22

No tardamos en descubrir que Tamil no era una ciudad pequeña del sur de la India, sino toda la península meridional, un área cinco veces mayor que Israel, por lo que buscar a Melchor era algo así como entrar en Jerusalén un día cualquiera y decir: «Hola, estoy buscando a un tipo judío, ¿alguien lo ha visto?». Lo único a nuestro favor era que conocíamos la profesión del mago: era un asceta, un santón que vivía una vida prácticamente solitaria en algún lugar de la costa y que, al igual que su hermano Gaspar, había sido hijo de un príncipe. Pero en nuestro viaje nos encontramos con centenares de santones, también llamados yoguis, que en su inmensa mayoría vivían en completa austeridad, en los bosques, o en cuevas, y que por lo general habían retorcido sus cuerpos hasta adoptar posturas inverosímiles. El primero con el que nos topamos era un yogui que vivía bajo una techumbre pegada a la ladera de una colina que se alzaba tras una aldea de pescadores. Tenía los pies encajados detrás de los hombros, y su cabeza parecía vuelta del revés.

—¡Josh! ¡Mira! Parece como si quisiera lamerse sus propias pelotas, lo mismo que Bartolomé, el tonto de nuestro pueblo. Ésta es mi gente, Josh, ésta es mi gente. He encontrado mi hogar.

Pero no, en realidad no lo había encontrado. Aquel tipo estaba entregado a una forma de disciplina espiritual (eso es lo que «yoga» significa en sánscrito: «disciplina»), y no quiso enseñarme nada, porque mis intenciones no eran puras, o alguna chorrada por el estilo. Y no, no era Melchor. Hubieron de pasar seis meses más —durante los que gastamos todo el dinero que nos quedaba, y durante los que ambos cumplimos veinticinco años— para que encontráramos a Melchor recostado en el pequeño repecho de un acantilado que miraba al mar. A sus pies anidaban las gaviotas.

Era una versión más peluda de su hermano, es decir, que era delgado, de unos sesenta años, y lucía en la frente la marca de su casta. Tenía el pelo de barba y cabeza largo y blanco, surcado apenas por unos mechones negros, y sus ojos, oscurísimos, miraban con tal fijeza que en ellos parecía haber solo espacio para iris y pupilas. Por toda ropa lucía un taparrabos, y su delgadez igualaba a la de los intocables que habíamos conocido en Kalighat.

Joshua y yo nos aferramos al borde del acantilado mientras el gurú se retorcía para deshacer el nudo que había creado con su cuerpo. El proceso requería de su tiempo, y nosotros, entretanto, fingimos observar las gaviotas y disfrutar de la vista, para no avergonzar al santón con nuestra impaciencia. Cuando, finalmente, adoptó una postura que ya no parecía producto de haber sido arrollado por una carreta de bueyes, Joshua le dijo:

—Venimos desde Israel. Pasamos seis años con tu hermano Gaspar en el monasterio. Yo soy…

—Ya sé quién eres —replicó él. Hablaba con voz melodiosa, y cada una de las frases que pronunciaba sonaba a primer verso de poema—. Te reconozco de cuando te vi por primera vez en Belén.

—¿De veras?

—La esencia de un hombre no cambia, solo cambia su cuerpo. Veo que ya no llevas pañales.

—No, me desprendí de ellos hace un tiempo.

—Y ya no duermes en ese pesebre, supongo.

—No.

—Hay días en que me gustaría disponer a mí de uno, un poco de paja, tal vez una manta. No es que necesite todos esos lujos, como no los necesita nadie que haya emprendido la senda espiritual. Pero, aun así…

—He venido a aprender de ti —le interrumpió Joshua—. Debo convertirme en un bodhisattva para mi pueblo, y no estoy seguro de cómo debo actuar.

—Es el Mesías —aclaré yo, cooperador—. Ya sabes, el Mesías, el Hijo de Dios.

—Eso, el Hijo de Dios —corroboró Joshua.

—Eso —dije yo.

—Eso —dijo Joshua.

—¿Y bien? ¿Qué nos ofreces? —le pregunté a Melchor.

—¿Y quién eres tú?

—Colleja.

—Es amigo mío —intervino Joshua.

—Eso, soy amigo suyo —dije.

—¿Y qué buscáis?

—De hecho, a mí me gustaría no tener que pasarme mucho rato más colgado de este acantilado, empiezan a dormírseme los dedos.

—Eso —dijo Josh.

—Eso —dije yo.

—Buscad un par de cavidades en el acantilado. Hay varias libres. Los yoguis Ramata y Mahara han pasado no hace mucho a su siguiente reencarnación.

—Si sabes dónde podríamos conseguir algo de comida, te lo agradeceríamos —le dijo Joshua—. Llevamos mucho tiempo sin comer. Y no tenemos dinero.

—Entonces este es un buen momento para que aprendas tu primera lección, joven Mesías. Yo también tengo hambre. Tráeme un grano de arroz.

Joshua y yo trepamos por el acantilado hasta encontrar dos cavidades, dos agujeros diminutos, más bien, que se encontraban cerca el uno del otro, y no demasiado elevados por encima de la playa, lo que era una ventaja si uno se caía. En ambos casos se trataba de cuevas excavadas en la roca, lo bastante anchas como para tenderse en ellas, y lo bastante profundas como para guarecerse de la lluvia, siempre que la lluvia cayera verticalmente. Una vez nos hubimos instalado, metí la mano en el zurrón y rebusqué hasta encontrar tres granos de arroz viejos que se habían quedado metidos entre dos costuras. Los metí en el cuenco, que sujeté con los dientes mientras regresaba junto a Melchor.

—No he pedido ningún cuenco —dijo Melchor. Joshua ya había trepado por la pared y estaba sentado junto al yogui, con los pies colgando en el vacío y una gaviota en el regazo.

—La presentación es la mitad de un plato —repliqué yo, repitiendo algo que Dicha me había comentado en una ocasión.

Melchor olfateó los tres granos de arroz, levantó uno y lo sostuvo con dos dedos.

—Está crudo.

—Así es.

—No podemos comerlo crudo.

—Bueno, yo lo habría servido humeante, con un granito de sal encima y una molécula de cebolla tierna, de haber sabido que así era como lo querías. (Pues sí, en aquella época ya teníamos moléculas, o sea que dejadme en paz).

—Muy bien. Tendrá que ser suficiente. —El santón se llevó al regazo el cuenco con los tres granos de arroz y cerró los ojos. Su respiración se volvió más lenta, hasta que pareció que dejaba de respirar del todo.

Josh y yo aguardamos. Y nos mirábamos. Y Melchor no se movía. Su pecho esquelético no ascendía ni descendía. Yo tenía hambre, y estaba muy cansado, pero seguía esperando. Y el santón pasó casi una hora sin moverse. Teniendo en cuenta las bajas en las cavidades que se habían producido recientemente, a mí me preocupaba un poco que Melchor hubiera sido víctima de alguna virulenta epidemia que atacaba a los yoguis.

—¿Está muerto? —pregunté.

—No sabría decírtelo.

—Pellízcalo.

—No. Es mi maestro, es un santo, no pienso pellizcarlo.

—O sea, que este hombre también es «intocable».

Joshua no pudo resistirse a mi ironía, y le pellizcó. Al momento el yogui abrió los ojos, señaló en dirección al mar y dijo:

—¡Mirad! ¡Una gaviota! —Miramos hacia donde nos señalaba y, cuando volvimos a posar la vista en el yogui, descubrimos que sostenía un cuenco lleno de arroz—. Vamos, id a cocer este arroz —nos ordenó.

Así empezó, pues, el aprendizaje de Joshua para alcanzar lo que Melchor llamaba la «chispa divina». El santón se mostraba muy adusto conmigo, pero con mi amigo demostraba una paciencia infinita, y no tardó en hacerse evidente que, por más que yo intentara sumarme a las lecciones, en realidad suponía un lastre para él. De modo que, cuando llevaba tres días viviendo en el acantilado, eché una reconfortante meadita desde mi cueva (¿existe algo más placentero que mear desde un sitio elevado?), bajé a la playa y me dirigí a la población más cercana en busca de trabajo. Aunque Melchor fuera capaz de mantenerse con tres granos de arroz, yo ya me había cansado de rebuscar en mi zurrón y en el de Joshua, que no daban más de sí. Sí, tal vez el yogui pudiera enseñarnos a retorcernos y lamernos las pelotas, pero, francamente, yo no veía que de ahí fuéramos a obtener mucho alimento.

El nombre de la ciudad a la que llegué era Nicobar, y doblaba en tamaño a la de Séforis, en mi país. En ella vivirían, tal vez, unas veinte mil personas, y casi todas ellas parecían obtener el sustento del mar, bien como pescadores, bien como comerciantes, bien como fabricantes de embarcaciones. Tras preguntar en unos pocos lugares, me di cuenta de que, por una vez, no era mi falta de habilidades lo que me impedía ganarme la vida, sino el sistema de castas, que impregnaba la sociedad mucho más de lo que Rumi nos había explicado. Las subcastas que existían dentro de cada una de las cuatro castas principales determinaban que, si nacías cantero, tus hijos serían canteros, y después lo serían los hijos de tus hijos, y estabas ligado a tu oficio por nacimiento, y no podías desempeñar ningún otro, sin que importara que se te diera bien o mal. Si nacías plañidero, o mago, morirías plañidero o mago, y el único modo de apartarse de la muerte, o de la magia, era reencarnarse en otra cosa. El único oficio que parecía no requerir de la pertenencia a una casta determinada era el de tonto del pueblo, pero los hindúes parecían confiárselo a los santones más excéntricos, por lo que tampoco ahí había espacio para mí. Pero tenía un cuenco, y mi experiencia recolectando limosnas para el monasterio, por lo que probé como mendigo; aun así, cada vez que encontraba una buena esquina, veía aparecer a mi lado a algún ciego con una pierna amputada que me robaba el protagonismo. A media tarde había recaudado apenas una moneda diminuta, de cobre, y el jefe del gremio de los pordioseros había venido ya a advertirme de que si volvía a pillarme mendigando en Nicobar, él mismo se encargaría de hacer que me admitieran en su gremio, para lo que antes tendrían que cortarme los brazos y las piernas.

Compré un puñado de arroz en el mercado, y ya abandonaba la ciudad, cabizbajo, con el cuenco frente a mí, como un buen monje, cuando vi los dedos de los pies más delicados que había contemplado en mi vida, las uñas pintadas de rojo intenso, tras las que seguían dos pies preciosos, sendos tobillos decorados con elegantes cadenillas, dos pantorrillas incitantes, cubiertas de dibujos intrincados hechos con alheña, tan delicados que parecían de encaje, y, más arriba, una falda colorida que me condujo, en línea ascendente, hasta un ombligo oculto tras una piedra preciosa, y después hasta unos senos generosos, cubiertos de seda amarilla, y luego a unos labios que eran como ciruelas, y a una nariz fina y recta como las de las estatuas romanas, y a unos ojos castaños, a unos párpados maquillados de azul, perfilados para que parecieran mayores que los de un tigre. Y aquellos ojos me engulleron.

—Eres forastero —dijo ella. Un dedo largo se clavó en mi pecho y me impidió seguir avanzando. Intenté ocultar el cuenco de arroz bajo la camisa, y en una muestra fabulosa de destreza manual, terminé echando por tierra todos y cada uno de los granos.

—Soy de Galilea, Israel.

—No sé dónde está eso. ¿Queda lejos? —Acercó la mano a mi camisa y empezó a quitarme granos de arroz que se me habían quedado pegados en el fajín, pasándome las uñas por los músculos del vientre y devolviendo el arroz, grano a grano, a su recipiente.

—Muy, muy lejos. He venido hasta aquí con mi amigo para obtener la sabiduría sagrada y antigua, y esas cosas.

—¿Cómo te llamas?

—Colleja. O Levi a quien llaman Colleja. Nosotros, en Israel, usamos mucho eso de «a quien llaman».

—Sígueme, Colleja, que yo te enseñaré una sabiduría antigua y sagrada.

Me enganchó el fajín con un dedo y tiró de mí hasta una puerta cercana, absolutamente convencida —no sé por qué— de que la seguiría.

Dentro, y entre montones de cojines de colores esparcidos por el suelo, y sobre unas alfombras mullidas de las que no había vuelto a ver desde que vivíamos con Baltasar, en la fortaleza, se alzaba un atril de madera de alcanforero sobre el que, abierto, reposaba un gran códice. El libro estaba encuadernado en bronce, con filigranas de plata y cobre, y sus páginas eran del pergamino más fino que había visto jamás.

La mujer me empujó para que me acercara más a él, y mientras yo contemplaba la página por la que estaba abierto, ella continuó con la mano posada en mi espalda. La caligrafía dorada resultaba tan intrincada que apenas distinguía las palabras, lo que no importaba demasiado, pues fueron las ilustraciones las que llamaron mi atención. Un hombre y una mujer desnudos, perfectos los dos. El hombre tenía a la mujer boca abajo sobre una alfombra, con los pies anclados sobre sus hombros, los brazos de ella a su espalda, mientras él la penetraba. Intenté hacer acopio de mis años de formación y disciplina budistas para no tener que avergonzarme en presencia de aquella mujer.

—Sabiduría antigua y sagrada —dijo ella—. Este libro fue el regalo de un cliente. Se llama Kama Sutra. «El hilo del deseo».

—Buda decía que el deseo es la fuente del sufrimiento —repliqué yo, sintiéndome como el maestro de kung-fu que sabía que era.

—¿A ti te parece que estos dos están sufriendo?

—No. —Me eché a temblar. Llevaba mucho tiempo sin compañía femenina. Demasiado tiempo.

—¿Te gustaría probarlo? Ese sufrimiento, digo. Conmigo.

—Sí —respondí. Todo mi entrenamiento, toda mi disciplina, todo mi control, al garete con una sola palabra.

—¿Tienes veinte rupias?

—No.

—Entonces sufre —dijo, y se alejó de mí.

—¿Lo ves? Ya te lo decía.

Y ella se fue, camino de la puerta, dejando a su paso una fragancia a rosas y a sándalo, mientras sus caderas me decían adiós con su vaivén, las pulseras de sus brazos y sus tobillos resonando como diminutas campanillas votivas que me llamaran a la oración en su cueva secreta. Una vez en la puerta, dobló el dedo índice, instándome sin palabras a que la siguiera. Y yo la seguí.

—Me llamo Kashmir —me dijo—. Regresa. Te enseñaré un conocimiento antiguo y sagrado. Una página cada vez. Veinte rupias por página.

Yo recogí mis absurdos, patéticos e inútiles granos de arroz y regresé junto a mis santos, absurdos e inútiles amigos.

—He comprado algo de arroz —le dije a Joshua tras escalar hasta mi refugio del acantilado—. Con él, Melchor puede hacer esas cosas que hace, y así nosotros tendremos suficiente para cenar.

Josh se hallaba sentado en el repecho de la cavidad, con las piernas dobladas en la posición del loto, las manos formando el mudra del Buda compasivo.

—Melchor me está enseñando la Vía de la Chispa Divina —anunció—. Primero hay que apaciguar la mente. Por eso se requiere tanta disciplina física, tanta atención al modo de respirar: hay que alcanzar un control absoluto para poder ver más allá de la ilusión del cuerpo.

—¿Y qué diferencia hay con lo que hacíamos en el monasterio?

—La diferencia es sutil, pero existe. Allí, la mente se montaba en una ola de acción, podíamos meditar mientras nos ejercitábamos con las estacas, o mientras disparábamos flechas, o mientras luchábamos. Aquí, el objetivo es ver más allá del momento, llegar al alma. Creo que empiezo a intuirlo. Estoy aprendiendo las posturas. Melchor dice que un yogui experimentado puede pasar todo su cuerpo por una argolla del tamaño de su cabeza.

—Genial, Josh, qué práctico. Y ahora, déjame que te hable yo a ti de la mujer que he conocido. —De un salto me planté en el saliente del acantilado en el que meditaba mi amigo, y me puse a contarle lo que me había ocurrido, a hablarle de la mujer, del Kama Sutra, y le expuse mi opinión, que tal vez aquella fuera precisamente la clase de información antigua y espiritual que un joven Mesías podía necesitar—. Se llama Kashmir, que significa blanda y costosa.

—Pero esa mujer es una prostituta, Colleja.

—No parecías tener nada en contra de las prostitutas cuando quisiste que te ayudara a aprender sobre el sexo.

—No, si no es que tenga nada contra ellas, es que tú no tienes dinero.

—Me ha parecido que le gustaba. Es posible que me haga un «pro bono», no sé si me explico. —Le di un codazo en las costillas, y le guiñé un ojo.

—Pro bono significa «por el bien público». ¿Es que se te está olvidando ya el latín?

—Ah, creía que significaba otra cosa. No, por el bien público no lo va a hacer.

—Creo que no —dijo Joshua.

De modo que, al día siguiente, a primera hora, me dirigí a Nicobar decidido a encontrar trabajo, pero hacia mediodía ya me encontraba en la calle, sentado junto a uno de aquellos niños mendigos, ciegos y sin piernas. La calle estaba atestada de comerciantes que pregonaban sus mercancías, cerraban tratos, compraban bienes y servicios, y el niño hacía su agosto con la calderilla que resultaba de todas aquellas transacciones. Yo no salía de mi asombro al ver la cantidad de monedas que cabían en el cuenco del muchacho. Allí debía de haber dinero suficiente como para poner en práctica tres páginas del Kama Sutra. No, no es que yo estuviera pensando en robarle a un pobre niño ciego.

—Óyeme, Patinete, se te ve algo cansado. ¿No quieres que te vigile el cuenco mientras tú reposas un poco?

—¡Saca tus manos de aquí! —El niño me agarró la muñeca (a mí, el maestro de kung-fu). Era rápido, el jovencito—. Sé lo que estás haciendo.

—Está bien, perfecto. ¿Quieres que te enseñe unos trucos de magia? ¿Unos juegos de manos?

—Sí, me encantará, teniendo en cuenta que soy ciego.

—Pues a ver si te aclaras.

—Si no te vas, llamo ahora mismo al maestro del gremio.

Me fui. Desolado, derrotado, sin dinero para ojear siquiera la primera línea del Kama Sutra. Regresé a los acantilados, trepé hasta mi cavidad y decidí consolarme con el poco de arroz que había sobrado de la cena. Abrí el zurrón y…

—¡Aaaah! —retrocedí de un salto—. Josh, ¿qué estás haciendo tú aquí metido? —Porque ahí estaba él, el rostro beatífico con las dos plantas de los pies pegadas a sus grandes orejas, algunas vértebras asomando, una mano, mi frasquito con el veneno del yin yang, y un frasco de mirra—. Sal de aquí. ¿Cómo has entrado?

Ya os he hablado en otras ocasiones de nuestros zurrones. En realidad, supongo que podríamos llamarlos también «petates». Estaban hechos con piel, tenían un asa larga para poder pasárnoslos por encima del hombro, y supongo que, si me lo hubierais preguntado antes de aquel día, os habría dicho que sí, que una persona cabía dentro, aunque no entera.

—Me lo ha enseñado Melchor. He tardado toda la mañana en meterme aquí. Quería darte una sorpresa.

—Pues me la has dado, te aseguro que me la has dado. ¿Puedes salir tú solo?

—Me temo que no. Diría que tengo las caderas dislocadas.

—De acuerdo. ¿Dónde está mi daga de filo de cristal?

—Está al fondo del zurrón.

—No sé por qué, pero sabía que ibas a responder eso.

—Si me sacas, te enseñaré otra cosa que he aprendido. Melchor me ha enseñado a multiplicar el arroz.

Minutos después, Joshua y yo estábamos sentados en el borde de mi cueva, atacados por las gaviotas, que se sentía atraídas por el arroz cocido que se amontonaba entre nosotros, en el repecho.

—Esto es lo más asombroso que he visto en mi vida.

Aunque, en realidad, no había visto cómo lo hacía. No se veía. Tú tenías un puñadito de arroz, y al momento, el puñadito ya era un cesto.

—Melchor dice que normalmente los yoguis tardan mucho más en aprender a manipular la materia de este modo.

—¿Cuánto más?

—Treinta, cuarenta años. Pasan mucho tiempo antes de aprenderlo.

—O sea, que esto para ti es como lo de sanar. Parte de tu herencia.

—Esto no es como lo de sanar, Colleja. Esto puede aprenderse, con el tiempo.

Lancé un puñado de arroz al aire para que se lo comieran las gaviotas.

—Te diré una cosa. Es evidente que a Melchor no le caigo bien, o sea que a mí no va a enseñar nada. Te propongo que intercambiemos conocimientos.

Empecé a comprar arroz, se lo llevaba a Joshua, él lo multiplicaba y vendíamos el excedente en el mercado. Al cabo de un tiempo pasamos a hacerlo con pescado, en vez de con arroz, porque se tardaba menos en reunir veinte rupias. Pero, antes de que eso sucediera, le pedí a Joshua que me acompañara al mercado. Aquel día también estaba lleno de vendedores que pregonaban sus mercancías, cerraban tratos, compraban bienes y servicios. A un lado, un mendigo ciego y sin piernas hacía su agosto con la calderilla.

—Patinete, quiero presentarte a mi amigo Joshua.

—Yo no me llamo Patinete —dijo el huérfano.

Transcurrida media hora, Patinete había recuperado la vista y, milagrosamente, se le habían regenerado las piernas amputadas.

—Cabrones —nos dijo Patinete mientras se alejaba, caminando con sus dos pies rosados, limpios, recién estrenados.

—Ve con Dios —respondió Joshua.

—¡Ahora verás lo fácil que es ganarse la vida! —le grité yo.

—No me ha parecido que se alegrara demasiado —comentó Joshua.

—No, lo que pasa es que todavía está aprendiendo a expresarse. Olvídalo, hay otros que también sufren.

Y así fue que Joshua de Nazaret se movió entre ellos obrando milagros, y todos los niños ciegos de Nicobar recobraron la vista, y todos los tullidos se levantaron y anduvieron.

Los muy cabrones.

Y sí, el intercambio de conocimientos empezó: lo que yo aprendía de Kashmir y el Kama Sutra, a cambio de lo que Joshua aprendía del santo Melchor. Todas las mañanas, antes de partir hacia la ciudad, y antes de que Joshua fuese a aprender del gurú, nos encontrábamos en la playa y compartíamos ideas y desayuno. Éste, por lo general, consistía en arroz y pescado fresco asado al fuego. Habíamos pasado demasiado tiempo sin comer carne de animal, de modo que, a pesar de las enseñanzas de Baltasar y Melchor, decidimos volver a hacerlo.

—Esta capacidad para incrementar la cantidad de comida… imagina lo que podríamos hacer por el pueblo de Israel… del mundo.

—Sí, Josh, pues está escrito que: «Dad un pescado a un hombre y comerá un día, pero enseñadle a pescar, y sus amigos comerán una semana entera».

—Eso no está escrito. ¿Dónde está escrito eso?

—Anfibios, 5:7.

—En la Biblia no hay Anfibios.

—¿Y qué me dices de la plaga de ranas? ¿Eh? ¡Te he pillado!

—¿Cuánto tiempo hace que no te dan una paliza?

—Por favor, tú no puedes pegar a nadie, tienes que estar en paz absoluta con la creación para poder encontrar a Chispas, el Espíritu Maravilloso.

—La chispa divina.

—Eso, lo que sea. ¡Ah! ¿Y ahora que se supone que debo hacer? ¿Devolverle el golpe al Mesías?

—No, poner la otra mejilla. Venga, vamos, ponla.

Como ya he dicho, así fue como se inició el ilustrado intercambio de enseñanzas sagradas y antiguas:

El Kama Sutra dice:

Cuando una mujer enreda sus pequeños dedos de los pies en el pelo de la axila del hombre, y el hombre se sostiene sobre un solo pie mientras levanta a la mujer con su lingam y un pedazo de mantequilla, entonces alcanzan la postura que se conoce como «El rinoceronte manteniendo en equilibrio un donut de mermelada».

—¿Qué es un donut de mermelada?

—No lo sé. Es un término védico que se pierde en la noche de los tiempos, pero se dice que tuvo una gran importancia para los custodios de la ley.

—Ah.

El Katha Upanishad dice:

Más allá de los sentidos están los objetos

y más allá de los objetos está la mente.

Más allá de la mente está la razón pura

y más allá de la razón está el Espíritu en el hombre.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Tienes que pensarlo por ti mismo, pero significa que hay algo eterno en todos.

—Genial. ¿Y qué hay de los tipos esos que duermen en las camas de clavos?

—El yogui debe renunciar a su cuerpo si quiere experimentar lo espiritual.

—¿Y renuncia a él a través de los agujeritos que se le marcan en la espalda?

—Empecemos de nuevo.

El Kama Sutra dice:

Cuando un hombre aplica la cera del haba de la carnuba en el yoni de una mujer y la frota con un paño que no sea de gasa, o con una toalla de papiro hasta que se consiga un brillo de espejo, eso se llama «Preparar la mangosta para el intercambio».

—Mira, Kashmir me vende pedazos de pergamino y cada vez, cuando terminamos, me deja copiar los dibujos. Pienso encuadernarlos y fabricarme mi propio códice.

—¿Y eso lo has hecho tú? Parece que tiene que doler.

—Eso lo dice un tipo al que ayer tuve que sacar de una tinaja de vino rompiéndola con un martillo.

—Sí, bueno, no habría sucedido si me hubiera acordado de engrasarme los hombros, como me enseñó Melchor. —Joshua giró el dibujo para disponer de otra perspectiva—. ¿Estás seguro que eso no duele?

—No si mantienes el culo alejado de los quemadores de incienso.

—No, digo si no le duele a ella.

—Ah, a ella. ¿Quién sabe? Se lo preguntaré.

El Bhagavad Gita dice:

Soy imparcial con todas las criaturas,

y nadie me resulta odioso o querido

pero los hombres que se entregan a mí están en mí

y yo estoy en ellos.

—¿Qué es el Bhagavad Gita?

—Es como un poema largo en el que el dios Krishna da consejos al guerrero Arjuna cuando este conduce su carro a la batalla.

—¿De veras? ¿Y qué consejos le da?

—Le aconseja que no se sienta culpable por matar a sus enemigos, porque sus enemigos, esencialmente, ya están muertos.

—¿Sabes qué le aconsejaría yo si fuera dios? Le aconsejaría que se buscara a otro que le condujera ese maldito carro. Al Dios verdadero nunca lo pillarían conduciendo un carro.

—Bueno, hay que verlo como una parábola, si no la cosa apesta a falsos dioses.

—Nuestro pueblo no ha tenido nunca suerte con los falsos dioses. No sé, están como mal vistos. A nosotros nos matan y nos esclavizan cuando tonteamos con ellos.

—Iré con cuidado.

El Kama Sutra dice:

Cuando una mujer se sube a una mesa e inhala el vapor del eucalipto en infusión mientras hace gárgaras con una mezcla de limón, agua y miel, y el hombre la sujeta por las orejas y la penetra desde atrás mientras mira por la ventana a la muchacha que, al otro lado de la calle, pone la ropa a secar, esa postura se llama «Tigre distraído zumbándose una bola de pelo».

—Como esta no la encontraba en el libro, ella me la dictó de memoria.

—Está hecha toda una erudita, esa Kashmir.

—Estaba resfriada, pero acabó dándome la clase de todos modos. Creo que se está colgando de mí.

—¿Y cómo iba a ser de otro modo? Eres un tipo encantador.

—Vaya, gracias, Josh.

—De nada, Colleja.

—Y ahora cuéntame tú esas cositas tuyas del yoga.

El Bhagavad Gita dice:

Lo mismo que el viento que se mueve ampliamente

está siempre presente en el espacio

así todas las criaturas existen en mí.

¡Compréndelo para ser una de ellas!

—¿Y ese es un consejo que dar a alguien que se dirige a la batalla? Más bien parecería que Krishna debería decir algo así como: «¡Cuidado! ¡Una flecha! ¡Agáchate!».

—Sería lógico, sí —dijo Josh, suspirando.

El Kama Sutra dice:

La posición del «Mono rampante recogiendo cocos» se consigue cuando la mujer introduce los dedos en las fosas nasales del hombre y realiza un movimiento de vaivén con sus caderas y el hombre, al tiempo que acaricia con firmeza la campanilla de la mujer con los pulgares, restriega el lingam alrededor de su yonien dirección contraria a la de un líquido al colarse por un desagüe. (Se ha observado que, según el lugar, los líquidos se cuelan por los desagües girando en distintas direcciones. Esto es un misterio, pero un consejo genérico para lograr la posición del mono rampante es hacerlo en la dirección contraria a la del giro del líquido en el desagüe de la casa de cada quién).

—Tus dibujos van mejorando —dijo Joshua—. En el primero que hiciste, parecía que ella tuviera rabo.

—Recurro a las técnicas de caligrafía que aprendimos en el monasterio, pero en este caso las aplico al dibujo de figuras. Josh, ¿estás seguro de que no te importa que hablemos de todas estas cosas, teniendo en cuenta que a ti nunca te estarán permitidas?

—No, me resultan interesantes. ¿A ti no te importa que yo te hable del cielo, verdad?

—¿Debería importarme?

—¡Mira! ¡Una gaviota!

El Katha Upanishad dice:

Para el hombre que lo ha conocido,

resplandece la luz de la verdad.

Para quien no lo ha conocido

hay tinieblas.

El sabio que lo ve en todo ser,

al abandonar esta vida,

alcanza la vida inmortal.

—Eso era lo que tú andabas buscando, ¿no? Lo de la chispa divina.

—No es para mí, Colleja.

—Josh, yo no soy un saco de arena. No me he pasado tanto tiempo estudiando y meditando sin vislumbrar siquiera un atisbo de eternidad.

—Me alegra saberlo.

—Claro que siempre ayuda que los ángeles se aparezcan de vez en cuando, y que tú vayas por ahí haciendo milagros, y esas cosas.

—Bueno, sí, supongo que algo debe de ayudar.

—Pero eso no es malo. Podemos usar esa chispa cuando regresemos a casa.

—No tienes ni idea de qué estoy hablando, ¿verdad?

—Ni la más remota.

Nuestros aprendizajes duraron otros dos años más, hasta que yo vi la señal que nos indicaba que debíamos regresar a casa. La vida transcurre lenta junto al mar, pero resulta agradable. A Joshua se le daba cada vez mejor multiplicar la comida, y mientras él insistía en llevar una vida austera, para no verse alterado por el mundo material, yo iba reuniendo algo de dinero. Además de pagarme con él mis lecciones, pude decorar mi cueva (con unos pocos dibujos eróticos, unas cortinas, varios cojines de seda), y comprar algunos artículos personales, un zurrón nuevo, una barra de tinta, unos pinceles, y una elefanta.

A la elefanta le puse de nombre Vana, que en sánscrito significa «viento», y aunque sin duda se merecía aquel nombre, lamento que no fuera precisamente porque corriera a gran velocidad. Dar de comer a Vana no era difícil, gracias al don de Joshua para convertir un puñado de hierba en una granja de forraje, pero por más que mi amigo intentó enseñarle yoga, ella nunca logró meterse en mi cueva: no cabía. (Yo tranquilizaba a Joshua, le decía que era más bien porque no sabía trepar, y no porque él fuera un mal maestro de yoga. «Si tuviera dedos, Josh, ahora mismo estaría aquí acurrucada, conmigo y con las gaviotas.»). A Vana no le gustaba encontrarse en la playa cuando subía la marea y se le metía arena entre los dedos de las patas, por lo que vivía en unos pastos que quedaban por encima de los acantilados. A pesar de ello, nadar le entusiasmaba, y algunos días, en lugar de ir montado en ella, siguiendo la línea de la costa, hacia Nicobar, la hacía nadar hasta el puerto por debajo del agua, sacando solo la trompa. Yo me colocaba de pie, sobre su frente.

—¡Mira, Kashmir, camino sobre las aguas! ¡Camino sobre las aguas!

Mi princesa erótica se mostraba tan impaciente por que la estrechara en mis brazos que en lugar de admirar el espectáculo, como hacían los demás lugareños, solo lograba replicar:

—Aparca a la elefanta en la parte de atrás.

(Las primeras veces que lo dijo creí que se trataba de alguna postura del Kama Sutra que no habíamos aprendido, tal vez por haber pasado dos páginas a la vez, pero no, resultó que no tenía nada que ver).

Kashmir y yo intimábamos cada vez más, a medida que nuestros estudios avanzaban. Una vez hubimos practicado dos veces las posturas del Kama Sutra, ella decidió que yo ya estaba preparado para pasar al siguiente nivel, que implicaba introducir la disciplina tántrica en nuestras artes amatorias. Y alcanzamos tal destreza en el arte de la cópula meditativa que incluso durante nuestros arrebatos más apasionados, Kashmir era capaz de sacarle brillo a sus joyas, contar el dinero o incluso preparar varias exquisiteces. Yo, por mi parte, había aprendido a controlar tanto las eyaculaciones que, con frecuencia, no era hasta que me encontraba ya camino de casa que conseguía derramar mi semilla.

Y así, un día, iba camino de casa, después de haber estado con Kashmir —Vana y yo pasábamos por el mercado, porque quería mostrar a mis amigos, los muchachos ex mendigos, las posibles recompensas que aguardaban a los hombres de disciplina y carácter (a saber, yo era propietario de un elefante, y ellos no)— cuando vi, recortada en la pared del templo de Vishnu, una mancha de agua sucia que las humedades, el moho y el polvo levantado por el viento habían creado, y que, con su forma, componía el rostro de María, la madre de mi mejor amigo.

—Sí, a veces lo hace —me comentó Joshua cuando trepé hasta el borde de su cueva y le anuncié la noticia. Melchor y él habían estado meditando, y el anciano, como de costumbre, parecía estar muerto—. Cuando éramos niños lo hacía constantemente. A Jaime y a mí nos mandaba a limpiar las paredes, para que la gente no lo viera. A veces su rostro aparecía en gotitas de agua que se posaban sobre el polvo, a veces se formaba con las pieles de las uvas que caían de la prensa del vino. Pero casi siempre era en las paredes.

—No me lo habías contado nunca.

—No podía. Con lo mucho que la idolatrabas, habrías convertido aquellas imágenes en santuarios.

—¿Es que salía desnuda en aquellos retratos?

En aquel momento Melchor carraspeó, y los dos nos volvimos a mirarlo.

—Joshua, o tu madre o Dios te han enviado un mensaje. Da igual quién lo envíe, el mensaje es el mismo. Ha llegado el momento de que regreses a casa.

Partiríamos a la mañana siguiente, rumbo al norte, y Nicobar quedaba al sur, por lo que dejé a Joshua solo, empaquetando nuestras cosas y cargándolas en Vana, mientras yo me dirigía a pie hasta la ciudad, para informar a Kashmir.

—Vaya, hasta Galilea. ¿Tienes dinero para el viaje?

—Un poco.

—¿Pero ahora no lo llevas encima?

—No.

—Bueno, está bien. No importa.

Juraría que vi lágrimas en sus ojos cuando cerró la puerta.

A la mañana siguiente, la elefanta ya cargada con mis dibujos y mi material artístico, mis cojines, cortinas y alfombras, mi cafetera de latón, mi tetera, mi incensario; mi par de mangostas en su jaula de bambú; mi juego de tambores y mi parasol; mi túnica de seda, mi sombrero para el sol, mi sombrero para la lluvia, mi colección de figurillas eróticas talladas, y el cuenco de Joshua, nos reunimos en la playa para despedirnos. Melchor se plantó frente a nosotros, con su taparrabos por todo atuendo. El viento hacía ondear los mechones de su barba y de su pelo blancos, que rodeaban su rostro como nubes veloces. No había tristeza en su gesto, pero, claro, había entregado su vida a distanciarse del mundo material, del que nosotros formábamos parte. Él ya se había despedido de nosotros hacía mucho tiempo.

Joshua hizo ademán de abrazar al anciano, pero cambió de opinión y le posó la mano en el hombro. Y entonces, solo por una vez, vi sonreír a Melchor.

—Todavía no me has enseñado todo lo que necesito saber —dijo el Mesías.

—Tienes razón, yo no te he enseñado nada. No habría podido enseñarte nada. Todo lo que necesitas saber ya estaba ahí. A ti, simplemente, te hacía falta conocer la palabra que se correspondía con ello. Hay quien necesita a Kali y a Shiva para que destruya el mundo y pueda ver, más allá de la ilusión, la divinidad que hay en él; otros necesitan que Krishna los conduzca hasta un lugar desde el que poder percibir lo que de eternos hay en ellos. Otros vislumbran la chispa divina que hay en ellos solo a través del conocimiento de que esa chispa habita en todas las cosas, y en ello hallan un vínculo. Pero que la chispa divina resida en todo no significa que todos la descubran. Tu dharma no está en aprender, Joshua, sino en enseñar.

—¿Y cómo voy a enseñar a la gente la chispa divina? Y, antes de responderme ten presente que también me refiero a Colleja.

—Solo tienes que encontrar las palabras justas. La chispa divina es infinita, pero el camino para encontrarla no lo es. El principio de ese sendero es el verbo.

—¿Por eso Baltasar, Gaspar y tú seguisteis la estrella? ¿Para encontrar el sendero hacia la chispa divina que habita en todos los hombres? ¿Por el mismo motivo por el que yo vine a conoceros a vosotros?

—Nosotros éramos buscadores, y tú eres aquello que se busca, Joshua. Tú eres la fuente. El fin es la divinidad, el principio es el verbo. Y tú eres el verbo.