Entretanto, de nuevo en la habitación del hotel, Raziel ha abandonado toda esperanza de convertirse en luchador profesional y ha retomado su ambición de ser Spiderman. Se trata de una decisión que tomó cuando yo le comenté que, en el Génesis, Jacobo lucha con un ángel y gana. O sea, que, resumiendo, un ser humano venció a un ángel. Raziel no dejaba de insistir en que no recordaba que eso hubiera sucedido, y yo estuve a punto de sacar la Biblia que tenía escondida en el baño para demostrárselo, pero acabo de empezar a leer el Evangelio según Marcos, y si el ángel lo descubriera me quedaría sin libro.
Ya me pareció que Mateo se había pasado mucho saltando directamente del nacimiento de Joshua a su bautismo, pero es que Marcos no se molesta siquiera en hablar del nacimiento. Es como si Joshua brotara directamente, ya adulto, de la cabeza de Zeus. (Está bien, lo reconozco, la metáfora es mala, pero ya me entendéis). Marcos empieza con el bautismo. ¡A los treinta años! ¿De dónde sacaron esas historias los tipos esos? «Una vez conocí a un tío en un bar que conocía a un tío que tenía una hermana cuyo mejor amigo estuvo en el bautismo de Joshua hijo de José de Nazaret, y ahora os voy a contar todo lo que recordaba sobre él».
Bueno, al menos Marcos me menciona, aunque solo sea una vez. Y aunque esté totalmente fuera de contexto, como si yo estuviera ahí sentado, sin hacer nada, y Joshua apareciera por ahí y me pidiera que le acompañara. Y también habla de un demonio que se llama Legión. Sí, ya me acuerdo de Legión. Comparado con lo que Baltasar conjuró, Legión era un mequetrefe.
—Le he preguntado a Baltasar si sentía algo por mí —dijo Joshua mientras cenábamos.
—Oh, no —se lamentó Dicha.
Cenábamos en los aposentos de las muchachas. Olía divinamente, y ellas nos daban masajes en los hombros mientras comíamos. Era justo lo que necesitábamos tras una dura jornada de estudio.
—Se suponía que él no debía enterarse de que sospechábamos nada. ¿Qué te ha respondido?
—Me ha respondido que acababa de pasar por una ruptura dolorosa y que no estaba preparado para iniciar otra relación, porque le hacía falta pasar algún tiempo conociéndose a sí mismo, pero que le encantaría que siguiéramos siendo amigos.
—Miente —concluyó Dicha—. Hace más de cien años que no rompe con nadie.
—Josh —intervine yo—, eres tan ingenuo… Los hombres siempre mienten sobre esas cosas. Ése es uno de los problemas que tienes por no poder conocer a mujeres: significa que no comprendes la naturaleza más básica de los hombres.
—¿Qué es?
—Que somos unos cerdos mentirosos. Capaces de decir lo que sea para conseguir lo que queremos.
—Eso es cierto —corroboró Dicha, mientras las otras muchachas asentían.
—Pero —dijo Josh—, el hombre superior no actúa en contra de la virtud, según Confucio, ni siquiera por el espacio de tiempo de una comida.
—Sí, claro —tercié yo—. Pero es que el hombre superior puede acostarse con alguien sin necesidad de mentir. Yo estoy hablando del resto de los hombres.
—¿Entonces? ¿Debería preocuparme ese viaje que quiere que emprenda con él?
Dicha asintió, muy seria, y las otras muchachas la imitaron.
—No veo por qué —dije yo—. ¿Qué viaje es ese?
—Dice que solo nos ausentaremos dos semanas. Quiere acudir a un templo que se encuentra en una ciudad de las montañas. Cree que se trata de un templo construido por Salomón, y se llama el templo del Sello.
—¿Y por qué tienes que acompañarlo tú?
—Quiere mostrarme algo.
—Oh, oh —dije yo.
—Oh, oh —repitieron las muchachas, a modo de coro griego, aunque ellas hablaban en chino, claro.
La semana anterior a la partida de Joshua y Baltasar, conseguí convencer a Vainas de Guisante para que asumiera un riesgo inmenso durante su turno en el lecho del mago. No la escogí a ella porque fuera la más atlética y ágil de todas, que lo era; ni porque fuera la más ligera de pies, y la más sigilosa, que también lo era. La escogí porque era la que me había enseñado a hacer sellos de bronce con los caracteres que componían mi nombre, y de ella podía esperarse que obtuviera la copia más exacta de la llave que Baltasar llevaba al cuello, prendida de una cadena. (Sí, por supuesto, existía una llave que abría las puertas de hierro. A Dicha, sin querer, se le había escapado dónde la guardaba el mago, pero era demasiado leal como para robársela. Vainas de Guisante, por su parte, era más inconstante en sus lealtades, y últimamente yo había pasado bastante tiempo con ella).
—Cuando vuelvas, yo ya sabré qué es lo que sucede aquí —le comenté a Joshua cuando se montaba en su camello—. Tú, durante el viaje, averigua todo lo que puedas sobre Baltasar.
—Lo haré, pero ve con cuidado. No hagas nada en mi ausencia. Creo que este viaje, sea lo que sea lo que vayamos a ver, guarda relación con la casa de la perdición.
—Tranquilo, yo me limitaré a observar un poco. Tú ve con cuidado.
Las muchachas y yo permanecimos en lo alto de la meseta, agitando las manos hasta que Joshua y el mago —que llevaba un camello más para cargar en él las provisiones— se perdieron de vista, y entonces, una por una, todas descendieron por la escalera de cuerda colgada de la pared del precipicio. La entrada al pasadizo y el túnel, durante tal vez treinta varas, era apenas lo bastante ancha como para que pasara por ella un hombre agachado, y yo siempre me rasguñaba un codo o un hombro, lo que me permitía demostrar mi habilidad para maldecir en cuatro idiomas.
Cuando llegué a la cámara de los elementos, donde practicábamos el arte de los Nueve Elixires, Vainas de Guisante tenía el hornillo encendido al rojo vivo, y se dedicaba a introducir unos lingotes de latón en un cacillo de piedra. De la copia en cera había logrado crear un duplicado de la llave, del que habíamos obtenido un molde de escayola, que a su vez habíamos llevado al fuego para que se fundiera la cera. A partir de ahí, contábamos con una sola oportunidad de fabricar la llave, porque una vez el metal se enfriara en el interior del molde de escayola, el único modo de sacarla sería rompiéndola.
—Menuda llave —comenté yo. Los únicos cerrojos que yo había visto eran grandes candados de hierro, nada que ver con una llave tan elegante como aquella.
—¿Cuándo vas a usarla? —me preguntó Vainas de Guisante, abriendo tanto los ojos que parecía una niña emocionada. En ocasiones como aquella yo me sentía casi enamorado de ella, aunque por suerte siempre acababa distraído por la sofisticación de Dicha, los consejos maternales de Almohada, la destreza de Número Seis, o cualquiera de los demás encantos con los que todas me asaltaban a diario. Comprendía perfectamente la estrategia de Baltasar para impedir enamorarse de cualquiera de ellas. La situación de Joshua, por otra parte, resultaba más difícil de imaginar, porque a él le gustaba pasar buenos ratos con las muchachas, contarles historias de la Tora a cambio de que ellas le relataran leyendas sobre los dragones de tormenta y el rey mono. Decía que en las mujeres se daba una bondad innata que jamás había visto en un hombre, y disfrutaba cuando se rodeaba de ellas. Su fortaleza a la hora de resistir sus encantos físicos me asombraba tal vez más que otros hechos milagrosos que le había visto protagonizar a lo largo de los años. Que resucitara a un muerto no tenía nada que ver conmigo, pero que rechazara las proposiciones de una mujer hermosa, para mí, era algo que requería de un valor que excedía mi capacidad de comprensión.
—A partir de aquí me ocupo yo —le dije a Vainas de Guisante. No quería que se implicara más, por si las cosas no salían bien.
—¿Cuándo? —me preguntó ella, refiriéndose a cuándo intentaría yo abrir las puertas de hierro.
—Esta noche, cuando todas os hayáis sumido en el mundo de los bellos sueños. —Le pellizqué la nariz, cariñosamente, y ella soltó una risita. Fue la última vez que la vi entera.
De noche, los muros de la fortaleza los iluminaba la luz de la luna y de las estrellas, que se colaba por las ventanas. Fuéramos donde fuésemos, siempre llevábamos con nosotros lamparillas de barro cocido, que hacían que las curvas de los pasadizos se asemejaran todavía más a las tripas de unas criaturas inmensas, pues engullían la escasa luz anaranjada. Tras varios años en compañía de Baltasar, yo era capaz de recorrer los aposentos principales de la fortificación sin ayudarme de luz alguna, de modo que llevaba la lámpara apagada, y así me acerqué a los aposentos de las muchachas, antes de detenerme junto a la puerta recubierta de cuentas y acercar la oreja para oír sus suaves ronquidos.
Cuando ya me encontraba lejos de ellas, encendí la lámpara con uno de los bastoncillos de fuego que había inventando usando los mismos productos químicos que había empleado en la fabricación del polvo explosivo. El bastoncillo de fuego chasqueó sordamente cuando lo froté contra la pared de piedra, y habría jurado que oí que su eco resonaba en el salón contiguo. Cuando me dirigía a la puerta de hierro, me llegó el olor de azufre quemado, y me pareció raro que el aroma del bastoncillo de fuego me hubiera seguido hasta allí. Pero entonces vi a Dicha de pie junto a la puerta, sosteniendo una lámpara de aceite y el bastoncillo apagado pero humeante que había usado para encenderla.
—Déjame ver la llave —me pidió.
—¿Qué llave?
—No te hagas el tonto. Vi los restos del molde en la cámara de los elementos.
Extraje la llave del cinto, donde la había ocultado, y se la alargué a Dicha, que la examinó a la luz de la lámpara, girándola a un lado y a otro.
—Éstas las hace Vainas de Guisante —dijo como si tal cosa—. ¿Fue ella también la que tomó el modelo?
Asentí. Dicha no parecía enfadada, y Vainas de Guisante era la única de las muchachas lo bastante avezada en el arte de la metalurgia como para haber creado la copia, por lo que me pareció absurdo negarlo.
—Conseguir el modelo debe de haber sido lo difícil —comentó Dicha—. Baltasar guarda celosamente su llave. Tendré que preguntarle qué hizo para distraerlo. Podría resultarme práctico aprenderlo. Para nosotros dos, digo.
Me sonrió, seductora, y levantó la chapa metálica que mantenía oculta la cerradura. En aquel segundo sentí como si me clavaran una daga helada en la espalda.
—¡No! —le grité, sujetándole la mano—. ¡No lo hagas!
Me invadía una sensación de repulsión que me revolvía las tripas.
Dicha volvió a sonreír y me apartó la mano.
—He visto muchas cosas maravillosas desde que estoy aquí, pero nunca nada que fuera dañino. Tú has planeado esto, o sea que debes querer saber qué hay ahí dentro tanto como lo quiero yo.
Quise impedírselo, traté incluso de arrebatarle la llave, pero ella me sujetó el brazo y apretó de tal modo que me lo dejó muerto. Entonces arqueó una ceja, como diciendo: «¿Vas a seguir intentándolo, ahora que sabes lo que soy capaz de hacerte?».
Yo di un paso atrás.
Ella metió la llave del dragón en la cerradura y le dio tres vueltas. Se oyó el chasquido de un engranaje, tan suave que yo no había oído jamás algo semejante. A continuación la retiró y descorrió los tres pesados cerrojos de hierro. Cuando abrió la puerta llegó hasta nosotros una ráfaga de aire, como si algo hubiera pasado junto a nosotros muy deprisa. Mi lámpara se apagó.
Joshua me contó lo que sucedió después, y pude reconstruir la secuencia. Mientras Dicha y yo abríamos la puerta de la estancia que llamaban «casa de perdición», Joshua y Baltasar habían acampado en algún lugar de los áridos montes de lo que hoy es Afganistán. La noche era clara, y las estrellas brillaban con una luz fría, azulada, que era como la soledad, o como el infinito. Habían cenado un poco de pan con queso, y se habían sentado junto al fuego para compartir lo que les quedaba de una botella de vino fortificado, la segunda que se tomaba Baltasar aquella noche.
—¿Te he hablado alguna vez de la profecía que me hizo partir en tu busca cuando naciste, Joshua?
—Me has hablado de la estrella. Mi madre me contó lo de la estrella.
—Sí, los tres seguimos esa estrella, y por casualidad nos encontramos en los montes, al este de Kabul, y proseguimos el viaje juntos, pero la estrella no fue el motivo por el que iniciamos el viaje, sino solo nuestro medio para orientarnos. Emprendimos el viaje porque los tres buscábamos algo al final del camino.
—¿A mí? —preguntó Joshua.
—Sí, pero no solo a ti, sino a lo que se decía que vendría contigo. En el templo al que ahora nos dirigimos se conservan unas tablas de arcilla, muy antiguas; los sacerdotes afirman que se remontan a los tiempos de Salomón, y en ellas se anticipa la venida de un niño que tendrá poder sobre el mal, y que vencerá a la muerte. Dicen que tiene la llave de la inmortalidad.
—¿Yo? ¿De la inmortalidad? No.
—Pues yo creo que sí la tienes, pero que todavía no lo sabes.
—No, no, estoy seguro de que no —sostuvo Joshua—. Es cierto que he resucitado a algunas personas, pero nunca han durado mucho tiempo. Con los años he ido mejorando en mis sanaciones, pero lo de resucitar todavía no se me da bien, tengo que practicar más. Tengo que aprender más.
—Y por eso yo he sido tu maestro estos años, y por eso ahora te llevo al templo, para que puedas leer las tablas tú mismo. Aun así, debes albergar en ti el poder de la inmortalidad.
—De veras que no, no tengo ni la más remota idea.
—Yo tengo ya doscientos sesenta años, Joshua.
—Eso he oído, pero no puedo ayudarte. De todos modos, te conservas muy bien, para tener doscientos sesenta años.
A partir de ahí, Baltasar adoptó un tono cada vez más desesperado.
—Joshua, yo sé que tienes poder sobre el mal. Colleja me ha dicho que ahuyentaste a unos demonios en Antioquía.
—Eran pequeños —puntualizó Joshua, quitándose importancia.
—Pues o tienes también poder sobre la muerte, o a mí no me servirás de nada.
—Lo que soy capaz de hacer proviene de mi padre. Yo no le he pedido nada.
—Joshua, yo me mantengo con vida gracias a un pacto con un demonio. Si no tienes los poderes anunciados en la profecía, yo nunca seré libre, nunca disfrutaré de paz, nunca más conoceré el amor. Me paso todos y cada uno de los minutos de mi vida controlando a ese demonio. Si mi voluntad flaqueara, la destrucción resultante no se parecería a nada de lo que el mundo ha conocido hasta ahora.
—Sé cómo te sientes. A mí no se me permite conocer mujer —dijo Joshua—. Aunque a mí me lo dijo un ángel, no un demonio. Pero, aun así, ya sabes, en ocasiones resulta duro. Tus concubinas, por ejemplo, me gustan mucho. La otra noche, sin ir más lejos, Almohadas me estaba dando un masaje en la espalda, tras una dura jornada de estudio, y noté que empezaba a tener una inmensa…
—¡Por el Lomo Dorado del Ternero! —exclamó Baltasar que, abriendo mucho los ojos, horrorizado, dio un salto y se puso en pie. El anciano empezó a cargar su camello, a moverse de un lado a otro en la oscuridad, como un loco. Joshua lo seguía, intentando calmarlo, pues temía que le diera un ataque en cualquier momento.
—¿Qué sucede? ¿Qué es?
—¡Está suelto! —respondió el mago—. Ayúdame a recoger las cosas. Debemos regresar. El demonio anda suelto.
Yo permanecí un rato paralizado, a oscuras, temiendo que se desatara el desastre, que reinara el caos, que el dolor, la pestilencia y el mal se manifestaran, pero entonces Dicha encendió un bastoncillo de fuego y alumbró de nuevo nuestras lámparas. Estábamos solos. La puerta de hierro, abierta de par en par, nos permitía la visión de un cuarto muy pequeño, forrado también enteramente con paneles de hierro. La habitación era de dimensiones tan reducidas que en ella apenas cabía una cama pequeña y una silla. Todas las planchas de hierro negro que recubrían las paredes estaban llenas de inscripciones grabadas, símbolos dorados: pentágonos, hexágonos y muchos otros que yo no había visto en mi vida. Dicha acercó su lámpara a uno de los muros.
—Son símbolos de contención —informó la concubina.
—Yo a veces oía voces que salían de aquí.
—Pues cuando yo he abierto la puerta, aquí no había nada. Un segundo antes de que la lámpara se apagara he mirado, y no he visto nada.
—¿Y entonces qué ha sido lo que ha hecho que se apagara?
—¿El viento?
—No lo creo. He notado que algo me rozaba al pasar.
En ese instante, alguien gritó en los aposentos de las muchachas, y a continuación se oyó un coro de chillidos, alaridos primitivos, de terror absoluto. Los ojos de Dicha se llenaron de lágrimas.
—¿Qué he hecho?
La sujeté de la manga y la arrastré por el pasadizo, en dirección a los aposentos de las chicas. Al pasar junto a un tapiz sujeto por dos pesadas lanzas, las cogí y le di una a ella. En nuestro avance, cuando doblábamos las esquinas, veíamos una luz anaranjada cada vez más potente, y no tardé en descubrir que el fuego de las lamparillas de aceite se elevaba por las paredes. Los gritos eran cada vez más pavorosos, pero cada pocos segundos una voz abandonaba el coro, hasta que solo quedó una. Al acercarnos a la puerta que conducía a la cámara de las concubinas los gritos cesaron, y una cabeza humana rodó frente a nosotros. La criatura surgió tras la cortina, sin hacer caso de las llamas que ascendían por las paredes, a su alrededor, y su cuerpo inmenso ocupó por completo el pasadizo. La piel de reptil le cubría los hombros, las orejas largas, puntiagudas, rozaban las paredes y el techo. En su mano, que era como una zarpa, sostenía el torso ensangrentado de una de las muchachas.
—Eh, niña —dijo en un tono de voz que era como una espada arañando piedra, y una luz amarilla resplandeció tras sus ojos de gato, grandes como cuencos—. Has tardado mucho…
Mientras regresaban a la fortaleza, Baltasar le explicó a Joshua la historia del demonio.
—Se llama Trampa, y es un demonio del vigésimo séptimo orden, un ángel destructor antes de la caída. Por lo que sé, fue el primero en recibir la llamada y en acudir en ayuda de Salomón para la construcción del gran templo, pero algo salió mal y, con la colaboración de un duende malo, Salomón pudo enviar al demonio de regreso al infierno. Yo encontré el sello de Salomón y el encantamiento para despertarlo hace casi doscientos años, en el templo del Sello.
—Ah, por eso lo llaman así. Yo creía que tenía algo que ver con el envío de documentos, o algo así.
—Tuve que convertirme en acólito y estudiar con los sacerdotes durante años antes de que me permitieran acceder al sello, pero ¿qué son unos pocos años comparados con la inmortalidad? Y, en efecto, la inmortalidad me fue concedida, pero solo mientras el demonio habite esta tierra. Y mientras habite en esta tierra, hay que alimentarlo, Josh. Ésa es la maldición que implica ser el señor de este destructor. Hay que alimentarlo.
—No lo entiendo. ¿Se alimenta de tu voluntad?
—No, se alimenta de seres humanos. Es lo único que lo mantiene a raya, o así fue hasta que logré construir el cuarto de hierro y llenarlo de símbolos dorados. Con eso logré aplacarlo. He podido mantenerlo durante veinte años en la fortaleza que le hice construir, y ha habido cierto alivio. Hasta entonces él estaba conmigo minuto a minuto, me acompañaba a todas partes.
—¿Y eso no te ha atraído enemigos?
—No. A menos que adopte la forma que adopta cuando come, nadie puede ver a Trampa. En los demás momentos se trata de un demonio pequeño, del tamaño de un niño, y es poco el mal que causa (aunque, eso sí, puede resultar muy pesado). Sin embargo, cuando come, alcanza una estatura de diez varas, y puede partir a un hombre en dos solo con darle un zarpazo. No, los enemigos no son ningún problema, Joshua. ¿Por qué crees que no hay guardianes en la fortaleza, Joshua? Antes de que las muchachas vinieran a vivir conmigo, me atacaron unos bandidos. Lo que les sucedió se ha convertido ya en leyenda en Kabul, y desde entonces nadie más lo ha intentado. El problema es que si mi voluntad flaqueara, volvería a vagar libremente por el mundo, como en tiempos de Salomón. Y yo no sé qué podría hacer para impedírselo.
—¿Y no puedes conseguir que regrese al infierno?
—Podría, con el sello y el encantamiento. Por eso me dirigía al templo del Sello. Por eso estás tú aquí. Si, en efecto, tú eres el Mesías anunciado por Isaías y por las tablas de arcilla del templo, entonces eres descendiente directo de David y, por tanto, de Salomón. Creo que tú puedes lograr que el demonio regrese al infierno y ahorrarme el destino que se abatiría sobre mí tras su retorno.
—¿Por qué? ¿Qué te sucederá a ti si él regresara al infierno?
—Adquiriré el aspecto que por edad me correspondería. Y supongo que, considerando los años que tengo, me convertiría en polvo. Pero tú tienes el don de la inmortalidad. Tú puedes impedir que eso suceda.
—O sea, que ese demonio del infierno anda suelto, y nosotros regresamos a la fortaleza sin el Sello de Salomón ni el encantamiento. ¿Para qué, exactamente?
—Espero poder controlarlo de nuevo solo con mi voluntad. Hasta ahora, la habitación siempre ha bastado para mantenerlo encerrado. Yo no sabía, no sabía que…
—¿Qué?
—Que la fuerza de mi voluntad se había roto a causa de lo que siento por ti.
—¿Me amas?
—¿Cómo iba yo a saberlo?
El mago suspiró.
Y a pesar de las circunstancias, Joshua no pudo evitar echarse a reír.
—Claro que me amas, pero en realidad no me amas a mí, sino a lo que represento. Yo aún no sé qué es lo que debo hacer, pero sí sé que estoy aquí en nombre de mi padre. Tú amas tanto la vida que serías capaz de ir al infierno con tal de mantenerla, de modo que es normal que ames a quien te la dio.
—¿Entonces? ¿Tú podrías ahuyentar al demonio y preservar mi vida?
—Claro que no. Lo que digo es que entiendo cómo te sientes.
No sé de dónde sacó las fuerzas, pero la diminuta Dicha surgió de detrás de mí y adelantó la lanza con el ímpetu de un soldado. (A mí habían empezado a temblarme las piernas ante la visión del demonio). La punta de bronce del arma se abrió paso entre dos de las escamas que le cubrían el pecho, como armaduras, y se hincó hasta desaparecer. El demonio ahogó un grito y rugió, abriendo las fauces y mostrándonos varias hileras de afilados dientes. Agarró el mango de la lanza y trató de arrancársela. El esfuerzo hacía que le temblaran los abultados bíceps. Contempló el arma con tristeza, alzó después la vista para mirar a Dicha y declaró:
—Oh, que la miseria más sucia recaiga sobre ti. Me has matado bien muerto.
Y, dicho esto, cayó hacia atrás, y el suelo tembló al recibir su cuerpo inmenso.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —preguntó la muchacha, clavándome las uñas en el hombro. El demonio había hablado en hebreo.
—Ha dicho que lo has matado.
—Pues menuda noticia —replicó la concubina.
Yo había empezado ya a adelantarme un poco para ver si quedaba alguien con vida en los aposentos de las muchachas cuando el demonio se sentó.
—Era broma —dijo—. No estoy muerto.
Y, con estas palabras, se arrancó la lanza del pecho con menos esfuerzo del que habría podido dedicar a apartar una mosca.
Yo le arrojé la mía, pero no esperé a ver dónde se le clavaba: agarré a Dicha de la mano y salimos corriendo.
—¿Dónde vamos? —me preguntó ella.
—Lejos —le respondí.
—No —se opuso, sujetándome por la túnica y llevándome hacia un rincón, lo que hizo que estuviera a punto de empotrarme en la pared—. Vamos al pasadizo del acantilado.
Nos hallábamos sumidos en una oscuridad total, pues a ninguno de los dos se nos había ocurrido recoger una lámpara, y yo ponía mi vida en manos de Dicha, o más bien de su buena memoria. Esperaba sinceramente que recordara, sin ver, cómo eran aquellas paredes de piedra.
Mientras corríamos, oíamos el repicar de las escamas del demonio contra las paredes, y alguna que otra maldición en hebreo cuando se tropezaba con algún techo bajo. Tal vez algo viera en la oscuridad, pero no mucho más que nosotros.
—Agáchate —me ordenó Dicha cuando llegamos al pasadizo angosto que conducía al precipicio.
Y yo, obedeciendo, me agazapé para entrar en él, adoptando la postura que el monstruo debía asumir siempre en aquellos aposentos de tamaño normal, y en ese momento me di cuenta de que Dicha había tenido una idea brillante al optar por aquella ruta. Ya veíamos la luna asomando por la abertura del despeñadero cuando oí que el monstruo chocaba contra la entrada del pasadizo.
—¡Mierda! ¡Ah! ¡Sois escoria! Voy a aplastar vuestras lindas cabecitas entre mis dientes, como si fueran dátiles confitados.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó Dicha.
—Dice que eres como un dulce de una delicadeza extraordinaria.
—No me lo creo. No ha dicho eso.
—Créeme. Mi traducción es más fiel a la verdad de lo que tú desearías.
Oí un ruido horrendo, una especie de crujido que provenía del interior del túnel cuando nosotros ya nos asomábamos al repecho e iniciábamos el ascenso por la escalera de cuerda que había de conducirnos a lo alto de la meseta. Dicha me ayudó a subir, y a continuación retiró la escalera de su sitio. Corrimos hacia el establo en el que se guardaban las sillas de los camellos y las provisiones. Allí solo descansaban los tres camellos que se habían llevado Baltasar y Joshua, y ni un solo caballo, por lo que no comprendí por qué estábamos perdiendo el tiempo de ese modo hasta que vi que Dicha llenaba dos pellejos de agua en la cisterna situada detrás del establo.
—Jamás llegaremos a Kabul sin agua —dijo.
—¿Y qué pasará cuando lleguemos a Kabul? ¿Alguien allí podrá ayudarnos? ¿Qué diablos es esa cosa?
—¿Crees que si lo supiera habría abierto esa puerta?
Hablaba con una calma insólita, para tratarse de alguien que acababa de perder a sus amigas en las garras de una bestia espantosa.
—Supongo que no. Pero yo no la he visto salir de ahí. He sentido algo, pero ni mucho menos algo de ese tamaño.
—Colleja, no pienses; actúa.
Me alargó un pellejo con agua y yo lo hundí en la cisterna, aguzando el oído por si, entre el burbujeo del agua, oía acercarse al monstruo. Pero el único sonido que llegaba hasta nosotros era el ocasional balido de alguna cabra, y el latido de mi propio corazón, que resonaba en mis orejas. Dicha le puso el tapón a su pellejo y abrió los corrales de las cabras y los cerdos, agitando las manos para que los animales se dispersaran por la meseta.
—¡Vamos! —me gritó, enfilando el sendero que descendía en dirección al camino oculto. Yo saqué mi pellejo de la cisterna y la seguí lo más deprisa que pude. La luna iluminaba lo bastante como para que el viaje resultara seguro en general, pero como yo no había visto nunca aquel camino, ni siquiera a la luz del día, no quería enfrentarme a sus peligrosos recovecos sin la ayuda de un guía. Ya casi habíamos recorrido la primera legua del trayecto cuando oímos un alarido desagradable, y acto seguido algo pesado aterrizó en el suelo polvoriento, frente a nosotros. Cuando recobré la respiración, di un paso al frente y descubrí que se trataba del esqueleto ensangrentado de una cabra.
—Ahí —dijo Dicha, señalando en dirección a la ladera de la montaña, donde algo se movía por entre las rocas. En ese momento alzó la vista y nos mostró sus inconfundibles ojos amarillos, resplandecientes.
—Atrás —dijo Dicha, apartándome del camino.
—¿Éste es el único modo de bajar?
—A menos que quieras lanzarte por el precipicio. Esto es una fortaleza, ¿recuerdas? La idea es que no ha de resultar fácil entrar ni salir.
Regresamos hasta la escalera de cuerda, la descolgamos sobre la pared vertical e iniciamos el descenso. Cuando Dicha llegó al repecho y empezaba a meterse en el túnel, algo pesado me golpeó en el hombro derecho. El impacto me adormeció todo el brazo, y solté la cuerda de la escalera. Afortunadamente, los pies se me enredaron a los peldaños mientras caía, y me encontré colgado, boca abajo, observando la entrada de la cueva en la que se encontraba la concubina. Oía los gritos aterrados de la cabra que había impactado en mi hombro, y que proseguía su caída libre hacia el abismo. Al poco, se oyó un ruido sordo, distante, y los balidos cesaron.
—Eh, muchacho, tú eres judío, ¿verdad? —me preguntó el monstruo desde arriba.
—Eso no es asunto tuyo —le respondí.
Dicha sujetó la escalera y me metió en la cueva, con cuerdas y todo, en el momento en que otra cabra pasaba junto a mí, balando. Caí boca abajo sobre la tierra y escupí, al tiempo que intentaba respirar.
—Hace mucho tiempo que no me como a un judío. Un buen judío te llena la panza. El problema con los chinos es ese, que te comes seis o siete y, a la media hora, ya vuelves a tener hambre. Dicho sin ánimo de ofender, señorita.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Dicha.
—Dice que le gusta la comida kosher. ¿Resistirá su peso la escalera?
—La fabriqué yo misma.
—Qué bien.
Y entonces oímos el crujido de las cuerdas, que indicaba que el monstruo acababa de montarse en la escalera.