16

Llevábamos viajando doce días, siguiendo las indicaciones del mapa que Baltasar nos había dibujado con gran detalle, cuando llegamos a una muralla.

—¿Y bien? ¿Qué te parece la muralla?

—Impresionante —dijo Joshua.

—Pues a mí no me parece tan impresionante —opiné yo.

Una larga cola de personas aguardaba para franquear su puerta gigantesca, junto a la que grupos de burócratas cobraban los impuestos a los caravaneros antes de que éstos pasaran por ella. Cada uno de los torreones era mayor que uno de los palacios de Herodes, y había soldados que cabalgaban por encima de inmensa construcción defensiva y se perdían en la distancia. Nos encontrábamos a una legua o más de la puerta, y la fila no parecía avanzar.

—Vamos a perder todo el día —dije—. ¿Por qué construyen esas cosas? Si un pueblo es capaz de levantar una muralla como esta, debería ser capaz de armar un ejército lo bastante grande como para derrotar a cualquier invasor.

—Esta muralla la mandó erigir Lao Tzu —me informó Joshua.

—¿El viejo maestro que escribió el Tao? No, no lo creo.

—¿Qué valora el taoísmo por encima de todas las cosas?

—¿La compasión? ¿Y esas otras dos joyas?

—No, la inacción. La contemplación. La quietud. La conservación. Una muralla es la defensa de un país que valora la inacción. Pero una muralla encarcela a un pueblo tanto como lo protege. Por eso Baltasar nos ha hecho venir por aquí. Quería que viera con mis propios ojos el error del taoísmo. No se puede ser libre sin acción.

—Claro, y por eso se pasó todo ese tiempo enseñándonoslo; para que viéramos que era una filosofía equivocada.

—No, no es que sea equivocada. En absoluto. La compasión, la moderación del taoísmo, esas son las cualidades del hombre virtuoso, pero no la inacción. Estas gentes son esclavas de la inacción.

—Tú has trabajado como cantero y picapedrero, Josh —le dije, señalando la inmensa muralla con un movimiento de cabeza—. ¿Crees que todo esto se ha construido a través de la inacción?

—El mago no se refería a la acción entendida como trabajo, sino a la acción entendida como cambio. Por eso antes nos hizo aprender a Confucio: que todo está relacionado con el orden de nuestros padres, la ley, las maneras. Confucio es como la Tora, normas que cumplir. Y Lao Tzu es más conservador todavía, y defiende que si no hacemos nada, nos aseguramos de no quebrantar ninguna ley. Hay que dejar atrás la tradición alguna vez, hay que emprender alguna acción, hay que comer panceta. Eso era lo que Baltasar intentaba enseñarme.

—Ya te lo he dicho otras veces, Josh, y tú sabes bien lo que a mí me gusta el tocino, pero no creo que la panceta sea motivo suficiente para traer a un Mesías a este mundo.

—Cambio —dijo Josh—. El Mesías tiene que traer cambio. Y el cambio llega a través de la acción. Baltasar me dijo una vez: «Los héroes conservadores no existen». Qué sabio era el viejo.

Yo también pensé en el mago mientras contemplaba la inmensa muralla que se extendía sobre las colinas, y a los viajeros que teníamos delante. Una ciudad pequeña había surgido junto a la puerta de la fortificación para dar respuesta a las necesidades de los comerciantes rezagados que recorrían la Ruta de la Seda; en ese momento la cola bullía de actividad, rebosaba de mercaderes que pregonaban las mercancías, alimentos y bebidas que ofrecían para aplacar hambre y sed.

—Mierda —dije—. Nos vamos a pasar aquí toda la vida. ¿Qué extensión tiene esta muralla? Vamos a rodearla.

Un mes después, cuando habíamos regresado a la misma puerta y guardábamos cola para entrar por ella, Joshua me preguntó:

—¿Qué opinas de la muralla, ahora que has visto una porción mayor?

—Opino que es ostentosa y desagradable —respondí.

—Si no le han puesto nombre aún, te sugiero que propongas ese.

Y así fue que, durante siglos y siglos, aquella muralla fue conocida como la Ostentosa y Desagradable Muralla de China. O al menos eso es lo que espero que sucediera. En mi mapa del Programa de Puntos para el Viajero Frecuente no sale, de modo que no estoy seguro.

Divisamos la montaña sobre la que se alzaba el monasterio de Gaspar mucho antes de llegar a él. Como sucedía con el resto de picos que la circundaban, se recortaba en el cielo como un colmillo inmenso. Debajo se extendía una aldea rodeada de pastos elevados. Nos detuvimos allí a descansar y a dar de beber a los camellos. Todos los habitantes de la aldea salieron a recibirnos y mostraron su asombro al ver nuestros ojos raros y el pelo rizado de Joshua, y nos miraban como si fuéramos dioses que hubieran descendido de los cielos (lo que era cierto en el caso de Josh, aunque eso es algo que tiende a olvidarse cuando uno pasa mucho tiempo con alguien). Una mujer desdentada que hablaba un dialecto chino similar al que nos había enseñado Dicha nos convenció para que dejáramos los camellos en la aldea. Con un dedo retorcido nos señaló el camino en la montaña, y vimos con claridad que resultaba a la vez demasiado estrecho y demasiado empinado como para que nuestros animales pasaran por él.

Los aldeanos nos sirvieron un plato de carne muy especiado, acompañado de cuencos de una leche espumosa. Yo vacilé y miré a Joshua. La Tora prohibía mezclar carnes y lácteos en una misma comida.

—Creo que esto se parece mucho al tema de la panceta —dijo él—. La verdad es que no creo que a Dios le importe que acompañemos el yak con leche.

—¿Yak?

—Sí, esta carne es de yak. Me lo ha dicho la anciana.

—Ah, bueno, en ese caso, sea pecado o no, no pienso comérmela. Me beberé solo la leche.

—También es de yak.

—Pues entonces tampoco me la bebo.

—Usa un poco la cabeza, Colleja, ¿no te acuerdas de lo bien que te fue, no sé, por poner un ejemplo, cuando decidiste que rodeáramos la muralla?

—Oye —repliqué yo, temeroso de que me volviera a sacar todo el asunto de la muralla una vez más—. ¿Desde cuándo te he dicho yo que podías recurrir al sarcasmo a tu antojo? Creo que te estás aprovechando de mi invento y lo estás usando de maneras para las que no fue diseñado.

—¿Contra ti, por ejemplo?

—¿Lo ves? ¿Ves a lo que me refiero?

Partimos de la aldea temprano, a la mañana siguiente, cargados solo con unas cuantas bolas de arroz, nuestros pellejos de agua y el escaso dinero que nos quedaba. Dejamos los tres camellos al cuidado de la anciana desdentada, que prometió cuidar de ellos hasta nuestro regreso. Yo iba a echarlos mucho de menos. Eran los elegantes animales de doble joroba que habíamos recogido en Kabul, y resultaban cómodos de montar, aunque lo más importante de ellos era que ninguno de los tres había intentado morderme.

—Supongo que sabes que se los van a comer, ¿verdad? No habrá transcurrido ni una hora antes de que al menos uno de ellos esté dando vueltas en un espetón.

—No se los van a comer.

Joshua, siempre dispuesto a creer en la bondad de los seres humanos.

—Pero si no saben lo que son. Para ellos no son más que comida, una comida muy alta, eso sí. Se los van a comer. Esta gente solo come carne de yak.

—Tú ni siquiera sabes qué es un yak.

—Sí lo sé —me defendí, pero el aire se estaba volviendo tan escaso que no quise seguir hablando, para no cansarme.

El sol ya se ponía tras las montañas cuando llegamos finalmente al monasterio. Salvo por un inmenso portón de madera con un ventanuco pequeño incrustado en él, el edificio estaba construido con la misma piedra basáltica de la loma sobre la que se alzaba, y su aspecto era más de fortaleza que de lugar de culto.

—¿Será que nuestros tres reyes magos viven en fortalezas? —observé yo.

—Llama al gong —se limitó a responder Joshua. Y, en efecto, había uno de bronce colgando de la puerta, junto a una maza acolchada y un cartel escrito en una lengua que no entendíamos.

Hice sonar el instrumento. Esperamos. Lo hice sonar de nuevo. Y esperamos. El sol se puso y un frío intenso se apoderó de la ladera de aquella montaña. Llamé al gong tres veces más, cada vez más fuerte. Nos comimos nuestras bolas de arroz y nos bebimos casi toda el agua. Y esperamos. Yo me harté de llamar al gong, y finalmente el ventanuco se abrió. Una luz tenue, que provenía del interior, iluminaba las mejillas suaves de un joven chino de aproximadamente nuestra misma edad.

—¿Qué? —dijo en chino.

—Hemos venido a ver a Gaspar —respondí yo—. Nos envía Baltasar.

—Gaspar no recibe a nadie. Vuestro aspecto es pálido, y tenéis los ojos demasiado redondos.

Y, dicho esto, cerró de golpe el ventanuco.

En esa ocasión fue Joshua quien hizo sonar el gong hasta que el monje regresó.

—Déjame ver esa maza —le ordenó el monje, alargando la mano a través de la abertura.

Joshua se la entregó y dio un paso atrás.

—Marchaos y regresad por la mañana —dijo el monje.

—Pero es que hemos viajado todo el día —le explicó Joshua—. Tenemos frío, y hambre.

—La vida es sufrimiento —sentenció él, cerrando de nuevo la portezuela y dejándonos a los dos sumidos en una oscuridad casi absoluta.

—Tal vez sea precisamente eso lo que has venido a aprender —apunté yo—. Vamos, regresemos a casa.

—No. Esperaremos —dijo Joshua.

A la mañana siguiente, después de que Joshua y yo hubiéramos dormido apoyados contra el gran portón, acurrucados muy juntos para conservar el calor, el monje abrió una vez más el ventanuco.

—¿Todavía estáis aquí?

(No nos veía, porque quedábamos por debajo de la portezuela).

—Sí. ¿Podemos ver ya a Gaspar?

Asomó el cuello por la abertura y bajó la mirada. Al momento la escondió y, sacando un pequeño cuenco de madera por ella, nos roció las cabezas con agua.

—Largaos de aquí. Tenéis los pies deformados, y las cejas os crecen tan juntas que dais miedo.

—Pero es que…

Y volvió a cerrar el ventanuco con violencia.

Pasamos todo el día junto a la puerta. Yo quería irme, pero Joshua insistía en que nos quedáramos. Cuando despertamos, a la mañana siguiente, teníamos escarcha en el pelo, y a mí me dolían todos los huesos del cuerpo. El monje abrió el ventanuco con las primeras luces del alba.

—Sois tan tontos que el gremio de fabricantes de idiotas de la aldea os usa como molde —dijo el monje.

—De hecho, yo formo parte del gremio de idiotas de la aldea —repliqué.

—En ese caso, marchaos.

Maldije con elocuencia en cinco idiomas, y ya empezaba a mesarme los cabellos, presa de la desesperación, cuando vi que, en el cielo, por encima de nuestras cabezas, algo grande se movía. Al irse acercando, vi que se trataba del ángel, que había adoptado su aspecto de túnica y alas negras. Llevaba un manojo de bastones untados con brea que creaban un rastro de llamas, y tras él, en el cielo, se dibujaba una estela de humo negro. Tras pasar sobre nosotros varias veces, se perdió en el horizonte, dejando en el aire, trazada con el humo, una serie de caracteres chinos que formaban un mensaje: «Ríndete, Dorothy».

No, es broma (como solía decir Baltasar). Raziel no escribió eso en el cielo, pero el ángel y yo vimos juntos por la tele El Mago de Oz ayer noche, y la escena de las puertas de Oz me recordó a nuestra estancia junto a las del monasterio. Raziel me dijo que él se identificaba sobre todo con Glinda, la Bruja Buena del Norte. (Yo habría dicho que le pegaba más el papel del mono volador, pero creo que él prefiere a la bruja porque es rubia). Yo, por mi parte, reconozco que sentí cierta simpatía por el espantapájaros, aunque no creo que, en mi caso, me hubiera puesto a cantar lamentándome por mi falta de cerebro. De hecho, de entre todos los lamentos musicales por carecer de corazón, de cerebro, de nervios, ¿nadie se dio cuenta de que entre ellos no había nadie con pene? A mí me parece que, en el caso del León y del Hombre de Hojalata, tendría que habérseles visto, si la hubieran tenido, y cuando al Espantapájaros le vacían los pantalones, no se ve que el mono volador le quite ninguna paja suelta de esa zona, ¿verdad? Creo que sé cuál de las canciones cantaría yo:

Cuántas horas pasaría

pelándome la amapola.

Bien contento el corazón;

los geranios regaría

machacándome la cola

si tuviera un buen pollón.

Y, de pronto, se me ocurrió, mientras componía la obra arriba referida, que aunque Raziel parecía tener un aspecto masculino, en realidad yo no tenía ni idea de si los ángeles tenían sexo siquiera. No en vano Raziel era el único al que había visto. De modo que me puse en pie de un salto y me acerqué mucho a él mientras se encontraba amodorrado, viendo capítulo tras capítulo de los dibujos animados de los Looney Tunes.

—Raziel, ¿tú tienes instrumento?

—¿Instrumento?

—Paquete, cola, aparato… polla. ¿Tienes o no?

—No —respondió el ángel, perplejo ante mi pregunta—. ¿Para qué iba a necesitarlo?

—Para el sexo. ¿Los ángeles no practican el sexo?

—Bueno, sí, pero no usamos eso.

—¿Entonces hay ángeles machos y ángeles hembras?

—Sí.

—Y tú practicas el sexo con ángeles hembras.

—Correcto.

—¿Y con qué lo practicas?

—Ya te lo he dicho, con ángeles hembras.

—No, me refiero a si tienes órgano sexual.

—Sí.

—Enséñamelo.

—No lo llevo encima.

—Ah.

Y en ese momento llegué a la conclusión de que había cosas que prefería no saber.

Bueno, en cualquier caso, Raziel no escribió nada en el cielo; la verdad es que no volvimos a verlo, pero los monjes nos dejaron entrar en el monasterio transcurridos tres días. Nos dijeron que hacían esperar tres días a todo el mundo. De ese modo se libraban de los falsos.

Todo el edificio, de dos plantas, estaba construido con piedras irregulares, ninguna de ellas tan grande que no hubiera podido ser levantada por un solo hombre. La parte trasera del edificio se hundía en la ladera de la montaña. Parecía que la estructura hubiera aprovechado un saliente de la roca, por lo que la parte del tejado expuesta a los elementos era mínima, y estaba recubierta de tejas de barro cocido que formaban una fuerte pendiente, sin duda para impedir grandes acumulaciones de nieve.

Un monje bajito y calvo, que llevaba una túnica color azafrán, nos condujo hasta un patio exterior cubierto de losas irregulares y, desde allí, a través de un austero portalón, accedimos al monasterio. Allí el suelo era de piedra y, aunque de una pulcritud inmaculada, no parecía mejor acabado que el del patio. Había solo unas pocas ventanas, que en realidad no eran sino aspilleras estrechas que se abrían en lo alto de las paredes y que, una vez la puerta frontal se cerraba, permitían el paso de una luz mortecina. El aire estaba impregnado de incienso, y reverberaba con el zumbido de unas voces masculinas que entonaban un cántico rítmico que parecía provenir de todas partes y, al mismo tiempo, de ninguna. Yo sentí que la caja torácica y las rodillas vibraban desde dentro. No sabía en qué lengua cantaban, no entendía qué decían, pero el mensaje quedaba muy claro: aquellos hombres invocaban algo que trascendía este mundo.

El monje nos condujo por una escalera estrecha hasta un pasadizo largo y angosto en el que, a intervalos, se sucedían unas aberturas no más anchas que mi cintura. Al pasar junto a ellas deduje que debía tratarse de las celdas de los monjes. Sus dimensiones apenas permitían que un hombre pequeño se tendiera del todo en las colchonetas tejidas que, a tal efecto, reposaban en el suelo. En un extremo de estas, enrolladas, se adivinaban unas mantas de lana, pero allí no había ni rastro de pertenencias personales ni de espacio para almacenarlas, como tampoco había puertas que preservaran la intimidad. En resumen, que aquellos espacios se asemejaban mucho a las habitaciones en las que nos habíamos criado, algo que, en realidad, no me alegraba especialmente. Los casi cinco años transcurridos en la opulencia relativa de la fortaleza de Baltasar me habían acostumbrado mal. Anhelaba un lecho blanco, y media docena de concubinas chinas que me pusieran la comida en la boca y me dieran masajes con aceites perfumados. (Ya os lo he dicho, me había acostumbrado mal).

Finalmente, el monje nos condujo hasta una cámara espaciosa, abierta, con el techo alto, de piedra, y me di cuenta de que no nos encontrábamos en una estructura construida sino en una amplia cueva natural. En su extremo más alejado se erigía la estatua de un hombre sentado con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, y las manos frente a él con los pulgares y los índices formando sendos círculos cerrados. Iluminado por la luz anaranjada de las velas, con una nube de incienso rodeando su cabeza rasurada, parecía orar. El monje, nuestro guía, desapareció en la oscuridad, a un lado de la cueva, y Joshua y yo nos aproximamos a la estatua cautelosamente, caminando de puntillas.

(Hacía tiempo que las imágenes talladas habían dejado de sorprendernos e indignarnos. El mundo que habíamos conocido, y el arte que habíamos admirado durante nuestros viajes, habían hecho que incluso aquel serio mandamiento pareciera menos serio. «Panceta», me respondía siempre Joshua cuando yo le preguntaba por él).

Aquella gran estancia era el origen de los cánticos que no habíamos dejado de oír desde nuestra llegada al monasterio, y después de ver las celdas de los monjes dedujimos que debían ser unos veinte los que sumaban sus voces para crear aquella especie de zumbido, aunque el eco que producía la bóveda de la cueva hacía verosímil que hubiera podido tratarse de uno solo, o de mil. Al acercarnos más a la estatua, tratando de determinar de qué piedra estaba hecha, vimos que abría los ojos.

—¿Eres tú, Joshua? —preguntó, en perfecto arameo.

—Sí.

—¿Y quién es ese?

—Es mi amigo Colleja.

—Pues a partir de ahora, cuando tengas que llamarlo, será Veintiuno, y tú serás Veintidós. Mientras estéis aquí, no tendréis nombre.

La estatua, claro está, no era ninguna estatua, sino Gaspar. La luz anaranjada de las velas y su absoluta inmovilidad e inexpresividad lo hacían parecer esculpido en piedra. Supongo que, además, nos sorprendió, porque esperábamos encontrarnos con un chino, y aquel hombre parecía más bien originario de la India. Tenía la piel más oscura incluso que la nuestra, y llevaba aquel punto rojo marcado en la frente que habíamos visto lucir a los mercaderes indios en Kabul y Antioquía. No resultaba fácil determinar qué edad tenía, pues carecía por completo de pelo, de barba, y de arrugas en la piel.

—Él es el Mesías —le aclaré yo—. El Hijo de Dios. Tú fuiste a verlo cuando nació.

Gaspar seguía sin expresar nada con el rostro.

—El Mesías —dijo—, debe morir, si es que habéis venido a aprender. Matadlo mañana.

—¿Perdón? ¿Cómo dices? —le pregunté yo.

—Mañana aprenderéis. Dadles de comer —ordenó Gaspar.

Otro monje, que parecía casi idéntico que el primero, surgió de la penumbra y agarró a Joshua por el hombro. Nos condujo al exterior de la capilla y nos llevó a las celdas, mostrándonos las que iban a ser las nuestras. Nos quitó los zurrones y se fue. Regresó transcurridos unos minutos con dos cuencos de arroz y dos tazas de un té muy aguado. Tras dárnoslos se alejó una vez más. No había pronunciado ni una sola palabra desde que nos había llevado a nuestros aposentos.

—Es parlanchín, el muchacho —comenté.

Joshua se llevó un puñado de arroz a la boca y torció el gesto. Estaba frío, y soso.

—¿Debo preocuparme por eso que ha dicho de que el Mesías debe morir mañana? ¿Qué opinas tú?

—¿Verdad que tú no has estado nunca seguro del todo de si eras el Mesías o no?

—Sí.

—Pues mañana, a menos que te maten a primerísima hora de la mañana, coméntalo.

A la mañana siguiente, el monje Número Siete nos despertó golpeándonos las plantas de los pies con una caña de bambú. En su defensa diré que, cuando finalmente logré apartarme las legañas de los ojos, vi que sonreía, aunque lo cierto es que su sonrisa no me sirvió de gran consuelo. Número Siete era bajito y delgado, tenía los pómulos prominentes y los ojos muy separados. Llevaba una túnica larga de color naranja, tejida en un algodón muy basto, y andaba descalzo. Iba totalmente afeitado, con la cabeza rasurada salvo por una coleta pequeña que le crecía en la coronilla y que se anudaba con una cuerda. Tanto podía tener diecisiete años como treinta y cinco, era imposible saberlo con seguridad. (Si el aspecto de los monjes del Dos al Seis os despierta curiosidad, así como el de los monjes del Ocho al Veinte, imaginad al monje Siete y multiplicadlo por diecinueve. Yo, como mínimo, los veía así durante los primeros meses. Después, estoy seguro de ello, exceptuando el hecho de que éramos más altos y teníamos los ojos más redondos, Joshua y yo, es decir, los monjes Veintiuno y Veintidós, habríamos encajado en esa misma descripción. Cuando uno intenta desprenderse de la carga del ego, la uniformidad en el aspecto exterior resulta una ventaja. Por eso, precisamente, se le llama «uniforme». Ah, pero ya vuelvo a anticiparme…

Número Siete nos condujo hasta una ventana que se usaba como letrina (resultaba evidente), y esperó a que la usáramos. Luego nos llevó hasta un cuarto pequeño en el que Gaspar se encontraba sentado, con las piernas cruzadas en una postura aparentemente imposible, frente a una mesa pequeña. El monje le dedicó una reverencia y abandonó la estancia, y solo entonces Gaspar nos pidió que nos sentáramos, recurriendo una vez más al arameo, nuestra lengua materna.

Le obedecimos, tomando asiento en el suelo, frente a él; no, de hecho eso no es exacto. Más que sentarnos, nos tendimos en el suelo, de lado, apoyados en un codo, como era costumbre en nuestro país. Solo nos sentamos después de que Gaspar sacara una caña de bambú de debajo de la mesa y, con un movimiento más rápido que el ataque de una cobra, nos golpeara a los dos en la cabeza.

—¡He dicho que os sentéis! —atronó.

Y, entonces sí, entonces nos sentamos.

—¡Jesús! —solté yo, frotándome la marca que ya empezaba a enrojecerme la oreja.

—Escuchad bien —dijo Gaspar, levantando la vara para aclarar exactamente a qué se refería.

Y nosotros lo escuchamos con gran atención, como si estuviera a punto de agotarse el sonido en cualquier momento y nosotros tuviéramos que hacer acopio de él. No estoy seguro, pero creo que durante un rato dejé de respirar y todo.

—Bien —prosiguió Gaspar bajando la caña y sirviendo té en tres cuencos sencillos que reposaban en la mesa.

Nosotros nos limitamos a observar el té humeante. Nada más. Gaspar se rió como un niño, y toda la seriedad y la autoridad de la que hacía apenas un instante estaba revestido desapareció de su rostro. Podría haber sido un tío nuestro, viejo y benévolo. De hecho, salvo por los rasgos indios, me recordaba mucho a José, el padre de Joshua.

—Nada de Mesías —dijo, esta vez en chino—. ¿Lo comprendéis?

—Sí —respondimos los dos al unísono.

En cuestión de segundos, la caña de bambú volvía a estar en su mano y el otro extremo se balanceaba sobre la cabeza de Joshua. Yo me cubrí la mía con los brazos, pero el segundo golpe no llegó a producirse.

—¿He golpeado al Mesías? —le preguntó Gaspar a Joshua.

Éste parecía sinceramente desconcertado. Estaba ahí sin moverse, frotándose apenas la cabeza, allí donde había recibido el golpe, cuando otro le alcanzó la oreja. El chasquido del impacto, seco y contundente, resonó en la pequeña estancia.

—¿He golpeado al Mesías? —insistió Gaspar.

Los ojos marrones oscuros de Joshua, no demostraban dolor, ni temor, sino confusión, un desconcierto tan profundo como podría sentir el cordero al que el sacerdote del templo acaba de cortar el pescuezo.

La vara volvió a silbar, rasgando el aire, pero en esa ocasión yo la intercepté en pleno vuelo, se la quité a Gaspar y la arrojé por el estrecho ventanuco que quedaba tras él. Acto seguido entrelacé las manos y las apoyé en la mesa que tenía delante.

—Con todos mis respetos, señor —le dije—, si vuelves a pegarle, te mato.

Gaspar se puso en pie, pero a mí me daba miedo mirarle (y a Joshua también).

—Ego —dijo el monje, que abandonó la estancia sin decir nada más.

Joshua y yo permanecimos sentados en silencio unos minutos más, pensando, frotándonos los verdugones. Si, había sido un viaje interesante y demás, pero Joshua no iba a aprender gran cosa de eso de ser Mesías de alguien que le golpeaba con una caña cada vez que se mencionaba el tema y aquella, me parecía a mí, era la causa de que estuviéramos allí. De modo que adelante. Me bebí el té que tenía enfrente, seguido del que se había dejado Gaspar.

—Dos sabios vistos, nos queda uno —dije—. Será mejor que desayunemos algo, si es que debemos reanudar el viaje.

Joshua me miró con la misma perplejidad con la que había mirado a Gaspar hacía unos minutos.

—¿Crees que le hace falta esa vara?

El monje Número Siete nos entregó nuestros zurrones y nos dedicó una gran reverencia. Entró de nuevo en el monasterio y cerró la puerta, dejándonos a Joshua y a mí ahí plantados, junto al gong. La mañana era clara, y veíamos el humo de las chimeneas que se elevaba desde la aldea, más abajo.

—Deberíamos haber pedido que nos dieran algo de desayuno —comenté—. El descenso es largo.

—Yo de aquí no me muevo —dijo Joshua.

—Estás de broma.

—Todavía me quedan muchas cosas por aprender aquí.

—¿A recibir palizas, por ejemplo?

—Tal vez.

—No estoy seguro de que Gaspar me deje entrar. No me ha parecido que le cayera muy bien.

—Has amenazado con matarle.

—No es cierto. Le he advertido que le mataría, que es muy distinto.

—¿Entonces? ¿Vas a quedarte?

Y, en efecto, esa era la gran pregunta. ¿Iba a quedarme con mi mejor amigo, a comer arroz frío, a dormir en un suelo frío, a aceptar los malos tratos de un monje loco hasta que, muy probablemente, terminara con la cabeza abierta? ¿O iba a irme? ¿Irme adonde? ¿A casa? ¿A Kabul, con Dicha? A pesar del largo viaje, me resultaba más sencillo regresar por donde había venido. Al menos me esperaba cierto grado de familiaridad al final del trayecto. Pero, si se trataba de tomar la decisión más fácil, ¿qué estaba haciendo yo allí de entrada?

—¿Estás seguro de que tienes que quedarte aquí, Josh? ¿No podemos ir en busca de Melchor?

—Sé que tengo cosas que aprender si me quedo. —Joshua levantó la maza e hizo sonar el gong. Al poco se abrió el ventanuco y un monje al que no habíamos visto hasta entonces asomó el rostro por él.

—Marchaos. Vuestra naturaleza es densa, y el aliento os huele a culo de yak. —Y la cerró de golpe.

Joshua volvió a llamar.

—A mí todo eso de matar al Mesías no me gusta nada, Josh. No puedo quedarme. No si piensa seguir pegándote.

—Tengo la sensación de que me va a pegar unas cuantas veces más, hasta que aprenda lo que quiere que aprenda.

—Tengo que irme.

—Sí, tienes que irte.

—Pero podría quedarme.

—No. Confía en mí. Tienes que dejarme solo ahora, así no me abandonarás más tarde. Volveremos a vernos.

Y, dicho esto, se alejó de mí y se dirigió a la puerta.

—Sí, claro, resulta que no sabes nada, y ahora, de golpe, eso sí lo sabes, ¿no?

—Sí. Vete, Colleja. Adiós.

Inicié el descenso por el sendero estrecho, tropecé y estaba a punto de caerme por un precipicio cuando oí que el ventanuco de la puerta se abría.

—¿Dónde vas? —me gritó el monje.

—A casa —le respondí.

—Muy bien. Ve a asustar a unos cuantos niños con tu ignorancia supina.

—Eso haré.

Intenté mantener los hombros rectos mientras caminaba, alejándome, pero sentía como si alguien desgarrara mi alma tirando de los músculos de mi espalda. Me juré que no me daría la vuelta y, despacio, con gran dolor, desanduve el sendero por el que habíamos llegado, convencido de que no volvería a ver a Joshua.