19

Otro día pasado caminando por la ciudad con el ángel, otro sueño en el que una mujer estaba de pie a los pies de mi cama, y finalmente, al despertar —después de tantos años— he comprendido cómo debía sentirse Joshua, al menos en ciertos momentos, siendo único en su especie. Sé que no paraba de decir y repetir que era hijo del hombre, nacido de una mujer, que era uno de nosotros, pero era su herencia paterna la que lo hacía distinto. Ahora, yo, que estoy bastante seguro de que soy la única persona que camina sobre la tierra y que ya lo hacía dos mil años atrás, experimento una sensación muy intensa de ser único, de ser el único. Uno se siente solo. Por eso Joshua se internaba tan a menudo en aquellas montañas, y permanecía tanto tiempo en compañía de aquella criatura.

Ayer noche soñé que el ángel hablaba con alguien en la habitación, mientras yo dormía. En mi sueño, le oía decir: «Tal vez lo mejor sería matarle cuando termine. Partirle el cuello, echarlo a una alcantarilla». Es curioso que lo dijera sin un ápice de maldad en la voz. Al contrario, sonaba triste, muy triste. Por eso sé que era un sueño.

Nunca habría dicho que me apetecería regresar al monasterio, pero tras abrirme paso entre la nieve durante medio día, los muros de piedra y los pasillos oscuros me parecieron tan acogedores como el fuego encendido en un hogar. La mitad del arroz que habíamos recolectado como limosna se hirvió al momento y se introdujo en cilindros de bambú de medio palmo de diámetro, altos como piernas de hombre. La mitad de los tubérculos se almacenó, y el resto lo metimos en unos zurrones, junto con un poco de sal y otras cañas de bambú huecas, rellenas de té. Tuvimos el tiempo justo para sacudirnos un poco el frío del cuerpo arrimándonos a los fuegos donde se cocinaba el arroz, porque enseguida Gaspar nos ordenó que recogiéramos los cilindros y los zurrones y nos llevó a las montañas. Yo, hasta entonces, nunca me había fijado en que los monjes llevaran tanta comida cuando partían en peregrinación para entregarse a la meditación secreta. Y no entendía que, si cargábamos con más comida de la que podríamos comer en los cuatro o cinco días que estuviésemos fuera, Joshua y yo nos hubiéramos entrenado tanto en el ayuno y la abstinencia.

Al principio, la ascensión a la montaña nos resultó más sencilla, pues el viento había barrido la nieve del camino. Fue al llegar a los altos páramos, donde pastaban los yaks y la nieve nos azotaba el rostro, cuando la marcha se hizo difícil. Nos turnábamos para no ser los primeros de la fila, y abríamos camino en la nieve.

A medida que nos elevábamos, el aire se volvía tan ligero que incluso los monjes más curtidos debían detenerse con frecuencia a recobrar el aliento. El viento, además, traspasaba nuestras túnicas y perneras, como si no las lleváramos. Que el aire resultara tan fino y que, simultáneamente, el viento nos helara los huesos resulta irónico, supongo, aunque en aquel momento me costaba darme cuenta de la ironía.

—¿Por qué no podrías limitarte a ir donde los rabinos y aprender a ser Mesías con ellos, como hace todo el mundo? —dije—. ¿A ti te suena que en la historia de Moisés aparezca la nieve por alguna parte? No. ¿El señor se apareció a Moisés en forma de montaña de nieve? Yo diría que no. ¿Elías ascendió a los cielos en un carro de hielo? No. ¿Daniel salió ileso de una ventisca? No. A nuestro pueblo se le da mejor el fuego, Joshua, no el hielo. A mí no me suena para nada que en la Tora se mencione la nieve. Probablemente ni el Señor aparece por sitios en los que nieva. Esto es un inmenso error, no deberíamos haber venido, deberíamos regresar a casa tan pronto como esto termine. En conclusión: no siento los pies.

Todo esto lo dije sin resuello, resoplando.

—Daniel no salió ileso del fuego —observó Joshua sin inmutarse.

—¿Y quién va a culparle por ello? Seguramente estaba calentito ahí dentro.

—Salió ileso de la guarida del león.

—Aquí —dijo Gaspar, poniendo punto final a la discusión. Se desprendió de los bultos que llevaba y se sentó.

—¿Aquí? ¿Dónde? —le pregunté yo. Habíamos llegado a un repecho bajo, protegido del viento y casi sin nieve, aunque no se trataba precisamente de un lugar que pudiera considerarse un refugio. Aun así, los demás monjes, incluido Joshua, soltaron los zurrones y se sentaron, forzando la postura de meditación y colocando las manos en la «mudra de la compasión generosa» (que, curiosamente, es el mismo gesto que la gente moderna usa para expresar «OK». Da que pensar, ¿verdad?).

—«Aquí» no podemos quedarnos. Esto no es ningún «aquí».

—Exacto —dijo Gaspar—. Meditad sobre ello.

Me senté.

Joshua y los demás parecían inmunes al frío, y cuando la escarcha me cubría ya las pestañas y la ropa, el ligero polvillo formado por cristales de hielo que cubría el suelo y las piedras a su alrededor empezó a fundirse, como si en el interior de todos ellos alumbrara una llama. Cuando el viento amainaba, notaba que de Gaspar se elevaba un vapor, y su túnica mojada transfería su humedad al aire gélido. Cuando Joshua y yo aprendimos a meditar, nos enseñaron que nos mantuviéramos del todo alerta a todo lo que nos rodeaba, conectados con todo, pero el estado en que se hallaban los demás monjes era de trance, de separación, de exclusión. Todos ellos se habían construido una especie de refugio mental en el que se sentaban, dichosos, mientras yo, literalmente, me moría de frío.

—Joshua, necesito un poco de ayuda —le dije, pero mi amigo no movió ni un músculo. De no haber sido por la nubecilla constante de vapor que brotaba de su aliento, habría dicho que él también se había congelado. Le di una palmadita en el hombro, pero no obtuve la menor respuesta. Traté de llamar la atención de los otros cuatro monjes, pero ellos tampoco reaccionaron al contacto con mi mano. Llegué incluso a empujar a Gaspar con la fuerza suficiente como para tumbarlo, pero él permaneció sentado, como una estatua de Buda que hubiera descendido de su pedestal. Sin embargo, al tocar a mis compañeros, sentía el calor que desprendían. Como parecía evidente que yo no iba a aprender a alcanzar ese estado de trance a tiempo para salvar mi propia vida, mi única opción pasaba por aprovecharme de los suyos.

Primero dispuse a los monjes formando una voluminosa pila, intentando que los codos y las rodillas no se apoyaran en los ojos ni en las pelotas de nadie, por respeto, y en consonancia con el espíritu de Buda, el infinitamente compasivo, y demás. Aunque el calor que desprendían era impresionante, descubrí que solo podía mantener caliente un lado de mi cuerpo a la vez, por lo que no tardé en reorganizar a mis amigos, colocándolos en círculo, mirando hacia fuera. Sentándome yo en el centro, pude crear un envoltorio de bienestar que mantenía a raya el frío. En condiciones ideales, me habría venido muy bien contar con un par de monjes más para colocar en lo alto de mi cabaña e impedir así que el viento se colara por arriba pero, como dijo Buda, la vida es sufrimiento y esas cosas, y yo sufría. Después de calentarme un poco de té en la cabeza del monje Número Siete y de meter un cilindro de arroz bajo el brazo de Gaspar hasta que estuvo tibio, pude disfrutar de una comida agradable y me dispuse a echarme una cabezadita con la barriga llena.

Desperté al oír algo que sonaba como si todo el ejército romano estuviera intentando sacar, a sorbos, las anchoas del mar Mediterráneo. Al abrir los ojos vi de dónde provenía aquel estruendo, y estuve a punto de dar una voltereta entera hacia atrás, en mi intento de retroceder. Una criatura enorme, peluda, más alta que el hombre más alto que yo hubiera visto jamás, pretendía beberse el té de una caña de bambú, pero el líquido había empezado a congelarse, y de tanto sorber parecía que la cabeza estuviera a punto de doblársele hacia dentro. Era una especie de hombre, sí, pero con todo el cuerpo cubierto de un pelo largo, blanco. Los ojos eran grandes como los de las vacas, de un azul muy claro, y con las pupilas como alfileres. Las pestañas, muy tupidas, se entrelazaban cada vez que parpadeaba. Tenía las uñas negras, muy largas, similares a las de los hombres, pero dobles en tamaño, y la única prenda de vestir que parecía llevar puesta era una especie de botas hechas, al parecer, con piel de yak. La impresionante mata de pelo que le colgaba entre las piernas me dio a entender que se trataba de un macho.

Miré a mi alrededor, hacia el círculo de monjes, para ver si alguien más se había percatado de que una bestia lanuda nos estaba saqueando la comida, pero todos seguían en profundo estado de trance. La criatura volvió a chupar el cilindro, le dio unos golpes con la mano, como para que su contenido se desprendiera, y me miró como pidiéndome ayuda. Todo el terror que se había apoderado de mí desapareció apenas miré a los ojos de aquella criatura. En ellos no había el menor atisbo de agresividad, ni traza alguna de violencia o amenaza. Levanté el cilindro de té que había calentado sobre la cabeza de Número Tres. Me salpicó la mano, indicándome que no se había congelado mientras dormía, y se lo alargué a la criatura. Él pasó la suya por encima de la cabeza de Joshua y lo agarró, le quitó el tapón de corcho y bebió con gran avidez.

Yo aproveché el momento para darle una patada a mi amigo en los riñones.

—Josh, sal ya del trance. Tienes que ver esto.

No obtuve respuesta, de modo que me acerqué a él y le tapé la nariz. Para llegar a dominar el arte de la meditación, el alumno debe antes dominar la respiración. El Salvador emitió una especie de ronquido y salió de su trance jadeando y retorciéndose, pues yo seguía sin soltarlo. Finalmente, cuando ya me miraba a los ojos, abrí las manos.

—¿Qué? —dijo Josh.

Señalé tras él y Joshua se volvió y vio al tipo grande, blanco y peludo en todo su esplendor.

—¡Santo Cielo!

Gran Peludo dio un salto hacia atrás sin soltar el té, como un niño asustado, y emitió unos sonidos que no llegaban a ser lenguaje (pero que, de haberlo sido, habrían podido traducirse también, seguramente, por «Santo Cielo»).

Me gustó ver que el control impecable de Joshua dejaba paso a la confusión.

—¿Qué… o quién… o qué es eso?

—Judío no es —le dije yo apuntando al palmo de prepucio que colgaba de su entrepierna. Curiosamente, yo estaba disfrutando de todo aquello mucho más que mis dos aterrados acompañantes—. ¿Recuerdas cuando Gaspar nos informó de las reglas del monasterio, y nos extrañó aquella que decía que no debíamos matar a ningún ser humano ni a ningún otro ser parecido al ser humano?

—Sí.

—Bien, pues este debe de ser un ser parecido al ser humano, supongo.

—Es posible.

Joshua se puso en pie y miró a Gran Peludo. Gran Peludo se enderezó, miró a Joshua y ladeó la cabeza.

Joshua sonrió.

Gran Peludo le devolvió la sonrisa. Labios negros, caninos largos, afilados, fuertes.

—Dientes grandes —dije yo—. Dientes muy grandes.

Joshua alargó la mano en dirección a la criatura, que tendió la suya y, con gran delicadeza cogió la del Mesías, pequeña, en su gran zarpa… Y levantó por los aires a Joshua, estrechándolo en un abrazo, estrujándolo con tal fuerza que sus ojos beatíficos empezaron a salírsele de las órbitas.

—Ayuda —balbució Joshua.

La criatura le lamió lo alto de la cabeza con una lengua larga, azulada.

—Le gustas —le dije yo.

—Me está probando.

Recordé la valentía con la que mi amigo había tirado del rabo del demonio Trampa, la calma absoluta con la que se había enfrentado a tantos peligros. Recordé las veces que me había salvado, tanto de los peligros externos como de mí mismo, y pensé en la bondad de sus ojos, que era más profunda que el mar. Y le dije:

—No, es que le gustas.

Pensé en intentarlo con alguna otra lengua, por si la criatura me comprendía mejor.

—Joshua te gusta, ¿verdad? Sí que te gusta, sí que te gusta. Ti que te guta, ti que te guta. Te guta el titito Joshua. Ti que te guta.

El lenguaje que se usa para comunicarse con los bebés es universal. Las palabras cambian, pero el significado es el mismo, y suena igual.

La criatura hundió el hocico bajo la barbilla del Mesías, volvió a lamerle la cabeza, dejando en esa ocasión un reguero de saliva verde de té en el cuero cabelludo de mi amigo.

—Ah —protestó él—. ¿Qué es esta cosa?

—Es un yeti —respondió Gaspar detrás de mí. Sin duda había salido del trance él también—. Un abominable hombre de las nieves.

—¡Esto es lo que pasa por fornicar con las ovejas! —exclamé yo.

—No «abominación» —me aclaró Joshua—. «Abominable». —El yeti le lamió la mejilla. Joshua intentó apartarse, y dirigiéndose a Gaspar, dijo—: ¿Estoy en peligro?

Gaspar se encogió de hombros.

—¿El perro tiene la naturaleza de un buda?

—Por favor, Gaspar —tercié yo—. Estamos ante un caso de aplicación práctica, no de crecimiento espiritual.

El yeti suspiró y volvió a lamerle la mejilla a Joshua. Supuse que la criatura debía de tener una lengua más rasposa que la de un gato, a juzgar por la irritación que empezaba a asomar al rostro de mi amigo.

—Pon la otra mejilla, Josh —le dije—. Deja que te desgaste la otra mejilla.

—Esta frase me la apunto —dijo Joshua—. Gaspar, ¿va a hacerme daño?

—No lo sé. Nadie se ha acercado tanto a él. Por lo general viene cuando estamos en trance, y desaparece con la comida. Hoy hemos tenido la suerte de verlo.

—Bájame, por favor —le dijo Joshua a la criatura—. Por favor, bájame.

El yeti dejó a Joshua en el suelo. Para entonces, los otros monjes empezaban a salir de sus trances. Número Diecisiete gritó como una ardilla achicharrada al ver tan cerca a la criatura, que al oír el grito se agazapó y le mostró dientes y encías.

—¡Deja de gritar! —le ordenó Joshua—. Estás asustándolo.

—Dadle arroz —sugirió Gaspar.

Yo cogí el cilindro que había calentado y se lo entregué al yeti. Él le quitó el tapón y empezó a extraer el arroz con un dedo largo, lamiéndose de él los granos como si fueran termitas a punto de escapar. Entretanto, Joshua fue retrocediendo hasta situarse junto a Gaspar.

—¿Por eso venís aquí? ¿Por eso, después de recoger las limosnas, subís tanta comida a la montaña?

Gaspar asintió.

—Es el último que queda de su especie. No tiene a nadie más que le ayude a obtener alimentos. Ni nadie con quien hablar.

—Pero ¿qué es? ¿Qué es un yeti?

—A nosotros nos gusta pensar que es un regalo. La visión de una de las muchas vidas que un hombre puede vivir antes de alcanzar el nirvana. Creemos que este ser se acerca lo más posible a un ser perfecto en este plano de la existencia.

—¿Y por qué sabes que es el único que queda?

—Él mismo me lo dijo.

—¿Habla?

—No, se expresa por señas. Espera y verás.

Mientras veíamos comer al yeti, los demás monjes se adelantaron y dejaron delante de él sus cañas de bambú con el té y el arroz. La criatura alzaba la vista de la comida muy de vez en cuando, como si su mundo entero residiera en aquella pipa de bambú llena de arroz. Y, sin embargo, yo notaba que detrás de aquellos ojos azules, gélidos, aquel ser estaba contando, imaginando, racionando los suministros que le habíamos llevado.

—¿Dónde vive? —le pregunté a Gaspar.

—No lo sabemos. En alguna cueva, supongo. Nunca nos ha llevado a ella, y nosotros no la hemos buscado.

Una vez toda la comida estuvo delante del yeti, Gaspar hizo un gesto a los otros monjes, que abandonaron la protección del saliente y se internaron en la nieve, dedicando reverencias al yeti mientras avanzaban.

—Es hora de irse —anunció el maestro—. No quiere nuestra compañía.

Joshua y yo seguimos a nuestros compañeros hasta la nieve, enfilando el sendero que ellos abrían, como durante el ascenso. El yeti nos vio partir, y cada vez que yo volvía la vista atrás, comprobaba que seguía mirándonos, hasta que estuvimos tan lejos que la criatura era poco más que un perfil recortado contra el blanco de las montañas. Cuando, finalmente, abandonábamos el valle, e incluso el gran repecho protector desaparecía ya de nuestra vista, oímos el canto del yeti. Nada, ni siquiera el tañido del cuerno de carnero, en nuestro país, ni los gritos de guerra de los bandidos, ni los lamentos de las plañideras, nada de lo que yo hubiera oído en mi vida me había llegado tan hondo como el canto del yeti. Era un aullido agudo, pero con pausas y cadencias, como los latidos amortiguados de un corazón, y resonaba en todo el valle. El yeti sostenía sus notas desgarradoras durante mucho más tiempo de lo que cualquier ser humano habría podido sostenerlas. El sentimiento que me causaba era el mismo que me habría causado un gran frasco de tristeza que descendiera por mi garganta, y me pareció que iba a desplomarme, o a explotar de pena. Era el sonido de mil niños hambrientos, de diez mil viudas mesándose los cabellos ante las tumbas de sus esposos, de un coro de ángeles entonando su último lamento fúnebre el día de la muerte de Dios. Me cubrí los oídos y me arrodillé sobre la nieve. Miré a Joshua, y vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Los otros monjes se habían acuclillado, y se cubrían como si se protegieran de una tormenta de granizo. Gaspar torcía el gesto y nos miraba, y en ese momento me di cuenta de que, en efecto, se trataba de un hombre muy anciano. Tal vez no tanto como Baltasar, pero con el rostro surcado por el sufrimiento.

—Ya veis —dijo el abad—. Es el único de su especie. Está solo.

No hacía falta comprender el lenguaje del yeti, si es que lo tenía, para saber que Gaspar tenía razón.

—No, no lo está. Yo me voy con él —dijo Joshua.

Gaspar retiró la mano, como si se la hubiera quemado con fuego, una reacción curiosa, pues yo, de hecho, había visto al monje meter la mano en el fuego y reaccionar menos, gracias a la práctica del kung-fu.

—Déjalo —le dije a Gaspar, sin saber, en ese momento, por qué se lo decía. Joshua regresó solo al valle, sin haber pronunciado ni una sola palabra más—. Ya regresará cuando sea el momento.

—¿Qué sabrás tú? —masculló Gaspar en un tono que de iluminado no tenía nada—. Tú vas a cargar con tu karma durante mil años, en forma de escarabajo, y eso solo para evolucionar hasta el punto de densidad.

No le respondí nada. Me limité a dedicarle una reverencia, di media vuelta y seguí a mis hermanos monjes, camino del monasterio.

Joshua tardó una semana en regresar junto a nosotros, y pasó un día más hasta que él y yo tuvimos ocasión de hablar. Estábamos en el comedor, y Joshua ya se había comido su arroz y el mío. Yo, entretanto, había pensado mucho en la triste situación del abominable hombre de las nieves y, lo más importante, en su origen.

—¿Crees que antes había muchos como él, Josh?

—Sí. No tantos como hombres, pero había muchos más.

—¿Y qué les sucedió?

—No estoy seguro. Cuando el yeti canta, veo imágenes en mi mente. Vi que los hombres venían a estas montañas y mataban a los yetis. Ellos carecían de instinto para la lucha. Casi todos ellos permanecían inmóviles, observando mientras los asesinaban. Perplejos ante la maldad de los hombres. Otros escapaban, huían, se internaban en las montañas. Creo que este tenía compañera, y familia. Todos murieron de hambre, o de alguna enfermedad lenta. No sé decírtelo.

—¿Es un hombre?

—No creo que lo sea.

—¿Es un animal?

—No, tampoco creo que sea un animal. Sabe quién es. Sabe que es el único de su especie.

—Creo que ya sé qué es.

Joshua me miró por encima del borde del cuenco que sostenía.

—¿Y bien?

—¿Te acuerdas de las patas de mono que Baltasar compró a aquella anciana en Antioquía? ¿No nos pareció que eran muy similares a los pies humanos?

—Sí.

—Y debes admitir que el yeti se parece mucho al hombre. Más que cualquier otra criatura, ¿verdad? ¿Y si se tratara de una criatura que se está convirtiendo en hombre? ¿Y si no es, en realidad, el último de su especie, sino el primero de la nuestra? Lo que me ha hecho pensar en ello ha sido el modo en que Gaspar habla de eso de librarnos de nuestro karma a través de diversas reencarnaciones, como criaturas distintas. A medida que, en cada vida, aprendemos más, tal vez vayamos convirtiéndonos en criaturas más elevadas. Y tal vez al resto de criaturas les suceda lo mismo. Tal vez, a medida que el yeti tenga que vivir donde la temperatura es más elevada, vaya perdiendo el pelo. O, no sé, a medida que los monos tengan que cuidar de vacas y ovejas, vayan haciéndose más altos. No todos a la vez, sino a través de muchas reencarnaciones. Tal vez las criaturas evolucionen como Gaspar cree que evolucionan las almas. ¿Qué opinas tú?

Joshua se acarició la barbilla un momento, y me miró como si se hallara sumido en hondos pensamientos, mientras yo temía que de un momento a otro se echara a reír. Me había pasado toda la semana pensando en ello. Aquella teoría me había asaltado mientras me entrenaba y mientras meditaba, desde que hicimos la peregrinación al valle del yeti. Y quería que, como mínimo, Joshua reconociera mis esfuerzos.

—Colleja —me dijo—, tal vez ésta sea la idea más tonta que se te ha ocurrido en tu vida.

—O sea, que no crees que sea posible.

—¿Por qué iba a crear Dios a una criatura solo para dejar que se extinguiera? ¿Por qué iba a permitir Dios algo así? —dijo Joshua.

—¿Y qué me dices del Diluvio? Murieron todos menos Noé y su familia.

—Pero eso fue porque la gente se había vuelto mala. El yeti no es malo. Si su especie se ha extinguido ha sido precisamente por carecer de capacidad para el mal.

—Muy bien, explícamelo tú, ya que eres el Hijo de Dios.

—Que el yeti desaparezca es la voluntad de Dios —dijo.

—¿Por qué? ¿Porque no hay en él ni rastro de maldad? —repliqué yo, sarcástico—. Si el yeti no es hombre, entonces tampoco es pecador. Es inocente.

Joshua asintió, con la mirada fija en el cuenco ya vacío.

—Sí, es inocente. —Se levantó y bajó la cabeza, saludándome, algo que rara vez hacía, a menos que estuviéramos entrenándonos—. Ahora estoy cansado, Colleja. Tengo que retirarme a rezar y a dormir.

—Lo siento, Josh, no era mi intención entristecerte. Me parecía que podía ser una teoría interesante.

Joshua esbozó una sonrisa fugaz, volvió a dedicarme una reverencia y se metió en su celda.

En el transcurso de los siguientes años, Joshua pasaba, como mínimo, una semana al mes en las montañas, con el yeti, trasladándose hasta allí no solo con todos los grupos de monjes, tras pedir limosna en la aldea, sino también solo. Dedicaba varios días y, en verano, semanas enteras, a estar con él. Nunca hablaba de lo que hacía mientras se encontraba en las cumbres, salvo que, según me contó en una ocasión, la criatura lo había llevado a la cueva en la que vivía y le había mostrado los huesos de sus congéneres. Mi amigo había hallado algo en el yeti, y aunque yo no tenía el valor de preguntárselo, sospechaba que el vínculo que compartía con aquel hombre de las nieves era el conocimiento de que ambos eran criaturas únicas, que nadie más como ellos caminaba sobre la tierra, y que, dejando de lado la conexión que ambos pudieran sentir con Dios y el universo, allí, en ese lugar, estaban absolutamente solos, y solo se tenían el uno al otro.

Gaspar no le prohibía a Joshua sus peregrinaciones y lo cierto era que hacía un gran esfuerzo por fingir que no se daba cuenta de que el monje Veintidós se había ausentado. A pesar de ello, yo notaba cierta incomodidad en el abad cada vez que Joshua desaparecía.

Él y yo seguíamos ejercitándonos con las estacas, y tras dos años saltando y aprendiendo a mantener el equilibrio, a nuestra rutina habitual se añadió el baile y el manejo de armas. Joshua se negó a usarlas y, de hecho, no quiso nunca aprender ningún arte que implicara causar dolor a otro ser. Ni siquiera aceptaba reproducir los movimientos de la lucha sustituyendo espadas y lanzas por cañas de bambú. Al principio, Gaspar se alteró mucho con la negativa de Joshua, y lo amenazó con expulsarlo del monasterio, pero cuando me llevé al abad aparte y le conté la historia del arquero al que Joshua había dejado ciego cuando íbamos camino de la fortaleza de Baltasar, optó por ceder. Junto con dos de los monjes más viejos, que habían sido soldados, idearon para Joshua un entrenamiento de lucha sin armas que no implicaba atacar ni ofender a nadie, sino que canalizaba la energía del atacante para repelerla. Como aquel nuevo arte lo practicaba solo Joshua (y, a veces, yo mismo), los monjes lo llamaron Jud-dô, «la vía del Judío».

Además de aprender kung-fu y Jud-do, Gaspar nos envió a que aprendiéramos a hablar y escribir en sánscrito. La mayoría de los libros sagrados del budismo estaban escritos en ese idioma, y todavía no se habían traducido al chino, lengua en la que Joshua y yo habíamos alcanzado bastante dominio.

—Es la lengua de mi infancia —nos contó Gaspar antes de que empezáramos las lecciones—. Debéis aprenderla para comprender las palabras del Gautama Buda, pero también para seguir vuestro dharma hasta vuestro siguiente destino.

Joshua y yo nos miramos. Hacía mucho tiempo que no hablábamos de abandonar el monasterio, y oír hablar de ello nos puso nerviosos. La rutina alimenta la ilusión de seguridad y, otra cosa no, pero rutina, en el monasterio, había de sobra.

—¿Cuándo nos vamos, maestro? —le pregunté.

—Cuando sea el momento —respondió él.

—¿Y cómo sabremos que ha llegado el momento de irnos?

—Cuando haya terminado el momento de quedarse.

—¿Y sabremos que ha llegado ese momento cuando finalmente nos des una respuesta directa y concreta a alguna pregunta, en lugar de mostrarte obtuso y raro? —dije.

—¿Conoce el renacuajo que aún no ha salido del huevo el universo de la rana adulta?

—No, claro que no —intervino Joshua.

—Correcto —dijo el maestro—. Meditad sobre ello.

Cuando mi amigo y yo entrábamos en el templo para iniciar la meditación, le dije:

—Cuando llegue la hora y sepamos que ha llegado el momento de irnos, pienso abrirle esa cabecita calva y brillante con una vara de lucha.

—Medita sobre ello —me dijo Josh.

—Lo digo en serio. Va a lamentar haberme enseñado a luchar —insistí.

—De eso estoy seguro. Yo ya lo lamento.

—Y no tiene por qué ser el único que reciba un mamporrazo en la cara cuando llegue el momento de los mamporrazos en la cara —dije.

Joshua me miró como si acabara de despertarlo de una siesta.

—En todo el tiempo que dedicamos a meditar, ¿qué haces tú realmente, Colleja?

—Medito… a veces. Escucho el sonido del universo, y esas cosas.

—Pero casi siempre te limitas a quedarte ahí, sentado.

—He aprendido a dormir con los ojos abiertos.

—Eso no te ayudará a alcanzar la iluminación.

—Es que quiero estar bien descansado cuando llegue al nirvana.

—No pierdas demasiado tiempo preocupándote por ello.

—Eh, tú. Yo tengo disciplina. Mediante la práctica he aprendido a provocarme poluciones nocturnas espontáneas.

—Todo un logro —opinó el Mesías, sarcástico.

—Sí, sí, búrlate de mí si quieres, pero cuando regresemos a Galilea, tú dedícate a vender tu «Ama a tu prójimo porque es como tú mismo», y yo ofreceré mi programa de «Sueños húmedos a voluntad», a ver quién de los dos tiene más seguidores.

Joshua sonrió.

—Creo que a cualquiera de los dos nos irá mejor que a mi primo Juan con su «No los saques del agua hasta que se muestren de acuerdo con tu sermón».

—Llevo años sin pensar en él. ¿Crees que sigue con eso?

En ese preciso instante, el monje Número Dos, con aspecto adusto y muy poco iluminado, atravesó el templo en dirección adonde nos encontrábamos, con una caña de bambú en la mano.

—Lo siento, Josh, pero tengo que sumergirme en la no mente —le dije, adoptando la postura del loto, formando con los dedos la mudra del buda compasivo, y en un periquete me quedé sentado, inmóvil, emprendiendo la vía de ser uno con la todoesidad.

A pesar de la velada advertencia de Gaspar sobre nuestra partida, volvimos a instalarnos en la rutina, rutina que incluía las lecciones de sánscrito, además del tiempo que Joshua pasaba con el yeti. Yo había alcanzado tal dominio en las artes marciales que era capaz de romper con la cabeza piedras gruesas como manos, y podía acercarme al más despierto de los monjes, darle un golpe en la oreja y regresar a la postura del loto sin darle tiempo a darse la vuelta y arrancarme el corazón que aún me latía en el pecho. (En realidad, nadie estaba seguro de que eso pudiera hacerse. Todos los días, el monje Número Tres declaraba que había llegado el momento de practicar el ejercicio de «Arrancar del pecho el corazón que aún late», y todos los días solicitaba voluntarios. Tras una breve espera, al constatar que nadie se presentaba, pasaba al siguiente ejercicio, que solía ser el de «Amputar un miembro con un abanico». Todos dudábamos de si Número Tres era capaz de hacerlo en realidad, pero nadie se lo preguntaba. Conocíamos bien los métodos de enseñanza que los monjes budistas usaban. Alguien mostraba curiosidad por algo y, en un momento un hombre calvo te acercaba a la cara un pedazo de carne ensangrentada y palpitante, y tú te preguntabas por qué, de pronto, tenías un agujero en la túnica, a la altura del tórax. No, gracias, tampoco es que nos interesara tanto saberlo).

Entretanto, Joshua se hizo tan experto evitando golpes que era como si hubiera vuelto a ser invisible. Incluso los mejores monjes luchadores, entre los que no me contaba, tenían dificultades para ponerle la mano encima a mi amigo, y en muchas ocasiones, si lo intentaban, terminaban en el suelo, boca arriba. Joshua parecía divertirse mucho durante aquellos ejercicios, se reía a menudo a carcajadas cuando esquivaba por los pelos el filo de una espada que había estado a punto de arrancarle un ojo. A veces le quitaba la lanza a Número Tres, solo para dedicarle una reverencia y entregársela, esbozando una sonrisa de oreja a oreja, como si al curtido soldado se le hubiera caído al suelo, y no le hubiera sido arrebatada de la mano. Cuando Gaspar presenciaba esas exhibiciones, abandonaba el patio meneando la cabeza y murmurando algo sobre el ego. Los demás, cuando se iba, nos entregábamos a un paroxismo de risotadas, a costa del abad. Incluso los números Dos y Tres, que normalmente seguían la disciplina a rajatabla, llegaban a dibujar un atisbo de sonrisa en sus rostros siempre ceñudos. Aquella fue una buena época para Joshua. La meditación, la oración, el ejercicio, y el tiempo que pasaba con el yeti parecían ayudarlo a librarse de la carga colosal que le había tocado llevar a cuestas. Por primera vez parecía contento de veras, por lo que mi asombro fue total el día en que mi amigo entró en el patio con lágrimas en los ojos. Solté la lanza con la que me entrenaba y corrí hacia él.

—¿Joshua?

—Está muerto —me dijo.

Lo abracé, y él se desplomó en mis brazos, sollozando. Llevaba puestas las perneras de lana y las botas, por lo que supe al instante que acababa de regresar de una de sus visitas a las montañas.

—Le ha caído un bloque de hielo del techo de la cueva. Lo he encontrado debajo. Aplastado. Estaba totalmente congelado.

—Y no has podido…

Joshua se apartó un poco y me agarró de los hombros.

—Exacto. No llegué a tiempo. No solo no pude salvarlo, sino que ni siquiera estaba ahí para consolarlo.

—Sí estabas ahí.

Joshua me clavó sus dedos en los hombros y me zarandeó como si yo estuviera histérico y él intentara llamar mi atención, hasta que de pronto me soltó y se encogió de hombros.

—Me voy al templo a rezar.

—Yo también voy enseguida. Quince y yo debemos practicar tres movimientos más. —Mi pareja de lucha aguardaba pacientemente en el otro extremo del patio, con la lanza en la mano, observando.

Joshua había llegado casi a las puertas cuando se giró.

—¿Conoces la diferencia entre rezar y meditar, Colleja?

Negué con la cabeza.

—Rezar es hablar con Dios. Meditar es escuchar. Me he pasado la mayor parte de estos últimos seis años escuchando. ¿Y sabes lo que he oído?

No respondí.

—Ni una sola cosa, Colleja. Ahora tengo unas cuantas cosas que decir.

—Siento lo de tu amigo —le dije.

—Ya lo sé. —Y, volviéndose, hizo ademán de entrar en el monasterio.

—Josh —le llamé, y él se detuvo y giró la cabeza—. Yo no permitiré que eso te suceda a ti. Eso lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —dijo, y entró a soltarle una bronca divina a su padre.

A la mañana siguiente Gaspar nos convocó en la sala del té. Parecía llevar varios días sin dormir y, fuera cual fuese su edad, llevaba un siglo de tristeza escrito en la mirada.

—Sentaos —nos dijo, y nosotros le obedecimos—. El anciano de la montaña ha muerto.

—¿Quién?

—Aquel al que llamaba yeti, el anciano de la montaña. Ha pasado a su siguiente vida, y es hora de que vosotros partáis.

Joshua no dijo nada, permaneció sentado con las manos apoyadas en el regazo, la vista clavada en la mesa.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —pregunté yo—. ¿Por qué debemos irnos porque el yeti haya muerto? No sabíamos siquiera que existía hasta que llevábamos dos años aquí.

—Pero yo sí.

Noté que se me calentaba la cara, y estoy seguro de que la cabeza rasurada, y las orejas, debieron de ponérseme coloradas, pues Gaspar me dedicó una mirada severa.

—Aquí ya no hay nada para vosotros. Para ti nunca ha habido nada. No habría dejado que te quedaras si no hubieras sido amigo de Joshua. —Era la primera vez que usaba alguno de nuestros nombres desde que llegamos al monasterio—. Número Cuatro se reunirá con vosotros en la puerta. Él conserva las pertenencias que traíais cuando llegasteis, y os entregará algo de alimento para el viaje.

—No podemos irnos a casa —dijo Joshua—. Todavía no sé lo bastante.

—No —convino Gaspar—. Me temo que tienes razón. Pero aquí ya has aprendido todo lo que podías aprender. Si llegas a un río y encuentras una barca en la orilla, la usas para cruzar. Te habrá sido útil, pero una vez en la otra orilla, ¿acaso cargas con la barca y la llevas contigo el resto del viaje?

—¿Es muy grande esa barca? —pregunté yo.

—¿De qué color es la barca? —quiso saber Joshua.

—¿Es muy largo el viaje? —añadí yo.

—¿Colleja puede llevar los remos, o tengo que cargar yo con todo?

—¡No! —exclamó Gaspar—. No, no cargáis con la barca. Os ha sido útil, pero ahora es una carga. ¡Esto es una parábola, cretinos!

Joshua y yo agachamos la cabeza ante la ira de Gaspar. Mientras el maestro seguía regañándonos, Joshua me sonrió y me guiñó el ojo. Y, al ver su sonrisa, supe que se recuperaría.

Gaspar concluyó su diatriba, aspiró hondo y prosiguió en el tono del monje tolerante al que nos tenía acostumbrados.

—Como iba diciendo, aquí ya no tienes nada más que aprender. Joshua, vete y sé un bodhisattva para tu pueblo, y Colleja, tú intenta no matar a nadie con todo lo que te hemos enseñado aquí.

—¿Entonces? ¿Cogemos esa barca ahora? —preguntó Joshua.

Por un momento pareció que Gaspar iba a explotar de nuevo, pero mi amigo levantó la mano y el anciano permaneció en silencio.

—Te estamos agradecidos por el tiempo que hemos pasado aquí, Gaspar. Estos monjes son hombres nobles y honorables, y hemos aprendido mucho de ellos. Pero tú, abad honorable, eres un impostor. Has llegado a dominar unos pocos trucos del cuerpo y eres capaz de alcanzar el estado de trance, pero no eres un ser iluminado, aunque crees haber tenido una visión fugaz de la iluminación. Buscas respuestas en todas partes menos donde se encuentran. Sin embargo, tus engaños no te han impedido transmitirnos tus enseñanzas. Te damos las gracias, Gaspar. Hipócrita. Sabio. Bodhisattva.

Gaspar siguió sentado, contemplando a Joshua, que le había hablado como se hablaba a los niños. El anciano empezó a preparar el té, más débil, me pareció, aunque tal vez se tratara solo de mi imaginación.

—¿Y tú también lo sabías? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—¿Qué ser iluminado viaja alrededor de medio mundo siguiendo una estrella solo porque ha oído rumores de que ha nacido un Mesías?

—Quiere decir cruzando medio mundo —dijo Joshua.

—No, quiero decir «alrededor» del mundo. —Le di un codazo en las costillas a Joshua, porque me resultaba más fácil que explicarle a Gaspar mi teoría de la tierra redonda y pegajosa. El anciano ya lo estaba pasando mal, no hacía falta que viniera yo a ponerle las cosas más difíciles.

Gaspar sirvió el té para todos, se sentó y suspiró.

—Tú no has sido ninguna decepción para mí, Joshua. Los tres supimos, apenas te vimos, que eras un ser distinto a todos. «Brahma encarnado», dijo mi hermano.

—¿Qué fue lo que os dio la pista? —le pregunté yo—. ¿El ángel en el tejado del establo?

Gaspar me ignoró por completo.

—Pero tú todavía eras un recién nacido, y fuera lo que fuese que andábamos buscando, no eras tú, o al menos no en aquel momento. Supongo que podríamos habernos quedado, haber ayudado a criarte, a protegerte, pero éramos todos muy densos por entonces. Baltasar quería encontrar la llave de la inmortalidad, y tú no podías ofrecérsela de ningún modo, y mi hermano y yo deseábamos hallar las claves del universo, que tampoco se encontraban en Belén. De modo que advertimos a tu padre de que Herodes pretendía asesinarte, le entregamos oro para que te sacara del país, y regresamos a Oriente.

—¿Melchor es tu hermano?

Gaspar asintió.

—Éramos príncipes de Tamil. Melchor es el mayor, por lo que habría heredado nuestras tierras, aunque yo también habría recibido un pequeño feudo. Como Siddhartha, nosotros también renunciamos a los placeres terrenales para perseguir la iluminación.

—¿Y cómo terminaste aquí, en estas montañas? —le pregunté.

—Vine persiguiendo budas. —Gaspar sonrió—. Yo había oído que en estas montañas habitaba un sabio. La gente del lugar lo llamaba el anciano de las montañas. Vine buscando a ese sabio, y a quien encontré fue al yeti. Quién sabe cuántos años tenía, cuánto tiempo llevaba en este lugar. Lo que sí sabía es que era el último de su especie, y que sin ayuda no tardaría en morir. De modo que me quedé aquí y construí este monasterio. Además de a los monjes que venían a estudiar, me he ocupado del yeti desde que vosotros erais niños. Y ahora ha muerto. Ya no tengo objetivo en la vida, y no he aprendido nada. Fuera lo que fuese lo que yo podía aprender en este lugar, ha muerto y está sepultado bajo ese bloque de hielo.

Joshua alargó la mano sobre la mesa y acarició la del anciano.

—Tú nos haces practicar los mismos movimientos todos los días, practicamos los mismos gestos una y otra vez, cantamos los mismos mantras. ¿Para qué? Para que esas acciones acaben siendo naturales, espontáneas, para que el pensamiento no las diluya. ¿No es cierto?

—Sí —dijo Gaspar.

—Pues con la compasión sucede lo mismo —prosiguió Joshua—. Eso era lo que sabía el yeti. Él amaba constante, instantánea, espontáneamente, sin que mediara el pensamiento, ni las palabras. Eso fue lo que me enseñó a mí. El amor no es algo en lo que se piensa, es un estado en el que se habita. Ése fue su regalo.

—Vaya —dije yo.

—Yo vine hasta aquí para aprender eso —dijo Joshua—. Y tú me lo has enseñado tanto como me lo enseñó el yeti.

—¿Yo? —Gaspar estaba sirviendo más té mientras mi amigo hablaba, y se dio cuenta de que había llenado su taza más de la cuenta, y de que el líquido mojaba la mesa.

—¿Quién lo ha cuidado? ¿Quién lo ha alimentado? ¿Quién ha velado por él? ¿Tenías que pararte a pensar en ello antes de hacerlo?

—No —admitió Gaspar.

Joshua se puso en pie.

—Gracias por la barca.

Gaspar no nos acompañó hasta la puerta de entrada. Como nos había prometido, el monje Número Cuatro nos esperaba con nuestra ropa y el dinero que teníamos el día que llegamos, hacía ya seis años. Recogí el frasquito de veneno con forma de yin yang que me había entregado Dicha, y me pasé la cuerda por el cuello. A continuación fijé al cinto de la túnica la daga con filo de cristal, y sujeté la ropa bajo el brazo.

—¿Pensáis ir a visitar al hermano de Gaspar? —nos preguntó el monje. Número Cuatro era uno de los residentes más ancianos, uno de los que había servido al emperador como soldado, y una cicatriz larga, blanca, le surcaba la cabeza, desde la mitad del cráneo rasurado hasta la oreja derecha. La herida, al curarse, se había bifurcado.

—Está en Tamil, ¿verdad? —preguntó Joshua.

—Id hacia el sur. Está muy lejos. Encontraréis muchos peligros en el camino. Recordad vuestro entrenamiento.

—Lo haremos.

—Muy bien.

Número Cuatro dio media vuelta, entró en el monasterio y cerró el pesado portón de madera.

—No, Número Cuatro, nada de despedidas almibaradas de las que luego puedas avergonzarte —dije, hablándole a la puerta—. No, en serio, nada de escenitas.

Joshua estaba contando el dinero que quedaba en el monedero de cuero.

—Está todo lo que trajimos.

—Bien.

—No, no está bien. Llevamos aquí seis años, Colleja. Este dinero debería haberse duplicado o triplicado en todo este tiempo.

—¿Cómo? ¿Por arte de magia?

—No, deberían haberlo invertido. —Se giró y clavó la vista en el portón—. Qué tontos sois, cabrones. Tal vez debierais dedicar menos tiempo a estudiar el modo de sacudiros los unos a los otros y más a administrar vuestro dinero.

—¿Amor espontáneo? —apunté yo.

—Sí. Gaspar tampoco lo alcanzará nunca. Por eso han matado al yeti, eso lo sabes, ¿no?

—¿Quién?

—La gente de la montaña. Han matado al yeti porque no podían soportar que existiera una criatura que no fuera tan mala como ellos.

—¿La gente de la montaña era mala?

—Todos los hombres son malos, de eso era de lo que le hablaba a mi padre.

—¿Y qué te dijo él?

—«Que se jodan».

—¿De veras?

—Sí.

—Al menos te respondió.

—Tengo la sensación de que ahora cree que ese es mi problema.

—Me pregunto por qué no lo grabaría a fuego en una de las tablas: «Mira, Moisés, aquí están los diez mandamientos, y ahí te mando uno más que dice así: “Que se jodan”».

—Él no pone esa voz.

—Para casos de emergencia —añadí, prosiguiendo con mi perfecta imitación de la voz divina.

—Espero que haga calor en la India —comentó Joshua.

Y así fue como, cuando este tenía veinticuatro años, se produjo el advenimiento de Joshua de Nazaret a la India.