12

Pues bien, fingiendo una vejiga hiperactiva he conseguido pasar en el baño el tiempo suficiente como para terminar de leer el Evangelio según Mateo. Yo no sé qué Mateo será quien lo escribió, pero desde luego no fue nuestro Mateo. A nuestro Mateo los números se le daban muy bien (como cabría esperar de un recaudador de impuestos), y en cambio no era capaz de escribir su nombre en la arena sin equivocarse tres veces. Fuera quien fuese el que escribió ese evangelio, es evidente que obtuvo la información, como mínimo, de segunda mano, y tal vez de tercera. Yo no he venido aquí a criticar a nadie, pero es que no me menciona ni una sola vez. Ni una. Sé que mi queja va en contra de la humildad que predicaba Joshua, pero es que yo era su mejor amigo… Eso por no hablar de que ese tal Mateo (si es que se llamaba así) se toma todas las molestias del mundo para trazar la genealogía de Joshua remontándose hasta el rey David, pero luego, una vez este nace y los tres reyes magos se presentan en Belén, ya no oímos nada más de él hasta que tiene treinta años. ¡Treinta años! Como si entre el establo y el momento en que Juan lo bautizó no hubiera sucedido nada. ¡Jesús!

En cualquier caso, ahora ya sé por qué me han resucitado y quieren que escriba este Evangelio. Si el resto de ese «Nuevo Testamento» es remotamente parecido al libro de Mateo, está claro que necesitan a alguien que cuente la vida de Joshua, a alguien que realmente haya estado ahí: a mí.

Es que no me creo que no me mencione ni una sola vez. Tengo que esforzarme para no preguntarle a Raziel qué diablos ha sucedido. Seguramente se presentó con cien años de retraso a corregir el texto de ese tal Mateo. Oh, oh, qué poco me gusta eso, que mi editor sea un ángel tonto. No puedo consentir que algo así suceda.

¿Y el final? ¿De dónde lo ha sacado?

Veré qué dice el siguiente, ese tal Marcos. Aunque no albergo grandes esperanzas.

Lo primero que nos llamó la atención sobre la fortaleza de Baltasar fue que no había ángulos rectos o, para ser más exactos, que no había ángulos, solo curvas. Mientras seguíamos al mago a través de los pasillos, e íbamos pasando de nivel en nivel, no vimos siquiera tramos de escaleras rectangulares; lo que había eran rampas que ascendían de una planta a otra, y aunque la fortaleza ocupaba toda la pared del desfiladero, todas las estancias tenían ventanas o se hallaban separadas de estas por, como máximo, una puerta. Una vez por encima de la planta baja, la luz se colaba siempre por las aberturas, y la sensación de temor que habíamos sentido al entrar no tardó en disiparse. La piedra de las paredes era más dorada que la caliza de Jerusalén, pero su aspecto resultaba igualmente suave. La impresión general que transmitía aquel lugar era que te encontrabas caminando por las entrañas bruñidas de una inmensa criatura viva.

—¿Has construido tú este sitio, Baltasar? —le pregunté.

—Oh, no —respondió él sin volverse—. Este sitio ha estado siempre aquí. Yo simplemente he tenido que quitar la piedra que lo ocupaba.

—Ah —balbucí yo, sin comprender nada.

No franqueábamos puertas, sino multitud de arcos abiertos y portales de medio punto que daban a cámaras de diversas formas y tamaños. Al pasar junto a una puerta con forma de huevo oscurecida por una cortina de cuentas, Baltasar murmuró:

—Ahí duermen las muchachas.

—¿Las muchachas? —preguntó Joshua.

—Sí, las muchachas, zoquetes —dijo Baltasar—. Son seres humanos, lo mismo que vosotros, solo que más inteligentes. Y huelen mejor.

Eso yo ya lo sabía. Habíamos visto a dos. Yo ya sabía qué era una chica.

Seguimos avanzando hasta que llegamos frente a la única puerta que había visto desde que habíamos entrado, en realidad otro portón enorme, de hierro, con tres cerrojos del tamaño de mi brazo, y un candado de latón macizo grabado con extraños caracteres. El mago se detuvo y acercó una oreja a la puerta. Su aparatoso pendiente de oro chocó contra uno de los cerrojos. Se giró hacia nosotros y nos susurró algo, y fue entonces cuando me di cuenta de que el mago era muy viejo, a pesar de la fuerza de su risa, y de la rapidez de sus pasos.

—Podéis ir donde queráis mientras estéis aquí, pero nunca debéis abrir esta puerta. Xiong zai.

Xiong zai —le repetí yo a Joshua, por si no lo había captado.

Xiong zai. —Mi amigo asintió, sin entender nada.

La humanidad, supongo, está pensada para basarse en —para moverse por— la tentación. Si el progreso es una virtud, entonces es el mayor de nuestros dones. (Pues ¿qué es la curiosidad, si no tentación intelectual?). Por otra parte, ¿puede llamarse don a tan profunda debilidad, o se trata más bien de un defecto de fábrica? ¿Hay que culpar a la propia tentación de las desgracias del hombre, o estas nacen, simplemente, de la irreflexión con la que el hombre se enfrenta a la tentación? En otras palabras, ¿de quién es la culpa? ¿De la humanidad, o de un mal diseñador? Porque yo no puedo evitar pensar que si Dios no le hubiera pedido nunca a Adán y a Eva que se abstuvieran de comer del fruto del árbol de la ciencia, la especie humana seguiría yendo desnuda, dando saltos de asombro, poniéndole nombres a las cosas entre comidas, siestas y revolcones. Y, de la misma manera, si Baltasar hubiera franqueado aquella gran puerta de hierro, ese primer día, sin decirnos nada, tal vez yo ni me hubiera fijado en ella y, también ahí, nos habríamos ahorrado muchos problemas. ¿Soy yo el culpable de lo que ocurrió, o lo es el autor de la tentación, Dios en persona?

Baltasar nos condujo a una gran cámara con telas de seda que se descolgaban desde los techos, y con suelos cubiertos por alfombras y almohadones. Sobre varias mesas bajas se disponían vinos, frutas, quesos y panes.

—Descansad y reponed fuerzas —nos dijo el mago—. Yo regresaré cuando termine de tratar unos asuntos con Ahmad.

Y, dicho esto, se ausentó apresuradamente, dejándonos solos.

—Bueno —dije yo—, averigua pronto qué es lo que necesitas de este tipo, y en cuanto lo tengas emprendemos de nuevo el camino, en busca del siguiente sabio.

—No estoy tan seguro de que vaya a ser rápido. De hecho, tal vez pasemos aquí bastante tiempo. Años, incluso.

—¿Años? Joshua, estamos en medio de la nada, no podemos pasarnos años aquí.

—Colleja, nosotros nos hemos criado en medio de la nada. ¿Qué diferencia hay?

—Las chicas —argumenté.

—¿Qué pasa con las chicas?

—No empecemos.

Oímos unas risas que se colaban en el aposento, desde el pasillo, y a continuación Baltasar y Ahmad hicieron su entrada, se echaron sobre los cojines y empezaron a comer los quesos y las frutas dispuestos sobre las mesas.

—Y bien —dijo Baltasar—. Ahmad me ha contado que intentaste salvar a un bandido y que mientras lo hacías dejaste ciego a uno de sus hombres sin siquiera tocarlo. Muy impresionante.

Joshua bajó la cabeza.

—Fue una masacre.

—Laméntate —admitió Baltasar—, pero piensa también en las palabras del maestro Lao Tzu: «Las armas son instrumentos de la desgracia. Quienes son violentos no mueren de muerte natural».

—Ahmad —dijo Joshua—, ¿qué va a sucederle al guardia, al guardia al que yo…?

—A mí ya no me sirve —respondió el comerciante—. Y es una lástima, porque era el mejor arquero del grupo. Lo dejaré en Kabul. Me ha pedido que le entregue su paga a su mujer de Antioquía, y a su otra mujer, la de Dunhuang. Supongo que se hará mendigo.

—¿Quién es Lao Tzu? —pregunté yo.

—Ya tendrás tiempo de aprender muchas cosas sobre el maestro Lao Tzu —dijo Baltasar—. Mañana os asignaré una tutora para que os enseñe el qi, el sendero del Aliento del Dragón pero, por el momento, comed y descansad.

—¿Podéis creeros que un chino sea tan negro? —se rió Ahmad—. ¿Habéis visto alguna vez algo igual?

—Yo ya llevaba la piel de leopardo del chamán cuando tu padre era solo un parpadeo en el gran río de las estrellas, Ahmad. Llegué a dominar la magia animal antes de que tú caminaras siquiera, y aprendí todos los secretos de los textos egipcios sobre magia sagrada cuando tú aún eras lampiño. Si la inmortalidad puede hallarse entre la sabiduría de los maestros chinos, entonces seré chino mientras me convenga, sea cual sea el color de mi piel, o mi lugar de nacimiento.

Intenté determinar la edad de Baltasar. Por lo que decía, debía de ser viejísimo, ciertamente, pues Ahmad no era precisamente joven, pero sus movimientos eran ágiles, y, por lo que veía, no le faltaba un solo diente. Parecía desconocer la debilidad que afectaba a los ancianos de mi tierra.

—¿Cómo haces para mantenerte tan joven, Baltasar? —le pregunté.

—Magia. —Sonrió.

—No hay más magia que la magia del Señor —terció Joshua.

Baltasar se rascó la barbilla y le respondió en voz baja:

—Entonces, teóricamente, no hay magia sin su consentimiento, ¿verdad, Joshua?

Mi amigo se echó hacia atrás y clavó la mirada en el suelo.

Ahmad se echó a reír.

—Su magia no resulta tan misteriosa, muchachos. Baltasar dispone de ocho concubinas que le extraen los venenos de su cuerpo de anciano. Así es como se mantiene joven.

—¡Carámbanos! ¿Ocho? —Mi asombro crecía por momentos. Como mi excitación. Y mi envidia.

—¿Tiene algo que ver con tu magia esa puerta de hierro que hemos visto cerrada? —preguntó Joshua muy serio.

Baltasar dejó de sonreír al momento. Ahmad apartaba la vista de Joshua y la posaba en el mago, y volvía luego a mi amigo, desconcertado.

—Dejadme que os conduzca a vuestros aposentos —dijo Baltasar—. Debéis bañaros, y descansar. Las lecciones empiezan mañana. Despedíos de Ahmad, tardaréis bastante en volver a verlo.

Nuestros aposentos eran espaciosos, de mayor tamaño que las casas en las que nos habíamos criado. Los suelos estaban cubiertos de alfombras, había sillas fabricadas con maderas oscuras, exóticas, talladas con formas de dragones y felinos, y una mesa sobre la que descansaba un aguamanil y una palangana para lavarse. Ambos cuartos estaban equipados con un pupitre y un armario lleno de instrumentos para pintar y escribir, así como con algo que ninguno de los dos había visto aún: una cama. Un tabique que no llegaba al techo separaba las dos estancias, por lo que, tendidos en ellas, antes de quedarnos dormidos, podíamos conversar un rato, tal como hacíamos en el desierto. Aquella primera noche resultaba evidente que algo perturbaba profundamente a Joshua.

—No sé, Josh, pareces profundamente perturbado.

—Es por los bandidos. ¿Habría podido resucitarlos?

—¿A todos? No lo sé, Josh. ¿Habrías podido?

—Lo pensé. Pensé que tal vez podría resucitarlos a todos, hacerlos caminar. Pero no lo intenté siquiera.

—¿Por qué?

—Porque temí que nos mataran y robaran a todos si yo los resucitaba. Es lo que ha dicho Baltasar: «Los violentos no mueren de muerte natural».

—En la Tora está escrito: «Ojo por ojo, diente por diente». Y ellos eran bandidos.

—Pero ¿lo fueron siempre? ¿Lo habrían sido en los años venideros?

—Sí, seguro, cuando uno se hace bandido, lo es para siempre. Esa gente pronuncia un juramento, o algo parecido. Además, tú no los mataste.

—Pero no los salvé, y dejé ciego al arquero. No estuvo bien.

—Estabas enfadado.

—Eso no es excusa.

—¿Cómo que no es excusa? Eres el Hijo de Dios. Dios borró a la humanidad de la faz de la Tierra con una inundación porque estaba enfadado.

—Pues yo no estoy seguro de que eso esté bien.

—¿Cómo dices?

—Debemos ir a Kabul. Tengo que devolverle la vista a ese hombre si puedo.

—Joshua, esta cama es el lugar más cómodo en el que he dormido en toda mi vida. ¿Podemos esperar un poco antes de seguir viaje hacia Kabul?

—Supongo.

Joshua permaneció en silencio largo rato, y a mí me pareció que tal vez se hubiera quedado dormido. Yo no tenía sueño, pero no me apetecía seguir hablando de bandidos muertos.

—Eh, Josh.

—¿Qué?

—¿Qué crees tú que hay en esa habitación de las puertas de hierro? ¿Cómo la ha llamado?

Xiong zai —respondió Josh.

—Eso, en el Xiong zai. ¿Qué crees tú que hay ahí?

—No lo sé, Colleja. Tal vez debas preguntárselo a tu tutora.

Xiong Zai significa «casa de la perdición», en la lengua del feng shui —dijo Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso, arrodillándose ante una mesa baja, de piedra, sobre la que había dispuestas una tetera y unas tazas de barro cocido. Vestía una túnica roja, de seda, con dragones bordados, sujeta con una faja negra. Tenía el pelo negro, liso, y tan largo que se lo había atado con un nudo para impedir que le arrastrara por el suelo mientras servía el té. Su rostro adoptaba la forma de un corazón, y tenía la piel más fina que el alabastro pulido. Si alguna vez se había expuesto al sol, hacía mucho tiempo que de él se había borrado todo vestigio. Calzaba unas sandalias de madera sujetas con cintas de seda y sus pies, como puede deducirse de su nombre, eran, en efecto, diminutos. A mí me habían hecho falta tres días de clase para armarme de valor y atreverme a preguntarle por aquella estancia.

Ella sirvió el té con delicadeza, pero sin demasiadas ceremonias, como ya había hecho los tres días anteriores, durante las lecciones. Pero, en esa ocasión, antes de alargármelo, añadió a mi taza una gota de la poción que contenía un frasquito de porcelana que ella llevaba al cuello, sujeto con una cadena.

—¿Qué hay en esa botella, Dicha?

Yo la llamaba Dicha. Su nombre completo resultaba demasiado aparatoso en cualquier conversación, y a los otros diminutivos que había probado (Diminutos Pies, Danza Divina, Orgasmo), no había respondido de modo positivo.

—Veneno —respondió ella, esbozando una sonrisa con labios tímidos e infantiles, sonrisa, que en sus ojos, poseía la astucia de mil años.

—Ah —dije, y le di un sorbo al té, que era denso, fragante, lo mismo que las otras veces, pero con un regusto amargo en aquella ocasión.

—Colleja, ¿eres capaz de adivinar de qué tratará la lección de hoy? —me preguntó Dicha.

—Creía que ibas a decirme qué hay en la casa de la perdición.

—No, no es de eso de lo que trata la lección de hoy. Baltasar no quiere que sepas qué contiene esa estancia. Inténtalo de nuevo.

Había empezado a notar un cosquilleo en los dedos de las manos y los pies, y me di cuenta de que tenía adormecido el cuero cabelludo.

—¿Vas a enseñarme a fabricar los polvos de fuego que Baltasar usó el día de nuestra llegada?

—No, tonto. —La risa de Dicha poseía el tono musical de un arroyo claro que corriera entre piedras. Me empujó suavemente, apoyando las manos en mi pecho, y yo caí boca arriba, incapaz de moverme.

—La lección de hoy es… ¿estás listo?

Gruñí, pues eso era todo lo que podía hacer. Tenía la boca paralizada.

—La lección de hoy es: si alguien te echa veneno en el té, no te lo bebas.

—Uh, uh —traté de balbucir.

—Y bien —dijo Baltasar—, veo que Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso ha revelado lo que guarda en esa botellita que lleva atada al cuello.

El mago se rió con ganas y se apoyó en unos almohadones.

—¿Está muerto? —preguntó Josh.

Las muchachas tendieron mi cuerpo paralizado sobre otros cojines, junto a Joshua, y me incorporaron para que pudiera mirar a Baltasar. Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis, a la que acababa de conocer, y para la que aún no tenía apodo, me echaba unas gotas en los ojos de vez en cuando, pues al parecer no parpadeaba.

—No —respondió Baltasar—. No está muerto. Solo relajado.

Joshua me dio un codazo en las costillas y, por supuesto, yo no reaccioné.

—Pues sí que está relajado —apostilló.

Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis alargó a Joshua el frasquito del colirio y, tras disculparse, se ausentó, en compañía de las demás muchachas.

—¿Puede vernos y oírnos? —siguió interesándose Joshua.

—Sí, sus sentidos están alerta.

—Hola, Colleja. He empezado a aprender cosas sobre el chi —me gritó entonces al oído—. Fluye a nuestro alrededor, por todas partes. No podemos verlo, oírlo, ni olerlo, pero está ahí.

—No hace falta que le grites —le aclaró el mago. Que es lo que le habría dicho yo, de haber podido decir algo.

Joshua vertió unas gotas de colirio en mis ojos.

—Lo siento. —Y, dirigiéndose a Baltasar, añadió—: ¿De dónde procede ese veneno?

—Estudié con un sabio en China, un sabio que había sido el envenenador real del emperador. Él me enseñó a usarlo, así como a conocer muchos otros aspectos mágicos de los cinco elementos.

—¿Y por qué necesitaba el emperador a un envenenador?

—Ésa es una pregunta que solo formularía un campesino.

—Y esa es una respuesta que solo daría un necio —replicó Joshua.

Baltasar se echó a reír.

—Tienes razón, hijo de la estrella. Una pregunta sincera merece una respuesta sincera. Los emperadores tienen muchos enemigos de los que librarse, sí, pero, más importante aún es que tienen muchos enemigos dispuestos a acabar con ellos. El sabio se pasaba la mayor parte del tiempo preparando antídotos.

—De modo que existe un antídoto para este veneno —dedujo Joshua, dándome otro codazo en las costillas.

—Todo a su tiempo. Todo a su tiempo. Bebe un poco más de vino, Joshua. Deseo conversar contigo de las tres joyas del taoísmo. Las tres joyas del taoísmo son la compasión, la moderación y la humildad…

Una hora después, entraron en la estancia cuatro muchachas chinas que me levantaron, limpiaron el suelo de las babas que yo había soltado, y me llevaron a mis aposentos. Al pasar junto a los grandes portones de hierro, oí que alguien las arañaba desde el otro lado, y una voz en mi mente que me decía: «Eh, chico, ábrelas». Las muchachas no le hicieron el menor caso y, ya en mi cuarto, me bañaron y me dieron a tomar un caldo espeso, antes de meterme en la cama y cerrarme los ojos.

Oí que Joshua entraba en la habitación, y que se preparaba para acostarse.

—Baltasar dice que pronto ordenará a Dicha que te administre el antídoto para el veneno, pero que antes debes aprender una lección. Dice que todo esto forma parte del método de aprendizaje chino. ¿A ti no te parece raro?

De haber sido capaz de articular algún sonido, me habría mostrado de acuerdo. En efecto, a mí también me parecía rarísimo.

Para que lo sepáis:

Las concubinas de Baltasar eran ocho en número, y respondían a los siguientes nombres:

Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso.

Hermosa Puerta de la Humedad Divina Número Seis.

Tentación de la Luz Dorada de la Luna de Cosecha.

Delicado Personaje de los Dos Perros Fu que Luchan Bajo una Manta.

Custodia Femenina de los Tres Túneles del Compañerismo Excesivo.

Cojines Sedosos de la Suavidad Divina de las Nubes.

Vainas de Guisante en Salsa de Pato con Fideos Crujientes.

Sue.

Y me descubrí a mí mismo preguntándome, como suele suceder, sobre orígenes, motivaciones y esas cosas —pues cada concubina era más hermosa que la anterior, las ordenaras del modo que las ordenases, lo que era raro—, de modo que, cuando ya habían transcurrido varias semanas y yo ya no resistía la curiosidad que se agitaba en mi mente como un gato en una cesta, esperé a una de las raras ocasiones en que Baltasar se encontraba solo y le pregunté:

—¿Por qué Sue?

—Es el diminutivo de Susana —me respondió Baltasar.

Pues vale.

Sus nombres completos resultaban algo incómodos, e intentar pronunciarlos en chino generaba un sonido similar al que resulta de lanzar escaleras abajo una cubertería completa (ting, tong, yang, wing, etcétera), de modo que Joshua y yo empezamos a llamar a las muchachas como sigue:

Dicha.

Número Seis.

Dos Perros Fu.

Luna.

Túneles.

Almohadas.

Vainas de Guisante.

Y, por supuesto, Sue, que no hallamos el modo de acortar.

Exceptuando a un grupo de hombres que traían suministros desde Kabul cada dos semanas, y que mientras se encontraban entre nosotros realizaban todas las labores pesadas, aquellas ocho jóvenes lo hacían todo en la fortaleza. A pesar de lo remoto del lugar, y de las riquezas evidentes que aquella fortificación encerraba, allí no había ni un solo guardia, algo que me resultaba cuando menos curioso.

Durante la semana siguiente Dicha me instruyó en la lectura de los caracteres que iban a hacerme falta para comprender el Libro de los Elixires Divinos o los Nueve Trípodes del Emperador Amarillo, y el Libro de la Perla Líquida en Nueve Ciclos y de los Nueve Elixires de los Divinos Inmortales. La idea era que, una vez me familiarizara con aquellos dos textos antiguos, podría ayudar a Baltasar en su búsqueda de la inmortalidad. Esa, por cierto, era la razón por la que nos encontrábamos allí, la razón por la que Baltasar había seguido el rastro de la estrella hasta Belén cuando nació Joshua, y la razón por la que había pedido a Ahmad que estuviera atento por si aparecía un judío que iba en busca de un mago africano. Baltasar perseguía la inmortalidad, y creía que Joshua poseía la llave para encontrarla. Por supuesto, nosotros, por entonces, no lo sabíamos.

Mi concentración, mientras estudiaba los símbolos, era particularmente aguda, a lo que contribuía el hecho de que no podía mover ni un músculo. Todas las mañanas, Dos Perros Fu y Almohadas (ambas así nombradas por su voluptuosidad, una voluptuosidad que, sin duda, se traducía en una fuerza considerable) me levantaban de la cama, me llevaban a las letrinas, me bañaban, me daban a tomar un caldo y me llevaban a la biblioteca. Allí me mantenían sentado a una silla mientras Dicha me enseñaba los caracteres chinos, que pintaba con un pincel húmedo sobre grandes láminas de pizarra sujetas sobre unos caballetes. En ocasiones las concubinas se quedaban con nosotros y colocaban mi cuerpo en varias posturas que las divertían. Y aunque aquella humillación debería haberme enfurecido lo cierto era que ver a Almohadas y a Dos Perros Fu entregarse a aquel paroxismo de risitas infantiles no tardó en convertirse en el punto álgido de mis paralíticas jornadas.

Hacia el mediodía, Dicha hacía una pausa, mientras dos o más de las muchachas me metían en la letrina de nuevo, me daban a beber más caldo y me usaban a su antojo hasta que mi instructora regresaba, daba una palmada y las echaba, regañándolas. (Dicha era la más arisca de todas, a pesar de sus pies diminutos).

En ocasiones, durante aquellas pausas, Joshua interrumpía sus propias lecciones y venía a visitarme a la biblioteca.

—¿Por qué lo habéis pintado de azul? —preguntó una vez.

—El azul le sienta bien —respondió Vainas de Guisante. Dos Perros Fu y Túneles seguían a mi lado, con las brochas húmedas, admirando su trabajo.

—Pues cuando le administren el antídoto no se va a mostrar contento, os lo digo. —Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Aunque la verdad es que el azul no te sienta nada mal. Colleja, he intercedido por ti ante Dicha, pero según ella todavía no has aprendido tu lección. Pero sí la has aprendido, ¿verdad? Deja de respirar un segundo si la respuesta es sí.

Así lo hice.

—Ya me parecía a mí. —Joshua se inclinó y me susurró al oído—: Es por lo de la estancia que queda tras las puertas de hierro. Ésa es la lección que quieren que aprendas. Me ha dado la sensación de que si yo preguntaba por ella, no tardaría en sentarme aquí, a tu lado, en la misma situación en la que te encuentras tú. —Se puso en pie—. Tengo que irme. Estoy estudiando esas tres joyas, ¿sabes? Ahora mismo voy por la compasión. No es tan difícil como parece.

Transcurridos otros dos días, Dicha entró en mi cuarto, de mañana. Me traía el té. Extrajo el frasquito de su túnica de dragones y la acercó mucho a mis ojos.

—¿Ves los dos pequeños tapones de corcho, el blanco a un lado del recipiente y el negro al otro? El negro es el veneno que te administré. El blanco es el antídoto. Creo que ya has aprendido la lección.

Babeé, a modo de respuesta, con la esperanza sincera de que no confundiera los tapones.

Vertió el contenido del frasquito en la taza y me dio a beber el té, aunque la mitad fue a parar a la pechera de mi camisa.

—Tardará un poco en hacer efecto. Tal vez experimentes ciertas molestias, hasta que el veneno pierda fuerza. —Dicha ocultó de nuevo el frasquito en el nido chino de sus senos, me besó en la frente y se ausentó. De haber podido, me habría burlado de la pintura azul que llevaba en los labios mientras se alejaba. ¡Ja!

«Ciertas molestias», había dicho ella. Durante gran parte de aquel día, no tuve la menor sensación física, pero entonces, súbitamente, las cosas empezaron a funcionar de nuevo. Imaginad que os dais la vuelta en la cama, por la mañana, y os caéis, no sé, en un lago de aceite hirviendo.

—¡Por las barbas de Josafat, Joshua! Estoy a punto de cambiar de piel.

Nos encontrábamos en nuestros aposentos, y había transcurrido aproximadamente una hora desde que había ingerido el antídoto. Baltasar había enviado a Joshua a buscarme para llevarme a la biblioteca, en teoría para ver cómo me encontraba.

Josh me acercó la mano a la frente, pero en lugar de la calma habitual que acompañaba aquel gesto, sentí como si me hubiera apoyado un hierro candente en la piel. Le aparté la mano al instante.

—Gracias, pero no me sirve.

—Tal vez si te das un baño…

—Ya lo he probado. Jod… Voy a volverme loco. —Me puse a dar saltos en círculo, porque no sabía qué hacer.

—Tal vez Baltasar tenga algo que pueda ayudarte —sugirió Joshua.

—Vamos a verlo —le dije—. No puedo quedarme aquí sentado sin hacer nada.

Salimos al pasillo y descendimos varios niveles, camino de la biblioteca. Cuando íbamos por una de las rampas en espiral, agarré a Josh del brazo.

—Josh, fíjate bien en esta rampa. ¿No notas nada?

Él observó el suelo, y se echó hacia delante para ver la superficie.

—No. ¿Por qué? ¿Debería notarlo?

—¿Y las paredes y el techo, y los suelos? ¿No notas nada?

Joshua miró a su alrededor.

—¿No son de piedra maciza?

—Sí, pero ¿qué más? Fíjate mejor. Piensa en las casas que construíamos en Séforis. ¿No notas nada ahora?

—¿Que no hay marcas de herramientas?

—Exacto —le dije—. Me he pasado las últimas dos semanas observando las paredes y los techos con detenimiento, porque no tenía mucho más que mirar. Y no hay la menor marca de cincel, de pico, de martillo, de nada. Es como si estos aposentos los hubiera excavado el viento a lo largo de mil años, pero tú sabes que no es el caso.

—¿Y? ¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que Baltasar y las muchachas saben más de lo que dicen.

—Debemos preguntárselo.

—No, mejor que no, Josh. ¿Es que no lo pillas? Debemos descubrir qué es lo que pasa aquí sin que sepan que lo sabemos.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque la última vez que pregunté algo me envenenaron, por eso. Y creo que si Baltasar no creyera que tú tienes algo que a él le interesa, a mí no me habrían administrado el antídoto.

—Pero si yo no tengo nada —dijo Joshua, sinceramente.

—Tal vez tengas algo que no sepas que tienes, pero no puedes ir por ahí preguntando de qué se trata. Debemos proceder con cautela. Ser taimados, discretos.

—A mí esas cosas no se me dan nada bien.

Le pasé un brazo por los hombros.

—Eso de ser el Mesías también tiene sus contras, ¿no?