giscala.

—Hay quien dice que es el Mesías —nos contó un hombre en Baca.

—Herodes lo teme —reveló una mujer en Caná.

—Es otro santo loco —concluyó un soldado romano en Séforis—. Los judíos los crían como se cría a los conejos. He oído que ahoga a todo el que no esté de acuerdo con él. La primera idea sensata que he oído desde que me enviaron a esta tierra maldita.

—¿Podrías decirme cómo te llamas, soldado? —le pregunté.

—Cayo Junio, de la Legión Sexta.

—Gracias. Te tendremos en cuenta. —Y, dirigiéndome a Josh, añadí—: Cayo Junio: ponlo el primero de la lista para cuando empecemos a expulsar a los romanos del reino y a echarlos al abismo.

—¿Qué has dicho?

—No, no, no me des las gracias. Te lo has ganado tú solito. El primero de la lista serás, Cayo.

—¡Colleja! —masculló Josh y, una vez contó con mi atención añadió, en un susurro—: Intenta que no nos metan en la cárcel antes incluso de llegar casa, si es posible. Por favor.

Asentí y, mientras nos alejábamos, me despedí del legionario.

—Nada, tonterías de judíos. No hagas ni caso. Llorer fidelis —le dije.

—Una vez hayamos visto a nuestras familias, tenemos que ir a buscar a Juan.

—¿Crees de veras que dice ser el Mesías?

—No, pero parece que él sí sabe cómo propagar la Palabra.

Media hora más tarde entramos en Nazaret.

Supongo que esperábamos más a nuestra llegada. Algunos vítores, tal vez, niños pequeños corriendo a nuestros pies, suplicándonos que les contáramos anécdotas de nuestras grandes aventuras, lágrimas, carcajadas, besos y abrazos, unos brazos fuertes que llevaran en volandas a los héroes conquistadores por las calles. Lo que habíamos olvidado era que, mientras nosotros viajábamos, vivíamos aventuras y conocíamos maravillas, la gente de Nazaret había pasado por las mismas miserias todos los días. Eran muchos los días transcurridos y, por tanto, muchas las miserias. Cuando llegamos a la vieja casa de Joshua, su hermano Jaime estaba trabajando bajo el toldillo, desbastando un tronco de madera de olivo para convertirlo en base para una silla de montar camellos. En cuanto lo vi, supe que se trataba de Jaime. Tenía la misma nariz ganchuda de Joshua, sus mismos ojos separados, pero su rostro se veía más curtido que el de su hermano, y su cuerpo, más musculoso. Parecía diez años mayor que Joshua, y no dos años menor, que es lo que era.

Dejó el formón a un lado y abandonó el refugio del toldillo. Una vez bajo el sol, se cubrió los ojos con una mano para protegerse los ojos.

—¿Joshua?

Él dio un golpecito en la pierna del animal con una vara larga, y el camello se arrodilló para permitirle desmontar.

—¡Jaime! —Joshua se bajó del camello y se acercó a su hermano con los brazos extendidos. Pero este le rehuyó y dio un paso atrás.

—Iré a decirle a madre que su hijo favorito ha vuelto.

Jaime se ausentó, y a través del polvo vi que Joshua tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Jaime —le imploró su hermano—. No sabía nada. ¿Cuándo?

Jaime se volvió y miró a su hermanastro a los ojos. No había lástima en ellos, ni dolor, solo ira.

—Hace dos meses, Joshua. José murió hace dos meses. Preguntó por ti.

—No lo sabía —dijo Joshua, que seguía con los brazos extendidos, esperando un abrazo que no iba a llegar.

—Entra. Madre lleva tiempo esperándote. Todas las mañanas se pregunta si ese será el día de tu regreso. Entra. —Se dio la vuelta cuando Joshua entraba en casa, y entonces Jaime me miró a mí—. Lo último que dijo fue: «Dile al bastardo que le quiero».

—¿Al bastardo? —le pregunté, dando instrucción a mi camello para que me dejara desmontar.

—Así era como llamaba siempre a Joshua. «Me pregunto cómo le irá al bastardo. Me pregunto dónde estará hoy el bastardo». Siempre hablaba del bastardo. Y madre que no paraba de contarnos que si Joshua hacía esto así, que si hacía aquello asá, que si Joshua haría grandes cosas cuando regresara… Y mientras tanto yo era el que estaba aquí, cuidando de mis hermanos y hermanas, velando por ellos cuando padre enfermó, ocupándome de mi familia. ¿Y alguien me ha dado las gracias? ¿Me ha dedicado una palabra amable? No, yo lo que hacía era allanar el camino para cuando llegara Joshua. No tienes ni idea de lo que es ser siempre el segundón.

—Pues oye, no, ni idea. Algún día me lo cuentas —le dije—. Dile a Josh que, si me necesita, estaré en casa de mi padre. Mi padre sigue vivo, ¿verdad?

—Sí, y tu madre también.

—Mejor, no me habría gustado poner a ninguno de mis hermanos en el brete de tener que darme la mala noticia.

Me giré y me alejé, llevándome al camello.

—Ve con Dios, Levi —me dijo Jaime.

Giré la cabeza.

—Jaime, está escrito que «Tienes derecho al trabajo, pero no a sus frutos».

—No lo había oído nunca. ¿Dónde está escrito?

—En el Bhagavad Gita, Jaime. Es un poema largo sobre una batalla, y el dios de un guerrero le dice a este que no se preocupe por matar a otros en la batalla, porque ya están muertos pero no lo saben. No sé qué me ha llevado a pensar en él.

Mi padre me abrazó con tal fuerza y durante tanto tiempo, que temí que fuera a romperme las costillas, y luego me entregó a mi madre, que hizo lo mismo hasta que pareció recobrar la cordura y se puso a golpearme en la cabeza y en los hombros con una zapatilla que se sacó del pie con asombrosa rapidez y destreza, para tratarse de una mujer de su edad.

—¿Has estado fuera diecisiete años y no has podido escribirnos ni una sola carta?

—Pero si no sabéis leer.

—¿Y por eso no has enviado noticias tuyas, listillo?

Me libré de los golpes alejando de mí su energía, tal como me habían enseñado a hacer en el monasterio, y al poco dos niños a los que no reconocí empezaron a recibir el grueso de la paliza. Temiendo que aquellos pequeños desconocidos me demandaran, sujeté a mi madre por los brazos, se los bajé y miré a mi padre, al que señalé a los dos pequeños con un movimiento de cabeza, al tiempo que arqueaba las cejas, como preguntándole: «¿Quiénes son esos mocosos?».

—Éstos son tus hermanos, Moisés y Jafet —dijo mi padre—. Moisés tiene seis años, y Jafet, cinco.

Los pequeños sonrieron. A los dos les faltaban algunos dientes, seguramente sacrificados a la arpía gritona que yo, en aquel momento, tenía inmovilizada. Mi padre se hinchó todo, orgulloso, como diciendo: «Todavía soy capaz de mantener derecho el acueducto, de desatascar los caños, no sé si me explico, cuando la ocasión lo exige».

Yo lo miré, burlón, como diciendo: «Apenas pude seguir profesándote respeto cuando descubrí lo que habías hecho para tener a tus primeros tres hijos; estos mocosos solo demuestran que no tienes memoria para el sufrimiento».

—Madre, si te suelto, ¿te calmarás? —Miré a Moisés y a Jafet por encima de su hombro—. Yo antes le decía a la gente que estaba poseída por un demonio. ¿Vosotros también lo hacéis? —Y les guiñé un ojo.

A ellos se les escapó una risita, como si dijeran: «Por favor, pon fin a nuestro sufrimiento, mátanos, mátanos ahora mismo, o mata a esta bruja que nos atormenta como las plagas de Job». De acuerdo, de acuerdo, quizá fueran solo imaginaciones mías, y su intención no fuera decir aquello. Quizá solo se estuvieran riendo.

Solté a mi madre, y ella retrocedió.

—Moisés, Jafet —dijo ella—. Venid a conocer a Colleja. Ya nos habéis oído a padre y a mí hablar de nuestra primera decepción. Pues es él. Y ahora, salid corriendo e id a buscar a vuestros hermanos. Yo prepararé algo bueno para comer.

Mis hermanos Sem y Lucio trajeron a sus familias y cenaron con nosotros, y todos nos sentamos a la mesa mientras madre nos servía algo bueno, que no estoy seguro de lo que era. (Sí, ya lo sé, ya sé que he dicho que era el mayor de tres hermanos, y que, claro está, con los mocosos éramos cinco, pero maldita sea, cuando conocí a Moisés y Jafet yo ya era demasiado mayor para chincharlos, de modo que nunca cumplieron con su deber de hermanos, y para mí fueron siempre, más bien, unas mascotas).

—Madre, te he traído un regalo de Oriente —le dije, corriendo hasta el camello para recoger un paquete.

—¿Qué es?

—Una pareja de mangostas —le respondí, golpeando la caja, y la alimaña intentó morderme un dedo.

—Pero si solo hay una.

—Había dos, pero una se escapó, y ahora solo queda una. Estos bichos atacan a serpientes de un tamaño diez veces mayor al suyo.

—Parece una rata.

Bajé la voz y, confidencialmente, le susurré:

—En la India, las mujeres las adiestran para que se les suban a la cabeza, como si fueran sombreros. Están muy de moda. Claro que es una tendencia que todavía no ha llegado a Galilea, pero en Antioquía, ninguna mujer que se precie sale de casa sin llevar encima una mangosta.

—¿De veras? —preguntó mi madre, observando la mangosta con otros ojos. Levantó la jaula y la dejó con cuidado en un rincón, como si contuviera un huevo delicado, y no una versión en miniatura de sí misma—. Y bien —prosiguió señalando a sus dos nueras y a la media docena de nietos que trasteaban alrededor de la mesa—, tus hermanos se han casado y me han dado nietos.

—Me alegro por ellos, madre.

Sem y Lucio ocultaron sus sonrisas tras una costra de pan ácimo, lo mismo que cuando eran pequeños y madre me hacía la vida imposible.

—Y, en tantos sitios como has estado, ¿nunca has conocido a ninguna muchacha decente con la que sentar cabeza?

—No, madre.

—Puedes casarte con una gentil, ¿sabes? A mí me partirías el corazón, pero ¿para qué estuvieron las tribus a punto de arrasar a los benjamitas si no para que un muchacho desesperado pudiera casarse con una gentil si le hiciera falta? Con una samaritana no, pero, no sé, con alguna otra gentil. Si no hay más remedio.

—Gracias madre, lo tendré en cuenta.

Madre hizo como que me sacaba un hilillo suelto de la túnica, y como quien no quiere la cosa me preguntó:

—¿Y entonces, tu amigo Joshua tampoco se ha casado? Ya sabrás que tiene una hermana pequeña, Miriam, ¿no? —Y, bajando la voz, prosiguió, en tono de confidencia conspirativa—. Empezó llevando ropa de hombre, y se escapó a la isla de Lesbos. —Recuperó su tono normal, áspero—. Eso es griego, ¿sabes? Vosotros, en vuestros viajes, no pasaríais por Grecia, supongo.

—No, madre. Tengo que irme, de veras.

Intenté ponerme en pie, pero ella me sujetó.

—¿No será porque tu padre tiene un nombre griego? Ya te lo dije, Alfeo, cámbiate el nombre, pero tú decías que te sentías orgulloso de él. Pues espero que sigas sintiéndote orgulloso ahora. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Que Lucio se va a poner a crucificar a judíos, como los demás romanos?

—Yo no soy romano, madre —se defendió Lucio, temeroso—. Hay muchos buenos judíos que llevan nombres romanos.

—A mí la verdad es que me da igual, pero, madre, ¿cómo crees tú que engendran a más griegos los griegos?

En honor a la verdad, debo decir que mi madre se detuvo a pensarlo un instante. Instante que yo aproveché para huir.

—Me alegro mucho de veros, chicos —dije, moviendo la cabeza en dirección a mis parientes, los de antes y las nuevas incorporaciones—. Ya me pasaré por aquí otra vez antes de irme. Tengo que ver cómo está Joshua.

Y salí por la puerta.

Abrí la de la vieja casa de Joshua sin llamar siquiera, y estuve a punto de darle un golpe con ella a Judas, su hermano.

—Josh, será mejor que traigas pronto el reino, si no, no me quedará más remedio que matar a mi madre.

—¿Sigue poseída por los demonios? —me preguntó Judas, que seguía exactamente igual que a los cuatro años, salvo por la barba y las entradas. A pesar de ellas, su sonrisa pícara y sus ojos grandes no habían cambiado lo más mínimo.

—No, cuando decía que lo estaba era porque todavía albergaba alguna esperanza.

—¿Te quedas a cenar? —me preguntó María que, gracias a Dios había envejecido. Había ensanchado un poco de caderas y cintura, y algunas arrugas asomaban alrededor de sus ojos y su boca. Ya no era la criatura más hermosa de la Tierra, tenía a una o dos personas por delante.

—Me encantaría.

Supuse que Jaime estaría en casa con su mujer y sus hijos, lo mismo que el resto de hermanos y hermanas de Joshua, excepto Miriam, de cuyo paradero ya me habían puesto al corriente. Pero alrededor de la mesa solo vi a María, a mi amigo, a Judas y a su bella esposa, Ruth, y a dos niñas pelirrojas idénticas a su madre.

Expresé mis condolencias por la pérdida de su padre, y Joshua me puso al corriente del momento del fallecimiento. Por las mismas fechas en las que yo vi el retrato de María en Nicobar, José había enfermado por culpa de algo que llevaba el agua. Empezó a orinar sangre, y a la semana ya se encontraba postrado en la cama. Llevaba ya dos meses enterrado. Yo miré a Joshua mientras su madre me explicaba esa parte del relato, y él negó con la cabeza, como diciendo: «ya lleva demasiado tiempo en la tumba, no puedo hacer nada». María no sabía nada del mensaje que nos había hecho regresar a casa.

—Incluso en el caso de que os hubierais encontrado en Damasco, habría sido muy difícil que hubierais llegado a tiempo.

María era fuerte, se había recuperado un poco de la pérdida, pero Joshua parecía aún muy aturdido.

—Tenéis que ir a encontraros con Juan, el primo de Joshua. Lleva un tiempo predicando el advenimiento del reino, preparando el camino para el Mesías.

—Sí, eso hemos oído —dije yo.

—Yo me quedaré aquí contigo, madre —terció Joshua—. Jaime tiene razón, tengo responsabilidades, y las he descuidado durante demasiado tiempo.

María acarició el rostro de su hijo y lo miró a los ojos.

—Partirás por la mañana y te encontrarás con Juan el Bautista en Judea, y harás lo que Dios te ha encomendado desde que te puso en mi vientre. Tus responsabilidades no están en un hermano amargado ni en una anciana.

Joshua me miró.

—¿Tú puedes partir mañana temprano? Sé que es muy poco tiempo, después de una ausencia tan larga.

—De hecho, había pensado en quedarme. Tu madre necesita a alguien que cuide de ella, y sigue siendo una mujer relativamente atractiva. Vaya, que hay cosas peores.

Judas se tragó un hueso de aceituna y empezó a toser con furia, hasta que Joshua le dio un golpe en la espalda, y el hueso salió disparado, y Judas se quedó ahí mirándome, jadeante, con los ojos enrojecidos, llorosos.

Yo puse una mano en el hombro de Joshua, y la otra en la de Judas.

—Creo que puedo llegar a quereros a los dos como a dos hijos. —Miré a la hermosa pero tímida Ruth, que se ocupaba de las dos pequeñas—. Y tú, Ruth, espero que aprendas a quererme como a un tío ligeramente mayor pero increíblemente atractivo. Y tú, María…

—Ve con Joshua a Judea, Colleja, te lo pido por favor —me interrumpió ella.

—Sí, claro, mañana a primera hora de la mañana.

Joshua y Judas todavía me miraban asombrados, como si acabara de darles un golpe en la cara con un pescado grande.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo hace que me conocéis? Jo, a ver si desarrolláis de una vez un poco de sentido del humor.

—Nuestro padre ha muerto —dijo Joshua.

—Sí, pero no ha muerto hoy —repliqué yo—. Estaré aquí mañana a primera hora.

A la mañana siguiente, cuando pasábamos por la plaza, vimos a Bartolomé, el tonto del pueblo, que no parecía estar peor, pero tampoco menos sucio, a pesar de los años transcurridos, y que parecía haber llegado a cierto acuerdo con sus amigos perrunos. En lugar de saltar a su alrededor, como hacían siempre, estaban sentados en torno a él, tranquilamente, como si escucharan un sermón que él pronunciara.

—¿Dónde os habíais metido? —nos preguntó Bartolo.

—En Oriente.

—¿Y a qué habéis ido a Oriente?

—Estábamos buscando la chispa divina —dijo Joshua—. Aunque cuando partíamos no sabíamos que íbamos en su busca.

—¿Y dónde vais ahora?

—A Judea, a ver a Juan el Bautista.

—Supongo que será más fácil de encontrar que la chispa divina. ¿Puedo acompañaros?

—Claro —me adelanté yo—. Tráete tus cosas.

—Yo no tengo nada.

—Entonces tráete tu hedor.

—Eso me sigue solo, no hace falta que yo haga nada —observó Bartolomé.

Y así fue como pasamos a ser tres.