20

El sendero era apenas lo bastante ancho como para que dos personas caminaran juntas por él. La hierba, a ambos lados, crecía tan alta que habría alcanzado el ojo de un elefante. Veíamos cielo azul sobre nuestras cabezas, y nuestra visión se extendía solo hasta el siguiente recodo del camino, que no sabíamos con precisión a qué distancia se encontraba, pues no existe la perspectiva cuando nada interrumpe el verdor. Llevábamos casi todo el día recorriendo esa vía, y solo nos habíamos cruzado con un hombre que tiraba de dos vacas, pero en ese momento oímos un estrépito como de fiesta, que se aproximaba a nosotros y que debía de encontrarse a unos doscientos pies. Se oían voces masculinas, muchas, y pasos, y algunos tambores de sonido estridente, metálico, y lo más preocupante de todo, los gritos constantes de una mujer que, bien sentía un gran dolor, bien era presa del terror. O ambas cosas a la vez.

—¡Jóvenes maestros! —exclamó una voz que procedía de las inmediaciones.

Di un salto en el aire y aterricé componiendo una postura defensiva, al tiempo que desenvainaba mi daga de filo de cristal. Josh miró a nuestro alrededor para ver de dónde provenía aquella voz. Los gritos se acercaban cada vez más. Se oyó un crujido en la hierba, a pocos pies del camino, y después la misma voz:

—Jóvenes maestros, debéis ocultaros.

Un rostro masculino, tan flaco que parecía imposible, con unos ojos que eran dos tallas más grandes que el resto, se asomó por entre el muro de matas que flanqueaba el sendero.

—Debéis venir. ¡Kali viene a escoger a sus víctimas! Venid ahora, o moriréis.

El rostro desapareció, y su lugar lo ocupó una mano arrugada, parda, que nos hacía señas para que nos internáramos entre las altas hierbas. El grito de la mujer alcanzó un crescendo y cesó, rota, al parecer, como la cuerda de un laúd tensada en exceso.

—Vamos —me ordenó Joshua, empujándome hacia la hierba.

Tan pronto como abandoné el camino, alguien me agarró de la muñeca y empezó a arrastrarme a través del mar de hierba. Joshua se aferraba a mi camisa, y se dejaba llevar. Mientras corríamos, las ramas nos azotaban y se nos clavaban.

Sentía el rostro y los brazos cubiertos de sangre, mientras aquella aparición morena me internaba cada vez más en el mar de verdor. Por encima de mis jadeos me llegaron los gritos de unos hombres que se encontraban más atrás, seguidos del rumor de la hierba al ser pisada.

—Nos siguen —dijo la aparición volviendo la cabeza—. Corred, si no queréis que vuestras cabezas decoren el altar de Kali. Corred.

Yo también volví el rostro para hablarle a Joshua.

—Dice que corramos, o que la cosa se va a poner muy fea.

Detrás de Josh, recortadas contra el cielo, vi las puntas de unas espadas enormes, de esas que se usan para decapitar a la gente.

—Está bien, está bien.

Habíamos tardado un mes en llegar a la India, y la mayor parte del trayecto había transcurrido por el paisaje más montañoso y desolado que yo había visto en mi vida. Por sorprendente que pareciera, había aldeas esparcidas por los montes, y cuando sus habitantes veían nuestras túnicas anaranjadas, nos abrían las puertas de sus casas y de sus despensas. Siempre nos ofrecían alimentos, y un lugar resguardado donde dormir, y nos invitaban a permanecer el tiempo que quisiéramos. Nosotros, a cambio, y siguiendo la tradición, les ofrecíamos parábolas abstrusas y cánticos enervantes.

Hasta que abandonamos las montañas y nos internamos en una llanura calurosa y húmeda en extremo no descubrimos que nuestro atuendo empezaba a ser recibido con más desdén que reverencia. Un hombre, sin duda rico (montaba a caballo e iba vestido con túnica de seda), nos maldijo cuando pasamos junto a él, y escupió en el suelo. Otras personas, que iban a pie, también nos miraron mal, de modo que nos ocultamos tras unos matorrales y nos vestimos con nuestras ropas. Yo volví a colocarme en el fajín la daga que me había regalado Dicha.

—¿Qué ha dicho ese hombre? —le pregunté a Joshua.

—Algo sobre los portadores de falsas profecías. Impostores. Enemigos de Brahma, que no sé qué es. Y no estoy seguro de qué más ha dicho.

—Bien, parece que aquí somos más bienvenidos como judíos que como budistas.

—Por el momento —dijo mi amigo—. Veo que todos llevan esas marcas en la frente, como la que tenía Gaspar. Creo que sin ellas debemos andarnos con cuidado.

A medida que avanzábamos hacia las tierras bajas, el aire se volvía tan denso que parecía de nata tibia y, tras tantos años pasados en las montañas, sentíamos su peso en los pulmones. Llegamos a un valle surcado por un río ancho, de aguas turbias, y el camino se llenó de gente que entraba y salía de una ciudad de chozas de madera y altares de piedra. Por todas partes se veían vacas con joroba, que pastaban incluso en los huertos, aunque nadie parecía prestarles la más mínima atención.

—La última carne que comí fue la que quedó de nuestros camellos —dije.

—A ver si encontramos un carnicero y compramos un poco de ternera.

Había mercaderes junto al camino. Vendían objetos diversos, recipientes de arcilla, polvos, hierbas, especias, filos de espada de cobre y de bronce (el hierro parecía escasear), y unas tallas diminutas de lo que parecían ser mil dioses distintos, casi todos ellos con más extremidades de las necesarias, y ninguno con cara de buenos amigos.

Encontramos legumbres, panes, frutas, verduras y purés confeccionados con alubias de distintas clases, pero en ninguna parte vimos carne. Compramos pan y unos purés especiados de legumbres, le pagamos a la mujer con una moneda romana de cobre, y nos sentamos bajo un baniano a contemplar el río mientras comíamos.

Yo me había olvidado ya del olor de las ciudades, de la mezcla fétida de personas, desperdicios, humo y animales. Ya empezaba a añorar el aire puro de las montañas.

—No quiero dormir aquí, Josh. A ver si encontramos algún sitio en el campo.

—Se supone que debemos seguir el curso de este río hasta el mar, si queremos llegar a Tamil. Allí donde va el río, allí va la gente.

El curso fluvial, mayor que ninguno de los que atravesaban Israel, era ancho y poco profundo. El lodo teñía sus aguas de amarillo. Parecía más una charca inmensa y estancada que algo vivo, en movimiento. Al menos en aquella estación. Salpicando la superficie, media docena de hombres desnudos, esqueléticos, con el pelo blanco enmarañado, sin apenas dientes, declamaban poesías airadas, a voz en cuello, mientras se echaban agua en la cabeza juntando las manos.

—Me pregunto qué tal le irá a mi primo Juan —comentó Josh.

La orilla era una sucesión de mujeres lavando la ropa. Había recién nacidos a pocos pasos de donde las vacas se remojaban y defecaban, de donde los hombres pescaban o empujaban unas barcas largas y planas valiéndose de largas pértigas, de donde los niños más crecidos nadaban o jugaban en el barro. Aquí y allí, el cuerpo sin vida de algún perro flotaba, cubierto de moscas, llevado por la escasa corriente.

—Tal vez haya algún camino que se interne un poco en el campo, y nos aleje de este hedor.

Joshua asintió y se puso en pie.

—Ahí está —dijo, señalando un sendero que se iniciaba en la otra orilla del río y se perdía entre las hierbas altas.

—Tendremos que cruzar —observé.

—Estaría bien que encontráramos un bote que nos llevara —dijo Josh.

—¿Y no crees que deberíamos preguntar antes adónde conduce ese camino?

—No —respondió Joshua, observando a la multitud de personas que empezaba a congregarse a nuestro alrededor y nos miraba—. Todas estas personas parecen hostiles.

¿Qué era aquello que le dijiste a Gaspar sobre que el amor es un estado en el que se habita, o algo así?

—Sí, pero no con esta gente. Esta gente da miedo. Vámonos.

Aquel hombrecillo raro y moreno que tiraba de mí a través de las altas hierbas se llamaba Rumi, y en su defensa diré que, en el caos de nuestra huida desesperada por la inmensa ciénaga, seguidos por una banda de entusiastas gritones que no dejaban de agitar sus instrumentos de decapitación, Rumi logró encontrar un tigre, lo que no es poco cuando, además, tienes que tirar de un maestro de kung-fu y del Salvador del mundo.

—Joder, un tigre —dijo Rumi al toparse con un pequeño claro, que más que claro era una parte del terreno más hundida, en la que un gato del tamaño de Jerusalén se dedicaba, tranquilamente, a mordisquear la calavera de un ciervo.

Rumi había expresado mis sentimientos a la perfección, pero no pensaba permitir que mis últimas palabras fueran «Joder, un tigre», así que escuché con atención el sonido de mi orina al descender en cascada sobre mis zapatos.

—Es raro que con tanto ruido no se haya asustado —comentó Joshua justo en el momento en que el tigre apartaba la vista del ciervo y la levantaba.

Me fijé en que quienes nos perseguían se acercaban a nosotros por momentos.

—Así es como suele ser —aclaró Rumi—. El ruido lleva al tigre hasta el cazador.

—Tal vez el tigre lo sepa —dije yo—, y por eso no se va. Son más grandes de lo que imaginaba. Los tigres, digo.

—Siéntate —me ordenó Joshua.

—¿Cómo dices?

—Hazme caso —insistió—. ¿Te acuerdas de aquella cobra, cuando éramos niños?

Asentí, mirando a Rumi, y tiré de él para que se sentara. El tigre se agazapó y tensó las patas traseras, como si se preparara para saltar, que era exactamente lo que estaba haciendo. Cuando el primero de quienes nos perseguían apareció en el claro, detrás de nosotros, el tigre saltó, pasando por encima de nuestras cabezas a mucha altura. Se abalanzó sobre los primeros dos hombres que surgieron de entre las hierbas, aplastándolos bajo sus inmensas zarpas, antes de arañarles la espalda en una segunda embestida. Después de aquello, lo único que vi fueron las puntas de las espadas esparcidas contra el cielo, a medida que aquellos hombres eran… bueno, ya me entendéis. Gritaban los cazadores, gritaban sus mujeres, gritaba el tigre, y los dos hombres que habían caído bajo sus garras se pusieron en pie y retrocedieron, cojeando, y gritando también.

Rumi miraba al ciervo muerto, después miraba a Joshua, después a mí, después al ciervo muerto, después a Joshua. Sus ojos parecían aún más grandes que antes.

—Me conmueve profundamente, y me mostraré eternamente agradecido por tu amistad con el tigre, pero este es su ciervo, y parece que todavía no se lo ha terminado, de modo que tal vez…

—Sigue —le dijo Joshua poniéndose en pie.

—No sé hacia dónde.

—Por ahí no —tercié yo, señalando la vía que habían seguido los malos.

Rumi nos condujo a través de las hierbas altas hasta otro camino, que seguimos hasta llegar a su morada.

—Pero si es un agujero —dije.

—No está tan mal —replicó Joshua mirando a su alrededor. Había otras zanjas en las inmediaciones. Y la gente vivía en ellas.

—Vives en un agujero —insistí.

—Vamos, no te pases —dijo Joshua—. Nos ha salvado la vida.

—Es una humilde zanja, pero es mi hogar —admitió Rumi—. Por favor, sentíos como en vuestra casa.

Miré a mi alrededor. La zanja estaba excavada en un suelo de roca blanda y era muy poco profunda. Había el espacio justo para poder darle la vuelta a una vaca en ella, una dimensión que, como ya descubriría yo luego, era crucial.

La zanja estaba vacía, salvo por una piedra que llegaba a la altura de la rodilla, aproximadamente.

—Sentaos. Podéis hacerlo en la piedra.

Joshua sonrió y se sentó en ella. Rumi lo hizo en el suelo, que estaba cubierto de una gruesa capa de lodo negro.

—Por favor, siéntate —me dijo a mí, señalándome el suelo—. Lo siento, pero solo puedo permitirme una piedra.

No me senté.

—¡Rumi, vives en un agujero! —reiteré.

—Sí, bueno, eso es cierto. ¿Dónde viven los intocables en vuestra tierra?

—¿Intocables?

—Sí, los que están por debajo de los inferiores. La escoria de la tierra. Los de las castas más altas no reconocen siquiera mi existencia. Soy intocable.

—No me extraña; vives en un agujero, joder.

—No —intervino Joshua—. No es que sea intocable porque vive en un agujero, es que vive en un agujero porque es intocable. Aun viviendo en un palacio, seguiría siendo intocable. ¿No es así, Rumi?

—Sí, claro, seguro que va a vivir en un palacio —dije yo. Lo siento, pero es que el tío vivía en un agujero.

—Desde que mi mujer y casi todos mis hijos murieron, hay más sitio —prosiguió Rumi—. Hasta esta mañana me quedaba Vitra, la única ya, pero ella también se ha ido. Tengo mucho sitio para vosotros, si deseáis quedaros.

Joshua posó la mano en el hombro flaco de Rumi, y yo vi al instante el efecto que provocaba en él. El dolor se evaporó de su rostro como el rocío bajo los rayos del sol. A mí me tocaba el papel de malo.

—¿Qué le ha ocurrido a Vitra? —le preguntó Joshua.

—Han venido a llevársela los brahmanes para el sacrificio de la fiesta de Kali. Estaba buscándola cuando os he visto. Capturan a niños y a hombres, a delincuentes. A intocables y a extranjeros. A vosotros también os habrían atrapado, y pasado mañana habrían ofrecido vuestra cabeza a la diosa.

—¿Estás diciendo que tu hija no está muerta? —le pregunté.

—La mantendrán con vida hasta la medianoche del día de la fiesta, y después la matarán junto con los demás niños, sobre los elefantes de madera de Kali.

—Iré a ver a los brahmanes y les pediré que te devuelvan a tu hija —dijo Joshua.

—Te matarán a ti. Vitra ya está perdida. Ni siquiera tu tigre bastaría para salvarla de la destrucción de Kali.

—Rumi —intervine yo—. Mírame, por favor. Explícamelo todo. Lo de los brahmanes, lo de Kali, lo de los elefantes, todo. Y ve despacio, como si yo no supiera nada de nada.

—No hay que tener mucha imaginación para eso —dijo Joshua, violando claramente mis derechos de propiedad tácitos, si no expresados, sobre el sarcasmo (sí, sí, en el hotel vemos Tribunal Popular en la tele, ¿qué pasa?).

—Existen cuatro castas —explicó Rumi—: los brahmanes, o sacerdotes; los chatrias, o guerreros; los vaishias, que son agricultores o mercaderes; y los sudras, que son la mano de obra. Existen muchas castas dentro de cada casta, pero estas son las principales. Todos nacemos en una casta, y permanecemos en esa casta hasta la muerte, y nacemos en una casta superior o en una casta inferior dependiendo de nuestro karma, es decir, de las acciones que hayamos realizado durante nuestra vida anterior.

—Lo del karma ya lo sabemos —le aclaré—. Somos monjes budistas.

—¡Herejes! —susurró Rumi.

—Conmigo no te metas, morenito flaco y de ojos saltones.

—¡Morenito flaco y de ojos saltones tú!

—¡No, morenito flaco y de ojos saltones tú!

—Todos somos morenitos y estamos flacos —terció Joshua, tratando de poner paz.

—Sí, pero él tiene los ojos saltones.

—Y él es un hereje.

—¡Hereje lo serás tú!

—No, hereje lo eres tú.

—Todos somos morenitos, estamos flacos y somos herejes —dijo Joshua, volviendo a rebajar la tensión.

—Bueno, sí, claro, flaco sí soy —admití yo—. Después de seis años sobreviviendo solo con té y de arroz frío… Y llegamos aquí y no venden carne de ternera en ninguna parte.

—¿Comerías ternera? ¡Hereje! —soltó Rumi.

—¡Ya basta!

—No se puede comer carne de vaca. Las vacas son las reencarnaciones de las almas en su tránsito hacia la siguiente vida.

—¡Dios bendito! —dijo Joshua.

—Sí, eso es lo que digo, que son seres sagrados.

Joshua negó con la cabeza, como si tratara de poner en orden sus pensamientos.

—Dices que hay cuatro castas, pero no has mencionado a los intocables.

—Los harijans, o intocables, no somos una casta, somos lo más bajo de lo más bajo. Es posible que debamos vivir muchas vidas antes de ascender al nivel de una vaca, y a partir de ahí ya podemos ascender a una casta superior. Después, si seguimos nuestro dharma, nuestro deber, mientras pertenecemos a esa casta superior, podemos unirnos a Brahma, el espíritu universal de todo. No me creo que no sepáis nada de todo esto. ¿Es que os habéis pasado toda la vida metidos en una cueva?

Estaba a punto de señalar que Rumi no era el más adecuado, precisamente, para criticar nuestro lugar de residencia, pero Joshua me hizo un gesto para que lo dejara correr, y preguntó:

—O sea, que en el sistema de castas, ¿estáis más abajo que las vacas?

—Sí.

—Y los brahmanes no comen carne de vaca, pero se llevan a tu hija y la matan para ofrecérsela a los dioses.

—Y se la comen —dijo Rumi, ladeando la cabeza—. A medianoche, en la vigilia de la fiesta, se la llevarán a ella y a otros niños y los atarán a los elefantes de madera. Les cortarán los dedos y entregarán uno a cada cabeza de familia brahmán. Después recogerán su sangre en un vaso, y todos los habitantes de la casa la probarán. Pueden comerse el dedo, o enterrarlo, para tener buena suerte. Después, a los niños los acuchillan hasta la muerte sobre los elefantes de madera.

—No pueden hacer eso.

—Sí pueden. El culto a Kali puede hacer todo lo que desee. Ésta es su ciudad, Kalighat —(Calcuta, según mi mapa)—. Yo ya he perdido a mi pequeña Vitra. Solo me queda rezar para que se reencarne en un ser superior.

Joshua le dio una palmadita en la mano al intocable.

—¿Por qué has llamado hereje a Colleja cuando te ha dicho que éramos monjes budistas?

—Gautama dijo que un hombre puede unirse a Brahma directamente desde cualquier nivel, sin completar su dharma, y eso es una herejía.

—Pero para ti sería mejor, ¿no? Tú te encuentras en el primer peldaño de la escalera.

—Uno no puede creer en lo que no cree —respondió Rumi—. Yo soy intocable porque así lo dicta mi karma.

—Sí, claro —intervine—. ¿De qué sirve sentarse debajo de un árbol sagrado unas horas, cuando puedes obtener lo mismo a través de miles de vidas de sufrimiento?

—Bueno, eso obviando el hecho de que tú eres un gentil, y que de todos modos vas a sufrir la condena eterna —añadió Josh.

—Sí, obviando totalmente ese hecho, claro.

—De todos modos, tú a tu hija vas a recuperarla —sentenció Joshua.

Joshua quería entrar a toda prisa en Kalighat y exigir que a Rumi le devolvieran a su hija, y que liberaran a todas las demás víctimas en nombre de la bondad y la justicia. La solución que mi amigo proponía siempre pasaba por proceder con justa indignación, y sí, hay un momento y un lugar para eso, pero también hay momentos en los que hay que usar la astucia y el engaño (Eclesiastés 9, o algo así). Afortunadamente, logré convencerlo para que pusiéramos en práctica un plan alternativo, y lo hice recurriendo a una lógica impecable:

—Josh, ¿acaso los tortitas vencieron a los marmitas dirigiéndose a ellos y exigiendo justicia con la punta de las espada? A mí me parece que no. Esos brahmanes les cortan los dedos a los niños, y se los comen. Creo que no hay un mandamiento específico que prohíba el corte de dedos, Josh, pero aun así, yo diría que esta gente piensa de un modo distinto a nosotros. Llaman hereje a Buda, y eso que era uno de sus príncipes. ¿Cómo crees tú que recibirán a un joven moreno y flaco que asegura ser el hijo de un dios que ni siquiera vive en la zona?

—Tu argumento es bueno, pero de todos modos yo tengo que salvar a esa niña.

—Por supuesto.

—¿Y cómo voy a hacerlo?

—Recurriendo a una astucia extrema.

—En ese caso, vas a tener que encargarte tú.

—En primer lugar debemos ir a ver la ciudad y el templo en el que tendrán lugar los sacrificios.

Joshua se rascó la cabeza. El pelo había empezado a crecerle, pero todavía lo llevaba muy corto.

—¿Los tortitas aplastaron a los marmitas?

—Sí, está escrito en Secreciones, 36.

—No lo recuerdo. Supongo que tengo la Tora algo oxidada.

La estatua de Kali, erigida sobre el altar, estaba tallada en piedra negra, y su altura superaba la de diez hombres. Llevaba un collar confeccionado con calaveras humanas, y un cinturón de manos y pelvis. En su boca abierta se alineaban unos dientes que eran hojas afiladas, sobre las que habían vertido un torrente de sangre fresca. Incluso las uñas de los pies se retorcían formando unos filos aterradores que se clavaban en la pila de cadáveres tallados sobre la que se alzaba. Tenía cuatro brazos, y el mismo número de manos: con una sostenía una espada cruel, serpentina; con otra, una cabeza cortada, que sujetaba por el pelo; la tercera la alargaba, retorcida, como atrayendo a sus víctimas al lugar de siniestra destrucción al que todos estamos destinados, y la cuarta la mantenía baja, señalando, se diría, el cinto hecho con pelvis, y formulando con ese gesto la pregunta eterna: «¿Se me ve más gorda con este conjunto?».

El altar elevado se encontraba en medio de un jardín espacioso, rodeado de árboles. Era lo bastante amplio como para que quinientas personas se congregaran a la sombra de la diosa negra. Se habían tallado unos surcos profundos en la piedra para canalizar la sangre de los sacrificios hasta unos recipientes, desde los que poder verterla sobre la boca de la divinidad. Al altar se llegaba por una avenida ancha, pavimentada con losas de piedra y flanqueada por unos grandes elefantes tallados en madera y dispuestos sobre pedestales giratorios. Las trompas y las patas delanteras de los elefantes aparecían manchadas de un color marrón óxido, y en varios puntos, aquellas se veían surcadas por profundos cortes hechos con los filos de unas armas que, tras atravesar a los niños de lado a lado, se clavaban en la caoba.

—A Vitra no la tienen encerrada aquí —dijo Joshua.

Estábamos ocultos detrás de un árbol, cerca del jardín del templo, disfrazados de nativos, con nuestras marcas falsas de la casta a la que supuestamente pertenecíamos. Nos lo jugamos a los chinos y a mí me tocó ir de mujer.

—Creo que este es un árbol sagrado, un bodhi —dije—, igual al que escogió Buda para sentarse debajo. ¡Qué emoción! El mero hecho de estar aquí de pie ya me hace sentir más iluminado. En serio, me parece sentir bodhis maduros entre los dedos de los pies.

Joshua me los miró.

—Eso no son bodhis, diría yo. Aquí, antes que nosotros, ha pastado una vaca.

Saqué los pies de la boñiga.

—En este país la vaca está muy sobrevalorada. Debajo mismo del árbol de Buda. ¿Adónde vamos a llegar? ¿Es que ya no queda nada sagrado?

—En este templo no hay nada —dijo Joshua—. Debemos preguntarle a Rumi dónde encierran a los sacrificados hasta el momento de la celebración.

—No lo sabrá. Él es intocable, y esos tipos son brahmanes, sacerdotes. A él no van a decirle nada. Eso sería como si los saduceos dijeran a los samaritanos dónde está el sanctasanctórum.

—En ese caso, tendremos que averiguarlo por nosotros mismos —observó Joshua.

—Sabemos dónde van a estar esta medianoche. Ya lo averiguaremos entonces.

—Lo que yo propongo es que vayamos a buscar a esos brahmanes y les obliguemos a poner fin a la celebración.

—¿Entramos en el templo, así, sin más, y les pedimos que paren la fiesta?

—Sí.

—Y ellos lo harán.

—Sí.

—Claro, claro, Josh. Pero vamos a encontrarnos antes con Rumi. Tengo un plan.