18

He salido y me he mezclado con vosotros, he comido, y he hablado, y he caminado, caminado y caminado sin tener que dar media vuelta a causa de algún muro que se interpusiera en mi camino. El ángel me ha despertado esta mañana y me ha entregado ropas nuevas, curiosas al tacto, que no a la vista (ya las conocía por la tele). Unos vaqueros, una sudadera, unas zapatillas deportivas, además de calcetines y calzoncillos bóxer.

—Póntelo. Te saco a pasear —me dijo Raziel.

—Como si fuera un perro.

—Exacto. Como si fueras un perro.

El ángel también llevaba el atuendo americano moderno, y aunque seguía siendo extraordinariamente apuesto, se lo veía más incómodo que si le hubieran clavado la ropa al cuerpo con lanzas ardientes.

—¿Dónde vamos?

—Ya te lo he dicho, a la calle.

—¿De dónde has sacado estas cosas?

—He llamado a recepción y Jesús las ha subido. Hay una tienda de ropa en el hotel. Vamos.

Hemos salido, Raziel ha cerrado la puerta y se ha metido la llave de la habitación en el bolsillo, junto al dinero. Yo me preguntaba si era la primera vez que tenía bolsillos. A mí no se me hubiera ocurrido usarlos. No he pronunciado ni una palabra mientras bajábamos en ascensor hasta el vestíbulo y abandonábamos el edificio por la puerta principal. No quería estropearlo, decir algo que hiciera reaccionar al ángel y le devolviera la cordura. El ruido de la calle me ha parecido glorioso: los coches, los martillos hidráulicos, los dementes que hablan solos… ¡La luz! ¡Los olores! Es posible que me encontrara conmocionado cuando llegamos por primera vez desde Jerusalén, porque no recordaba que todo fuera tan vivido.

Me he puesto a dar saltos por la calle, y el ángel me ha agarrado del hombro. Sus dedos se han clavado como garras en mis músculos.

—Sabes que no puedes escapar, que si corres te atraparé y te partiré las piernas, y entonces ya no podrás correr nunca más. Sabes que incluso si lograras escapar unos minutos, nunca podrías ocultarte de mí. Sabes que puedo encontrarte, como ya encontré una vez a todos los que son como tú. Todas esas cosas las sabes, ¿verdad?

—Sí, suéltame. Y sigamos caminando.

—No soporto caminar. ¿Has visto alguna vez a un águila mirar a una paloma? Pues así me siento yo contigo y con tus ganas de caminar.

Supongo que debería aclarar a qué se refería Raziel cuando ha dicho eso de los que son como tú. Según parece hizo algunos trabajos como Ángel de la Muerte hace siglos, pero fue relevado de sus tareas porque no se mostraba particularmente dotado para ellas. Él mismo reconoce que le perdían las historias truculentas (tal vez por eso le gusten tanto los culebrones). En cualquier caso, cuando leemos en la Tora que Noé llegó a vivir novecientos años, y que Moisés vivió ciento cuarenta, pues eso, ¿a que no sabéis quién dirigía aquello de «desprenderse de la envoltura mortal»? Ahí fue donde adoptó aquel aspecto, aquellas alas negras de las que he hablado antes. Aunque lo echaron, le dejaron quedarse con el traje. (¿No es increíble que a Noé le consintieran posponer la muerte ochocientos años solo porque le decía al ángel que iba retrasado con el papeleo? No era de extrañar que Raziel resultara tan incompetente en su actual tarea).

—¡Mira, Raziel, pizza! —he exclamado, señalándole un cartel—. Compremos pizzas.

Él ha sacado algo de dinero del bolsillo y me lo ha entregado.

—Hazlo tú. Sabes hacerlo, ¿verdad?

—Sí, en mi época ya había comercio —he replicado, sarcástico—. Pizza no teníamos, pero comercio sí.

—Bien. ¿Y sabes usar esa máquina? —Ha apuntado con el dedo en dirección a una caja que contenía periódicos tras un cristal.

—Si no se abre tirando de esa asa, entonces no.

El ángel me ha parecido algo alterado.

—¿Cómo es que puedes recibir el don de lenguas y de pronto entender todos los idiomas, y no existe ningún don que te diga cómo funcionan las cosas en esta época? Explícamelo tú, porque yo no lo entiendo.

—Tal vez, si soltaras alguna vez el mando a distancia de la tele, hubiese aprendido algo más.

Lo que quería decir era que podría haber aprendido más del mundo exterior gracias a la tele, pero Raziel ha pensado que quería decir que necesitaba más práctica presionando los botones de los canales.

—Aprender a usar un televisor no es suficiente. Tienes que saber cómo funciona todo en este mundo.

Y, dicho esto, el ángel ha dado media vuelta y, a través del ventanal de la pizzeria, se ha puesto a mirar a los hombres que arrojaban discos de masa al aire.

—¿Por qué, Raziel? ¿Por qué tengo que saber cómo funciona este mundo? Pero si has sido tú el que me ha impedido aprender nada.

—Pues eso ya se terminó. Vamos a comernos una pizza.

—¿Raziel?

No ha querido explicarme nada más, y hemos dedicado el resto del día a pasear por la ciudad, a gastar dinero, a conversar con la gente, a aprender. A media tarde, Raziel le ha preguntado a un conductor de autobús dónde podíamos ir para conocer a Spiderman. La expresión de desengaño del ángel al oír la respuesta del conductor no querría volver a verla en otros dos mil años. Hemos regresado aquí, a la habitación, donde Raziel ha dicho:

—Echo de menos destruir ciudades llenas de seres humanos.

—Sí, ya te entiendo —le he dicho, aunque fue mi mejor amigo el causante de que esa práctica dejara de estar de moda, y ya iba siendo hora. Pero al ángel le hacía falta oírlo. No es lo mismo levantar falsos testimonios que solidarizarse con los sentimientos de los demás. Incluso Joshua comprendía la diferencia entre las dos cosas.

—Joshua, me asustas —le dije, hablando con la voz incorpórea que flotaba ante mí, en el templo—. ¿Dónde estás?

—Estoy en todas partes y en ningún lugar —me respondió la voz de mi amigo.

—¿Y cómo es que tu voz está frente a mí?

Todo aquello no me gustaba nada. Sí, claro, mis años junto a Joshua me habían curtido en lo que a experiencias sobrenaturales se refiere, pero mi meditación no me había llevado a un punto en el que pudiera aceptar con naturalidad que mi amigo fuera invisible.

—Supongo que es la naturaleza de la voz la que debe provenir de algún lugar, pero solo para que pueda ser liberada.

Gaspar estaba sentado en el templo, y al oír nuestras voces se levantó y se dirigió hacia mí. No parecía enfadado, aunque lo cierto era que nunca lo parecía.

—¿Por qué? —me preguntó, queriendo decir: «¿Por qué estás hablando y alterando la meditación de todos con tu ruido infernal, bárbaro?».

—Joshua ha alcanzado la iluminación —le respondí.

Gaspar no añadió nada, como si dijera: «¿Y qué? Para eso estáis aquí, insignificante esquilador de yaks».

—Y es invisible.

Mu —pronunció la voz de Joshua. «Mu» significa «Nada más allá de la nada» en chino.

En un acto claro de espontaneidad descontrolada, Gaspar emitió un gritito de niña y dio un gran salto. Los monjes dejaron de entonar sus cánticos y alzaron la vista.

—¿Qué ha sido eso?

—Ha sido Joshua.

—Estoy libre de mi yo, de mi ego —prosiguió Joshua. Se oyó una especie de pitido breve, y un hedor molesto impregnó el aire.

Miré a Gaspar, que negó con la cabeza. Él, a su vez, me miró a mí, y yo me encogí de hombros.

—¿Has sido tú? —le preguntó Gaspar a Joshua.

—¿Yo en el sentido de que formo parte de todas las cosas, o yo en el sentido de que soy quien ha emitido el gas fétido? —preguntó Joshua.

—Esto último —aclaró Gaspar.

—No —respondió entonces Josh.

—Mientes —tercié yo, tan asombrado por ello como por el hecho de no poder ver a mi amigo.

—Y ahora, debería dejar de hablar. Tener voz me separa de todo lo que es. —Y dicho esto se sumió en el silencio, y Gaspar miró a su alrededor, como si estuviera a punto de dejarse arrastrar por el pánico.

—No te vayas, Joshua —le imploró el abad—. Quédate como estás, si debes hacerlo, pero ven a la sala del té mañana, al amanecer. —Gaspar me miró—. Y ven tú también.

—Yo debo entrenarme con las estacas mañana —dije.

—Quedas excusado —me aclaró Gaspar—. Y si Joshua vuelve a dirigirte la palabra esta noche, intenta persuadirlo para que comparta con nosotros su existencia.

Y, dicho esto, se alejó a toda prisa, de un modo muy poco iluminado.

Esa noche, ya estaba quedándome dormido cuando oí un pitido junto la pared, en el exterior de mi celda, seguido de un olor absolutamente repugnante que me desveló al instante.

—¿Joshua? —A gatas, abandoné mi celda y me dirigí al pasillo. Había unas aberturas altas en las paredes que permitían que por ellas se colara la luz de la luna, pero yo no veía más que su luz débil y azulada sobre las losas de piedra—. ¿Joshua? ¿Eres tú?

—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó la voz incorpórea.

—Pues, para serte sincero, porque apestas, Josh.

—La última vez que bajamos a la aldea a pedir limosna, una mujer nos dio a Número Catorce y a mí un huevo milenario. Y no me sentó muy bien.

—Pues no entiendo por qué. Creo que, pasados, no sé, unos doscientos años, más o menos, es mejor no comérselos.

—Los entierran, los dejan en un sitio y luego los desentierran.

—¿Es por eso por lo que no puedo verte?

—No, eso es porque estoy de meditación. Me he liberado de todo. He alcanzado la libertad perfecta.

—Tú has sido libre desde que abandonamos Galilea.

—No es lo mismo. Eso es lo que he venido a decirte, que yo no puedo liberar a nuestro pueblo del yugo de Roma.

—¿Por qué no?

—Porque esa no es la verdadera libertad. Toda libertad que puede ser concedida, también puede ser suprimida. No hacía falta que Moisés le pidiera al Faraón que liberara a nuestro pueblo, no hacía falta que los babilonios liberaran a nuestro pueblo, y no hace falta que nuestro pueblo sea liberado de los romanos. Yo no puedo darles la libertad. La libertad está en sus corazones, y las personas, simplemente, deben encontrarla.

—O sea que lo que estás diciendo es que no eres el Mesías.

—¿Cómo podría serlo? ¿Cómo un humilde ser va a pretender dar algo que no puede darse?

—Si no eres tú, ¿quién, Josh? Los ángeles y los milagros, tu poder para sanar y confortar. ¿Quién, si no tú, es el elegido?

—No lo sé. Yo no sé nada. He venido a decirte adiós. Estaré contigo, como parte de todas las cosas, pero tú no me percibirás hasta que alcances la iluminación. Ni te imaginas qué se siente, Colleja. Lo eres todo, lo amas todo, no necesitas nada.

—Muy bien. A partir de ahora, no te harán falta los zapatos, supongo.

—Las posesiones se interponen entre uno y su libertad.

—A mí eso me suena a un no. Pero hazme un favor, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

—Ven a escuchar lo que Gaspar quiere decirte mañana. —Y dame tiempo para pensar en una respuesta inteligente a alguien que es invisible y está loco, pensé para mí. Joshua era inocente, pero no era tonto. Debía ocurrírseme algo para salvar al Mesías, y que este, a su vez, pudiera salvarnos a todos.

—Me voy al templo a pensar. Te veo mañana.

—No si yo te veo primero.

—Muy gracioso —dijo Josh.

Gaspar parecía más viejo que otras veces, muy viejo, de hecho, aquella mañana, cuando me reuní con él en la sala del té. Sus aposentos se limitaban a una celda del mismo tamaño que la mía, pero contigua a la sala de té, y con una puerta que podía cerrar. El frío se apoderaba del monasterio por las mañanas, y mientras el maestro preparaba la bebida caliente yo veía el vaho que salía de nuestras bocas. No tardó en sumarse a las nubes de vapor que se elevaban una tercera, que salía de mi lado de la mesa.

—Buenos días, Joshua —dijo Gaspar—. ¿Has dormido, o te has liberado también de esa necesidad?

—No, yo ya no duermo —le respondió Josh.

—Nos disculparás a Veintidós y a mí, pues a nosotros todavía nos hace falta alimentarnos.

Gaspar sirvió el té y cogió dos bolas de arroz del estante. Me alargó una, y yo la acepté.

—No he traído mi cuenco —me disculpé, temeroso de que Gaspar se enojara conmigo. ¿Cómo iba a saberlo? Los monjes siempre desayunaban juntos. Aquello se salía de la norma.

—Tienes las manos limpias —dijo Gaspar. Dio un sorbo al té y se sentó tranquilamente un rato, sin pronunciar palabra. El calor que proporcionaba el brasero que el sabio había usado para calentar el té no tardó en impregnar la habitación, y el aliento de Joshua dejó de verse. Resultaba claro que mi amigo se había liberado también de los problemas gástricos causados por la ingestión de aquel huevo de mil años. Yo empezaba a ponerme nervioso, consciente de que Número Tres nos estaba esperando a Joshua y a mí para proseguir con nuestro entrenamiento. Estaba a punto de decir algo cuando Gaspar levantó el índice para que no hablara.

—Joshua —dijo Gaspar—. ¿Sabes qué es un bodhisattva?

—No, maestro, no lo sé.

—Gautama Buda fue un bodhisattva. Los veintisiete patriarcas que ha habido desde Gautama Buda también fueron bodhisattvas. Hay quien dice que yo mismo soy un bodhisattva, aunque yo no lo digo.

—No hay budas —dijo Joshua.

—No, claro —admitió Gaspar—. Pero cuando alguien alcanza el lugar del buda y se da cuenta de que no hay buda porque todo es buda, cuando alguien alcanza la iluminación pero toma la decisión de no evolucionar hacia el nirvana hasta que todos los seres sensibles lo hayan precedido en el camino, entonces es un bodhisattva. Un salvador. Un bodhisattva, al tomar esa decisión, comprende lo único que puede comprenderse: la compasión ante el sufrimiento de sus congéneres. ¿Lo comprendes?

—Creo que sí —dijo Joshua—. Pero la decisión de convertirse en bodhisattva parece un acto de ego, una negación de la iluminación.

—Y lo es, Joshua. Es un acto de amor hacia uno mismo.

—¿Me estás pidiendo que me convierta en un bodhisattva?

—Si te dijera «Ama al prójimo como te amas a ti mismo», ¿te estaría pidiendo que fueras egoísta?

Se hizo el silencio durante unos instantes, y cuando miré hacia el punto del que provenía la voz de Joshua, vi que, gradualmente, volvía a hacerse visible.

—No —respondió.

—¿Por qué? —le preguntó Gaspar.

—«Ama al prójimo como a ti mismo… —se hizo una larga pausa, y yo imaginé que Joshua alzaba la vista al cielo en busca de respuesta, como hacía a menudo, antes de proseguir— pues él eres tú, y tú eres él, y todo lo que merece la pena amar es todo». Joshua terminó de materializarse delante de nuestros ojos, totalmente vestido, con buen aspecto.

Gaspar le sonrió, y aquellos años de más que parecían asomar a su rostro parecieron esfumarse. Una gran paz se apoderó de sus rasgos, y por un momento habría podido ser tan joven como nosotros.

—Así es, Joshua. Eres un ser verdaderamente iluminado.

—Seré un bodhisattva para mi pueblo —dijo Joshua.

—Muy bien. Y, ahora, ve a esquilar el yak.

Al oírlo, se me cayó el cuenco de arroz al suelo.

—¿Qué?

—Y tú ve a reunirte con Número Tres y empezad a entrenar sobre las estacas.

—Déjame que lo esquile yo —le dije—. Yo ya lo he hecho.

Joshua me plantó una mano en el hombro.

—No te preocupes.

Gaspar dijo:

—Y, durante la próxima luna, después de pedir limosna, los dos iréis con el grupo a las montañas, y os entregaréis a una meditación especial. Vuestro entrenamiento empieza esta noche. No comeréis durante dos días, y debéis traerme vuestras mantas antes de que se ponga el sol.

—Pero si yo ya estoy iluminado… —protestó Joshua.

—Bien. Ve a esquilar el yak —insistió el maestro.

No sé de qué me sorprendí cuando, al día siguiente, vi aparecer a Joshua en el comedor comunitario con una bala de pelo de yak y ni un solo rasguño. A los demás monjes no les extrañó lo más mínimo. De hecho, apenas levantaron la vista del cuenco de arroz y del té. (En los años que pasé en el monasterio de Gaspar, descubrí que era prácticamente imposible sorprender a un monje budista, sobre todo si había recibido entrenamiento en kung-fu. Todos estaban tan atentos al momento presente que uno tenía que hacerse casi invisible y completamente silencioso si quería acercarse a un monje sin que este lo notara, e incluso en ese caso el susto clásico no bastaba para alterar sus chakras. Para lograr que reaccionara, tenías casi que clavarle una lanza, aunque si oía el silbido de esta al surcar el aire, era muy posible que la interceptara al vuelo, te la arrebatara y te la clavara él a ti. De modo que no, no se sorprendieron lo más mínimo cuando Joshua, intacto, apareció con la lana).

—¿Cómo? —le pregunté, pues aquella palabra resumía en gran medida lo que me interesaba saber.

—Le he explicado lo que estaba haciendo —me respondió Joshua—. Y ella ha permanecido absolutamente inmóvil.

—¿Le has dicho lo que ibas a hacerle?

—Sí. Como no tenía miedo, no se ha resistido. El miedo nace de intentar ver el futuro, Colleja. Si sabes lo que viene, no tienes miedo.

—Eso no es cierto. Yo sabía lo que te esperaba (que el yak iba a pisotearte, y que a mí lo de sanar a otros no se me da tan bien como a ti), y tenía miedo.

—Ah. En ese caso, debo de estar equivocado. Será, simplemente, que tú no le caes bien.

—Sí, eso es más probable.

Joshua se sentó en el suelo, delante de mí. A él tampoco le estaba permitido comer nada, pero sí nos dejaban beber té.

—¿Tienes hambre?

—Yo sí, ¿y tú?

—Muchísima. ¿Qué tal has dormido esta noche? Sin la manta, digo.

—Hacía frío, pero he recurrido a los entrenamientos y he podido dormir.

—Yo lo he intentado, pero no he dejado de temblar. Y eso que todavía no estamos en invierno, Josh. Cuando empiece a nevar, nos helaremos sin la manta. No soporto el frío.

—Tienes que llegar a ser el frío —dijo Joshua.

—Me gustabas más antes de que alcanzaras la iluminación —repliqué.

A partir de entonces Gaspar empezó a supervisar personalmente nuestro entrenamiento. Estaba con nosotros siempre que saltábamos de poste en poste, y nos obligaba a ejercitarnos sin piedad en las complejas series de manos y pies que componían nuestras prácticas de kung-fu. (Yo, mientras nos las enseñaba, no podía dejar de pensar en que ya había visto antes aquellos movimientos, hasta que recordé a Dicha ejecutando sus complicados pasos de baile en la fortaleza de Baltasar. ¿Habría enseñado Gaspar al brujo, o viceversa?). Mientras permanecíamos sentados, meditando, en ocasiones toda la noche, él se mantenía de pie, detrás de nosotros, con la caña de bambú preparada, y periódicamente nos golpeaba la espalda o la cabeza con ella, sin motivo aparente.

—¿Por qué lo hace? Yo no he hecho nada —me quejaba yo ante Joshua mientras tomábamos el té.

—No te golpea para castigarte, te golpea para que te mantengas en el momento.

—Bueno, pues ahora estoy en el momento, y en este momento lo que me gustaría sería darle una paliza y que se cagara.

—No lo dices en serio.

—¿Ah, no? ¿Qué se supone, que debo querer ser la mierda que le salga cuando se cague de la paliza que le dé?

—Sí, Colleja —respondió Joshua, muy serio—. Debes ser esa mierda. —Pero no logró mantener el rictus durante mucho tiempo, y mientras sorbía el té se le escapó la risa, y la bebida se le salió por la nariz. No podía parar de reírse a carcajadas. Los demás monjes, que sin duda habían estado escuchando nuestra conversación, se rieron también. Dos de ellos se reían tanto que empezaron a retorcerse en el suelo, sujetándose los costados.

Es muy difícil seguir sintiéndote ofendido cuando tienes una sala llena de tipos calvos, vestidos con túnicas naranjas, riéndose. Ay, el budismo.

Gaspar nos hizo esperar dos meses antes de llevarnos al peregrinaje de meditación especial, por lo que el invierno estaba ya bastante avanzado cuando emprendimos la agotadora expedición. La nieve se acumulaba de tal modo en la ladera de la montaña que, literalmente, debíamos excavar un túnel en el patio todas las mañanas para poder practicar nuestros ejercicios. Antes de que se nos permitiera empezar, Joshua y yo debíamos retirar la nieve de todo el patio, lo que implicaba que, algunos días, no empezábamos a entrenarnos hasta pasado el mediodía. En otras ocasiones, el viento de las montañas soplaba con tal fuerza que no veíamos más allá de un palmo de nuestras narices, y Gaspar ideaba ejercicios que pudieran ejecutarse en el interior del monasterio.

Ni a Joshua ni a mí nos devolvieron nuestras mantas, y yo me pasaba las noches tiritando de frío hasta que lograba conciliar el sueño. Aunque las ventanas altas estaban cerradas y los braseros de carbón ardían en las celdas ocupadas, durante el invierno nunca se alcanzaba algo remotamente parecido al bienestar físico. Para mi alivio, constataba que a los demás monjes el frío también les afectaba, y me di cuenta de que la postura habitual durante los desayunos consistía en envolver todo el cuerpo en torno a la taza humeante de té, para impedir que escapara la mínima cantidad del preciado calor que desprendía. Alguien que hubiera entrado en esos momentos en el comedor, al vernos allí acurrucados, ataviados con nuestras túnicas color azafrán, habría creído que se encontraba en un campo de calabazas gigantes. Pero, como mínimo, los demás (incluido Joshua), parecían hallar cierto alivio durante su meditación cuando, según decían, alcanzaban un estado en el que eran capaces de generar su propio calor. Yo todavía me encontraba en fase de aprendizaje de aquella disciplina. A veces me planteaba la posibilidad de encaramarme al fondo del templo, allí donde la cueva se estrechaba y centenares de murciélagos hibernaban, formando un amasijo de pelo y tendones. Seguro que el hedor resultaba insoportable, pero al menos se estaría calentito.

Cuando finalmente llegó el día de emprender el peregrinaje, yo seguía tan lejos como al principio de generar mi propio calor, por lo que sentí un gran alivio cuando Gaspar nos condujo a cinco de nosotros hasta un armario y nos entregó unas perneras y unas botas de lana de yak.

—La vida es sufrimiento —dijo Gaspar mientras le entregaba las perneras a Joshua—, pero es mejor soportarlo con las piernas en su sitio.

Partimos poco antes del alba de un día cristalino, que nacía tras una noche de viento brutal que había levantado gran parte de la nieve de la base de la montaña. Gaspar nos llevó hasta la aldea. En ocasiones avanzábamos con nieve hasta la cintura, otras veces saltábamos de piedra en piedra, y entonces nuestro entrenamiento con las estacas nos parecía de pronto mucho más práctico de lo que jamás creímos posible. En la ladera de aquella montaña, resbalar al pisar alguna de aquellas piedras podría haber supuesto que cayéramos quebrada abajo, y nos viéramos sepultados bajo quince metros de nieve.

Los aldeanos nos recibieron con gran alborozo, salieron de sus casas de piedra y barro para llenarnos los cuencos con arroz y tubérculos. Hicieron sonar unas campanillas de latón y tañeron el cuerno de yak en nuestro honor antes de regresar apresuradamente junto a sus fuegos y cerrar las puertas para protegerse del frío. Fue un momento festivo, pero fugaz. Gaspar nos condujo a la casa de la mujer desdentada a la que Joshua y yo habíamos conocido hacía ya tanto tiempo, y todos nos acostamos sobre la paja de su establo, entre sus cabras y un par de yaks. (Sus yaks eran mucho más pequeños que el que nosotros criábamos en el monasterio, se parecían más a vacas de tamaño normal. Más tarde descubriría que la nuestra era descendiente de los yaks salvajes que vivían en las altas planicies, mientras que los suyos eran de los que llevaban miles de años domesticados).

Cuando los demás se acostaron, yo me colé furtivamente en casa de la anciana, en busca de algo de comer. Se trataba de una construcción pequeña, de piedra, con dos estancias. La primera de ellas recibía la luz tenue a través de una única ventana, cubierta por una piel oscura y lisa de animal, luz amarillenta, pues la emitía la luna llena. Yo distinguía sombras, más que objetos, pero avancé palpando hasta encontrarme con lo que creí que era un saco de nabos. Extraje uno de aquellos tubérculos secos de la bolsa, le quité la tierra con la palma de la mano y sin esperar más hundí los dientes y di un buen mordisco a la carne crujiente, terrosa, que me llenó de placer. Hasta ese momento nunca me habían gustado los nabos, pero allí mismo resolví que iba a sentarme y dar buena cuenta de ellos, hasta que el contenido del saco quedara transferido en su totalidad a mi estómago. Pero entonces oí un ruido en el aposento.

Dejé de masticar y presté atención. Al poco vi que había alguien de pie, en el quicio de la puerta que separaba los dos cuartos. Contuve la respiración y oí que la mujer hablaba en chino, con su peculiar acento.

—Quitarle la vida a un ser humano, o a un ser parecido a un ser humano. Tomar algo que no te es dado. Asegurar poseer poderes sobrenaturales.

Tardé un poco, pero finalmente me di cuenta de que aquella mujer recitaba las reglas por las que un monje podía ser expulsado del monasterio. Cuando se plantó frente a la luz tenue que provenía de la ventana, añadió:

—Mantener relaciones sexuales, aunque sea con animales.

Solo entonces vi que aquella anciana desdentada estaba completamente desnuda. Un pedazo de nabo, a medio masticar, abandonó mi boca y fue a aterrizar en medio de mi túnica. La vieja, ya muy cerca, dio un paso al frente. Yo creí que lo hacía para recoger lo que se me había caído, pero lo que hizo fue agarrar lo que yo tenía debajo de la túnica.

—¿Tienes poderes sobrenaturales? —me preguntó la anciana tirando de mi hombría, una hombría que, para mi asombro, respondió asintiendo.

Creo que es de justicia aclarar, llegados a este punto, que desde que había abandonado la fortaleza de Baltasar habían transcurrido dos años, y otros seis meses desde que el demonio había matado a todas las muchachas menos a Dicha, recortando así mi suministro habitual de compañeras sexuales. Y quiero que conste en acta que había mostrado una adhesión inquebrantable a las reglas del monasterio, permitiendo solo la emisión de las poluciones nocturnas que acompañaban algunos sueños (aunque, todo hay que decirlo, había adquirido cierta práctica a la hora de dirigir esos sueños en la dirección que me interesaba; la disciplina mental y la meditación no eran del todo inútiles, después de todo). Pues bien, dicho esto, lo cierto es que mis resistencias se hallaban en un estado de gran precariedad cuando aquella anciana apergaminada y sin un solo diente me convenció mediante la amenaza y la intimidación de compartir con ella lo que los chinos llaman la Danza Prohibida del Mono. Cinco veces.

Imaginad, pues, mi vergüenza cuando el hombre que salvaría el mundo me encontró a la mañana siguiente con aquel amasijo retorcido de carne china, con aquella arpía, oralmente sujeta a mi carnosa pagoda de dicha expandible, por más que yo estuviera roncando, entregado a la trascendente digestión del nabo.

—¡Aaah! —dijo Joshua, girándose hacia la pared y cubriéndose la cabeza con la túnica.

—¡Aaah! —dije yo, ya que la asqueada exclamación de mi amigo me había despertado.

—¡Aaah! —dijo la mujer, creo. (Su habla se veía generosamente impedida en esos momentos; si nadie me lo dice, tendré que decirlo yo).

—¡Ostras! —balbució Joshua—. No puedes… Quiero decir que… la lujuria… ¡Ostras, Colleja!

—¿Qué? —le pregunté, como si no supiera a qué se refería.

—Me has echado a perder el sexo para el resto de mi vida. Cada vez que piense en sexo, me vendrá esta imagen a la mente.

—¿Y? —le pregunté, apartando a la anciana y llevándola a la otra estancia.

—Y… —Joshua se volvió y me miró fijamente a los ojos, antes de esbozar una sonrisa de oreja a oreja—. Gracias.

Yo me puse en pie y le dediqué una reverencia.

—Aquí estoy, para servirte —le dije, sonriendo también.

—Gaspar me envía a buscarte. Ya está listo para partir.

—Está bien. Será mejor que me despida, ya sabes —le dije, apuntando hacia la otra habitación.

Joshua se estremeció.

—No te ofendas —le dijo a la anciana, que se hallaba oculta en algún rincón, fuera de nuestra vista—. Es solo que me ha sorprendido.

—¿Quieres un nabo? —le dije, alargándole uno.

Joshua se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—¡Ostras, Colleja! —dijo mientras salía.