15

Joshua y Baltasar llegaron a Kabul tan tarde que por sus calles solo pululaban asesinos y putas (estas ofrecían descuentos a los asesinos a partir de las doce de la noche, para animar un poco el negocio). El anciano brujo se había quedado dormido, mecido por el paso acompasado de su camello, algo que asombraba a Joshua casi tanto como la historia de aquel demonio, pues él pasaba casi todo el tiempo en que iba montado en su animal haciendo esfuerzos por no vomitar (mal del desierto, lo llaman). Joshua le dio un golpecito en la pierna con el extremo de la brida, y el mago despertó sobresaltado, ahogando un ronquido.

—¿Qué sucede? ¿Ya hemos llegado?

—¿Puedes controlar a tu demonio, anciano? ¿Estamos lo bastante cerca como para que hayas recuperado ya el control?

Baltasar cerró los ojos, y Joshua temió que fuera a quedarse dormido de nuevo. Pero sus manos empezaron a temblar, movidas por un esfuerzo desconocido en él hasta entonces. Transcurridos unos segundos, los abrió y dijo:

—No lo sé.

—Sin embargo, sí has sabido que había escapado.

—Eso ha sido como una oleada de dolor en el alma. No siempre mantengo un contacto íntimo con el demonio. Lo más probable es que todavía estemos bastante lejos el uno del otro.

—Caballos —dijo Joshua—. Son más rápidos. Vamos a despertar al dueño del establo. —Joshua encabezó su expedición por las calles, en dirección al establo en el que habíamos dejado los camellos cuando acudimos a la ciudad para curar al bandido ciego. No había lámparas encendidas en su interior, pero una ramera medio desnuda se contoneaba, seductora, junto a la puerta.

—Precio especial para asesinos —dijo en latín—. Dos por uno, pero no devuelvo el dinero si el viejo no es capaz de acabar el trabajo.

Hacía tanto tiempo que Joshua no oía hablar en latín que tardó unos instantes en responder.

—Gracias, pero nosotros no somos asesinos —dijo, pasando junto a ella y aporreando la puerta. Mientras esperaba a que le abrieran, ella le pasó una uña por la espalda.

—¿Qué eres entonces? Tal vez tenga descuento para ti también.

Joshua no se molestó siquiera en mirarla.

—Éste es un viejo brujo que tiene doscientos sesenta años, y yo, yo o bien soy el Mesías, o un rematado impostor.

—Pues sí, para impostores creo que tenemos un precio especial, pero el brujo tendrá que pagar la tarifa completa.

Joshua oyó voces en el interior de la casa del dueño del establo, alguien que le pedía que sujetara un momento sus caballos, que es lo que los dueños de los establos dicen siempre que hacen esperar a alguien junto a la puerta. Joshua se volvió hacia la ramera y le acarició la frente con suavidad.

—Ve y no peques más —le dijo en latín.

—Sí, claro, ¿y qué hago para ganarme la vida, tonto del culo?

En ese preciso momento el dueño del establo abrió la puerta de par en par. Era bajito, tenía las piernas muy separadas y lucía un bigote muy largo, que le daba el aspecto de un bagre disecado.

—¿Qué es tan importante que no puede resolverlo mi esposa?

—¿Tu esposa?

La puta recorrió con el dedo la nuca de Joshua al pasar junto a él y entrar en casa.

—Has perdido tu oportunidad —dijo.

—A propósito, mujer, ¿qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó el dueño del establo.

Dicha salió como pudo al repecho y extrajo una daga corta y de filo ancho de los pliegues de su túnica. Los extremos de la escalera de cuerda oscilaban frente a ella, marcando el descenso del monstruo.

—No, Dicha —le dije yo, asomándome para meterla de nuevo en el túnel—. No puedes hacerle nada.

—Eso ya lo veremos.

Se volvió hacia mí y sonrió, antes de pasar dos veces el filo de la daga por la gruesa cuerda de uno de los lados, dejándola sujeta apenas por unos hilillos. A continuación, alargó el brazo y cortó la otra soga, sin seccionarla del todo. A mí me asombraba la facilidad con la que cortaba aquellas cuerdas.

Cuando lo hubo hecho regresó al pasadizo y levantó el filo de su arma para que reflejara la luz de las estrellas.

—Es de cristal —me aclaró—. De un volcán. Mil veces más afilado que cualquier filo de hierro. —Se guardó la daga y me empujó hacia el interior del túnel, hasta un punto desde el que, a salvo, podíamos ver la entrada y el repecho.

Oí que el monstruo se acercaba, y una inmensa zarpa se recortó en la entrada, seguida de la otra. Contuvimos la respiración mientras aquel ser alcanzaba el tramo cortado de la escalera. Ya casi se le veía un muslo entero, y una de sus manos, que eran como garras, descendía para agarrarse de nuevo cuando las cuerdas cedieron. De pronto el monstruo se ladeó y empezó a oscilar, sujeto solo por una cuerda, junto a la entrada. Nos miró fijamente, la furia de sus ojos amarillos reemplazada momentáneamente por una expresión de asombro. Presa de la curiosidad, irguió las orejas apergaminadas, de murciélago, y dijo:

—¿Eh?

Y entonces se rompió la segunda cuerda, y desapareció de nuestra vista.

Corrimos hacia el repecho y miramos desde el borde. Había al menos trescientos metros de precipicio oscuro. Nosotros veíamos apenas los primeros, pero en ellos no se adivinaba ni rastro de él.

—Bonito —le dije a Dicha.

—Tenemos que irnos. Ahora mismo.

—¿No crees que con esto bastará?

—¿Has oído el golpe de algún impacto al final de la caída?

—No.

—Yo tampoco —dijo ella—. Será mejor que nos vayamos de aquí.

Habíamos dejado los pellejos de agua en lo alto de la meseta, y Dicha quería recoger otros en la cocina, pero yo la agarré por el cuello de la túnica y la arrastré hasta la entrada.

—Tenemos que alejarnos de aquí lo más que podamos. Morirme de sed es lo que menos me preocupa ahora mismo.

Una vez llegamos a la zona principal de la fortaleza descubrimos que había luz suficiente como para avanzar sin lámparas, y menos mal, porque yo no dejaba que Dicha se detuviera a encender ninguna. Al llegar a la tercera planta, por la escalera, Dicha tiró de mí con tal fuerza que casi me levantó del suelo, y yo me volví hacia ella furioso como un gato.

—¿Qué? ¡Salgamos de aquí! —le grité.

—No. Éste es el último nivel que tiene ventanas. No pienso salir por esa puerta sin saber si la cosa esa se encuentra fuera.

—No seas ridícula. Un hombre al galope, a lomos de un corcel veloz, tardaría media hora en llegar hasta aquí desde el otro lado.

—Pero ¿y si no ha caído hasta abajo? ¿Y si ha trepado hasta arriba?

—Tardaría horas en hacerlo. Vamos, Dicha. Podríamos estar muy lejos cuando llegue aquí desde el otro lado.

—¡No! —Me agarró por los pies y me tiró al suelo de piedra. Cuando me levanté, ella ya se había metido en la estancia delantera y estaba asomada a la ventana. Al acercarme a ella, se llevó el índice a los labios—. Está ahí abajo —me susurró—. Esperando.

La aparté y miré yo también. En efecto, la bestia acechaba frente a la puerta de hierro, esperando para agarrar el borde con una zarpa y abrirla de par en par apenas nosotros le quitáramos los cerrojos.

—Tal vez no pueda entrar —le susurré—. La otra puerta de hierro no era capaz de franquearla.

—Tú no has comprendido el significado de los símbolos que cubrían ese otro cuarto, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Eran símbolos de contención, se usan para contener a los genios malignos y a los demonios. La puerta principal no los tiene, o sea que puede entrar si quiere.

—¿Y entonces, por qué no lo hace?

—¿Por qué va a perseguirnos si nosotros vamos a arrojarnos en sus brazos?

En ese instante el monstruo alzó la vista, y yo me retiré de la ventana.

—Creo que no me ha visto —susurré, cubriendo de saliva a Dicha.

Y entonces el monstruo se puso a silbar. Se trataba de una melodía alegre, ligera, de esas cosas que se silban cuando uno está sacándole brillo a la calavera de su última víctima.

—Yo no estoy persiguiendo nada, ni a nadie —dijo el monstruo, en voz mucho más alta de la que habría empleado si estuviera hablando consigo mismo—. No. Yo no. Solo me he detenido aquí un momento. Pero bueno, aquí no hay nadie, o sea que supongo que tendré que irme. —Se puso a silbar de nuevo, y oímos que unos pasos se alejaban, perdían intensidad, lo mismo que la melodía. Dicha y yo miramos por la ventana y vimos que la inmensa bestia daba unas zancadas exageradas, haciendo como que andaba al tiempo que acallaba su silbido.

—¿Qué? —le grité yo, enfadado—. ¿Creías que no miraríamos?

El monstruo se encogió de hombros.

—Merecía la pena intentarlo. He supuesto que no estaba tratando con un genio, porque si lo fueras, para empezar no habrías abierto la otra puerta.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —insistió Dicha detrás de mí.

—Ha dicho que no le pareces muy lista.

—Dile que no soy yo la que se ha pasado todos estos años encerrada, a oscuras, jugando consigo misma.

Me retiré de la ventana y miré a Dicha.

—¿Crees que cabe por esta ventana?

Ella le echó un vistazo.

—Sí.

—En ese caso, mejor no le digo nada. A lo mejor se enfada.

Dicha me apartó a un lado, se subió al alféizar, se dio la vuelta, se levantó la túnica y orinó de espaldas. Tenía un sentido del equilibrio asombroso. Y, a juzgar por los gruñidos que llegaron de abajo, supongo que con el de la puntería tampoco se quedaba atrás. Cuando terminó bajó al suelo de un salto. Yo me asomé y constaté que, en efecto, el monstruo se sacudía la orina de las orejas como si fuera un perro recién bañado.

—Perdón —dije—. Hemos tenido un problema lingüístico. No sabía cómo traducirte lo que quería decir.

El monstruo rugió y, por debajo de las escamas, se le tensaron los músculos de los hombros. Transcurridos unos segundos liberó la tensión en forma de puñetazo, que logró traspasar la primera lámina de hierro de la puerta.

—¡Corre! —me dijo Dicha.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el pasadizo del precipicio.

—Pero si has cortado la escalera.

—Tú corre. —Tiró de mí, tras ella, y me guió en la oscuridad, como ya había hecho antes—. ¡Agáchate! —me gritó, un instante después de que me percatara de que acabábamos de entrar en otro pasadizo, más pequeño. Sí, para ello había recurrido a los nervios de mi frente, sensibles a las piedras de techo. Ya habíamos recorrido la mitad del túnel que llevaba al despeñadero cuando oí que el monstruo se golpeaba, y soltaba una maldición.

Hubo una pausa, seguida de un chirrido tan intenso que tuvimos que taparnos los oídos para no ensordecer. Entonces llegó hasta nosotros un olor a carne chamuscada.

Las primeras luces del alba coincidieron con la entrada de Joshua y Baltasar en el cañón que llevaba a la fortaleza.

—¿Y ahora qué? —preguntó Joshua—. ¿Sientes ahora al demonio?

Baltasar negó con la cabeza, preocupado.

—Llegamos demasiado tarde. —Señaló hacia donde hasta hacía poco se encontraba la gran puerta redonda, que ya no era más que montón de piezas rotas colgadas de lo que quedaba de las bisagras.

—En el nombre de Satán, ¿qué habéis hecho?

Se bajó del caballo y corrió hacia la fortaleza, dejando al anciano rezagado.

El estruendo, en el estrecho pasillo, era de tal intensidad, que usando la daga de Dicha corté pedacitos de túnica y me los metí en los oídos. Al rato encendí un bastoncillo de fuego para ver qué era lo que hacía el monstruo. Dicha y yo nos quedamos allí boquiabiertos, inmóviles, al ver que la bestia desgastaba la piedra del túnel, moviendo las zarpas a gran velocidad, echando al aire, humo, polvo y piedras mientras avanzaba. Las escamas se le quemaban por efecto de la fricción, pero tan pronto como desaparecían le crecían otras nuevas. No había avanzado demasiado, tal vez dos o tres pasos en dirección a nosotros, pero sin duda terminaría por ensanchar el paso, y nos sacaría de allí como un tejón haría en un nido de termitas. Al fin comprendía que en aquella fortaleza no hubiera ni una sola marca del uso de herramientas. Aquella criatura se movía tan deprisa —llevándose por delante, literalmente, las paredes con sus garras y sus escamas—, que la piedra quedaba pulida a medida que iba cortándose.

Ya habíamos realizado dos ascensiones hasta lo alto de la meseta con lo que quedaba de escalera, pero en las dos ocasiones el monstruo nos había perseguido antes de que pudiéramos llegar al camino. La segunda vez recogió la escalera al llegar arriba, y después regresó al interior de la fortaleza para reanudar su trabajo infernal.

—Prefiero saltar a permitir que esa cosa me atrape —le dije a Dicha.

Ella miró por el borde del precipicio, hacia la oscuridad sin fin que se extendía más abajo.

—Muy bien —respondió ella—. Ya me contarás qué tal te ha ido.

—Lo haré, pero antes rezaré un poco.

Recé con tal ahínco que unas gotas gordas de sudor me resbalaron frente abajo y se me metieron en los ojos. Y eso que apretaba los párpados con mucha fuerza. Recé con tal ahínco que incluso el chirrido constante de aquellas escamas contra la pared se amortiguó. Allí, por un momento, tuve la certeza de que solo estábamos yo y Dios. Y como suele ser costumbre cuando trata conmigo, Dios se mantenía en silencio, y de pronto caí en la cuenta de lo desesperante que aquello debía de ser para Joshua, preguntándole siempre qué camino debía seguir, qué acción debía emprender, y obteniendo el silencio por toda respuesta.

Cuando abrí los ojos de nuevo, el amanecer asomaba ya más allá del precipicio, y la claridad se colaba por el pasadizo. A plena luz del día el monstruo inspiraba aún más temor. Estaba cubierto de sangre y vísceras de las muchachas a las que había masacrado, y las moscas revoloteaban a su alrededor, pero cuando intentaban posarse sobre él morían al instante y caían al suelo. El hedor a carne putrefacta y escamas chamuscadas resultaba casi insoportable, y estuvo a punto de hacerme caer por el precipicio. La bestia se encontraba a apenas tres o cuatro varas de nosotros, y cada pocos minutos retrocedía, tomaba impulso y alargaba las garras, intentando darnos alcance.

Dicha y yo nos acurrucábamos en el repecho, colgados sobre el vacío, y con la mirada buscábamos desesperadamente algo, algún sostén que nos alejara de la bestia, ya estuviera arriba, abajo, a un lado o frente al despeñadero. Mi miedo a las alturas se había convertido de pronto en un asunto anecdótico.

Yo empezaba a sentir ya el aire que agitaban las zarpas del monstruo, que se abalanzaba sobre la abertura angosta para darnos caza cuando oí el grito grave y prolongado de Baltasar tras él. La bestia ocupaba la totalidad del túnel, por lo que yo no veía qué había más allá, pero el demonio se volvió, y su rabo afilado y rematado en punta pasó junto a nosotros, rozándonos casi, lacerando casi nuestra piel. Dicha extrajo una vez más su daga de cristal y se la clavó en la cola, partiendo alguna que otra escama, pero sin llegar a lastimar a la bestia lo bastante como para que se volviera a mirarnos.

—¡Baltasar te domesticará, hijo de lagarto comedor de mierda! —gritó Dicha.

En ese preciso instante algo avanzó gritando por la abertura y los dos nos agachamos para dejar que pasara de largo. Se precipitó al vacío y desapareció de nuestra vista, chillando como un halcón que descendiera en picado.

—¿Qué ha sido eso? —Dicha entrecerraba los ojos, intentando ver qué era lo que había arrojado la bestia.

—Eso era Baltasar —respondí yo.

—Vaya.

Joshua le tiró del rabo puntiagudo, y el demonio se volvió, gruñendo con gran ferocidad. El Mesías se mantuvo aferrado a la extremidad, a pesar de que las garras del demonio le pasaban rozando las mejillas.

—¿Cómo te llamas, demonio? —le preguntó Joshua.

—No vivirás lo bastante para pronunciar mi nombre —le soltó el monstruo, levantando la zarpa una vez más para atacarlo.

Joshua volvió a tirarle de la cola, y el demonio quedó inmóvil.

—No, no tienes razón. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Trampa —dijo él, bajando el brazo en señal de rendición—. Yo te conozco. Tú eres ese chaval, ¿verdad? Antes, en los viejos tiempos, hablaban mucho de ti.

—Ya va siendo hora de que regreses a casa —le dijo Joshua.

—¿No puedo comerme antes a esos dos que están en el repecho?

—No. Satán te espera.

—Son un incordio. Ella se me ha meado encima.

—No.

—Te haría un favor, en realidad.

—No querrás hacerles daño ahora, ¿verdad?

El demonio echó hacia atrás las orejas y bajó la cabeza.

—No. No quiero hacerles daño.

—Ya no estás enfadado —dijo Joshua.

El monstruo meneó la cabeza, ya se había postrado en mitad del pasadizo, ante el Mesías, y se cubría los ojos con las zarpas.

—¡Pues yo sí sigo enfadado! —atronó Baltasar.

Joshua se volvió para ver al anciano cubierto de sangre y de polvo, las ropas desgarradas por las que se le habían salido los huesos al partirse. Ahora estaba curado, y eso que hacía apenas unos minutos de la caída, pero el ascenso lo había extenuado.

—¿Has sobrevivido al precipicio?

—Ya te lo he dicho, mientras el demonio siga en esta tierra, soy inmortal. Pero ha sido toda una novedad, porque hasta ahora nunca había podido hacerme daño.

—Ya no volverá a hacerlo.

—¿Lo controlas tú? Porque yo no puedo.

Joshua se volvió y posó la mano en la cabeza del demonio.

—Esta criatura maligna contempló en otro tiempo el rostro de Dios. Este monstruo servía en el cielo, obtenía belleza, vivía en la gracia, caminaba en la luz. Ahora es instrumento de sufrimientos. Su aspecto es repugnante, y su naturaleza, retorcida.

—Eh, oye, cuidado con lo que dices.

—Lo que iba a decir es que no se lo puede culpar por lo que es. Nunca ha tenido lo que tienes tú o cualquier otro ser humano: el libre albedrío.

—Qué triste es eso —dijo el demonio.

—Un momento, Trampa. Yo te dejaré probar eso que jamás has conocido. Por un momento voy a concederte el libre albedrío.

El demonio sollozó. Joshua le apartó la mano de la cabeza, le soltó la cola y se alejó por el pasillo, en dirección al salón de la fortaleza.

Baltasar se colocó a su lado, y juntos esperaron a que el demonio saliera del túnel.

—¿De veras eres capaz de concederle eso? ¿De darle el libre albedrío?

—Ahora lo veremos, ¿no?

Trampa salió arrastrándose del pasadizo y se incorporó, aunque sin levantar la cabeza. Unos lagrimones grandes y viscosos resbalaban por sus mejillas cubiertas de escamas, sorteaban sus mandíbulas, y caían sobre el suelo de piedra, donde chisporroteaban como si contuvieran algún ácido.

—Gracias —masculló.

—Libre albedrío. ¿Qué te hace sentir eso?

El demonio agarró al anciano como si fuera una muñeca de trapo y se lo colocó debajo del brazo.

—Me hace sentir con ganas de tirarte otra vez por ese maldito precipicio.

—No —dijo Joshua, dando un paso al frente y posando la mano sobre su pecho. En ese instante se oyó un ruido sordo, y el espacio que hasta entonces había ocupado el demonio quedó vacío. Baltasar cayó al suelo y gimió de dolor.

—Eso del libre albedrío no ha sido muy buena idea —balbució el mago.

—Lo siento. Me puede la compasión.

—No me encuentro bien —prosiguió Baltasar que, sentándose en el suelo, se puso a respirar hondo, con dificultad.

Dicha y yo abandonamos el pasadizo y nos reunimos con Joshua y Baltasar, que envejecía por momentos, ante nuestros propios ojos.

—Tiene doscientos sesenta años —nos explicó Joshua—. Ahora que Trampa se ha ido, su verdadera edad está aflorando.

La piel del brujo había adquirido un tono ceniciento, y el blanco de los ojos se le había teñido de amarillo. Dicha estaba sentada en el suelo y, con gran ternura, acunaba al anciano, que apoyaba la cabeza en su regazo.

—¿Dónde está el monstruo? —pregunté.

—De nuevo en el infierno —respondió Joshua—. Ayúdame a llevar a Baltasar hasta su cama. Ya te lo explicaré más tarde.

Llevamos al mago a sus aposentos, y una vez allí Dicha intentó darle a tomar un poco de caldo. Pero él se durmió con el cuenco en los labios.

—¿Se puede hacer algo por él? —pregunté yo, sin dirigir la pregunta a nadie en concreto.

Dicha negó con la cabeza.

—No está enfermo. Es viejo, simplemente.

—Está escrito que todo tiene su tiempo —añadió Joshua—. Y yo no puedo cambiar el tiempo de las cosas. El de Baltasar ha llegado a término, al fin. —Miró a Dicha y arqueó las cejas—. ¿Te has meado en el demonio?

—No sé de qué se queja. Antes de venir aquí, cuando vivía en Hunan, había un hombre que me pagaba bastante dinero para que se lo hiciera.

Baltasar duró otros diez días, y hacia el final se parecía más a un esqueleto cubierto de cuero viejo que a un hombre. Pasó aquellas últimas jornadas suplicando a Joshua que le perdonara por su vanidad, y nos llamaba una y otra vez junto a su lecho para contarnos lo mismo, porque se olvidaba de lo que nos había explicado hacía apenas unas horas.

—Encontrarás a Gaspar en el templo del Buda Celestial, en las montañas de Oriente. Hay un mapa en la biblioteca. Gaspar te instruirá. Él sí es un hombre sabio, no un charlatán como yo. Él te ayudará a convertirte en el hombre que debes ser para hacer lo que debes hacer, Joshua. Y en cuanto a ti, Colleja, bueno, no sé, tal vez no acabes siendo tan desastroso. Hace mucho frío allí donde vais. Comprad pieles de camino, y cambiad vuestros camellos por esos otros que son peludos y tienen dos jorobas.

—Delira —comenté.

—No —me corrigió Dicha—. Esos camellos de dos jorobas y con el pelo largo existen.

—Lo siento.

—Joshua —balbució Baltasar—. Si no de otra cosa, acuérdate al menos de las tres joyas.

Y, dicho esto, el anciano cerró los ojos y dejó de respirar.

—¿Está muerto?

Joshua le acercó la oreja al corazón.

—Sí, está muerto.

—¿Qué es eso de las tres joyas?

—Las tres joyas del taoísmo: compasión, moderación y humildad. Baltasar decía que la compasión conduce a la valentía, la moderación a la generosidad, y la humildad al liderazgo.

—Suena raro —declaré yo.

—Compasión —susurró Joshua asintiendo en dirección a Dicha, que lloraba en silencio sobre Baltasar.

Yo le pasé el brazo por los hombros, y ella se volvió hacia mí y lloró apoyada en mi pecho.

—¿Qué voy a hacer yo ahora? Baltasar está muerto. Todas mis amigas están muertas. Y vosotros dos os vais.

—Ven con nosotros —dijo Joshua.

—Sí, claro, ven con nosotros.

Pero Dicha no vino con nosotros. Nos quedamos en la fortaleza de Baltasar otros seis meses, esperando a que pasara el invierno antes de dirigirnos a las altas montañas que quedan al este. Yo me dediqué a limpiar la sangre de los aposentos de las concubinas mientras Dicha ayudaba a Joshua a traducir algunos de los antiguos textos de Baltasar. Los tres compartíamos las comidas y, de vez en cuando, Dicha y yo nos dábamos un revolcón en recuerdo de los viejos tiempos, pero teníamos la sensación de que la vida había abandonado aquel lugar. Cuando llegó la hora de nuestra partida, Dicha nos transmitió su decisión.

—No puedo ir con vosotros en busca de Gaspar. A las mujeres no nos está permitida la entrada en el monasterio, y no me apetece vivir en la aldea cercana. Baltasar me ha dejado mucho oro, y hay muchas otras cosas en la biblioteca, pero aquí, en las montañas, no me sirven de nada. No me quedaré en esta tumba con los fantasmas de mis amigas por toda compañía. Pronto vendrá Ahmad, como todas las primaveras, y le pediré que me ayude a transportar el tesoro y los pergaminos hasta Kabul, donde me compraré una casa grande y contrataré a sirvientes y haré que me traigan a muchachos jovencitos para corromperlos.

—Ojalá yo tuviera un plan —dije yo.

—A mí también me gustaría —comentó Joshua.

Los tres celebramos que Joshua cumplía dieciocho años. Preparamos la tradicional comida china, y a la mañana siguiente Joshua y yo cargamos los camellos y nos dispusimos a emprender la marcha hacia el este.

—¿Estás segura de que no te importa quedarte sola hasta que venga Ahmad? —le preguntó Joshua a Dicha.

—No te preocupes por mí —le respondió ella—. Tú vete a aprender a ser Mesías. —Le besó con fuerza en los labios. Él forcejeó para librarse de su abrazo, y cuando se montó en el camello todavía seguía colorado de la vergüenza.

—En cuanto a ti —me dijo—, vendrás a verme en Kabul en tu viaje de regreso hacia Israel. Si no lo haces, pronunciaré una maldición de la que no te librarás en toda tu vida. —Se quitó el frasquito de veneno que llevaba al cuello y me lo dio. Para cualquier otro, tal vez se hubiera tratado de un regalo extraño, pero yo era aprendiz de brujo, por lo que me iba como anillo al dedo. También me metió su daga de filo de cristal en el fajín—. No me importa lo que tardes; ven a verme. Te prometo que no volveré a pintarte de azul.

Yo le aseguré que iría a visitarla, me monté en mi camello, y Joshua y yo emprendimos la marcha. Tuve que hacer esfuerzos por no volver la vista atrás, por no mirar de nuevo a otra mujer que me había robado el corazón.

Avanzábamos bastante separados, cada uno pensando en el pasado y en el futuro de nuestras vidas, en quiénes habíamos sido y en quiénes íbamos a ser. Así transcurrieron dos horas, hasta que me uní a Joshua y rompí el silencio.

Yo llevaba un rato pensando en que Dicha me había enseñado a leer y a hablar chino, a mezclar pociones y venenos, a hacer trampas en el juego, a realizar trucos de manos, a tocar a una mujer en los lugares adecuados y como era debido. Y todo sin esperar nada a cambio.

—¿Son todas las mujeres más fuertes y mejores que yo? —le pregunté.

—Sí —me respondió.

Pasamos otro día entero sin hablar.