13

—Podría darle una buena patada en el culo apestoso a ese imbécil —dijo el ángel, saltando sobre la cama y blandiendo un puño en dirección a la pantalla del televisor.

—Raziel —le dije—. Eres un ángel de Dios, que es un luchador profesional como hay pocos. Ya se da por sentado que podrías darle una patada. —El ángel lleva dos días así; ha descubierto una nueva pasión. Desde recepción le han llamado la atención dos veces, y le han pedido que se tranquilice—. Además, todo es una pantomima.

Raziel me miró como si le hubiera propinado un bofetón.

—No vuelvas a empezar con eso. No son actores. —El ángel dio una voltereta hacia atrás, sin bajar de la cama—. Mira, mira, mira, ¿ves eso? La muy puta le ha dado con una silla en la cabeza. Bien hecho, nena. Qué mala es.

Pues ahora todo el día estamos con lo mismo. Programas en los que salen ignorantes que gritan, telenovelas, y lucha libre. Y el ángel custodia el mando a distancia como si fuera el Arca de la Alianza.

—Por eso —le dije— es por lo que a los ángeles no se os ha concedido nunca el libre albedrío. Por eso mismo. Porque os pasaríais la vida mirando estas cosas.

—¿De veras? —dijo Raziel, y le quitó el sonido al televisor por primera vez en días, o eso me pareció a mí, al menos—. Entonces, dime, Levi, al que llaman Colleja, si viendo esto estoy abusando de la poca libertad que se me ha otorgado mientras llevo a cabo esta misión, entonces ¿qué dirías tú de tu gente?

—Por mi gente te refieres a los seres humanos, ¿no? —Intentaba ganar tiempo. No recordaba que el ángel hubiera tenido razón nunca, hasta ese momento, y no estaba preparado para ello—. Eh, a mí no me mires, que llevo muerto dos mil años. Yo no habría permitido que sucediera algo así.

—Sí, sí, claro —dijo el ángel, cruzándose de brazos y componiendo un gesto de incredulidad que había aprendido de uno de aquellos raperos delincuentes que salían en la MTV.

Si algo había aprendido de Juan el Bautista era que cuanto antes confiesas tus errores, antes puedes irte a cometer más. Bueno, eso y que es mejor no provocar la ira de Salomé.

—Está bien, de acuerdo, la hemos cagado sí.

—Eso digo yo, colega —dijo el ángel, con cara de absoluta satisfacción.

¿Ah, sí? ¿Dónde estaba él cuando lo necesitábamos, a él y a su espada de la justicia, en la fortaleza de Baltasar? Probablemente en Grecia, viendo torneos de lucha.

Entretanto, cuando llegamos a la biblioteca, Baltasar estaba sentado junto a la pesada mesa de dragones, comiendo un pedazo de queso y dando sorbos al vino, mientras Túneles y Vainas de Guisante vertían una cera amarilla, pegajosa, sobre su calva y la extendían con unas palas pequeñas, de madera. Las pizarras y los caballetes que se usaban durante mis lecciones habían sido apartados y se apoyaban en unos estantes llenos de pergaminos y códices.

—El azul te sienta bien —comentó Baltasar.

—Sí, eso dicen todos. —La pintura, una vez se secó, no se iba, pero al menos había dejado de picarme la piel.

—Entrad, sentaos. Bebed un poco de vino. Esta mañana han traído queso de Kabul. Probad un poco.

Joshua y yo ocupamos las sillas que quedaban del otro lado de la mesa, frente al mago. Josh, fiel a sí mismo, ignoró mi consejo y le preguntó a Baltasar a bocajarro lo de las puertas de hierro.

Al instante, el semblante alegre del brujo se tornó grave.

—Hay algunos misterios con los que uno debe aprender a convivir. ¿Acaso no le dijo vuestro Dios a Moisés que nadie debía alzar la vista para verle el rostro, y el profeta lo aceptó? Así también vosotros debéis aceptar que no podéis saber qué encierra esa estancia de las puertas de hierro.

—Conoce la Tora, y los Profetas, y los Escritos también —me comentó Joshua—. Baltasar sabe más de Salomón que cualquiera de los rabinos y sacerdotes de Israel.

—Qué guay, Josh. —Le alargué un pedazo de queso para mantenerlo entretenido y, dirigiéndome a Baltasar, añadí—: Pero te olvidas del culo de Dios. —(Cuando uno se pasa la vida con el Mesías, acaba aprendiendo también él algo de la Tora).

—¿Qué? —se sorprendió el mago. En ese instante las muchachas sujetaron los bordes del casco de cera solidificada que habían creado en la cabeza de Baltasar y se lo arrancaron con un movimiento rápido—. ¡Ah! ¡Arpías malvadas! ¿Es que no podéis advertírmelo antes? ¡Salid de aquí!

Las jóvenes soltaron unas risitas y ocultaron sus sonrisas satisfechas tras unos delicados abanicos con pinturas de faisanes y ciruelos en flor. Y al instante abandonaron la biblioteca dejando un rastro de risas infantiles en la estancia.

—¿No hay un modo más sencillo de obtener el mismo resultado? —le preguntó Joshua.

Baltasar lo miró con desdén.

—¿No crees que, después de doscientos años, si hubiera un modo más sencillo, lo habría descubierto?

Joshua soltó el queso.

—¿Doscientos años?

En ese momento yo me sumé a la conversación.

—Cuando uno encuentra un estilo de peinado que le gusta, lo mejor es no cambiar. Bueno, digo peinado por decir algo.

A Baltasar no le divirtió mi comentario.

—¿Qué es eso del culo de Dios?

—Y digo estilo por decir algo también, ya que estamos —añadí, poniéndome en pie y dirigiéndome al estante en el que había visto un ejemplar de la Tora. Por suerte se trataba de un códice —parecido a un libro moderno—, porque de otro modo me habría pasado veinte minutos desenrollando un pergamino, y se habría perdido la tensión dramática. Apenas lo abrí, me fui derecho al Éxodo:

»Exacto, ésta es la parte de la que hablabas: «Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá». ¿De acuerdo? Pues bien, Dios cubre a Moisés con su mano cuando este pasa, pero le dice: «Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro».

—¿Y? —preguntó Baltasar.

—¿Y? Pues que Dios sí deja que Moisés le vea el culo, de modo que, recurriendo a tu ejemplo, nos debes el culo de Dios. O sea que, cuéntanos, ¿qué pasa en esa estancia de las puertas de hierro?

Me había quedado genial. Hice una pausa y me miré el azul de mis uñas mientras saboreaba la victoria.

—Es la tontería más grande que he oído en mi vida —dijo Baltasar. Su pérdida momentánea de compostura se vio reemplazada por la actitud sosegada y ligeramente divertida propia de un maestro—. ¿Y si te dijera que es peligroso para vosotros saber qué se esconde tras esa puerta ahora, pero que una vez hayáis recibido la formación adecuada, no solo llegaréis a saberlo, sino que obtendréis un gran poder gracias a ese conocimiento? Cuando crea que estáis preparados, te prometo que te mostraré qué hay detrás de esa puerta. Pero tú debes prometerme que estudiarás y que aprenderás tus lecciones. ¿Lo harás?

—¿Nos estás prohibiendo que formulemos preguntas?

—No, no, sencillamente os estoy negando algunas de las respuestas, hasta que pase un tiempo. Y, creedme, tiempo a mí no me falta.

Joshua se volvió hacia mí.

—Todavía no sé qué es lo que se supone que debo aprender aquí, pero estoy seguro de que todavía no lo he aprendido.

Yo notaba que, con la mirada, me suplicaba que no insistiera más con el tema. Y yo decidí hacerle caso. Entre otras cosas, no me seducía la idea de que me envenenaran de nuevo.

—¿Cuánto tiempo nos llevarán? —pregunté—. Las lecciones, quiero decir.

—Hay alumnos que tardan muchos años en aprender la naturaleza del chi. Mientras estéis aquí, tendréis cubiertas las necesidades.

—¿Años? ¿Podemos pensarlo un poco antes de decidirlo?

—Tomaos el tiempo que queráis. —Baltasar se puso en pie—. Ahora debo ir a los aposentos de las muchachas. Les gusta frotar sus pechos desnudos en mi calva justo después de que me la hayan depilado, que es cuando está más suave.

Tragué saliva. Joshua sonrió y clavó la vista en la mesa. Yo muchas veces me preguntaba, no solo entonces, sino casi siempre, si mi amigo tenía la capacidad de desconectar su imaginación cuando le hacía falta. Debía tenerla. De otro modo, no entiendo que venciera las tentaciones. Yo, por mi parte, era un esclavo de mi imaginación, que en aquel momento estaba del todo desbocada recreando la imagen de aquel masaje de cabeza de Baltasar.

—Nos quedaremos. Aprenderemos. Haremos lo que haga falta —dije.

Joshua se echó a reír, y no habló hasta que se hubo calmado lo bastante como para poder articular palabra.

—Sí, nos quedaremos y aprenderemos, Baltasar, pero antes debo ir a Kabul a resolver unos asuntos.

—Por supuesto. Puedes salir mañana mismo. Pediré a una de las muchachas que te muestre el camino, pero ahora debo despedirme de vosotros. Buenas noches.

El brujo desapareció tras la puerta. Apenas se hubo ido, a Joshua le dio un ataque de risa floja, mientras yo me preguntaba si me quedaría bien la cabeza rasurada.

A la mañana siguiente, Dicha llegó a nuestros aposentos vestida con el atuendo propio de un mercader del desierto: una túnica holgada, botas de piel fina y bombachos. Llevaba el pelo recogido bajo un turbante, y sostenía una fusta con la mano derecha. Nos condujo por un pasadizo largo y angosto que se adentraba en la montaña, hasta que fuimos a dar a un repecho que sobresalía junto a un precipicio. Valiéndonos de una escalera de cuerda llegamos a la cima, donde Almohadas y Sue nos esperaban con tres camellos ensillados y pertrechados para un viaje breve. En la meseta que se divisaba desde el borde del despeñadero se adivinaba una granja pequeña, con varios corrales de gallinas y una pocilga. Algunas cabras pastaban por las inmediaciones.

—Nos va a costar un poco hacer bajar a los camellos por esa escalera —comenté.

Dicha torció el gesto y se envolvió el rostro con un extremo del turbante, de modo que solo los ojos quedaban al descubierto.

—Ése es el sendero que debemos tomar para bajar —dijo, y golpeando suavemente el lomo de su camello con la fusta, emprendió la marcha, dejándonos solos. Como pudimos, Joshua y yo nos montamos en nuestros animales y la seguimos.

El camino que descendía desde la meseta era lo bastante ancho para permitir el paso de un camello pero, una vez se llegaba abajo, a la llanura desértica, como sucedía con el cañón en el que se abría la entrada de la fortaleza, si uno no sabía que estaba ahí, jamás la habría encontrado. Una medida de seguridad añadida que no estaba de más, en mi opinión, teniendo en cuenta que aquella fortificación carecía de guardias.

Joshua y yo intentamos trabar conversación con Dicha en varias ocasiones, durante el viaje hacia Kabul, pero ella se mostraba malhumorada y arisca, y en muchas ocasiones se alejaba de nosotros.

—Supongo que debe deprimirla el hecho de no poder torturarme —aventuré.

—Es comprensible que se deprima por ello —replicó Joshua—. No sé, si al menos lograras que tu camello te mordiera. A mí eso siempre me alegra el ánimo.

Seguí camino sin decir nada más. No hay nada más irritante que inventar algo tan revolucionario como es el sarcasmo y descubrir que unos aficionados hacen uso y abuso de él.

Una vez en Kabul, Dicha emprendió la búsqueda de nuestro guardia ciego preguntando por él a todos y cada uno de los mendigos privados de visión con que nos cruzábamos en el mercado.

—¿Has visto a un arquero ciego que llegó en una caravana de camellos hará poco más de una semana?

Joshua y yo caminábamos varios pasos por detrás de ella, y hacíamos grandes esfuerzos por no sonreír cada vez que volvía la vista atrás. Joshua era partidario de señalarle el error de su procedimiento, pero a mí me apetecía regodearme un poco más en su incompetencia. Era mi venganza pasiva por el envenenamiento al que me había sometido. Ahí, en Kabul, no quedaba ni rastro de la competencia y el aplomo que había demostrado en la fortaleza. Se notaba que se encontraba fuera de su elemento, y a mí me gustaba presenciar su torpeza.

—Lo que está haciendo Dicha es irónico, aunque no sea su intención. Ésa es la diferencia entre la ironía y el sarcasmo, ¿entiendes? La ironía puede ser espontánea, mientras que para el sarcasmo hace falta voluntad. El sarcasmo hay que crearlo.

—¿En serio? —preguntó Josh.

—No sé por qué malgasto mi tiempo contigo.

Dejamos que Dicha pasara una hora más buscando al arquero ciego antes de sugerirle que concentrara sus pesquisas en personas videntes, y más concretamente en miembros de su misma caravana de camellos. Una vez nos hizo caso, no tardaron mucho en indicarnos que nos dirigiéramos a un templo que, al parecer, nuestro hombre había escogido como territorio para pedir limosna.

—Ahí está —dijo Joshua, señalando un montón de harapos bajo los que se intuía un ser humano que reclamaba la atención de los fieles.

—Parece que no le han ido demasiado bien las cosas —comenté yo, extrañado de que el guardia, uno de los hombres más vitales (y temibles) que yo había visto en toda mi vida, se hubiera visto reducido a la criatura patética que era en un espacio de tiempo tan breve. Pero, claro, yo no tenía en cuenta que hacía mucho teatro también.

—Con él se ha cometido una gran injusticia —dijo Josh y, acercándose a él, le plantó la mano en el hombro, con delicadeza—. Hermano, estoy aquí para aliviar tu sufrimiento.

—Apiádate de un ciego —balbució el arquero agitando un cuenco de madera.

—Ahora cálmate —prosiguió Joshua, cubriéndole los ojos con una mano—. Cuando retire la mano, volverás a ver.

Me fijé en que el rostro de mi amigo se retorcía del esfuerzo que le suponía sanar al guardia. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían sobre las losas del suelo. Recordé lo fáciles que le habían resultado sus curaciones en Antioquía, y comprendí que la dificultad no nacía de la curación en sí, sino de la culpa que sentía por haber sido él el causante de su ceguera. Cuando retiró la mano y dio un paso atrás, tanto él como el arquero se estremecieron.

Dicha se alejó de nosotros y se cubrió el rostro, como para protegerlo de un mal aire.

El guardia miró al vacío, igual que hacía un momento, cuando pedía limosna, pero ya no ponía los ojos en blanco.

—¿Ves? —le preguntó Joshua.

—Veo, pero lo veo todo mal. La gente tiene la piel de color azul.

—No, no es que veas mal, es que este es azul. ¿No te acuerdas de él? Es mi amigo Colleja.

—¿Y siempre has sido azul?

—No, lo es desde hace poco.

Entonces el guardia miró a Joshua como si lo viera por primera vez, y su expresión de asombro dio paso a otra de odio. Se abalanzó sobre él y, mientras lo hacía, extrajo una daga que llevaba oculta entre los harapos. Si Dicha no se hubiera lanzado a sus pies de un salto y le hubiera hecho caer, el arquero le habría clavado el arma en los pulmones con un movimiento certero.

Pero, aun así, se puso en pie en un instante, dispuesto a atacar por segunda vez. No sé cómo, logré levantar la mano a tiempo y le di en los ojos, mientras Dicha le propinaba una patada en la nuca que lo abatía una vez más, y hacía que se retorciera de dolor.

—¡Mis ojos! —exclamó.

—Lo siento —me disculpé. De un puntapié, Dicha apartó el cuchillo de su alcance. Yo rodeé el pecho de Joshua con un brazo para alejarlo de allí.

—Debes poner algo de distancia entre él y tú antes de que vuelva a recuperar la vista.

—Pero si yo solo quería ayudarle —insistió Joshua—. Dejarlo ciego fue un error.

—Josh, a él no le importa. Él solo sabe que tú eres el enemigo. Solo sabe que quiere destruirte.

—No sé qué estoy haciendo. Incluso cuando intento obrar bien, me sale mal.

—Debemos irnos —terció Dicha y, sujetando a Joshua por un brazo, mientras yo tiraba de él, lo alejamos de allí antes de que el guardia recobrara del todo el conocimiento y embistiera de nuevo.

La concubina debía comprar una serie de vituallas que Baltasar le había encargado, por lo que pasamos un rato adquiriendo grandes cestas de un mineral llamado cinabrio, del que extraeríamos el mercurio, así como algunas especias y pigmentos. Joshua nos seguía por todo el mercado como si estuviera hipnotizado, hasta que pasamos junto a un mercader que vendía las semillas negras con las que se preparaba la bebida que habíamos probado en Antioquía.

—Cómprame unas pocas —dijo Joshua—. Dicha, cómprame unas cuantas semillas.

Ella lo hizo, y Joshua no se separó de la bolsita durante todo el trayecto de regreso, hasta que llegamos a la fortaleza. Fuimos casi todo el camino en silencio, pero cuando el sol ya se había puesto y prácticamente habíamos llegado al sendero oculto que ascendía hasta la meseta, Dicha se acercó a mí al galope.

—¿Cómo lo ha hecho? —me preguntó.

—¿El qué?

—He visto que le devolvía la vista a ese hombre. ¿Cómo lo ha hecho? Conozco muchas clases de magia, pero no le he visto pronunciar ningún hechizo, ni mezclar pociones.

—Se trata de una magia muy poderosa. —Me giré para ver si Joshua nos oía, pero constaté que seguía acunando sus semillas de café, y murmurando algo para sus adentros, como había hecho durante todo el viaje. Rezando, supongo.

—Dime cómo se hace —me pidió Dicha—. Ya se lo he preguntado a él, pero no deja de canturrear, y parece ido.

—Bueno, sí, podría decirte cómo lo ha hecho, pero tú, a cambio, tienes que decirme a mí qué hay detrás de las puertas de hierro.

—Eso no puedo decírtelo, pero tal vez podamos negociar otras cosas. —Se retiró el extremo del turbante de la cara y me sonrió. Se veía hermosísima a la luz de la luna, incluso con ropa de hombre—. Conozco más de mil maneras de proporcionar placer a un hombre, y esas son solo las que conozco personalmente. Las otras muchachas saben muchos trucos que sin duda están dispuestas a compartir contigo.

—Sí, pero ¿eso a mí de qué me sirve? ¿Para qué quiero yo saber cómo se da placer a un hombre?

Dicha se quitó el turbante y me golpeó con él en la nuca, levantando una nubecilla de polvo en la noche.

—Eres tonto, y de color azul, y la próxima vez que te envenene me aseguraré de que no haya antídoto.

Supongo que incluso la sabia e inescrutable Dicha podía sucumbir a la provocación.

Sonreí.

—Aceptaré tu insignificante oferta —le dije, fingiendo toda la pomposidad de que un adolescente podía hacer gala—. Y, a cambio, te revelaré el mayor secreto de nuestra magia. Un secreto que he inventado yo. Lo llamamos sarcasmo.

—Preparemos café cuando lleguemos —dijo Joshua.

No me resultó fácil intentar reproducir el procedimiento por el que Joshua le había devuelto la vista a aquel guardia, entre otras cosas porque no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pero recurriendo a la depurada técnica del despiste, la ofuscación, el subterfugio, la astucia y el absurdo, logré que aquella ausencia de conocimiento redundara en meses de extraordinaria dedicación a mi herramienta por parte de la hermosa Dicha y sus bellas secuaces.

No sé bien por qué, pero la necesidad imperiosa de saber qué ocultaba aquella puerta de hierro, y las respuestas a otros enigmas relacionados con la fortaleza de Baltasar menguaron, y fui conformándome con el estudio de las lecciones que el mago me asignaba durante el día, así como el ejercicio límite de mi imaginación que me procuraban las combinaciones matemáticas de la noche. Corría el riesgo, claro está, de que Baltasar me asesinara si descubría que me estaba aprovechando de los encantos de sus concubinas, pero ¿acaso no nos parece más dulce la fruta robada? ¡Ah! ¡Ser joven y estar enamorado! (De ocho concubinas chinas).

Entretanto, Joshua se tomaba los estudios con su fervor característico, alimentado no en poca medida por el café que consumía todas las mañanas, sin parar, hasta que, del mismo entusiasmo, casi hacía temblar el suelo que pisaba.

—¡Mira esto! ¿No lo ves, Colleja? Cuando se le pregunta, el maestro Confucio responde: «Recompensa la ofensa con justicia, y la bondad con bondad». ¿No lo ves?

Y se ponía a bailar de un lado a otro, los pergaminos extendidos tras él, esperando que yo, de algún modo, compartiera su pasión por los textos antiguos. Y yo lo intentaba. Lo intentaba de veras.

—No, no lo veo. La Tora dice: «Ojo por ojo, diente por diente».

—Exacto. A mí me parece que Lao Tzu tiene razón. La bondad precede a la justicia. Si se busca la justicia a través del castigo, solo se causa más sufrimiento. ¿Cómo va a estar bien eso? ¡Esto es una revelación!

—Pues yo hoy he aprendido a hervir orina de cabra para fabricar explosivos —comenté.

—Eso también está bien —dijo Joshua.

Y así podía ser siempre, a cualquier hora del día o de la noche. Joshua salía de la biblioteca como una exhalación, interrumpía mi ejecución de alguna postura lúbrica en compañía de Vainas de Guisante, Almohadas y Túneles —mientras Número Seis nos familiarizaba con quinientos dioses de jade de distintas profundidades y tamaños—, y apartaba la vista el tiempo imprescindible para que yo me cubriera con algo, antes de lanzarme algún códice para que leyera algún pasaje, mientras él se sumergía con entusiasmo en los pensamientos de algún sabio muerto hacía mucho tiempo.

—El Maestro dice que «El hombre superior puede resistir el deseo, pero que el hombre inferior, cuando experimenta el deseo, se entrega a excesos sin freno». Está hablando de ti, Colleja. Tú eres el hombre inferior.

—Qué orgulloso me siento —le dije, mientras observaba a Número Seis empaquetar sus dioses en la tibia caja de latón en la que residían—. Muchas gracias por venir a decírmelo.

También me encomendaron la tarea de aprender waidan, que es la alquimia de lo externo. Mi conocimiento nacería de la manipulación de elementos físicos. Joshua, por su parte, se adiestraba en el estudio del neidan, la alquimia de lo interno. Su conocimiento nacería del estudio de su propia naturaleza interior a través de la contemplación de los maestros. De modo que, mientras Joshua leía pergaminos y libros, yo me pasaba el rato mezclando mercurio y plomo, fósforo y azufre, carbón y piedra filosofal, intentando adivinar, de algún modo, la naturaleza del taoísmo. Joshua aprendía a ser Mesías, y yo a envenenar a la gente y a hacer explotar cosas. El mundo parecía estar en orden. Yo era feliz, Joshua era feliz, Baltasar era feliz, y las muchachas… bueno las muchachas estaban ocupadas. Aunque pasaba junto a las puertas de hierro todos los días —y seguía oyendo la vocecilla—, lo que hubiera tras ella no me parecía importante, como tampoco me lo parecían las respuestas a unas diez o doce preguntas que Joshua y yo deberíamos haber formulado a nuestro generoso señor.

Y así, casi sin darnos cuenta, transcurrió un año, y luego dos más, y nos vimos celebrando en la fortaleza que Joshua cumplía los diecisiete. Baltasar pidió a las muchachas que prepararan un banquete con exquisiteces chinas, y bebimos vino hasta bien entrada la noche. (Y mucho después, cuando ya habíamos regresado a Israel, siempre comíamos platos chinos para celebrar el cumpleaños de Joshua. Según me han contado, aquello se convirtió en una tradición no solo para quienes conocían a Joshua, sino para los judíos de todo el mundo).

—¿Piensas en nuestro pueblo alguna vez? —me preguntó Joshua la noche de su cumpleaños.

—A veces —le respondí.

—¿Y en qué piensas?

—En Magda —dije—. A veces en mis hermanos. A veces en mis padres. Pero en Magda, siempre.

—¿A pesar de todas las experiencias que has tenido, sigues pensando en Magda?

Joshua se había ido mostrando cada vez menos curioso sobre la naturaleza del deseo carnal. Al principio atribuí aquella falta de interés a la profundidad de sus estudios, pero luego me di cuenta de que este menguaba a medida que lo hacía su recuerdo de Magda.

—Joshua, cuando pienso en Magda no es que recuerde lo que ocurrió la noche anterior a nuestra partida. Yo no fui a verla pensando en que haríamos el amor. Un beso habría sido más de lo que yo esperaba. Si pienso en Magda es porque le hice un sitio en mi corazón para que viviera en él, y ahora ese sitio está vacío. Siempre lo estará. Siempre lo estuvo. Ella te quería a ti.

—Lo siento, Colleja, ese dolor no sé curarlo. Si supiera, te lo curaría.

—Ya lo sé, Josh, ya lo sé. —Yo no quería volver a hablar de nuestra tierra, de nuestro pueblo, pero Josh se merecía sacarse del pecho todo lo que se lo oprimía y, si no lo hacía conmigo, ¿con quién iba a hacerlo?—. ¿Y tú? ¿Piensas alguna vez en nuestro pueblo?

—Sí, por eso te lo he preguntado. Hoy las muchachas estaban preparando algo con panceta, y eso me ha hecho pensar en nuestra casa.

—¿Por qué? No recuerdo que nadie allí cocinara panceta.

—Lo sé. Pero si tú y yo comiéramos un poco de panceta aquí, en casa nadie se enteraría.

Al oírle decir eso me levanté y me acerqué al tabique que separaba nuestros dormitorios. La luz de la luna se colaba por la ventana e iluminaba el rostro de Joshua, que brillaba con aquel brillo enervante que en ocasiones adquiría.

—Joshua, eres el Hijo de Dios. Eres el Mesías. Eso implica… bueno, no lo sé, que eres judío. No puedes comer panceta.

—A Dios le da lo mismo si la comemos o no. Lo presiento.

—¿En serio? ¿Y de lo de la fornicación sigue pensando lo mismo?

—Pues sí.

—¿Y de lo de la masturbación?

—También.

—¿Y con el asesinato, el robo, el levantar falsos testimonios, el desear a la mujer del prójimo, etcétera? ¿Sobre esas cosas no ha cambiado de opinión?

—No.

—Solo sobre la panceta. Interesante. Claro, era raro que no hubiera nada sobre la panceta en las profecías de Isaías, ¿no?

—Sí, raro.

—Josh, no te ofendas, pero te va a hacer falta algo más que eso para llevar a la gente al reino de Dios: «Hola, soy el Mesías, y Dios quería que comierais panceta».

—Ya lo sé. Todavía tenemos que aprender mucho más. Pero al menos los desayunos serán más interesantes.

—Duérmete, Josh.

A medida que transcurría el tiempo, veía cada vez menos a Joshua, salvo durante las comidas y antes de acostarnos. Yo empleaba casi todo mi tiempo en mis estudios, y en ayudar a las muchachas a mantener la fortaleza, mientras Joshua dedicaba casi todo el día a estar con Baltasar, lo que finalmente terminaría convirtiéndose en un problema.

—Esto no está bien, Colleja —me dijo Dicha en chino. Yo había aprendido su lengua lo bastante como para no tener que hablar en latín ni en griego casi nunca—. Baltasar se está haciendo demasiado íntimo de Joshua. Apenas viene ya a buscarnos a nosotras para llevarnos a su cama.

—Supongo que no estarás insinuando que Baltasar y Joshua están… esto… jugando a los pastores, porque me consta que no es cierto. A Joshua no le está permitido.

Cierto era que el ángel había dicho que nada de conocer mujeres, pero no había especificado nada de temibles brujos africanos.

—Bah, a mí no me importa lo más mínimo que se den tanto por detrás que se les salten los ojos —replicó Dicha—. Lo que no puede ocurrir es que Baltasar se enamore. ¿Por qué crees que somos ocho?

—Yo creía que era cuestión de presupuesto.

—¿No te has fijado en que ninguna de nosotras pasa dos noches seguidas con nuestro mago, y que no hablamos con él más allá de lo que es imprescindible en el ejercicio de nuestros deberes y lecciones?

Me había fijado, sí, pero no se me había ocurrido que se tratara de algo fuera de lo común. Todavía no habíamos llegado a la lección dedicada a la conducta brujo-concubina.

—¿Y?

—Pues que me temo que Baltasar se está enamorando de Joshua. Y eso no es bueno.

—En eso te doy la razón. La última vez que alguien se enamoró de él, yo lo pasé mal. Pero ¿qué importancia tiene eso aquí?

—No sé decírtelo. Pero ha habido más revuelo en la casa de la perdición —se limitó a responder—. Tienes que ayudarme. Si estoy en lo cierto, debemos disuadir a Baltasar. Mañana, mientras estemos ajustando el flujo de chi en la biblioteca, nos dedicaremos a observarlos.

—No, Dicha, por favor. El chi de la biblioteca es demasiado pesado. No soporto el chi de la biblioteca.

El chi, o el qi: el aliento del dragón, la energía eterna que fluye a través de todas las cosas; en equilibrio, que era como debía estar, era mitad yin y mitad yang, mitad luz y mitad oscuridad, mitad masculino y mitad femenino. El chi de la biblioteca siempre se desequilibraba, mientras que el de las habitaciones en las que solo había cojines, o muebles ligeros, parecía bien ajustado y equilibrado. No sé por qué, pero yo sospechaba que tenía que ver con la necesidad de Dicha de hacerme mover las cosas pesadas de un lugar a otro.

A la mañana siguiente, Dicha y yo nos metimos en la biblioteca para espiar a Joshua y a Baltasar mientras reequilibrábamos el chi de la estancia. Ella llevaba consigo un complejo instrumento de latón que llamaba «reloj de chi», y con el que, en teoría, podía detectarse el flujo de aquella energía. El mago se mostró claramente irritado apenas entramos en la estancia.

—¿Es necesario hacer eso ahora?

Dicha le dedicó una reverencia.

—Lo siento mucho, señor, pero se trata de una emergencia. —Se volvió y empezó a darme órdenes, como si yo fuera un centurión romano—. Mueve esa mesa de ahí, ¿es que no ves que reposa en los testículos del tigre? Y luego coloca esas sillas de manera que miren en dirección a la puerta; ahora ocupan el ombligo del dragón. Ha sido una suerte que nadie se haya roto una pierna.

—Sí, una suerte —la secundé yo, mientras me esforzaba por mover una enorme mesa tallada, y lamentándome de que Dicha no hubiera reclutado a otras dos muchachas para que me ayudaran. Llevaba ya más de tres años estudiando feng shui, y seguía sin detectar el menor atisbo de chi, ni de entrada ni de salida. Joshua había conciliado sus ideas con aquella energía esquiva asegurando que se trataba, sencillamente, de la manera oriental de expresar al Dios que nos rodeaba y estaba en todas las cosas. Tal vez aquello lo ayudara a él en el camino hacia cierta comprensión espiritual, pero, desde luego, en cuanto a reorganizar los muebles, a mí me resultaba tan útil como si hubiera hecho uso de un rebaño de ovejas adiestradas.

—¿Puedo ayudar? —preguntó Joshua.

—¡No! —gritó Baltasar poniéndose en pie—. Seguiremos en mis aposentos. —El viejo brujo se volvió hacia Dicha y hacia mí y nos miró con odio—. Y que nadie nos moleste bajo ninguna circunstancia.

Agarró a Joshua del hombro y lo condujo al exterior de la biblioteca.

—Pues se acabó el espiar.

Dicha consultó el reloj de chi y le dio unas palmaditas a una vitrina llena de material de caligrafía.

—Sin duda esa pieza se monta sobre el cuerno del buey, hay que cambiarlo de sitio.

—Ya se han ido —protesté yo—. Ya no hace falta que sigamos fingiendo.

—¿Quién finge? Esta vitrina canaliza todo el yin hacia el salón, mientras que el yang vuela en círculos como un ave de presa.

—Dicha, ya basta. Sé bien que todo esto te lo inventas.

Ella bajó el reloj de chi.

—No me lo invento.

—Sí, te lo inventas. —Y acto seguido arriesgué un poco mi credibilidad, forcé el límite, para ver hasta dónde llegaba ella—. Ayer mismo revisé el yang de esta sala. Y estaba perfecto.

Dicha se puso a cuatro patas, se metió debajo de unas de las enormes mesas talladas con figuras de dragones, se acurrucó y se echó a llorar.

—Esto no se me da nada bien. Baltasar quiere que todas sepamos cómo funciona, pero yo nunca lo he comprendido. Si lo que quieres es que te haga la Elegante Tortura de las Mil Caricias Agradables, ningún problema; si lo que quieres es que envenene a alguien, o que lo castre, o que me lo cargue, aquí estoy yo. Pero todo esto del feng shui me parece tan… tan…

—¿Tonto?

—No, iba a decir difícil. Y ahora Baltasar se ha enfadado conmigo y no tenemos modo de saber qué sucede entre él y Joshua. Y tenemos que saberlo.

—Yo puedo averiguarlo —le dije, frotándome las uñas en la túnica—. Pero antes debo saber por qué me interesa averiguarlo.

—¿Cómo vas a averiguarlo?

—Conozco técnicas mucho más sutiles y eficaces que toda vuestra alquimia china y vuestra dirección de energías.

—¿Quién es el que se inventa las cosas ahora?

Yo ya había perdido gran parte de mi credibilidad recurriendo al truco del arcano conocimiento hebreo para la obtención de favores sexuales, y hasta me había atribuido la recepción de las Tablas de la Ley y de la construcción del Arca de la Alianza. (¿Qué? No es culpa mía. Era Joshua el que nunca me dejaba hacer de Moisés cuando jugábamos de niños).

—Si lo averiguo, ¿me contarás qué está ocurriendo?

La jefa de las concubinas se mordió una uña elegante, esmaltada, mientras lo pensaba.

—¿Me prometes no contárselo a nadie si te lo digo? ¿Ni siquiera a tu amigo Joshua?

—Te lo prometo.

—En ese caso haz lo que quieras. Pero recuerdas las lecciones sobre El arte de la guerra.

Reflexioné sobre las palabras de Sun Tzu, que me había enseñado Dicha: «Sé extremadamente sutil, incluso hasta el punto de perder la forma. Sé extremadamente misterioso, incluso hasta el punto de no emitir el menor sonido. De ese modo podrás ser el director del destino de tu oponente». Y así, tras plantear cuidadosamente la estrategia a seguir, proponiendo y desechando mentalmente varias opciones, y tras escoger lo que parecía casi un plan a prueba de necios y asegurarme de que el momento fuera el más propicio, pasé a la acción. Aquella misma noche, mientras yo estaba tendido en mi cama y Joshua en la suya, invoqué todos mis poderes de sutileza y misterio.

—Oye, Josh —le dije—. ¿Baltasar te sodomiza?

—¡No!

—¿Y viceversa?

—¡Por supuesto que no!

—¿Y tú tienes la sensación de que a él le gustaría hacerlo?

Permaneció en silencio unos instantes antes de responder.

—Últimamente se ha mostrado muy atento conmigo. Y todo lo que digo le parece gracioso. ¿Por qué?

—Porque Dicha opina que no es bueno que se enamore de ti.

—Desde luego, si espera sodomía, bueno no es, eso te lo aseguro. En ese caso, acabará siendo un mago decepcionado.

—No, no, es algo peor. No ha querido decírmelo, pero parece que es algo malísimo.

—Colleja, imagino que tal vez a ti no te lo parezca, pero, según lo veo yo, sodomizar al Hijo de Dios es algo muy pero que muy malo.

—Tienes razón. Pero creo que ella se refiere a algo que tiene que ver con lo que está detrás de la puerta de hierro. Hasta que lo averigüe, tienes que impedir que Baltasar se enamore de ti.

—Seguro que el de la mirra fue él —dijo Josh—. El muy cabrón me trae el regalo más barato y ahora quiere sodomizarme. Mi madre me contó que la mirra se estropeó al cabo de una semana.

¿Había comentado antes que Josh no es muy amante de la mirra?