He iniciado una especie de rutina monótona aquí, en el hotel, y en ese sentido las cosas me recuerdan a mis tiempos en China. Mis horas de vigilia las ocupo escribiendo estas páginas, viendo la televisión, haciendo lo posible por enojar al ángel, y metiéndome en el baño a leer los Evangelios. Creo que son ellos los culpables de que mis noches se hayan convertido en un paisaje de pesadilla del que despierto cansado. He terminado el de Marcos, y el tipo vuelve a comentar eso de la resurrección, de unos hechos que van más allá de la muerte de Joshua, y de la mía. Se parece a la de ese otro, Mateo, el orden está algo cambiado, pero, básicamente, los dos relatan la historia del ministerio de Joshua, aunque a mí, lo que me hiela la sangre, es el relato de los acontecimientos de aquella última semana de la Pascua judía. El ángel no ha sido capaz de guardar el secreto: las enseñanzas de Joshua sobrevivieron y alcanzaron gran popularidad. (Ya ni siquiera cambia de canal cada vez que se menciona a Joshua en la tele, como sí hacía al principio, cuando llegamos). Pero ¿es este el libro del que se extraen las enseñanzas de Joshua? Sueño con sangre y sufrimiento, y una soledad tan vacía que ni el eco sobrevive en ella, y despierto gritando, empapado en sudor, y ni al hacerlo logro sacudirme la sensación de soledad hasta que ha transcurrido un buen rato.
Ayer noche, cuando desperté, creí ver a una mujer de pie, a los pies de mi cama, y a su lado al ángel, las alas negras extendidas, rozando las paredes de la habitación. Entonces, sin darme tiempo a despertar del todo, el ángel cubrió a la mujer con las alas, y ella desapareció en su oscuridad y se marchó. Creo que fue entonces cuando desperté realmente, porque el ángel estaba ahí, tendido en la otra cama, contemplando la oscuridad, los ojos como perlas negras, fijos en las luces rojas, intermitentes, que parpadeaban en el rascacielos de enfrente, de esas que avisan a los aviones de la presencia de edificios. Ni rastro de alas, ni de túnica negra, ni de mujer. Solo Raziel con la mirada fija.
—¿Pesadilla? —me preguntó Raziel.
—Recuerdo —le respondí yo. ¿Estaba realmente dormido cuando tuve aquella visión? Recuerdo esa misma luz roja, parpadeante, muy tenue, reflejándose en el pómulo y la nariz de la mujer de la pesadilla (eran las únicas partes de su rostro que veía). Y aquellos perfiles elegantes encajaron en los recovecos de mi memoria como una llave en una cerradura, y abrieron la puerta a la canela, el sándalo, y a una risa más dulce que el mejor día de la infancia.
Dos días después de mi partida, ya me encontraba de nuevo a las puertas del monasterio, haciendo sonar el gong. El ventanuco se abrió, y del otro lado apareció el rostro de un monje nuevo, recién rasurado, con la piel del cuero cabelludo muchísimo más clara que la del resto de la cara.
—¿Qué?
—Los aldeanos se han comido nuestros camellos.
—Vete. La forma de tu nariz es desagradable, y tienes el alma algo grumosa.
—Joshua, déjame entrar. No tengo adonde ir.
—No puedo dejarte entrar así, sin más —susurró—. Debes esperar tres días, como todos. —Y entonces, sin duda para que le oyeran desde dentro, añadió—: ¡Pareces infestado de beduinos! ¡Lárgate!
Y cerró el ventanuco con vehemencia.
Me quedé ahí y esperé. Y esperé. A los pocos minutos volvió a abrirlo.
—¿Infestado de beduinos? —le pregunté.
—No seas así. Soy nuevo. ¿Has traído pan y agua para resistir?
—Sí. La anciana desdentada me ha vendido un poco de carne de camello seca. Había una oferta especial.
—La carne de camello es impura, seguro —comentó Joshua.
—¿Te acuerdas de la panceta?
—Ah, sí, lo siento. Intentaré conseguirte un poco de té y una manta sin que me vean. Pero tardaré un poco.
—¿Y crees que Gaspar me dejará regresar?
—Le ha desconcertado mucho que quisieras irte. Ha comentado que si alguien tiene que aprender disciplina, ese eres…, bueno, ya sabes, que creo que habrá algún castigo.
—Siento haberte dejado solo.
—No me has dejado. —Sonrió. Su aspecto, con la cabeza bicolor, le hacía parecer más tonto de lo que parecía normalmente—. Te diré una cosa que ya he aprendido.
—¿Qué cosa?
—Cuando yo mande, si alguien llama a la puerta, podrá entrar sin tener que esperar. Negarle la entrada a alguien que busca refugiarse del frío es peor que un pedazo de mantequilla rancia de yak.
—Amén.
Josh cerró con violencia la portezuela, sin duda el modo prescrito de hacerlo. Yo permanecí de pie, preguntándome cómo haría Joshua, cuando aprendiera a ser Mesías, para integrar la frase «pedazo de mantequilla rancia de yak» en un sermón. Eso, justo lo que necesitábamos los judíos: más restricciones alimentarias, pensé yo.
Los monjes me desnudaron y me echaron agua fría en la cabeza, antes de pasarme por el pelo, con gran vigor, unos cepillos hechos con cerdas de jabalí. A continuación me lo mojaron con agua caliente, me frotaron bien, volvieron a echarme agua fría, y así hasta que yo ya no podía más y les grité que pararan. En ese momento me rasuraron la cabeza, llevándose, en el proceso, tiras de cuero cabelludo. Después me echaron agua en el cuerpo para quitarme los pelos que se habían quedado pegados a él, y me alargaron una túnica naranja limpia, una manta y un cuenco de madera para el arroz. Más tarde me entregaron unas sandalias tejidas con las fibras de alguna planta, y yo me fabriqué unos calcetines con lana de yak, pero durante seis años, en esencia, ese fue el alcance de mi riqueza: una túnica, una manta, un cuenco, unas sandalias y unos calcetines.
Mientras el monje Número Ocho me conducía a mi encuentro con Gaspar, yo pensaba en mi viejo amigo Bartolomé, y en cómo le habría gustado a él la idea de mi recién hallada austeridad. A menudo comentaba que su maestro en el cinismo, Diógenes, se pasó años cargando con su cuenco, hasta que en una ocasión vio que alguien bebía juntando las dos manos, y declaró: «He sido un necio por cargar durante todos estos años con un cuenco, cuando al final de mis brazos tenía dos recipientes muy útiles».
Y, sí, muy bien, para Diógenes lo veo perfecto, pero cuando eso es todo lo que tienes, si alguien hubiera intentado quitarme el cuenco a mí, ese alguien habría perdido esos dos útiles recipientes que cuelgan al final de los brazos.
Gaspar estaba sentado en el suelo, en el mismo cuarto pequeño, con los ojos cerrados y las manos dobladas sobre las rodillas, delante de él.
—Siéntate.
Obedecí.
—Estas son las cuatro reglas por las que puedes ser expulsado del monasterio: una, los monjes no pueden mantener relaciones sexuales con nadie, ni siquiera con animales.
Joshua me miró y torció el gesto, como temiendo que yo fuera a decir algo que enojara a Gaspar.
—Está bien, nada de relaciones sexuales —me limité a comentar.
—Dos: los monjes, ya se encuentren en el monasterio o en la aldea, no tomarán nada que no les sea dado. Tres: si un monje, intencionadamente, le quita la vida a un ser humano o a un ser parecido al ser humano, ya sea recurriendo a su mano o a un arma, será expulsado.
—¿Un ser parecido a un ser humano?
—Ya lo entenderás —replicó Gaspar—. Cuatro: los monjes que aseguren haber alcanzado los estadios superiores, o que aseguren haber alcanzado la sabiduría de los santos, y no lo hayan hecho, serán expulsados. ¿Comprendes estas cuatro reglas?
—Sí —respondí. Joshua asintió.
—Entiende también que no existen circunstancias atenuantes. Si los demás monjes consideran que has cometido alguna de estas ofensas, deberás abandonar el monasterio.
Volví a asentir, y el mago pasó entonces a enumerar las trece reglas cuyo incumplimiento podía llevar a expulsar a un monje del monasterio durante quince días (la primera de las cuales no era otra que «no puede darse más emisión de semen que la que se produzca como resultado de un sueño»), y a continuación las noventa ofensas por las que podía producirse una reencarnación desfavorable si uno no se arrepentía de sus pecados (ofensas que iban desde la destrucción de todo tipo de vegetación hasta la privación deliberada de la vida de todo animal, pasando por sentarse al aire libre en compañía de una mujer, o declarar ante un seglar que se tenían poderes sobrenaturales, por más que fuera cierto). En resumen, que había un número extraordinario de reglas, más de cien relativas al decoro y las buenas maneras, docenas de ellas para la resolución de disputas… Pero no olvidéis que nosotros éramos judíos, que habíamos sido educados bajo la influencia de los fariseos, para los que prácticamente todos los actos de la vida cotidiana iban en contra de la Ley de Moisés. Y, además, con Baltasar, habíamos estudiado a Confucio, cuya filosofía era poco más que un sistema detallado de buenas maneras. A mí no me cabía duda de que Joshua podría cumplir con todo ello, y tal vez existiera la posibilidad de que yo también lo hiciera, si a Gaspar no le daba por usar su caña de bambú con demasiada frecuencia y yo lograba invocar de algún modo los sueños húmedos. (Eh, eh, que tenía dieciocho años y acababa de pasarme cinco años en una fortaleza, rodeado de concubinas disponibles. Había desarrollado cierta dependencia, ¿vale?).
—Monje Veintidós —le dijo Gaspar a Joshua—. Debes empezar por aprender a sentarte.
—Yo ya sé —tercié.
—Tú, número Veintiuno, esquilarás un yak.
—Eso es solo una manera de hablar, ¿verdad?
Pero no lo era.
El yak es un animal muy grande y muy peludo, parecido al búfalo, y con unos cuernos negros de aspecto peligroso. Si habéis visto alguna vez un búfalo de agua, imagináoslo cubierto de una peluca de cuerpo entero que le arrastra por el suelo. Espolvoreadlo con un poco de almizcle, excrementos y leche agria, y tendréis un yak. En una cueva que hacía las veces de establo, los monjes tenían un yak hembra, al que dejaban salir durante el día para que pastara por los caminos de la montaña. De hecho, no sé qué era lo que se llevaba a la boca, pues en los montes no parecía haber la suficiente vida vegetal como para alimentar a un animal de sus dimensiones (su grupa me llegaba a la cabeza), pero, bien mirado, en Judea tampoco parecía haber la suficiente vida vegetal para las cabras, y sin embargo el pastoreo era una de las principales ocupaciones.
El yak proporcionaba la cantidad justa de leche y de queso para recordar a los monjes que un solo yak no bastaba para surtir de leche y de queso a un monasterio formado por veintidós monjes. El animal también daba una lana larga, áspera, que debía ser esquilada dos veces al año. Esa tarea venerada, así como la de peinar la lana para limpiarla de excrementos, hierbas y ramas, recayó sobre mí. Además de esto que os cuento, no hay mucho más que decir sobre los yaks, salvo por un hecho relevante que a Gaspar le pareció más oportuno que yo aprendiera con la práctica: los yaks no soportan que los esquilen.
En los monjes Ocho y Siete recayó la tarea de vendarme, inmovilizarme las dos piernas y un brazo —fracturados—, y limpiarme las boñigas de yak que llevaba incrustadas por todo el cuerpo. Creedme: os hablaría de la diferencia entre aquellos dos estudiantes solemnes si se me ocurriera alguna, pero no me veo capaz. La meta de todo monje era desprenderse del ego, del yo, y exceptuando unas arrugas de más en el rostro de los más ancianos, todos me parecían idénticos, vestían y se comportaban igual. Yo, por mi parte, me diferenciaba bastante de los demás, a pesar de la cabeza rasurada y la túnica de color azafrán, pues llevaba más de la mitad del cuerpo vendado, y tres de mis cuatro extremidades unidas a cabestrillos de bambú.
Tras el desastre esquilando al yak, Joshua esperó hasta la medianoche para acercarse de puntillas a mi celda. Los suaves ronquidos de los monjes llenaban los pasillos, y el ligero aleteo de los murciélagos, que entraban en su cueva a través del monasterio, reverberaba en las paredes de piedra, produciendo algo así como el estertor final de una sombra epiléptica.
—¿Te duele? —me preguntó Joshua.
A pesar del frío intenso, las gotas de sudor me resbalaban por la cara.
—Apenas puedo respirar.
Los monjes Siete y Ocho me habían vendado las costillas, pero cada vez que respiraba era como si me clavaran un cuchillo en el costado.
Joshua posó su mano en mi frente.
—Me pondré bien, Josh. No tienes por qué hacerlo.
—¿Y por qué no habría de hacerlo? —replicó—. Habla en voz baja.
En cuestión de segundos, el dolor había desaparecido, y volvía a respirar con normalidad. Después me dormí, o me desmayé de gratitud. Cuando desperté, al alba, Joshua seguía arrodillado, a mi lado, con la mano todavía apoyada en mi frente. Se había quedado dormido en aquella posición.
Le llevé la lana limpia a Gaspar, que entonaba sus cánticos en el gran templo de la caverna. Abultaba bastante, y la dejé en el suelo, detrás del monje.
Ya empezaba a retirarme, caminando hacia atrás, cuando me llamó.
—Espera —me dijo, levantando un solo dedo al aire. Completó su cántico y se volvió hacia mí—. Té —añadió.
Se puso en marcha, y yo lo seguí hasta el cuarto en el que nos había recibido a Joshua y a mí cuando llegamos.
—Siéntate —me ordenó—. Siéntate, no esperes más.
Obedecí, mientras lo veía encender unos carbones sobre un brasero pequeño, de piedra, usando una cuerda con la que hacía girar un palo sobre un pedazo de musgo seco.
—Yo he inventado un bastoncillo que enciende los fuegos al instante —dije—. Podría enseñart…
Gaspar me dedicó una mirada asesina y volvió a levantar un dedo para apartar mis palabras del aire.
—Siéntate —dijo—. No hables. No esperes.
Calentó agua en un cazo de cobre hasta que hirvió, colocó unas hojas de té en un recipiente de barro cocido y vertió el agua sobre ellas. Dispuso dos tazas pequeñas sobre la mesa, y sirvió la bebida.
—¡Eh, atontado! —le grité—. Estás derramando el maldito té.
Gaspar sonrió y dejó el cuenco en la mesa.
—¿Cómo voy a ponerte té si tu taza ya está llena?
—¿Eh? —interrogué yo con elocuencia. Las parábolas nunca fueron mi punto fuerte. En mi opinión, si quieres decir algo, dilo y punto. Joshua y los budistas, por tanto, eran las personas ideales para que yo me relacionara con ellas, dado lo directo de su discurso.
Gaspar se sirvió un poco de té, aspiró hondo y cerró los ojos. Cuando había transcurrido tal vez un minuto, los abrió.
—Si ya lo sabes todo, ¿cómo voy a poder enseñarte? Debes vaciar tu taza antes de poder servirte el té.
—¿Y por qué no lo decías? —Levanté la taza, arrojé su contenido por la misma ventana por la que había arrojado el bastón de Gaspar y volví a dejarla sobre la mesa—. Ya estoy listo —le dije.
—Ve al templo y siéntate —me ordenó Gaspar.
—¿Sin té?
Era evidente que todavía estaba algo enfadado porque yo casi hubiera amenazado su vida. Retrocedí hasta la puerta, dedicándole reverencias (forma de cortesía que me había enseñado Dicha).
—Una cosa más —dijo Gaspar. Yo me detuve y esperé—. Número Siete estaba seguro de que no sobrevivirías a la noche. Y Número Ocho era de la misma opinión. ¿Cómo es posible entonces que no solo estés vivo, sino que no te haya sucedido absolutamente nada?
Yo lo pensé un segundo antes de responder, algo que no suelo hacer, y le dije:
—Tal vez esos monjes valoran en exceso sus opiniones. Solo espero que no hayan corrompido el pensamiento de nadie más.
—Ve a sentarte —repitió Gaspar.
Y sí, eso era lo que hacíamos; sentarnos. Aprender a sentarnos, permanecer inmóviles y escuchar la música de la naturaleza, para eso habíamos recorrido medio mundo, claro. Liberarnos del ego, no de la individualidad, sino de lo que nos distingue de todos los demás seres.
—Cuando estás sentado, estate sentado. Cuando respiras, respira. Cuando comes, come —decía Gaspar, queriendo expresar que todo tu ser ha de estar en el momento, completamente consciente del ahora, sin pasado, sin futuro, sin nada que nos separe de todo lo que es.
A mí, que soy judío, me resulta difícil permanecer en el momento. Sin pasado, ¿dónde está la culpa? Y, sin futuro, ¿dónde está el temor? Sin culpa ni temor, ¿quién soy?
—Tu piel es lo que te conecta con el universo, no lo que te separa de él —me explicó Gaspar en una ocasión en que intentaba enseñarme qué significaba, en esencia, el concepto de iluminación, a pesar de admitir que, en realidad, no era algo que pudiera enseñarse. Lo que sí podía enseñar él era método: qué bien se sentaba Gaspar.
Contaba la leyenda (leyenda que yo fui completando a partir de lo que me contaban el maestro y sus monjes) que Gaspar había construido aquel monasterio para tener un lugar donde sentarse. Hacía muchos años, había llegado a China desde la India, donde había nacido príncipe, para enseñar al emperador y a su corte el verdadero significado del budismo, que se hallaba perdido tras años de malas interpretaciones de las escrituras.
Al llegar, el emperador le preguntó a Gaspar:
—¿Qué he alcanzado por todas mis buenas obras?
—Nada —le respondió Gaspar.
El emperador no salía de su asombro al pensar en que había sido generoso con su pueblo, durante tantos años, para nada.
Y le dijo:
—¿Y bien? ¿Cuál es entonces la esencia del budismo?
—Los grandes anfibios.
El emperador hizo que echaran a Gaspar del templo, momento en el que el monje, que a la sazón era joven, decidió dos cosas: una, que intentaría responder mejor la próxima vez que le formularan una pregunta; y dos, que sería mejor que aprendiera a hablar chino antes de entrevistarse con personalidades relevantes. Había querido decir: «el gran vacío», pero se había equivocado de palabras.
La leyenda decía también que Gaspar llegó entonces a la cueva en la que después se erigiría el monasterio, y se sentó a meditar, decidido a permanecer ahí hasta que la iluminación llegara a él. Nueve años después bajó de la montaña, y las gentes de la aldea le esperaban con alimentos y regalos.
—Maestro, buscamos tu guía sagrada: ¿qué puedes decirnos?
—Tengo muchas ganas de hacer pis —dijo el monje.
Y aquellas palabras hicieron saber a todos los aldeanos que Gaspar había alcanzado el estadio mental de todos los budas, o la «no mente», como la llamábamos.
Los aldeanos imploraron al maestro que se quedara con ellos, y le ayudaron a construir el monasterio en la cueva en la que había alcanzado la iluminación. Durante su construcción, fueron brutalmente atacados por bandidos en multitud de ocasiones, y aunque él creía que no había que asesinar a nadie, también le parecía que aquella gente debía contar con algún medio para defenderse, por lo que meditó al respecto hasta idear un método de autodefensa basado en varios movimientos que aprendió de los yoguis en su India natal, que enseñó a los aldeanos, y después a todos los monjes, a medida que éstos iban ingresando en el monasterio. A aquella disciplina la llamó kung-fu, que significa «método por el que unos tipos calvos y bajitos pueden matarte a patadas».
Nuestro adiestramiento en la práctica del kung-fu se inició con el salto de estacas. Después del desayuno y las meditaciones matutinas, el monje Número Tres, que parecía ser el más anciano de todos, nos condujo al patio del monasterio, donde encontramos un montón de estacas, de tal vez un brazo de largo y un palmo de diámetro. Nos dijo que colocáramos las estacas en vertical, y en fila, con una separación de medio paso entre una y otra. Después nos dijo que saltáramos sobre una de las estacas y mantuviéramos el equilibrio sobre ella. Tras pasarnos casi toda la mañana cayéndonos al suelo y volviéndonos a subir a las estacas, descubrimos que éramos capaces de sostenernos en ellas con un solo pie.
—¿Y qué hacemos ahora? —pregunté.
—Ahora nada —respondió el monje—. Quedaros ahí de pie, eso es todo.
Y eso hicimos. Durante horas. El sol atravesó el cielo y empezaron a dolerme las piernas y la espalda, y volvimos a caernos una y otra vez, con la diferencia de que, entonces, el monje Número Tres nos gritaba para que volviéramos a subirnos a las estacas. Cuando empezaba a oscurecer y ya llevábamos varias horas de pie, sin caernos, el Número Tres nos dijo:
—Y ahora, saltad a la siguiente estaca.
Yo oí que Joshua suspiraba profundamente. Miré la hilera de postes que se extendía frente a nosotros y comprendí el dolor que nos esperaba si teníamos que recorrerla toda. Joshua estaba detrás de mí, ocupando la última estaca, por lo que tendría que saltar a la que en ese momento ocupaba yo. De modo que no solo tendría que saltar a la siguiente estaca y aterrizar en ella sin caerme, sino que debería asegurarme de no tumbar la que ocupaba.
—¡Ahora!
Salté, pero no caí donde debía. El poste se movió bajo mis pies y caí al suelo de cabeza. Un destello cegó mis ojos, y me ardió el cuello. Todavía no había recobrado del todo el conocimiento cuando sentí que Joshua tropezaba y caía sobre mí.
—Gracias —me dijo, alegrándose por haber caído sobre un judío blandito, y no sobre la dura piedra.
—¡Arriba otra vez! —ordenó el monje.
Levantamos de nuevo las estacas y volvimos a saltar sobre ellas. En esa ocasión, Joshua y yo lo logramos a la primera. Esperamos la orden de saltar a la siguiente. La luna se elevó en el cielo, llena, y los dos observábamos la hilera de estacas, preguntándonos cuánto tiempo tardaríamos en recorrerla toda, preguntándonos cuánto tiempo nos haría permanecer Número Tres en aquella posición, recordando que, según se contaba, Gaspar se había pasado nueve años sentado. Yo no recordaba haber experimentado nunca un dolor como aquel, lo que no es poco, cuando un yak te ha pasado por encima. Intentaba imaginar cuánto cansancio y cuánta sed sería capaz de soportar antes de desplomarme cuando el monje dijo:
—Suficiente. Id a acostaros.
—¿Y ya está? —preguntó Joshua, saltando de su poste y torciendo el gesto por el dolor en el momento de aterrizar—. ¿Por qué hemos clavado veinte estacas si solo íbamos a usar tres?
—¿Por qué pensabas en veinte estacas si solo puedes estar de pie sobre una? —respondió Número Tres.
—Tengo que hacer pis —tercié yo.
—Exacto —dijo el monje.
Ahí lo tenéis. El budismo.
Todos los días regresábamos al patio y disponíamos los postes de modo distinto, aleatoriamente. Número Tres añadía estacas de distintas alturas y diámetros. En ocasiones debíamos saltar de una a otra lo más deprisa posible, otras veces nos hacía permanecer en una sola durante horas, aunque tuviéramos que estar listos para saltar a otra en cualquier momento, apenas el monje nos lo ordenara. Al parecer, de lo que se trataba era de no prever nada, ni desarrollar ningún ritmo en el ejercicio. Nos obligaban a prepararnos para movernos en cualquier dirección, sin pensamiento previo. El monje Número Tres llamaba a aquello «espontaneidad controlada», y durante nuestros seis primeros meses de estancia en el monasterio, pasamos tanto tiempo encaramados a aquellas estacas como sentados, meditando. Joshua se entregó de inmediato al kung-fu, lo mismo que le había sucedido con la meditación. Yo era, como dicen los budistas, más denso.
Además de los deberes normales derivados del cuidado del monasterio y sus huertos, y del ordeñado del yak (afortunadamente, una tarea que nunca me era encomendada), cada diez días, aproximadamente, un grupo de seis monjes se dirigía a la aldea con sus cuencos a pedir limosna a los aldeanos, por lo general en forma de arroz y de té, aunque en ocasiones también nos daban unas salsas oscuras, o mantequilla de yak, o queso, y, en raras ocasiones telas de algodón con las que nos fabricábamos túnicas nuevas. Aunque durante el primer año ni a Joshua ni a mí nos permitieron abandonar el monasterio, yo empecé a fijarme en que se repetía un comportamiento extraño. Después de cada una de aquellas expediciones a la aldea, en busca de limosnas, los monjes desaparecían en las montañas durante varios días. Nada se comentaba jamás al respecto, ni cuando se iban ni cuando regresaban, pero parecía existir cierta rotación, según la cual los monjes solo salían de monasterio cada tres o cuatro veces, con la excepción de Gaspar, que lo hacía más a menudo.
Finalmente me armé de valor y le pregunté a Gaspar qué era todo aquello, y él me dijo:
—Se trata de una meditación especial. Tú no estás preparado para ella. Ve a sentarte.
La respuesta de Gaspar a la mayoría de preguntas era: «Ve a sentarte», y la rabia que me causaban aquellas palabras significaba que todavía no había empezado a perder el apego a mi yo, y que por tanto mis meditaciones no me llevaban a ningún lado. Joshua, por su parte, parecía encontrarse absolutamente cómodo con lo que hacíamos. Era capaz de permanecer horas sentado, sin moverse, y después subirse a las estacas como si se hubiera pasado una hora calentando.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté—. ¿Cómo puedes no pensar en nada y no quedarte dormido?
Aquel había sido uno de mis principales obstáculos en el camino hacia la iluminación: si me quedaba sentado, sin moverme, durante mucho rato, me quedaba dormido, y, claro, el resonar de los ronquidos por todo el templo perturbaba las meditaciones de los demás monjes. La cura que solía recomendarse para combatir ese problema era beber cantidades ingentes de té verde, que a mí, en efecto, me ayudaban a mantenerme alerta, pero a la vez convertían mi estado de «no mente», en un pensamiento constantemente relacionado con mi vejiga. De hecho, en menos de un año, alcancé un estado de conciencia «vejigal» absoluto. Joshua, por su parte, era capaz de liberarse por completo de su ego, tal como le habían enseñado. Y fue durante el noveno mes de nuestra estancia en el monasterio, en mitad del invierno más crudo que jamás hubiera imaginado, cuando Joshua, habiendo dejado atrás todas las creaciones del yo y la vanidad, se volvió invisible.