—Pues se te ve muy atractiva —dijo Rumi desde la seguridad que le proporcionaba su zanja—. ¿Te había comentado que mi esposa ha pasado a su siguiente reencarnación, y que me siento solo?
—Lo habías comentado, sí. —Parecía haber renunciado a recuperar a su hija—. ¿Y qué le pasó al resto de la familia?
—Se ahogaron.
—Lo siento. ¿En el Ganges?
—No. En casa. Era la estación de los monzones. La pequeña Vitra y yo habíamos ido al mercado a comprar comida para cerdos, y cayó un aguacero repentino. Cuando regresamos… —Se encogió de hombros.
—No es mi intención mostrarme insensible, Rumi, pero cabe la posibilidad de que tu pérdida fuera causada… no sé… tal vez por el hecho de que ¡vives en una maldita zanja!
—No estás siendo de gran ayuda, Colleja —terció Joshua—. ¿No decías que tenías un plan?
—Tienes razón. Rumi, ¿me equivoco al pensar que estos agujeros, cuando la gente no vive en ellos, se usan para curtir pieles?
—Sí, es un trabajo que solo pueden desempeñar los intocables.
—Ahora entiendo que huela tan bien. Supongo que usáis orina en el proceso de curtido, ¿me equivoco?
—Sí, orina, sesos machados y té constituyen los ingredientes principales.
—Muéstrame el agujero en el que se condensa la orina.
—Ahí es donde vive la familia Rajneesh.
—No importa, les llevaremos un regalito. Josh, ¿te queda algo de linimento en el zurrón?
—¿Qué estás tramando?
—Alquimia —respondí—. La manipulación sutil de los elementos. Observa y aprende.
Cuando no se usaba, el agujero de la orina era el hogar de los Rajneesh, que se mostraron más que encantados de entregarnos grandes cantidades de los cristales blancos que cubrían el suelo de su morada. La familia estaba compuesta por seis miembros, padre, madre, una hija casi adulta y tres hijos más pequeños. A uno de los pequeños lo habían llevado a sacrificar a la festividad de Kali. Como Rumi, y todos los demás intocables, los Rajneesh, más que personas vivas, parecían esqueletos momificados y recubiertos de cuero marrón. Los hombres se movían desnudos por aquellas zanjas, o con apenas un taparrabos, nada que ver con el precioso sari que yo me había comprado en el mercado. El señor Rajneesh comentó que yo era una mujer muy atractiva, y me animó a pasarme por su casa después del siguiente monzón.
Joshua convirtió los pedazos de mineral cristalizado en un polvillo blanco, finísimo, mientras Rumi y yo recogíamos carbón de debajo del agujero que se calentaba y se usaba para teñir las pieles (habían excavado una especie de horno debajo del agujero). Allí era donde los intocables transformaban unas flores de color morado en tinte.
—Necesito azufre, Rumi. ¿Sabes qué es? Se trata de una piedra amarilla que arde con una llama azul y que desprende un humo que huele a huevos podridos.
—Ah, sí, lo venden en el mercado, es una especie de medicina.
Le entregué una moneda de plata al intocable.
—Ve y cómprame tanto azufre como puedas cargar.
—Pero si va a sobrar mucho dinero… ¿Puedo comprar un poco de sal con lo que sobre?
—Cómprate lo que quieras con lo que sobre. Pero ve deprisa.
Rumi se ausentó, y yo fui a ayudar a Joshua a fabricar el salitre.
El concepto de abundancia resultaba del todo ajeno a los intocables, excepto en lo relativo a dos categorías: el sufrimiento y los deshechos de los animales. Si lo que querías era una comida decente, alojamiento o agua limpia, entre los intocables ibas a sentirte decepcionado, pero si lo que buscabas eran picos, huesos, dientes, pieles, tendones, pezuñas, pelos, cálculos renales, aletas, plumas, orejas, cornamentas, ojos, vejigas, labios, narices, rectos, o cualquier otra parte de prácticamente cualquier criatura que caminara, nadara o volara en el subcontinente indio, por increíble que resultara, en ese caso era más que probable que los intocables tuvieran lo que querías, dispuesto bajo un tupido manto de moscas negras. Para hacerme con el equipo que necesitaba para llevar a cabo mi plan, tendría que recurrir a aquellas partes de animales. Lo que estaba muy bien, a menos que lo que necesitaras fuera, pongamos por caso, una docena de espadas cortas, arcos y flechas y cota de malla para treinta soldados, y aquello de lo que dispusieras fuera un montón de narices y tres rectos desparejados. Lo cierto es que fue todo un reto, pero logré apañarme. Mientras Joshua se movía entre los intocables, curándoles disimuladamente sus dolencias, yo mascullaba órdenes.
—Necesito ocho vejigas de cordero, que estén bastante secas, dos puñados de dientes de cocodrilo, dos retales de piel sin curtir, largas como mis brazos extendidos, y dos veces más anchas. No, no me importa de qué animal sean, pero que no estén demasiado secas, si es posible. También necesito pelo de cola de elefante. Y leña, o boñigas secas, si no hay otro remedio, ocho colas de buey, una cesta de lana y un cubo de sebo.
Y cien intocables enclenques permanecían plantados frente a mí, con los ojos como platos, mirándome, mientras Joshua se movía entre ellos, curando sus heridas, sus enfermedades, sus demencias, sin que ninguno de ellos sospechara qué estaba sucediendo (los dos estuvimos de acuerdo en que era lo mejor, pues no queríamos que, de pronto, un montón de intocables sanos como rosas se dirigieran, atléticos, a Kalighat, proclamando a voz en cuello que un misterioso extranjero los había sanado. Aquello habría atraído hacia nosotros una atención que habría dado al traste con mis planes. Por otra parte, no podíamos quedarnos allí de brazos cruzados viendo sufrir a aquella gente, conscientes de que teníamos —bueno, el que lo tenía era Joshua— el poder de ayudarlos). A Joshua también le había dado por tocar con el dedo el brazo de alguien cada vez que se pronunciaba la palabra «intocable». Más tarde me contó que no soportaba la idea de tener que renunciar a una muestra de «ironía palpable». Yo me encogía horrorizado cuando le veía tocar incluso a leprosos, como si tras todos aquellos años lejos de Israel, un diminuto fariseo se hubiera plantado en mi hombro y me hubiera gritado: «¡Impuro!».
—¿Y bien? —pregunté cuando hube pronunciado las órdenes—. ¿Queréis recuperar a vuestros hijos, o no?
—Es que no tenemos cubo —observó una mujer.
—Ni cesta —añadió otra.
—Está bien, llenad algunas de las vejigas de cordero con el sebo, y enrollad la lana en algún pellejo. Pero poneos en marcha ya. No disponemos de mucho tiempo.
Pero ellos seguían ahí plantados, observándome. Con los ojos muy abiertos. Sanados de sus llagas. Desparasitados. Me miraban, sin más.
—A ver, ya sé que mi sánscrito no es perfecto, pero ¿entendéis lo que os pido?
Un joven dio un paso al frente.
—No deseamos enojar a Kali privándola de sus sacrificios.
—Estáis de broma, supongo.
—Kali es la que trae la destrucción, sin la que no puede existir el renacimiento. Ella es la que suprime las ataduras que nos vinculan al mundo material. Si la enojamos, nos privará de su divina destrucción.
Miré a Joshua por encima de todas aquellas cabezas.
—¿Tú lo entiendes?
—¿Miedo? —dijo él.
—¿Y puedes ayudarlos? —le pregunté en arameo.
—El miedo no se me da bien —me respondió en hebreo.
Permanecí un instante pensativo, mientras doscientos ojos me mantenían clavado en el suelo. Recordé las manchas rojizas que cubrían los elefantes de madera en el altar de Kali. La muerte era su liberación, ¿no?
—¿Cómo te llamas? —le pregunté al joven que había dado un paso al frente.
—Nagesh.
—Saca la lengua, Nagesh.
El intocable me obedeció, y yo me retiré el pañuelo que me cubría la cabeza y lo dejé reposar sobre mis hombros. Después le toqué la lengua.
—¿La destrucción es un regalo que tú aprecias?
—Sí.
—En ese caso, yo seré el instrumento del regalo de Kali.
Y, dicho esto, desenvainé la daga que llevaba metida en el fajín y la sostuve en alto, para que todos la vieran. Mientras Nagesh permanecía inmóvil, pasivo, con los ojos muy abiertos, le agarré la barbilla con el pulgar, le eché la cabeza hacia atrás y le acerqué la daga al pescuezo. El líquido rojo empezó a brotar, y yo lo deposité en el suelo.
Me incorporé y miré de nuevo a los congregados, sosteniendo la espada chorreante por encima de la cabeza.
—¡Estáis en deuda conmigo, malditos desagradecidos! He traído a vuestro pueblo el regalo de Kali, de modo que ahora debéis traerme lo que os he pedido.
Ahora sí, ahora sí se movieron deprisa, considerando que se trataba de personas que se hallaban al borde de la inanición.
Cuando los intocables se hubieron ausentado para cumplir con mi encargo, Joshua y yo permanecimos ahí, junto al cuerpo ensangrentado de Nagesh.
—Has estado fantástico, sí señor —dijo Joshua—. Absolutamente perfecto.
—Gracias.
—¿Estuviste practicando sin descanso mientras vivíamos en el monasterio?
—¿No me has visto apretarle el punto de presión del cuello?
—No, yo no he visto nada.
—Un ejercicio de kung-fu de Gaspar. El resto, claro, lo he sacado de Dicha y Baltasar.
Me agaché y le abrí la boca a Nagesh, antes de sacarme el frasquito de yin yang del cuello y de verter una gota del antídoto sobre la lengua del intocable.
—¿O sea que ahora puede oírnos, como cuando Dicha te envenenó? —preguntó Joshua.
Le levanté un párpado a Nagesh, y vi que la luz le hacía contraer la pupila.
—No, creo que todavía está inconsciente, he pulsado con demasiada fuerza su punto de presión. Me ha parecido que el veneno no actuaría con la suficiente rapidez. Solo he conseguido verterme una gota en la mano mientras me quitaba el sari. Sabía que lo aturdiría, pero no estaba seguro de si bastaría para abatirlo.
—Eres un mago extraordinario, Colleja. Estoy impresionado, de veras.
—Joshua, pero si tú acabas de sanar a cien personas. La mitad de ellas estaban, seguramente, al borde de la muerte. Yo me he limitado a hacer un juego de manos.
El entusiasmo de mi amigo no cesaba.
—¿Y qué es esa cosa roja, jugo de granada? No entiendo dónde podías llevarlo escondido.
—No. Eso, precisamente, era lo que quería pedirte yo a ti.
—¿Qué?
Levanté el brazo y le mostré a Joshua el corte que me había hecho a mí mismo en la muñeca (y que había sido la fuente de sangre que había usado en mi espectáculo). La había mantenido todo el rato apretada contra la pierna, y tan pronto como suprimí la presión, la sangre volvió a salir a borbotones. Me senté en el suelo, y sentí que se me nublaba la vista.
—Espero que puedas ayudarme tú con esto —le dije antes de perder el conocimiento.
—Tendrás que practicar más esa parte del truco —me dijo Joshua cuando recobré el sentido—. Tal vez yo no esté aquí siempre para curarte la muñeca.
Me hablaba en hebreo, lo que significaba que no quería que se enterase nadie más.
Vi a Joshua arrodillado delante de mí, y que por detrás de él se extendía un mar de rostros morenos, llenos de curiosidad. El recientemente asesinado Nagesh era de los primeros.
—Eh, Nagesh, ¿qué tal ha ido el renacimiento? —le pregunté yo en sánscrito.
—Debo de haber perdido mi dharma en mi última vida, porque me he reencarnado en intocable una vez más. Y mi mujer sigue siendo la misma fea.
—Desafiaste al maestro Levi, al que llaman Colleja —le dije—. Es normal que no hayas ascendido en la escala. Tienes suerte de no haberte reencarnado en un bicho, o en algo peor. Ya ves que la destrucción no es la gran panacea que creías.
—Te hemos traído las cosas que nos has pedido.
Me puse en pie, sintiéndome descansado, lleno de energía.
—Qué bien —le dije a Joshua—. Me siento como si acabara de tomarme uno de esos cafés tan cargados que preparabas en la fortaleza de Baltasar.
—Echo de menos el café —dijo Josh.
Yo miré a Nagesh.
—Vosotros, aquí, no tendréis…
—Nos alimentamos de desperdicios.
—No te preocupes, no importa. —Y a continuación añadí algo que, cuando era niño, en Galilea, jamás habría imaginado que acabaría diciendo—: ¡Está bien, intocables, traedme las vejigas de cordero!
Rumi había dicho que a la diosa Kali la servía una hueste de diablesas de piel negra, que a veces, durante la festividad, atraían a los hombres hasta los rincones del altar y copulaban con ellos mientras la sangre se derramaba desde la boca de la diosa, llena de dientes afilados como dagas.
—Está bien, Josh, tú serás una de ellas.
—¿Y qué vas a ser tú?
—La diosa Kali, por supuesto. A ti te tocó ser dios la última vez.
—¿Qué última vez?
—Todas las últimas veces. —Me volví hacia mis intrépidos secuaces—. Intocables, ¡a pintarlo!
—No se van a creer que un muchacho judío con el pelo cortado a cepillo es su diosa de la destrucción.
—Ay de vosotros que no tenéis fe —repliqué.
Tres horas después nos encontrábamos de nuevo agazapados debajo del árbol, junto al templo de Kali. Los dos íbamos vestidos de mujer, cubiertos de pies a cabeza con saris, pero a mí el mío me quedaba peor, a causa de la gran cantidad de brazos, y de la guirnalda de cabezas cortadas, que en aquella ocasión eran, en realidad, vejigas de cordero llenas de explosivos y suspendidas alrededor de mi cuello mediante unos pelos largos de cola de elefante. Cualquier observador que se hubiera aproximado lo bastante para ver con detalle aquellos bultos se habría alejado al momento, disuadido por el olor que desprendíamos Joshua y yo. Habíamos usado la mugre que se acumulaba en el fondo del agujero de Rumi para pintarnos los cuerpos de negro. No había tenido el valor de preguntar qué había sido aquella sustancia en vida, pero si existía algún lugar en el que se permitía que los buitres se pudrieran al sol antes de convertirlos en una pasta fina y de mezclarla con la cantidad exacta de mierda de búfalo, ese lugar era lo que Rumi llamaba hogar. Los intocables también habían pintado unos círculos rojos alrededor de los ojos de Joshua, le habían colocado una peluca hecha con colas de buey y le habían pegado al torso seis pechos pequeños y turgentes hechos con brea.
—Mantente alejado del fuego, o los senos se te encenderán como volcanes.
—¿Por qué yo he de tener seis y tú solo dos?
—Porque yo soy la diosa, y debo llevar la guirnalda de cráneos, y los brazos de más.
Mis brazos los habíamos confeccionado con las pieles sin curtir, usando los míos como modelos, y secando los modelados en el fuego. Las mujeres me cosieron un arnés que los mantenía en su sitio, debajo de los míos, y después los pintamos de negro, recurriendo a la misma mugre. Se movían un poco, pero resultaban ligeros, y en la oscuridad podían pasar por auténticos.
Todavía faltaban horas para el momento álgido de la ceremonia, que tendría lugar a medianoche, cuando los niños serían sacrificados, pero queríamos llegar con tiempo de impedir, si era posible, que los participantes cortaran los dedos de aquellas criaturas. En aquel momento, los elefantes se mantenían inmóviles en sus pedestales giratorios, pero el altar de Kali ya empezaba a llenarse de espantosos tributos. Las cabezas de mil cabras habían sido dispuestas sobre él, frente a la divinidad, y la sangre corría sobre las losas y se colaba por los canales, hasta caer en los inmensos recipientes de latón dispuestos en las cuatro esquinas. Había acolitas que subían aquellas grandes ollas por una escalera estrecha, apoyada en la espalda de la gran estatua de Kali, y vertían su contenido en una especie de represa desde la que se alimentaban las fauces de la diosa. Debajo, a la luz de las antorchas, los fieles bailaban, regados por aquella ducha pegajosa.
—Mira, esas mujeres están vestidas como yo —dijo Joshua—. Pero ellas solo tienen dos pechos.
—En teoría no van vestidas, sino pintadas. Tú te ves muy atractivo como diablesa negra, Josh. ¿No te lo había dicho?
—Esto no va a salir bien.
—Pues claro que va a salir bien.
Calculé que podía haber ya unos diez mil fieles en la plaza del templo, bailando, entonando cánticos, haciendo sonar tambores. Una procesión avanzaba por la avenida, formada por treinta hombres que llevaban cestas bajo el brazo. Al llegar junto al altar, cada uno de ellos arrojaba el contenido de aquellas cestas sobre las cabezas de cabra sanguinolentas, dispuestas en hileras.
—¿Qué es eso? —preguntó Joshua.
—Eso es exactamente lo que crees que es.
—¿Son cabezas de niños?
—No, creo que son las de los forasteros que pasaban por el camino por el que veníamos nosotros, antes de que Rumi apareciera por ahí y nos salvara, metiéndonos en el campo de hierba.
Una vez las cabezas cortadas estuvieron esparcidas por todo el altar, las acolitas se separaron de la multitud cargando con el cadáver decapitado de un hombre, que depositaron en los peldaños que conducían al templo. A continuación, cada una de ellas hizo como que mantenía relaciones sexuales con el cuerpo sin vida, y se frotó los genitales en el muñón ensangrentado que era el cuello, antes de alejarse bailando, los muslos chorreantes de rojo sangre y ocre.
—Diría que hay un tema que se repite —comenté.
—Me parece que voy a vomitar —dijo Joshua.
—Respira conscientemente —le sugerí, recurriendo a la expresión que usaba siempre Gaspar en las clases de meditación. Yo sabía que si Joshua era capaz de permanecer varios días seguidos con el yeti sin morir congelado, también sería capaz de controlar su cuerpo para no vomitar. Yo, si no vomitaba, era precisamente por la magnitud bárbara de la carnicería, como si la atrocidad de la escena fuera tal que mi mente no fuera capaz de procesarla entera, y solo aceptara la dosis máxima que mi cordura y mi estómago le dictaban para permanecer incólumes.
Desde la multitud se elevó un grito, y al mirar en su dirección vi una litera con andas, iluminada por antorchas, que pasaba sobre las cabezas de los fieles. Sobre ella, reclinado, un hombre medio desnudo, las caderas cubiertas por una piel de tigre, la piel teñida de ceniza gris. Llevaba el pelo untado de grasa, y sostenía los huesos de un brazo humano, y una calavera. Al cuello llevaba una gargantilla hecha con cráneos, también humanos.
—El sumo sacerdote —susurré.
—Ni siquiera se van a fijar en ti, Colleja. ¿Cómo vas a llamar su atención, después de que hayan presenciado todo esto?
—Esta gente no ha visto lo que yo voy a enseñarles.
Cuando la litera abandonó a la muchedumbre, frente al altar, vimos que una procesión seguía detrás: encadenada a esta, una hilera de niños desnudos, la mayoría de ellos de unos cinco o seis años, o menores aún, con las manos atadas, flanqueados por sacerdotes ataviados con ropajes menos llamativos, que los controlaban. Los sacerdotes empezaron a desatar a los pequeños y a llevarlos a los grandes elefantes de madera que se alineaban en la avenida. Entre la muchedumbre se distinguía a personas que ya blandían sus afiladas armas: espadas cortas, hachas, las lanzas de punta afilada que Joshua y yo habíamos visto. El sumo sacerdote estaba sentado sobre el cadáver decapitado, declamando un poema sobre la liberación divina que traía la destrucción de Kali, o algo así.
—Aquí es donde entramos nosotros —dije, desenvainando la daga de cristal negro que llevaba oculta bajo el sari—. Tómala.
Joshua contempló el brillo del filo a la luz de las antorchas.
—Yo no pienso matar a nadie —dijo. Unos gruesos lagrimones descendían por sus mejillas, dibujando líneas rojas, largas, en el maquillaje negro, que, en todo caso, le conferían un aspecto aún más fiero.
—Claro, claro, pero te va a hacer falta para liberarlos.
—Tienes razón. —Y me arrebató el arma.
—Josh, tú ya sabes lo que viene ahora. Lo has visto antes. Los demás no lo han visto nunca, sobre todo los niños. Tú no puedes cargar con todos, o sea que tendrán que estar lo bastante serenos como para seguirte. Sé que tú sabrás hacer que no tengan miedo. Empléate a fondo.
Joshua asintió y se colocó sobre los labios la tira de dientes de cocodrilo pegadas a un pellejo sin curtir, dejando que sobresalieran como fauces. Yo hice lo mismo, y me interné corriendo en la noche, rodeando la multitud.
Al acercarme a la parte trasera del altar extraje, de debajo del cinturón de manos humanas, una antorcha especial que me había fabricado. (En realidad, mi cinturón de manos humanas estaba hecho con ubres de cabra secas rellenas de paja, pero las mujeres intocables habían hecho un buen trabajo, y parecían, en efecto, manos, a menos que uno se parara a contar los dedos). A través de las piernas de piedra de Kali, veía que los sacerdotes ataban a cada niño a la trompa de un elefante de madera. Cuando las cuerdas estuvieron bien amarradas, los sacerdotes desenvainaron un arma de bronce y la levantaron, dispuestos a amputarles un dedo tan pronto como el sumo sacerdote diera la señal.
En ese momento froté mi antorcha contra la pared del altar, grité con todas mis fuerzas, me desprendí del sari y subí corriendo los peldaños, mientras la antorcha se iluminaba en un estallido de luz azulada, cegadora, que iba soltando chispas a mi paso. Salté sobre las cabezas de cabra y me planté entre las piernas de la estatua de Kali, con la antorcha en alto, en una mano, y una de mis cabezas cortadas sujeta del pelo, en la otra.
—¡Soy Kali! —grité—. ¡Temedme! —mascullé entre mis dientes falsos.
Algunos de los tambores dejaron de sonar, y el sumo sacerdote se volvió y me miró, más por el brillo intenso de la luz que emitía la antorcha que por mi fiera proclama.
—¡Soy Kali! —repetí—. ¡Diosa de la destrucción y de toda esta porquería asquerosa que tenéis por aquí!
Nadie parecía entender nada. El sumo sacerdote hizo una seña al resto para que se acercara a mí desde los lados. Algunas de las acolitas intentaban también avanzar hacia mí atravesando la pista de las decapitaciones.
—¡Es en serio! ¡Postraos ante mí!
Los sacerdotes me embistieron. Al fin la multitud me prestaba atención, aunque mi divinidad no parecía infundirles el más mínimo temor. Veía que Joshua se metía entre los elefantes, pues los sacerdotes custodios habían abandonado sus puestos para darme alcance a mí.
—¡Os lo digo muy en serio!
Tal vez fuera por los dientes, que, por cierto, escupí en dirección al atacante que me quedaba más cerca.
Correr sobre un mar de cabezas resbaladizas, ensangrentadas, no es, como se comprenderá, tarea fácil. Ni siquiera si has pasado los últimos seis años de tu vida saltando de estaca en estaca, incluso cuando nevaba y helaba, pero para el sacerdote homicida medio, resulta más difícil todavía. Y éstos, como también las acolitas, resbalaban sobre las cabezas humanas y caprinas, caían unos encima de otros, se golpeaban con los pies de la estatua, y uno de ellos llegó incluso a empalarse con el cuerno de una cabra al caer.
Uno de los sacerdotes había conseguido llegar a escasa distancia de donde me encontraba, y hacía esfuerzos por no clavarse su propia espada mientras se arrastraba sobre todo aquel amasijo viscoso.
—¡He de traer la destrucción…! ¡Bah, a la mierda! —dije. Encendí la mecha de la cabeza amputada que sostenía, la hice pasar entre mis piernas y la arrojé, describiendo un gran arco, por encima de mí. Camino de la boca abierta de la diosa, la cabeza soltó unas chispas, antes de desaparecer.
Propiné un puntapié en la cara al sacerdote que se acercaba y me puse a bailar al otro lado de las cabezas de cabra, salté sobre la del sumo sacerdote, y me encontraba ya cerca de Joshua, junto al primer elefante de madera, cuando Kali, en respuesta ensordecedora, empezó a escupir fuego sobre la multitud, hasta que la parte superior de su testa explotó.
Finalmente lo había logrado, había captado la atención de los congregados, que se pisoteaban unos a otros para escapar, pero que me prestaban atención. Entonces me coloqué en mitad de la avenida, haciendo girar en círculos la segunda cabeza cortada, esperando a que la mecha se consumiera antes de soltarla sobre los congregados, que seguían retrocediendo. Esta vez, la bomba estalló en pleno vuelo. Un círculo de fuego se elevó por los aires, y, sin duda, más de un fiel cercano a la explosión ensordeció.
Joshua tenía a siete de los niños a su alrededor, aferrados a sus piernas, mientras él avanzaba hacia el siguiente elefante. Varios sacerdotes se habían incorporado, y descendían a toda velocidad por la escalinata del altar, en dirección a mí, dagas en mano. Extraje otra cabeza de la guirnalda que llevaba a la cintura, encendí la mecha y se la arrojé.
—Ah, ah, ah —les advertí—. Soy Kali, la diosa de la destrucción. De la ira, etcétera.
Al ver la mecha chisporroteante, se detuvieron y empezaron a retroceder.
—Ésa, esa es la clase de respeto que deberías haberme mostrado antes.
Agarré la cabeza por el pelo y le di unas cuantas vueltas. Los sacerdotes perdieron todo atisbo de valor, se dieron media vuelta y se alejaron a la carrera. Yo lancé la cabeza a las alturas, hacia atrás, y fue a caer en el altar, donde explotó. Restos de cabezas de cabra saltaron en todas direcciones.
—¡Josh, agáchate! ¡Cabezas de cabra!
Joshua empujó a los niños para que se echaran al suelo, y los cubrió con su cuerpo hasta que los cascotes dejaron de caer. Me miró durante un segundo, pero enseguida se levantó, dispuesto a liberar a más niños. Yo lancé otras tres cabezas encendidas en distintas direcciones. La plaza del templo, en su totalidad, estaba casi desierta, salvo por Joshua, los pequeños, unos pocos fieles heridos, y los muertos. Yo había fabricado aquellas bombas sin metralla, por lo que los heridos habían huido, presas del pánico, y los muertos eran los que ya habían sido sacrificados a Kali. Creo que salimos de aquello sin matar a nadie.
Mientras Joshua conducía a los pequeños por la avenida, alejándolos de la plaza del templo, yo cubría nuestra huida con la última cabeza que me quedaba en una mano, y la antorcha encendida en la otra. Cuando me aseguré de que Joshua y los pequeños se encontraban a salvo, encendí la mecha, hice girar la cabeza y la lancé en dirección a la diosa negra.
—¡Zorra! —dije.
Cuando la bomba explotó, yo ya estaba lejos, y no lo vi.
Joshua y yo llegamos hasta un acantilado de piedra porosa colgado sobre el Ganges, y solo allí nos detuvimos para que los niños descansaran. Estaban agotados y hambrientos, pero sobre todo hambrientos, y nosotros no habíamos traído nada para que comieran. Al menos, tras el contacto con mi amigo ya no sentían temor, y aquello les proporcionaba algo de paz. Joshua y yo nos sabíamos demasiado alterados como para dormir, de modo que permanecimos sentados mientras los pequeños se tendían a nuestro alrededor y roncaban como gatitos. Joshua sostenía en sus brazos a Vitra, la hija de Rumi, y como ella no dejaba de frotarse la cara contra su hombro, no tardó en quedar manchada de negro. Durante toda la noche, y sin parar de acunarla en ningún momento, él no cesaba de repetir: «Más sangre no, más sangre no».
Al amanecer vimos a miles, no, a decenas de miles de personas congregándose en las orillas del río. Todas llevaban ropas blancas, salvo unos hombres, que iban desnudos. Se adentraban en al agua y miraban en dirección a oriente, con las cabezas levantadas, expectantes, salpicando el río con su presencia hasta donde alcanzaba la vista. Cuando el sol apareció en el horizonte como una ranura de luz, la superficie pardusca del río adquirió una tonalidad dorada. Y aquella luz se reflejaba en edificios, chozas, árboles y palacios, haciendo que todo lo que el ojo captaba, incluidos los fieles, apareciera como bañado en oro. Y fieles había muchos, pues oíamos sus cánticos desde donde nos encontrábamos, y aunque no distinguíamos las palabras, comprendíamos que se trataba de plegarias dedicadas a Dios.
—¿Son los mismos de ayer noche? —pregunté.
—Tienen que serlo, supongo.
—No entiendo a esta gente. No entiendo su religión. No entiendo su manera de pensar.
Joshua se puso en pie y observó a los indios, que bajaban la cabeza y cantaban al amanecer. De vez en cuando posaba la vista en la niña que dormía sobre su hombro.
—Esto es un homenaje a la gloria de la creación de Dios, lo sepa esta gente o no.
—¿Cómo puedes decir algo así? Esos sacrificios a Kali, el trato que dan a los intocables. No sé en qué creen, pero en la práctica, su religión es repugnante.
—Tienes razón. No está bien condenar a esta niña solo por no haber nacido brahmán.
—Por supuesto que no.
—¿Y entonces? ¿Está bien condenarla por no haber nacido judía?
—¿A qué te refieres?
—Los nacidos gentiles no verán el reino de Dios. ¿Acaso somos nosotros, como hebreos, distintos a ellos? ¿Y el sacrificio de los corderos por Pascua? ¿Y las riquezas y el poder de los saduceos mientras otros pasan hambre? Al menos los intocables pueden obtener su recompensa algún día, a través del karma y las reencarnaciones. Nosotros no les permitimos ni eso a los gentiles.
—No puedes comparar lo que hacen ellos con la ley de Dios. Nosotros no sacrificamos a seres humanos. Damos de comer a nuestros pobres, nos ocupamos de los enfermos.
—A menos que los enfermos sean impuros —objetó Joshua.
—Pero, Josh, nosotros somos el pueblo elegido. Ésa es la voluntad de Dios.
—¿Y eso está bien? A mí Dios no me dice lo que debo hacer, o sea, que hablaré yo. Y yo digo: ya basta.
—Supongo que no hablas solo de lo de comer panceta, ¿verdad?
—Gautama Buda mostró el camino a personas de toda cuna para que encontraran la mano de Dios. Sin sangre ni sacrificios. Nuestras puertas han mostrado las marcas de la sangre durante demasiado tiempo, Colleja.
—¿Y eso es lo que crees que vas a hacer? ¿Llevar a Dios a todo el mundo?
—Sí, después de echarme una cabezadita.
—Sí, sí, claro, después de una cabezadita, a eso me refería.
Joshua levantó a la niña, de modo que yo pudiera verle el rostro mientras ella dormía apoyada en su hombro.
Cuando los pequeños despertaron, los llevamos junto a sus familias, en los agujeros, y los pusimos en los brazos de sus madres, que nos los arrebataron como si fuéramos demonios encarnados: mientras se los llevaban, volvían la cabeza y nos dedicaban miradas de odio.
—Qué grupito tan agradecido —comenté.
—Temen que hayamos enojado a Kali. Y, además, les hemos traído otra boca que alimentar.
—Aun así. ¿Por qué nos ayudaron, si no querían que les devolviéramos a sus hijos?
—Porque nosotros les dijimos qué tenían que hacer. Eso es lo que hace esta gente. Obedecer órdenes. Así es como los brahmanes los mantienen a raya. Si hacen lo que se les dice, entonces, tal vez, dejarán de ser intocables en su siguiente reencarnación.
—Qué deprimente.
Joshua asintió. Vitra era la única niña que nos quedaba por devolver a su padre, y yo estaba seguro de que él se alegraría de verla. Si nos había salvado la vida a nosotros había sido, sobre todo, por la tristeza que le había causado la pérdida de su hija. Al acercarnos más a la cuba en la que vivía, constatamos que no estaba solo.
Rumi se encontraba de pie sobre la piedra que usaba para sentarse, totalmente desnudo, espolvoreándose sal en el miembro erecto, mientras una vaca jorobada, que prácticamente llenaba el resto del agujero, se la lamía. Joshua llevaba en brazos a Vitra, que daba la espalda a la poza, y al ver aquello se detuvo y retrocedió unos pasos, como si no quisiera interrumpir aquel instante de intimidad.
—¿Una vaca, Rumi? —le dije—. Yo creía que tu gente tenía creencias.
—Esto no es una vaca, es un toro.
—Vaya, pues esto tiene que tener un plus de abominación increíble. En nuestra tierra, se destruyen ciudades enteras por cosas como ésta, Rumi. —Me acerqué y cubrí con la mano los ojos de Vitra—. Aléjate de papá, cielo, o te convertirás en estatua de sal.
—Pero es que es mi esposa, que se ha reencarnado.
—Vamos, a mí no me la das con queso, Rumi. Viví seis años en un monasterio budista, donde la única compañía femenina que teníamos era la de una yak. Sé bien adonde lleva la desesperación.
Joshua me agarró de un brazo.
—No fuiste capaz, supongo.
—Tranquilo, es solo por seguir con la discusión. Aquí el Mesías eres tú. ¿Qué opinas?
—Opino que debemos dirigirnos a Tamil, para encontrarnos con el tercero de los magos. —Dejó a Vitra en el suelo y Rumi se subió el taparrabos al momento, mientras la pequeña corría hacia él—. Ve con Dios, Rumi —le dijo.
—Que Shiva os proteja, herejes. Y gracias por devolverme a mi hija.
Joshua y yo recogimos nuestras ropas, nuestros zurrones, compramos un poco de arroz en el mercado y emprendimos viaje rumbo a Tamil. Seguimos el curso del Ganges, hacia el sur, hasta que llegamos a su desembocadura en el mar, donde Joshua y yo nos sumergimos para limpiarnos la mugre de Kali.
Nos sentamos en la playa, dejamos que el sol nos secara la piel, y empezamos a arrancarnos los restos negros de sebo que se nos habían quedado pegados a los pelos del pecho.
—¿Sabes, Josh? —le dije, mientras hacía esfuerzos por librarme de una mancha de alquitrán rebelde que se negaba a abandonar mi axila—. Cuando sacaste a todos aquellos niños de la plaza del templo, y parecían todos tan frágiles, tan débiles, pero se veía que no tenían miedo… No sé, la escena me enterneció mucho.
—Sí, es que yo amo a todos los niños del mundo, ¿sabes?
—¿De veras?
El Mesías asintió.
—Verdes y amarillos, negros y blancos.
—Es bueno saberlo. Un momento. ¿Verdes?
—No, verdes no. Te estaba tomando el pelo.