Desde mi intento de fuga, no hay manera de que el ángel abandone el dormitorio en ningún momento. Ni siquiera por su querido Culebrones Digest. (Sí, cuando salió a comprar el primero, habría sido un buen momento para escapar, pero en aquel momento yo no tenía intención de hacerlo, o sea que a callar). Hoy le he pedido que me trajera un mapa.
—¿Que por qué? Porque nadie va a saber de qué sitios hablo —le he dicho—. Tú quieres que escriba en este idioma para que la gente entienda lo que digo, ¿no? Entonces, ¿por qué voy a usar nombres de lugares que llevan miles de años desaparecidos? Necesito un mapa.
—No —ha dicho el ángel.
(¿Sabíais que, en los hoteles, atornillan las lámparas a las mesillas de noche, lo que las inutiliza para ser empleadas como instrumento de persuasión cuando uno intenta convencer a un ángel testarudo para que haga lo que se le pide? Me ha parecido que era algo que debíais saber. Y es una lástima, pues en este caso, la lámpara se ve maciza).
—¿Pero cómo voy a dar cuenta de las acciones heroicas del arcángel Raziel si no puedo hablar de los lugares en que dichas acciones tuvieron lugar? ¿Qué quieres que escriba? «¿Y entonces, en un punto indeterminado, que más bien quedaba a la izquierda de la Gran Muralla, el cabrón de Raziel se apareció con una pinta horrible, pues probablemente había recorrido una larga distancia, o tal vez no?» ¿Es eso lo que quieres? ¿O prefieres esto: «Y entonces, a apenas un kilómetro y medio del puerto de Ptolemaida, fuimos de nuevo agraciados con la fulgurante magnificencia del arcángel Raziel»? Vamos, dímelo, ¿cuál de las dos versiones prefieres?
(Sé lo que estáis pensando, que el ángel me salvó la vida cuando Tito me lanzó por la borda, y que yo debería ser más comprensivo con él. Que no debería manipular a una pobre criatura a la que le han concedido un ego, pero no el libre albedrío, ni la capacidad de generar pensamiento creativo, ¿verdad? Y sí, estoy de acuerdo, tenéis razón, pero tened en cuenta que el ángel solo intervino para salvarme porque Joshua rezó por mi rescate. Y no olvidéis que podría habernos ahorrado muchas dificultades a lo largo de los años si hubiera acudido en nuestra ayuda más a menudo. Y recordad que, a pesar de que quizá sea la criatura más hermosa que he visto en mi vida, Raziel es tonto del culo. Sea como fuere, lo de apelar a su ego funcionó).
—Te conseguiré un mapa.
Y eso hizo. Por desgracia, el portero solo fue capaz de encontrar un mapa del mundo publicado por una aerolínea asociada con el hotel, de modo que tal vez no resulte demasiado preciso. En ese mapa, el siguiente tramo de nuestro viaje ocupa quince centímetros, y valdría treinta mil puntos canjeables por millas de vuelo. Espero que con eso lo entendáis mejor).
El comerciante se llamaba Ahmad Mahadd Ubaidullaganji, pero dijo que podíamos llamarlo «señor». Nosotros lo llamábamos Ahmad. Nos condujo, a través de la ciudad, hasta la ladera de una colina en la que estaba acampada su caravana. Era propietario de cien camellos, que llevaba por la Ruta de la Seda junto con una docena de hombres, dos cabras, tres caballos y una mujer sin el menor encanto que respondía al nombre de Kanuni. Nos hizo entrar en su tienda, que era más grande que las casas en las que Joshua y yo habíamos crecido. Nos sentamos sobre mullidas alfombras, y Kanuni nos sirvió dátiles rellenos y vino de una jarra que tenía forma de dragón.
—¿Y bien? ¿Qué quiere el Hijo de Dios de mi amigo Baltasar? —preguntó Ahmad, que sin darnos tiempo a responder se echó a reír con tales carcajadas que estuvo a punto de derramar el vino. Tenía la cara muy redonda, los pómulos altos y unos ojos negros, pequeños, rodeados de arrugas, de tanto reírse y exponerse a los vientos del desierto—. Lo siento, amigos, pero hasta ahora no había estado en presencia del Hijo de Dios. Por cierto, ¿qué Dios es tu padre?
—El único Dios —me adelanté yo.
—Sí —corroboró Joshua—. Ese.
—¿Y cuál es el nombre de tu Dios?
—Papá —dijo Joshua.
—Se supone que no podemos pronunciar su nombre.
—¡Papá! —repitió Ahmad—. Me encanta. —Y soltó una risita—. Ya sabía que erais hebreos, y no se os permite pronunciar el nombre de vuestro Dios. Pero quería ver si vosotros lo hacíais. «Papá». Es genial.
—No es mi intención ser grosero —tercié yo—, y sin duda nos encantan los refrescos que nos has servido, pero se nos hace tarde, y nos has dicho que nos llevarías a ver a Baltasar.
—Y eso haré. Saldremos por la mañana.
—¿Salir? ¿Hacia dónde?
—Hacia Kabul, que es donde Baltasar vive ahora.
Yo no había oído hablar jamás de Kabul, y me parecía que aquello, en sí mismo, no era un buen augurio.
—¿Y Kabul queda muy lejos?
—En camello, no deberíamos tardar más de dos meses —dijo Ahmad.
De haber sabido entonces lo que sé ahora, tal vez me hubiera levantado y hubiera exclamado: «Cáspita, señor, pero si solo está a quince centímetros y a treinta mil puntos canjeables por millas de vuelo». Pero como no lo sabía, me limité a exclamar: «¡Mierda!».
—Os llevaré a Kabul —prosiguió Ahmad—, pero ¿sabéis hacer algo que os ayude a pagaros el viaje?
—Yo sé carpintería —respondió Joshua—. Mi padrastro me enseñó a reparar las sillas de los camellos.
—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Qué sabes hacer tú?
Pensé en mi experiencia de cantero, pero la desestimé al momento. Y mis prácticas como tonto del pueblo, a las que yo creía que siempre podría recurrir, tampoco me iban a servir de gran cosa. Había descubierto, sí, una habilidad nueva como educador sexual, pero, no sé, me parecía que no iba a serme de gran utilidad en un viaje de dos meses con catorce hombres y una mujer poco agraciada. ¿Qué sabía hacer yo que pudiera allanarme el camino a Kabul?
—Si alguien en la caravana la palma, yo soy un plañidero de primera —dije al fin—. ¿Quieres oír un canto fúnebre?
Ahmad se rió hasta no poder más, y luego llamó a Kunani para que le trajera el zurrón. Cuando lo tuvo en sus manos, lo abrió y extrajo de él las salamandras secas que le había comprado a la arpía.
—Tomad, esto os va a hacer falta —dijo.
Los camellos muerden. Sin el menor motivo, los camellos te escupen, te pisan, te patean, te gritan, eructan y se echan pedos a tu paso. Son testarudos en el mejor de los casos, malhumorados en el peor. Si los provocas, te muerden. Si introduces un anfibio deshidratado por el culo de un camello, este se siente provocado, y doblemente si dicha operación se efectúa mientras el animal está dormido. Los camellos son sigilosos. Y muerden.
—Yo puedo curarte eso —me dijo Joshua, sin apartar los ojos de las inmensas marcas de dientes de camello que me recorrían la frente. Formábamos parte de la caravana de Ahmad, que recorría la Ruta de la Seda, que no estaba hecha de seda y que, en realidad, no era sino un sendero estrecho que se abría paso a través de un paisaje desértico, inhóspito y elevado que corresponde a lo que hoy es Siria, y se dirigía a un paisaje desértico, inhóspito y bajo que corresponde a lo que hoy es Irak.
—Él dijo que eran sesenta días a camello. ¿No quiere decir eso que deberíamos ir montados sobre los animales, y no andando?
—Echas de menos a tus amiguitos los camellos, ¿verdad? —Joshua me mostró aquella sonrisita arrogante de Hijo de Dios. Aunque tal vez fueran imaginaciones mías y se tratara solo de una sonrisa normal y corriente.
—Es que estoy cansado, nada más. Me he pasado media noche vigilando a esos.
—Ya lo sé. Y yo he tenido que levantarme al alba para arreglar una de las sillas antes de partir. Las herramientas de Ahmad dejan bastante que desear.
—No, claro, Josh, el mártir eres tú. Lo que yo me he pasado toda la noche haciendo no tiene la menor importancia. Lo que digo es que deberíamos ir montados en un camello, y no ir a pie.
—Ya lo haremos —dijo Joshua—. Pero todavía no.
Los hombres que integraban la caravana iban todos montados en los animales, aunque algunos de ellos, lo mismo que Kanuni, viajaban a caballo. Los camellos cargaban con grandes fardos que contenían herramientas de hierro, tintes en polvo y sándalo, productos todos ellos destinados a los mercados de Oriente. Al llegar al primer oasis de las tierras altas, Ahmad cambió los caballos por cuatro camellos más, y, entonces sí, a Joshua y a mí nos permitieron montar. De noche comíamos con el resto de los hombres, compartíamos con ellos legumbres hervidas o pan con pasta de sésamo, algún que otro pedazo de queso, puré de garbanzos con ajo, de tarde en tarde carne de cabra, y en ocasiones aquella bebida negra y caliente que habíamos descubierto en Antioquía (mezclada con azúcar de dátil y con leche de cabra espumosa, así como con un toque de canela, a sugerencia mía). Ahmad cenaba solo en su tienda, mientras los demás lo hacíamos bajo el toldo abierto que nos habíamos construido para que nos protegiera en las horas más calurosas del día. En el desierto, la temperatura se incrementa con el paso de las horas, por lo que cuando hace más calor es a media tarde, justo antes de que el sol, en su descenso, traiga unos vientos calientes que te arrebatan la poca humedad que te queda en la piel.
Ninguno de los hombres de Ahmad hablaba arameo ni hebreo, pero sí algo de latín y de griego, lo bastante como para burlarse de Joshua y de mí en relación con diversos temas, siendo, entre todos ellos, su favorito, y como no podía ser de otro modo, mi trabajo como «desatascador» de camellos. Aquellos hombres procedían de distintas tierras, y de algunas de ellas nosotros no habíamos ni oído hablar. Los había negros como etíopes, con frentes altas y extremidades largas y elegantes, y los había bajos y paticortos, de hombros poderosos, pómulos prominentes y bigotes finos, como los de Ahmad. Pero ninguno de ellos era gordo, débil ni lento. Cuando no hacía ni una semana que habíamos salido de Antioquía, ya habíamos aprendido que bastaba con dos hombres para cuidar y guiar una caravana de camellos, por lo que nos extrañaba que alguien tan astuto como Ahmad contratara a tantos empleados superfluos.
—Bandidos —dijo Ahmad, moviendo el cuerpo hasta dar con una postura más cómoda en lo alto de su camello—. No me haría falta más que un par de zoquetes como vosotros si se tratara solo de cuidar de los camellos. Mis hombres son guardias. ¿Por qué creéis que todos van armados con arcos y con lanzas?
—Sí —intervine yo, dedicando a Josh una mirada de reproche—. ¿Es que no has visto las lanzas? Son guardias. Esto… Ahmad, ¿no te parece que Joshua y yo también deberíamos llevar lanzas… cuando… bueno… cuando pasemos por la zona de los bandidos?
—Hace cinco días ya que los bandidos nos siguen —fue la respuesta de Ahmad.
—Nosotros no necesitamos lanzas —anunció Joshua—. No pienso permitir que ningún hombre cometa el pecado del latrocinio. Si alguien quiere algo que es mío, solo tiene que pedírmelo, y yo se lo daré.
—Dame el resto de tu dinero —le reté.
—Ni hablar —dijo él.
—Pero si acabas de decir que…
—Sí, pero no hablaba de ti.
La mayoría de las noches Joshua y yo dormíamos al aire libre, junto a la tienda de Ahmad, entre los camellos, y con tal de guarecernos de los vientos soportábamos sus ronquidos y sus gruñidos. Los hombres dormían en tiendas de a dos, excepto la pareja que montaba guardia toda la noche. Con frecuencia, mucho después de que el campamento hubiera quedado ya en silencio, Joshua y yo permanecíamos tumbados boca arriba, despiertos, contemplando las estrellas y rumiando sobre las grandes preguntas de la vida.
—Josh, ¿tú crees que los bandidos nos robarán y nos matarán, o que solo nos robarán?
—Diría que primero nos robarán, y después nos matarán. Aunque, si les parece que no encuentran algo y creen que lo tenemos escondido, tal vez nos torturen para averiguar su paradero.
—Bien pensado.
—¿Tú crees que Ahmad se acuesta con Kanuni? —me preguntó Joshua.
—No es que lo crea, es que lo sé. Me lo ha dicho él.
—¿Y cómo crees que es? Entre ellos dos, quiero decir. Él es muy gordo, y ella… bueno, ya sabes.
—Sinceramente, Josh, prefiero no pensar en ello. Pero gracias por introducirme esa imagen en la mente.
—Quieres decir que eres capaz de imaginártelos juntos.
—Ya basta, Joshua. No puedo contarte cómo es el pecado. Tendrás que pecar por ti mismo. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Voy a tener que matar a alguien para poder explicarte qué es eso de matar?
—Pero es que yo no quiero matar.
—Pues tal vez tengas que hacerlo, Josh. No creo que los romanos vayan a retirarse solo porque se lo pidamos.
—Ya se me ocurrirá algo. Lo que pasa es que todavía no lo sé.
—¿No sería gracioso que al final resultara que no eres el Mesías? Toda la vida absteniéndote de conocer mujer, para descubrir, al final, que no eras más que un profeta menor.
—Sí, sería muy divertido —dijo Josh. Pero no sonreía.
—Bueno, un poco divertido sí sería.
El viaje parecía avanzar mucho más deprisa una vez supimos que nos seguían los bandidos. Nos daba algo de que hablar, y sentíamos la espalda más ligera, pues nos pasábamos el día girándonos en las sillas y oteando el horizonte. Fue casi algo triste cuando, tras diez días siguiéndonos los pasos, se decidieron a atacar.
Ahmad, que solía encabezar la caravana, retrocedió y se colocó a nuestro lado.
—Los bandidos nos tenderán la emboscada en el interior de ese paso que viene ahora —nos informó. El camino serpenteaba, internándose en un cañón de laderas empinadas a ambos lados, rematadas por hileras de grandes rocas y torres de piedra erosionadas por el viento—. Se ocultan tras esas rocas, a ambos lados. No miréis o nos delataréis.
—Si sabéis que van a atacarnos, ¿por qué no paramos y nos defendemos?
—Nos atacarán de todos modos. Mejor caer en una emboscada de la que ya tenemos conocimiento que en una que ignoremos. Además, ellos no saben que nosotros lo sabemos.
Me fijé en que los guardias bajos y fornidos, los de los bigotes finos, extraían unos arcos cortos de unos sacos que llevaban bajo las sillas, y con la delicadeza que otro usaría para apartarse una telaraña de un ojo, los tensaban. Quien los observara desde lejos apenas se percataría de sus movimientos.
—¿Qué quieres que hagamos? —le pregunté a Ahmad.
—Intentad que no os maten. Sobre todo tú, Joshua. Baltasar se enfadará mucho si me presento ante él contigo muerto.
—Un momento —dijo Joshua—. ¿Baltasar sabe que vamos?
—Sí, claro —se rió Ahmad—. Fue él quien me dijo que cuidara de ti. ¿Tú te crees que ayudo a todos los mequetrefes que caminan perdidos por el mercado de Antioquía?
—¿Mequetrefes? —Por un momento había olvidado lo de la emboscada.
—¿Cuánto tiempo hace que te pidió que nos buscaras?
—No lo sé. Inmediatamente después de que dejara Antioquía para instalarse en Kabul, hará unos diez años. Pero eso no importa ahora. Debo regresar junto a Kanuni. Los bandidos la espantan.
—Pues deja que esos bandidos la miren bien a ella. Ya veremos quién espanta a quién.
—No miréis hacia los peñascos —se limitó a repetir Ahmad mientras se alejaba de nosotros.
Los bandidos descendieron por las laderas del congosto como una avalancha sincronizada, forzando al máximo el equilibrio de sus camellos, y arrastrando a su paso un río de piedras y de arena. Eran veinticinco, tal vez treinta, todos ellos vestidos de negro, la mitad a lomos de camellos, blandiendo espadas o estacas, la otra mitad a pie, con unas lanzas largas pensadas para degollar a los jinetes.
Una vez iniciada la carga, cuando todos los bandidos descendían ya colina abajo, nuestros guardias separaron la caravana en dos y dejaron un espacio vacío en el camino, allí donde debía consumarse el choque. Los atacantes avanzaban con tal impulso que no pudieron cambiar de dirección. Tres de sus camellos cayeron sobre la arena en su intento de frenar.
Nuestros guardias se dividieron en dos grupos, tres hombres delante, con las lanzas largas, y los arqueros inmediatamente después. Cuando éstos ocuparon sus puestos, lanzaron sus flechas contra los bandidos, y cada vez que alguna alcanzaba el blanco, el herido arrastraba a dos o tres más en su caída, por lo que, en cuestión de segundos, la carga se había convertido en una avalancha de piedras, hombres y camellos. Éstos gritaban, y oíamos el chasquido de huesos al partirse, y a los hombres chillar mientras rodaban, convertidos en una bola sangrienta, en dirección al sendero. Algunos se levantaban y pretendían atacar, pero una sola flecha de nuestros hombres bastaba para abatirlos de nuevo. Un bandido, montado a lomos de su camello, se dirigía a la retaguardia de la caravana, donde los tres lanceros lograron descabalgarlo, con grandes salpicaduras de sangre. Todos los movimientos que se producían en el cañón eran recibidos con el disparo de una flecha. Otro de los atacantes, con una pierna rota, ascendía a gatas por la ladera, pero una flecha le alcanzó la nuca y detuvo su avance.
Oí un grito tras de mí, y antes de poder girarme, Joshua cabalgó hacia donde me encontraba, al galope, pasando junto a los arqueros y los lanceros que se alineaban a nuestro lado de la caravana, en dirección a aquel amasijo de bandidos muertos y moribundos. Se bajó del camello y empezó a correr entre los atacantes como un loco, agitando los brazos y gritando hasta quedarse afónico.
—¡Basta, basta!
Un bandido se movió, tratando de ponerse en pie, y nuestros hombres tensaron los arcos para impedírselo. Pero Joshua interpuso su cuerpo entre ellos y el enemigo, y lo hizo caer de nuevo al suelo. Oí que Ahmad daba la orden de no disparar.
Una nube de polvo flotaba sobre el cañón y se alejaba, movida por la brisa suave del desierto. Un camello con la pata rota aullaba de dolor, y alguien le clavó una flecha en un ojo para acabar con el sufrimiento del animal. Ahmad le quitó la lanza a uno de los guardias, y a lomos de su camello se acercó hacia donde Joshua protegía al bandido herido.
—Apártate, Joshua —le dijo levantando la lanza—. Hay que terminar este trabajo.
Joshua miró a su alrededor. Todos los bandidos y sus animales estaban muertos. La sangre descendía en riachuelos sobre la arena. Se congregaban ya las primeras moscas para darse un festín. Joshua avanzó entonces por aquel campo de muerte, hasta que su pecho rozó la punta de la lanza de Ahmad. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Esto está mal! —atronó.
—Eran bandidos. Nos habrían matado a nosotros, y nos habrían robado todo lo que tenemos si no hubiéramos terminado con ellos. ¿Acaso no destruye tu propio Dios, tu padre, a aquellos que pecan? Y ahora apártate, Joshua. Terminemos con esto.
—Yo no soy mi padre, y tampoco lo eres tú. No matarás a este hombre.
Ahmad bajó la lanza y meneó la cabeza, muy serio.
—Va a morir de todos modos, Joshua.
Yo notaba que los guardias empezaban a ponerse nerviosos, que no sabían qué hacer.
—Dame el pellejo del agua —le pidió Joshua.
Ahmad se lo lanzó sin moverse del camello, antes de dar media vuelta y regresar junto a sus hombres. Joshua acercó el agua al herido y le sostuvo la cabeza mientras bebía. Del vientre de aquel hombre sobresalía una flecha, y tenía la túnica negra brillante de sangre. Con gran delicadeza, Joshua posó una mano sobre los ojos del bandido, como si quisiera indicarle que se durmiera. Entonces, de un tirón, le arrancó la flecha y la arrojó lejos. El bandido ni torció el gesto siquiera. Joshua aplicó las manos sobre la herida.
Desde que Ahmad había ordenado a sus hombres que dejaran de disparar, éstos se habían mantenido inmóviles, observando. Al cabo de unos minutos, el bandido logró sentarse, y Joshua dio un paso atrás y le sonrió. En ese preciso instante, una flecha se clavó en la frente del herido, que cayó al suelo, muerto.
—¡No! —exclamó Joshua, volviéndose para mirar en dirección a la caravana. El guardia que había disparado la flecha todavía mantenía el arco alzado, como para disparar otra y poner fin de una vez por todas al trabajo. Aullando de rabia, Joshua movió la mano abierta, como si golpeara el aire, y el guardia se cayó del camello y aterrizó en el suelo.
—¡Ya basta! —gritó.
Cuando el guardia logró sentarse en la arena, sus ojos eran como dos lunas plateadas en sus órbitas; se había quedado ciego.
Más tarde, tras dos días en los que ni Joshua ni yo habíamos pronunciado una sola palabra, y en los que viajábamos muy retrasados respecto de la caravana, pues los guardias nos temían, di unos tragos de agua del pellejo y se lo alargué a mi amigo. Él bebió también, y me lo devolvió.
—Gracias —me dijo, y esbozó una sonrisa que me hizo saber que todo volvía a la normalidad.
—Joshua, hazme un favor.
—¿Cuál?
—Recuérdame que no te enoje, ¿de acuerdo?
La ciudad de Kabul se alzaba sobre cinco colinas desoladas, con calles construidas en terrazas y edificios que aprovechaban en parte los desniveles. La influencia arquitectónica griega y romana no había llegado hasta allí, y las construcciones de mayor tamaño se cubrían con tejados de tejas que se curvaban hacia arriba en sus aleros, en un estilo que Joshua y yo veríamos en toda Asia durante nuestro viaje. Las gentes, en su mayoría, eran flacas y rudas, parecidas a los árabes pero sin el brillo de la piel que éstos lograban gracias a su dieta rica en aceite de oliva. Los rostros de aquellos, en cambio, parecían más chupados, más curtidos, a causa del viento frío y seco de la estepa. En el mercado se veían vendedores y comerciantes llegados desde China, y otros de aspecto similar al de Ahmad y sus arqueros, raza que los chinos denominaban, sencillamente, «de los bárbaros».
—Los chinos temen tanto a mi pueblo que han construido una muralla tan alta como el más alto de los palacios, tan ancha como la avenida más ancha de Roma, y que se extiende diez veces más allá de donde alcanza la vista.
—Sí, sí —le dije yo, pensando, menudo embustero estás tú hecho.
Joshua no había hablado con Ahmad desde el ataque de los bandidos, pero sonrió al oír la historia de aquella gran muralla.
—Así es —insistió Ahmad—. Esta noche dormiremos en una posada, y mañana os llevaré a ver a Baltasar. Si salimos temprano, podemos estar allí a mediodía, y a partir de ese momento dejaréis de ser mi problema y pasaréis a ser responsabilidad del mago. Nos reuniremos en la puerta al alba.
Aquella noche el posadero y su mujer nos sirvieron una cena que consistía en cordero especiado y arroz, regado con algo similar a la cerveza, también elaborada con arroz, que arrastró garganta abajo dos meses de polvo del desierto, y cubrió nuestra mente de una nebulosa plácida. Para ahorrar dinero, dormimos en unos jergones bajo los anchos aleros del tejado de la posada, y aunque era todo un lujo contar con un techo sobre nuestras cabezas por primera vez en varios meses, descubrí que echaba de menos contemplar las estrellas antes de conciliar el sueño. Permanecí despierto, medio embriagado, durante un largo rato. Joshua dormía el sueño de los inocentes.
A la mañana siguiente, Ahmad se reunió con nosotros delante de la posada, acompañado de sus dos guardias africanos, y con dos camellos de más.
—Venga, vamos. Para vosotros esto es, seguramente, el final de vuestro viaje, pero para mí no es más que un desvío —dijo. Nos lanzó un mendrugo de pan a cada uno y un pedazo de queso, y yo deduje que pretendía que desayunáramos de camino.
Salimos de Kabul y enfilamos colina arriba, hasta que nos internamos en un laberinto de cañones que serpenteaban por entre montañas áridas, unas montañas que parecían creadas por Dios con barro y dejadas secar al sol, hasta que el barro había adquirido un tono dorado que reflejaba la luz de tal manera que esta devoraba y destruía las sombras. Hacia el mediodía, yo había perdido por completo el sentido de la orientación y no sabía hacia dónde nos dirigíamos. No podría haber jurado que no estuviéramos desandando el camino, pasando de nuevo por los mismos desfiladeros, pero los guardias negros de Ahmad parecían conocer la ruta. Finalmente, doblamos una esquina y nos encontramos junto a una pared de doscientos pies de altura, que se diferenciaba de otras que habíamos visto por las ventanas y los balcones tallados en ella. Se trataba de un palacio excavado directamente en la roca. En su base se distinguía una puerta de hierro que, por su aspecto, parecía requerir de la fuerza de veinte hombres para abrirse.
—La casa de Baltasar —anunció Ahmad, empujando a su camello para que se arrodillara, y poder así desmontar.
Joshua me dio un golpecito con la fusta.
—Eh, ¿es como la esperabas?
Negué con la cabeza.
—No sé qué esperaba. Tal vez algo más… no lo sé… pequeño.
—¿Podrías encontrar el camino de regreso, si no tuvieras otro remedio?
—No. ¿Y tú?
—En absoluto.
Ahmad avanzó hasta el gran portón y tiró de una cuerda que colgaba de un hueco de la pared. Al momento oímos que, dentro, sonaba algo parecido a una campana. (Solo luego supimos que se trataba del sonido de un gong). Una portezuela pequeña, encajada en la grande, se abrió, y una muchacha asomó la cabeza por ella.
—¿Qué?
Tenía la cara redonda y los pómulos prominentes característicos de los orientales, y lucía unas alas azules, enormes, pintadas por encima de los ojos.
—Soy Ahmad. Ahmad Mahadd Ubaidullaganji. Le traigo a Baltasar el niño que lleva tiempo esperando —aclaró, señalando en nuestra dirección.
La pequeña se mostraba escéptica.
—Es flaco. ¿Estás seguro de que es este?
—Sí, es él. Dile a Baltasar que tiene que pagarme.
—¿Y quién es ese que va con él?
—Ése es el tonto de su amigo. Por él no cobro nada.
—¿Traes las patas de mono? —le preguntó la muchacha.
—Sí, y las hierbas y los minerales que Baltasar me pidió.
—De acuerdo, esperad aquí. —Cerró la portañuela solo un segundo, antes de volver a abrirla—. Que entren solo los dos. Baltasar debe examinarlos. Luego ya cerrará el trato contigo.
—No hay razón para tantos misterios, mujer. He estado cientos de veces en casa de Baltasar. Así que déjate ya de remolonear y abre la puerta.
—¡Silencio! —exclamó la joven—. Del gran Baltasar no se burla nadie. Que entren los muchachos. Solos.
Cerró la puerta, y a través de las ventanas que se abrían más arriba oímos el resonar de sus pasos.
Ahmad meneó la cabeza, molesto, y nos indicó que nos acercáramos al portón.
—Entrad. No sé qué se trae entre manos, pero entrad.
Joshua y yo desmontamos, recogimos nuestros zurrones y nos acercamos a aquella inmensa puerta. Joshua me miró como preguntándose qué debía hacer, y acto seguido, acercó la mano a la cuerda de la campana, pero, mientras lo hacía, una de las dos hojas se abrió apenas lo bastante como para dejarnos pasar, de uno en uno, y de lado. La oscuridad del interior era total, salvo por una rendija fina de luz, que no permitía adivinar nada. Joshua volvió a mirarme, arqueando las cejas.
—A mí no me mires, yo solo soy el amigo tonto por el que no se cobra nada —dije, dedicándole una reverencia—. Tú primero.
Joshua se acercó más a la puerta, y yo lo seguí. Apenas la habíamos franqueado cuando se cerró con un ruido atronador, y permanecimos ahí en completa oscuridad. Yo estaba seguro de que, a nuestro alrededor, en la negrura, había cosas que se movían.
Vimos un destello muy brillante, y una gran columna de humo rojo se alzó ante nosotros, iluminada por una luz que procedía de algún lugar indeterminado del techo. El olor a azufre se me metió en la nariz. Joshua tosió, y los dos dimos un paso atrás para alejarnos del fuego. Él —o lo que fuera—, resultó ser tan alto como dos hombres puestos uno sobre el otro, a pesar de su delgadez. Llevaba una túnica larga, color púrpura, bordada con símbolos raros, dorados y plateados, e iba embozado, y se cubría gran parte del rostro con una capucha, por lo que no veíamos más que unos ojos rojos, resplandecientes, que sobresalían en un campo negro. Alargó el brazo en el que llevaba una lámpara encendida, como para examinarnos a la luz.
—Satán —le dije a Joshua entre dientes, apretando la espalda contra la gran puerta de hierro con mucha fuerza, tanta que notaba que, a través de la túnica, los pedazos oxidados se me clavaban a la piel.
—No es Satán —replicó Joshua.
—¿Quién osa perturbar la santidad de mi fortaleza? —atronó aquella figura y yo, al oír su voz, estuve a punto de orinarme encima.
—Soy Joshua de Nazaret —dijo Joshua, haciendo esfuerzos por sonar relajado, aunque se le quebró la voz al decir «Nazaret»—. Y este es Colleja, también de Nazaret. Estamos buscando a Baltasar, que vino a Belén, mi lugar de nacimiento, hace muchos años, buscándome a mí. Debo formularle algunas preguntas.
—Baltasar ya no es de este mundo.
La figura oscura se metió la mano en la túnica y extrajo una daga brillante, que levantó mucho, antes de hundírsela en el pecho. Se produjo entonces una explosión, un destello, seguido de un rugido de dolor, como si alguien hubiera matado a un león. Joshua y yo nos volvimos y, desesperados, empezamos a arañar el portón de hierro, en busca de algún tirador. Los dos emitíamos un sonido que no puedo describir más que como el equivalente verbal de una huida, algo así como un aullido largo y rítmico que solo interrumpimos cuando nos quedamos sin aire.
Entonces oí las carcajadas, y Joshua me agarró del brazo. El volumen de las risas aumentaba. Joshua me giró para que viera la muerte vestida de púrpura. Mientras lo hacía, la figura oscura se retiró la capucha y pude ver el rostro negro, sonriente, y la cabeza rasurada de un hombre; de un hombre altísimo, pero un hombre al fin y al cabo. Cuando se abrió los ropajes comprobé que, en efecto, se trataba de un hombre. De un hombre que llevaba un rato de pie sobre los hombros de dos jóvenes asiáticas, ocultas hasta entonces tras aquella túnica tan larga.
—Nada, solo os estaba tomando el pelo —dijo entre risitas.
Se bajó de los hombros de aquellas mujeres y aspiró hondo, antes de volver a retorcerse de la risa. De sus ojos castaños no dejaban de brotar las lágrimas.
—Deberíais haber visto las caras que poníais. Niñas, ¿habéis visto eso?
Las jóvenes, ataviadas con sencillas ropas de lino, no parecían tan divertidas como el hombre. Se las veía, más bien, avergonzadas y algo impacientes, como si hubieran preferido encontrarse en cualquier otro lugar, haciendo cualquier otra cosa.
—¿Baltasar? —le preguntó Joshua.
—Sí —respondió el mago, que al incorporarse demostró ser apenas más alto que yo—. Lo siento. No recibo muchas visitas. De modo que tú eres Joshua.
—Sí —le confirmó él con tono desconfiado.
—No te había reconocido sin la ropita de cuna. ¿Y este es tu criado?
—Mi amigo, Colleja.
—Bueno, es lo mismo. Trae a tu amigo. Entra. Las muchachas se ocuparán de Ahmad. —Se internó por un pasadizo que se adentraba en la montaña, la túnica larga, color púrpura, arrastrando tras él como una cola de dragón.
Nosotros permanecimos ahí, junto a la puerta, inmóviles, hasta que nos dimos cuenta de que, una vez Baltasar doblara la esquina con su lámpara, volveríamos a quedarnos a oscuras. Entonces corrimos tras él.
Mientras lo hacíamos, pensé en lo lejos que habíamos llegado, en todo lo que habíamos dejado atrás, y sentí que estaba a punto de vomitar.
—¿Y este era un sabio? —le pregunté a Joshua.
—Mi madre no me ha mentido nunca —replicó él.
—Que tú sepas.