10

El ángel y yo estábamos viendo una película sobre Moisés. Raziel estaba enfadado porque en ella no salía ningún ángel. Allí, en aquel largometraje, ninguno de los egipcios se parecía en nada a los que yo había conocido.

—¿Y Moisés tenía ese aspecto? —le pregunté a Raziel, que le estaba quitando el borde a su pizza de queso de cabra mientras escupía vitriolo sobre la pantalla.

—No —respondió—. Pero ese otro tipo sí se parece al Faraón.

—¿En serio?

—Sí —dijo, sorbiendo escandalosamente, con la pajita, la Coca-Cola que le quedaba en el vaso de papel, que arrugó y lanzó a la papelera.

—O sea, que tú estuviste presente durante el Éxodo.

—E inmediatamente antes. Estaba a cargo de las langostas.

—¿Y qué tal fue eso?

—A mí, la verdad, no me entusiasmó. Yo lo que quería era la plaga de ranas. Las ranas me encantan.

—A mí también me gustan.

—Te aseguro que la plaga de ranas no te habría gustado. De ellas se ocupó Esteban, un serafín. —Meneó la cabeza, como si hubiera algo triste en el hecho de que fuera serafín—. Perdimos muchas ranas. Aunque supongo que fue para bien —concluyó, suspirando—. Si lo hubiera hecho yo, la cosa habría sido más bien una reunión amistosa de ranas.

—No habría funcionado —observé yo.

—Tampoco funcionó de la otra manera. Vaya, que lo que digo es que se le ocurrió a Moisés, un judío. Para los judíos, las ranas eran criaturas impuras. O sea que para ellos aquello fue una plaga. Pero para los egipcios fue como darse un festín de ancas de rana caídas del cielo. A Moisés aquello no le salió bien. Me alegro de que no le hiciéramos caso con lo de la plaga de cerdos.

—¿De veras que quería enviar una plaga de cerdos? ¿Cerdos cayendo del cielo?

—No, más bien trozos de carne de cerdo. Costillas, jamones, manitas… Quería que todo quedara ensangrentado. Ya sabes, por aquello de lo impuro del cerdo y lo impuro de la sangre. Pero los egipcios se habrían comido el cerdo. O sea que lo convencimos para que enviara solo la sangre.

—¿Estás sugiriendo que Moisés era un inútil? —No se lo pregunté con ironía, era consciente de que se lo preguntaba al mayor inútil de todos, pero, aun así…

—No, era solo que no le preocupaban los resultados —dijo el ángel—. El Señor había endurecido el alma del Faraón, que no permitía partir a los judíos. Podríamos haber arrojado bueyes desde el cielo, y ni así habría cambiado de idea.

—Pues eso sí habría sido digno de verse —dije.

—Fui yo quien sugirió que lloviera fuego.

—¿Y qué tal fue eso?

—Muy bonito. Solo hicimos que lloviera fuego sobre los palacios y los monumentos de piedra. Quemar a todos los judíos habría ido en contra de nuestros propósitos.

—Bien pensado —admití.

—Es que, a mí, los fenómenos meteorológicos se me dan bien —dijo el ángel.

—Sí, ya lo sé.

Y entonces pensé en ello un momento, en cómo Raziel había estado a punto de agotar a nuestro pobre camarero Jesús encargándole raciones y más raciones de costillas cuando eran el plato del día.

—En un primer momento no fue fuego lo que sugeriste, ¿verdad? En un primer momento propusiste que llovieran costillas de cerdo a la barbacoa, ¿verdad?

—Ese tipo no se parece en nada a Moisés.

Aquel día, chapoteando en el agua, intentando nadar para dar alcance al barco mercante que surcaba el mar a toda vela, constaté por primera vez que a Raziel, tal como afirmaba, eso de los fenómenos meteorológicos «se le daba bien». Joshua se asomaba a la popa del barco y, alternativamente, nos gritaba a mí y a Tito. Resultaba evidente que, a pesar de que la brisa era ligera aquella noche, yo jamás alcanzaría la nave, y cuando miraba en dirección a la costa, no veía más que agua. Es curioso lo que llega a pensar uno en situaciones como esa. Lo primero que me vino a la mente fue: «Qué manera tan tonta de morirse». Y lo segundo: «Joshua nunca conseguirá lo que se propone sin mí». Acto seguido me puse a rezar, no por mi propia salvación, sino por la de Joshua. Rogué al señor que lo mantuviera a salvo, y por la felicidad y el bienestar de Magda. Luego, mientras me quitaba como podía la túnica y daba unas lentas brazadas en dirección a la costa, que sabía que no llegaría a ver, el viento se detuvo. Cesó por completo. El mar se aplanó del todo y lo único que se oía eran los gritos asustados de la tripulación que iba a bordo del barco, y que había quedado inmóvil sobre el agua, como si hubiera echado el ancla.

—¡Colleja! ¡Por aquí! —me llamó Joshua.

Me giré en el mar para ver a mi amigo, que me hacía señas desde la proa de la nave detenida. A su lado, Tito se acobardaba, como un niño asustado. Sobre el mástil, por encima de los dos, se recortaba una figura alada a la que, una vez llegué a nado junto al barco y un puñado de marineros aterrados me subió hasta él, reconocí: era el ángel Raziel. A diferencia de las otras veces, llevaba una túnica negra como el carbón, y las plumas de sus alas reflejaban el negro azulado del mar iluminado por la luna. Al unirme a mi amigo en la popa prominente de la embarcación, el ángel se elevó y, con gran delicadeza, vino a posarse junto a nosotros. Tito ocultaba la cara tras los brazos, como para protegerse de un ataque, y parecía querer hundirse entre los tablones de cubierta.

—Tú —dijo Raziel al fenicio, y Tito separó un poco los brazos para mirarlo—. Ningún daño han de padecer estos dos.

Tito asintió, intentó decir algo, pero renunció a hacerlo al constatar que el miedo le quebraba la voz. Yo mismo me sentía algo asustado. Vestido de negro, el ángel resultaba una visión temible, por más que estuviera de nuestra parte. Joshua, en cambio, parecía sentirse completamente sereno.

—Gracias —le dijo Josh al ángel—. Es un canalla, pero es mi mejor amigo.

—A mí los fenómenos atmosféricos se me dan bien —dijo el ángel. Y, como si aquello lo explicara todo, extendió sus enormes alas negras y se elevó sobre la cubierta. El mar se mantuvo en calma absoluta hasta que el ángel se perdió en el horizonte. De inmediato regresó la brisa, las velas se hincharon y las olas golpearon la proa una vez más. Tito se atrevió a mirar por fin, separando un poco los dedos, y solo entonces se puso en pie, muy despacio, y sujetó uno de los dos timones.

—Voy a necesitar otra túnica —dije yo.

—Puedes quedarte la mía —dijo Tito.

—Deberíamos navegar más cerca de la costa, ¿no te parece? —dije yo.

—Rumbo a ella vamos, buen señor, rumbo a ella —dijo él.

—Tu madre se come los hongos de los pies de los leprosos —dije yo.

—De eso precisamente quería hablar con ella —dijo él.

—Bien, veo que nos entendemos —dije yo.

—Absolutamente —dijo él.

—Mierda —terció Joshua—. He olvidado otra vez preguntarle al ángel eso de conocer mujeres.

Tito se mostró mucho más amable durante el resto de la travesía y, curiosamente, no tuvimos que remar al llegar a puerto, ni que ayudar a cargar y descargar las mercancías. La tripulación nos evitaba, y cuidaba de los cerdos sin que tuviéramos siquiera que pedírselo. Mi miedo a navegar remitió transcurrido un día, y mientras la brisa constante nos llevaba hacia el norte, Joshua y yo disfrutábamos de la visión de los delfines que venían a surcar la ola que creaba la proa del barco, o nos tumbábamos boca arriba en cubierta, por las noches, y aspirábamos el olor a cedro que desprendían los listones de madera, y escuchábamos el crujido de las sogas y las jarcias, e intentábamos imaginar en voz alta qué sucedería cuando conociéramos a Baltasar. De no haber sido por la insistencia agotadora de Joshua, que seguía empeñado en saberlo todo sobre el sexo, el viaje, en realidad, habría resultado de lo más agradable.

—La fornicación no es el único pecado, Josh —traté de explicarle—. Yo estoy encantado de poder ayudarte, pero ¿piensas obligarme a robar para que te explique en qué consiste? ¿Vas a hacer que mate a alguien para entender de qué se trata?

—No es lo mismo. A mí no me interesa matar a nadie.

—Está bien. Te lo contaré una vez más. Tú tienes tu entrepierna, y ella tiene su entrepierna. Y aunque las dos se llaman entrepiernas, en realidad son distintas…

—La mecánica ya la entiendo. Lo que no entiendo es la sensación.

—La sensación es buena, eso ya te lo he explicado.

—Pero es que no tiene sentido. ¿Por qué iba Dios a hacer que el pecado transmitiera buenas sensaciones, y luego a condenar por sentirlas?

—Oye, ¿por qué no lo pruebas? —le sugerí—. Nos saldría más barato. O, mejor aún, cásate. En ese caso no sería ni siquiera pecado.

—Pero es que entonces ya no sería lo mismo, ¿no?

—Eso yo no puedo saberlo, nunca he estado casado.

—¿Y siempre sientes lo mismo?

—Bueno, en ciertos aspectos, sí.

—¿En qué aspectos?

—Bueno, hasta ahora siempre ha sido algo húmedo.

—¿Húmedo?

—Sí, pero no puedo asegurarte que siempre sea así. Ha sido mi experiencia, eso es todo. Tal vez debieras preguntárselo a una ramera.

—Mejor aún —dijo Joshua, mirando a su alrededor—. Se lo preguntaré a Tito. Es mayor que tú, y tiene aspecto de haber pecado mucho.

—Bueno, sí, si entre los pecados incluyes el de arrojar al mar a judíos, diría que es todo un experto, pero ello no implica que…

Pero Joshua ya se había acercado a la popa, había trepado por una escalera hasta la cubierta elevada del puente, y se había colado en la pequeña tienda abierta, apenas un tejadillo de lona, que hacía las veces de camarote del capitán. Tito estaba recostado sobre un montón de alfombras, bebiendo de un pellejo, que le pasó a Joshua.

Cuando llegué junto a ellos, oí que el fenicio le decía:

—Vaya, que tú quieres saber sobre el joder. Pues bien, hijo mío, has venido al lugar adecuado. Yo he jodido con mil mujeres, y con más o menos la mitad de muchachos, además de con ovejas, cerdos, pollos, y con alguna que otra tortuga. ¿Qué es exactamente lo que quieres saber?

—Aléjate de él, Josh —le dije, cogiendo el pellejo y devolviéndoselo a Tito, mientras arrastraba a mi amigo para llevármelo de allí—. La ira de Dios podría caer sobre él en cualquier momento. Jopé, con una tortuga, eso sí que tiene que ser una abominación.

Tito se asustó cuando mencioné lo de la ira de Dios, temiendo, supongo que el ángel regresara a posarse en su mástil.

Pero Joshua se mantuvo firme.

—Por el momento, concentrémonos en las mujeres, si no te importa —le dijo al capitán, dándole unas palmaditas en el brazo para animarlo. Yo sabía qué era lo que transmitía el contacto de su mano: El temor que sentía Tito se esfumaría al momento.

—He jodido con mujeres de todas las clases que existen: con egipcias, griegas, romanas, judías, etíopes, con mujeres de lugares que todavía no tienen nombre. He jodido con gordas, con flacas, con mujeres sin piernas, con mujeres…

—¿Estás casado? —le interrumpió Joshua, antes de que el capitán empezara a contarle que había jodido en un jardín, con un delfín, en un cajón, con un ratón…

—Tengo esposa, vive en Roma.

—¿Y sientes lo mismo con tu esposa que, pongamos por caso, con una ramera?

—¿Cuándo? ¿Cuando jodemos? No, no es lo mismo, en absoluto.

—Pero es húmedo en los dos casos, ¿no? —intervine yo.

—Bueno, sí, es húmedo, pero yo no me refe…

Agarré a Joshua por la túnica y empecé a arrastrarlo.

—¿Lo ves? Ya está. Vámonos, Josh. Ahora ya sabes que el pecado es húmedo. Toma nota. Y venga, a cenar.

Tito se echó a reír.

—Vosotros, los judíos, y vuestros pecados. Si tuvierais más dioses, no os preocuparía tanto que se enfadara solo uno.

—Sí, claro, me parece de lo más sensato seguir el consejo espiritual de un hombre que fornica con tortugas.

—No deberías juzgar tanto a los demás, Colleja —intervino Joshua—. Tú no estás libre de pecado.

—Tú siempre con eso de que eres más santo que nadie. A partir de ahora, si eso es lo que crees, comete tus propios pecados. ¿Te crees que a mí me gusta acostarme con rameras noche tras noche, y tener que describirte el procedimiento una y otra vez?

—Pues sí.

—Bueno, pero ese no es el tema. El tema es…, el tema es… La culpa, bueno, quiero decir, las tortugas, quiero decir…

Sí, estaba alterado. Qué queréis. Ya nunca podría mirar a una tortuga a la cara sin imaginar que un rudo marinero fenicio abusaba de ella. ¿A vosotros no os perturba? Imaginadlo por un momento. Sí, espero. ¿Lo veis?

—Se ha vuelto loco —comentó Tito.

—Cállate, víbora con escorbuto —le ordenó Joshua.

—¿No decías que no había que juzgar a los demás? —dijo el capitán.

—Eso era por él. A mí no me afecta.

Y al decirlo, súbitamente, se puso triste, más triste de lo que lo había visto nunca. Se alejó, cabizbajo, en dirección a la pocilga, donde se sentó con la cabeza apoyada en las manos, como si acabara de ser coronado con la carga de todas las preocupaciones de la humanidad. Y se mantuvo así, solo, hasta que bajamos del barco.

La Ruta de la Seda, la principal arteria del comercio y la cultura desde el mundo romano hasta el Lejano Oriente, terminaba allí donde se encontraba con el mar, en la ciudad portuaria de Seleucia Pieria, muelle y plaza fuerte naval que había alimentado y defendido Antioquía desde los tiempos de Alejandro Magno. Cuando abandonábamos la embarcación junto al resto de los tripulantes, el Capitán Tito nos obligó a detenernos antes de acceder a la pasarela. Levantó las manos, con las palmas hacia abajo. Joshua y yo alargamos las nuestras, y él soltó las monedas que le habíamos pagado para que nos permitiera embarcar.

—Podría haber tenido en la mano un par de escorpiones, pero veo que vosotros habéis extendido la mano sin pensarlo dos veces.

—El precio que pagamos era justo —dijo Joshua—. No tienes que devolvernos el dinero.

—Estuve a punto de ahogar a tu amigo. Lo siento.

—Le preguntaste si sabía nadar antes de arrojarlo al agua. Pudo escoger.

Miré a Joshua a los ojos, por si estaba bromeando, pero resultaba evidente que hablaba en serio.

—Aun así, no estuvo bien —dijo Tito.

—Tal vez, algún día, a ti también te den a escoger —dijo Joshua.

—Pues menuda elección —añadí yo.

Tito me sonrió.

—Seguid la línea del puerto hasta que se convierta en un río. Es el Orontes. Remontadlo por la orilla izquierda y cuando oscurezca ya estaréis en Antioquía. En el mercado, encontraréis a una mujer anciana que vende hierbas y hechizos. No recuerdo su nombre, pero es tuerta, y lleva una túnica púrpura de Tiro. Si en Antioquía vive algún mago, ella lo sabrá.

—¿Y de qué conoces tú a esa mujer? —le pregunté.

—Le compro el polvo de pene de tigre a ella.

Joshua me miró, perplejo.

—¿Qué? —le pregunté—. Yo me he acostado con un par de rameras y no he intercambiado recetas con ellas. —Miré a Tito—. ¿Debería haberlo hecho?

—No, eso lo uso para las rodillas. Me duelen cuando llueve.

Joshua me agarró por el hombro y empezó a arrastrarme.

—Ve con Dios, Tito.

—Habladle bien de mí al de las alas negras —nos pidió el capitán.

Una vez ya nos encontrábamos rodeados de una multitud de mercaderes y marinos, le dije:

—Nos ha devuelto el dinero porque el ángel le da miedo, eso lo sabes, ¿verdad?

—Así que su bondad aplaca sus temores al tiempo que nos beneficia —razonó Joshua—. Mejor que mejor. ¿Acaso crees que los sacerdotes, durante la Pascua, sacrifican a los corderos por algún motivo mejor?

—Ah, claro —le dije, sin tener ni idea de qué tenía que ver una cosa con la otra, y preguntándome aún si a los tigres no les importaba que redujeran sus penes a polvo. (Así no se les irrita, supongo, pero tiene que ser un trabajo peligroso)—. Venga, vamos a ver si encontramos a esa vieja arpía.

La orilla del Orontes era un caudal de vida y de color, de texturas y de olores, que se iniciaba en el puerto y no cesaba hasta el mercado de Antioquía. Había personas de todos los colores y tamaños, muchas más de las que había imaginado que pudieran existir, algunas descalzas y cubiertas con harapos, otras ataviadas con ropas caras, de seda y lino teñido de púrpura de Tiro que, según se decía, era un tinte obtenido a partir de la sangre de una serpiente venenosa. Había carretas tiradas por bueyes, palanquines y sillas de mano llevadas en ocasiones por hasta ocho esclavos. Soldados a caballo y a pie patrullaban entre la aglomeración, mientras marinos de una docena de nacionalidades se divertían bebiendo y armando escándalo, felices de pisar tierra bajo los pies. Mercaderes, mendigos, comerciantes y meretrices pululaban en busca de una moneda, al tiempo que unos autoproclamados profetas vomitaban sus dogmas desde lo alto de los amarres en que, a lo largo del río, se mantenían sujetas las barcas, mientras unos santones rezaban, perfectamente alineados, como columnas griegas. Un humo azul, aromático, se elevaba sobre las cabezas, transportando el aroma de las especias y la grasa de los braseros, que asaban carnes sin descanso en los tenderetes de comida, donde hombres y mujeres voceaban sus mercancías con cantos rítmicos e hipnóticos que te seguían cuando pasabas junto a ellos, como si uno le pasara la canción al siguiente, para que tú nunca disfrutaras de un segundo de silencio.

Lo único remotamente parecido que yo había visto en mi vida era la hilera de peregrinos que se dirigía a Jerusalén en los días de celebración, pero allí no había visto tanto colorido, oído tanto ruido ni sentido tanta excitación.

Nos detuvimos frente a un puesto y le compramos una bebida caliente, negra, a un anciano arrugado que llevaba el esqueleto de un pájaro teñido a modo de sombrero. Aquel hombre nos enseñó cómo se preparaba aquel brebaje con las semillas de unas bayas que antes se tostaban, después se molían hasta obtener un polvo que luego se mezclaba con agua hirviendo. Todo aquello nos lo explicó por señas, pues el hombre no hablaba ninguna de las lenguas con las que nosotros estábamos familiarizados. Mezcló aquel líquido con miel y nos lo ofreció, pero aun así, cuando lo probé, me pareció que le faltaba algo. Era, no sé, demasiado oscuro. Vi que por allí pasaba una mujer que llevaba una cabra, y, quitándole la taza a Joshua, corrí tras ella. Con permiso de la cabrera, ordeñé un poco al animal, y vertí unas gotas de leche en cada taza. El anciano protestó, dándome a entender que había cometido una especie de sacrilegio, pero la leche había salido tibia y espumosa, y sirvió para rebajar un poco el amargor de aquella bebida negra. Joshua apuró la suya, y le pidió dos tazas más al viejo, al tiempo que entregaba a la cabrera una moneda pequeña, de cobre, por las molestias. A continuación, ofreció al hombre la segunda taza, para que la probara, y este, tras mucha gesticulación, dio un sorbo. Al momento, una sonrisa se dibujó en su boca desdentada, y antes de que nosotros nos fuéramos ya parecía haber llegado a un acuerdo con la cabrera. Yo vi que molía más semillas en un cilindro de cobre, mientras la mujer ordeñaba a la cabra y recogía la leche en un cuenco hondo de barro cocido. Al lado había un vendedor de especias, y hasta mí llegó el aroma de la canela, el clavo y las demás variedades expuestas en canastos que descansaban en el suelo.

—Pues también podríais —le dije a la mujer en latín—, cuando os hayáis puesto de acuerdo, espolvorear un poco de canela sobre la bebida. Creo que quedaría perfecta.

—Tu amigo se va —me respondió ella.

Y, en efecto, al girarme, vi la cabeza de Joshua, quien estaba a punto de doblar una esquina que llevaba al mercado de Antioquía, y de perderse entre una muchedumbre. Corrí para darle alcance.

Joshua se chocaba con la gente al pasar, y al parecer lo hacía a propósito, mientras murmuraba en un tono lo bastante alto como para que yo lo oyera cada vez que golpeaba a alguien con el hombro o con el codo.

—Ese tipo, curado. Ésa también. He detenido su sufrimiento. A ese lo he curado. A ese le he dado consuelo. Ah, cómo apestaba ése. Curada. Oh, vaya, ese se me ha escapado por los pelos. Curado. Curado. Consolada. Calmado.

La gente se volvía a mirar a Joshua como se gira uno cuando alguien le pisa un pie, con la diferencia de que aquellos parecían sonreír, o se mostraban perplejos, pero en ningún caso enojados, como habría sido de esperar.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

—Practicando —me respondió—. ¡Vaya, menudo asco de pie!

Giró sobre sus talones, y a punto estuvo de perder la sandalia. Acto seguido, le dio una palmadita en la nuca a un hombrecillo calvo.

—Eso está mejor.

El calvo se giró a ver quién le había golpeado. Josh ya se había puesto en marcha de nuevo.

—¿Qué tal el dedo gordo del pie? —le preguntó en latín.

—Bien —respondió él, esbozando una sonrisa feliz, embobada, como si su dedo gordo del pie acabara de enviarle un mensaje diciéndole que, en el mundo, todo iba estupendamente.

—Ve con Dios y… —Josh se dio la vuelta, dio un salto, apoyó las dos manos en los hombros de un desconocido y exclamó—: ¡Sí, curación doble! Id con Dios, amigos, dos veces con Dios.

A mí todo aquello empezaba a incomodarme. La gente se había puesto a seguirnos entre la multitud. No es que fueran muchos, pero sí algunos. Tal vez cinco o seis, y todos con aquella sonrisa seráfica dibujada en los labios.

—Joshua, tal vez deberías… calmarte un poco.

—¿Te puedes creer que toda esta gente necesite sanar? A ese lo he curado. —Se acercó más a mí y me susurró al oído—: Ese tipo de ahí tenía la viruela. Y ahora podrá orinar sin dolor por primera vez en años. Disculpa.

Y volvió a confundirse entre la muchedumbre.

—Curado, curada, aliviado, consolado.

—Aquí no nos conoce nadie, Josh, y estás llamando la atención. Tal vez no sea del todo seguro…

—No es como si fueran ciegos ni tullidos. Si nos encontramos con cosas más serias, tendremos que parar, sí. ¡Curado! Dios te bendiga. ¿No hablas latín? ¿Griego? ¿Hebreo? ¿No?

—Ya se lo imaginará, Josh —le dije—. Deberíamos ir a buscar a la anciana.

—Ah, sí. ¡Curada! —Josh le dio un bofetón considerable a una mujer hermosa. Su marido, un hombre corpulento que llevaba una túnica de piel, no pareció precisamente complacido. Desenvainó una daga que llevaba al cinto y se dirigió hacia Joshua—. Lo siento, señor —dijo él sin dar un solo paso atrás—. No he podido evitarlo. Tenía un pequeño demonio, y he tenido que quitárselo. Se lo he enviado a ese perro de ahí. Id con Dios. Gracias, gracias, muchas gracias.

La mujer sujetó el brazo de su esposo y le dio la vuelta. Todavía tenía los dedos de Joshua marcados en la mejilla, pero sonreía.

—¡He vuelto! —le dijo—. He vuelto.

Lo zarandeó, y la ira pareció abandonarlo de todo. Observó a Joshua con tal expresión de asombro y miedo que temí que fuera a desmayarse. Soltó el arma y abrazó a su mujer. Joshua se acercó corriendo a ellos, y los rodeó a los dos con sus brazos.

—¿Quieres parar, por favor? —le imploré.

—Pero es que yo amo a toda esta gente.

—La amas, ¿verdad?

—Sí.

—Pues él ha estado a punto de matarte.

—Esas cosas pasan. Pero eso es solo porque no entendía. Ahora ya entiende.

—Me alegro de que lo haya pillado. Vamos a buscar a la anciana.

—Sí, y después volvemos y nos tomamos otra de esas bebidas calientes —propuso Joshua.

Encontramos a la bruja vendiendo un montoncito de pies de mono a un comerciante gordo, vestido con túnica rayada, de seda, y tocado con un sombrero cónico confeccionado con una especie de hierba áspera.

—Pero si todas estas patas son traseras —protestaba el comerciante.

—Tienen los mismos poderes mágicos, pero salen más baratas —le respondió ella, echando hacia atrás el pañuelo que le cubría un lado de la cara y mostrando, al hacerlo, un ojo blanco, lechoso. Se trataba, sin duda, de una técnica intimidatoria.

El comerciante no pensaba dejarse convencer.

—Es un hecho conocido que la pata delantera de un mono es el mejor talismán para predecir el futuro, pero la pata trasera…

—En ese caso el mono tendría que ver lo que se le venía encima —comenté yo en voz alta, y los dos se volvieron y me miraron como si acabara de estornudar encima de sus falafels. La vieja retrocedió un poco, a punto, al parecer, de lanzarme un maleficio, o tal vez una piedra—. Si eso fuera cierto —proseguí—, me refiero a que se pudiera adivinar el futuro gracias a la pata de un mono… bueno… que lo que quiero decir es que el mono tiene cuatro patas, ¿no?, y… esto… no importa, dejadlo.

—¿Cuánto cuestan estas? —preguntó entonces Joshua, levantando un puñado de salamandras secas de una de las cestas.

La anciana se volvió para mirarlo.

—No puedes usar tantas a la vez —le dijo.

—¿Ah, no?

—Esas patas no sirven de nada —intervino el comerciante, agitando las patas traseras de dos ex monos y medio, que eran como pies de persona pero en miniatura, aunque cubiertas de pelo, y con los dedos más largos.

—Supongo que si eres mono te resultarán prácticas para no dejar que el culo te arrastre por el suelo —tercié yo, siempre conciliador.

—¿Y bien? ¿Cuántas necesito? —preguntó Joshua. Sin saber bien cómo, su estrategia para salvarme había desembocado en una negociación para adquirir salamandras crujientes.

—¿Cuántos camellos estreñidos tienes? —preguntó la arpía.

Joshua dejó los lagartos secos en la cesta.

—Bueno, pues…

—¿Funcionan? —preguntó el mercader—. Para los camellos estreñidos, quiero decir.

—No fallan nunca.

El mercader se rascó la barba puntiaguda con una pata de mono.

—Acepto el precio de estas inútiles patas de mono si me regalas un puñado de salamandras.

—Trato hecho —dijo.

El mercader abrió el zurrón que llevaba al hombro y metió dentro las patas de mono, seguidas de un puñado de salamandras.

—¿Y cómo funcionan? ¿Las preparas en infusión y se la das de beber a los camellos?

—No, de beber no. Por el otro extremo. Y se meten enteras. Cuenta hasta cien y apártate.

El mercader abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró y se volvió hacia mí.

—Muchacho —me dijo—, si sabes contar hasta cien, tengo un trabajo para ti.

—Le encantaría trabajar para usted, señor —respondió Joshua—. Pero debemos encontrar a Baltasar, el rey mago.

La bruja ahogó un grito y retrocedió hasta un rincón de su tenderete, cubriéndose toda la cara menos el ojo blanco.

—¿De qué conocéis a Baltasar? —Se llevó las manos a la cara, unas manos que eran como zarpas, y vi que toda ella temblaba.

—¡Baltasar! —le grité yo, y la anciana estuvo a punto de incrustarse en la pared que tenía a su espalda. Me eché a reír, y estaba a punto de asustarla pronunciando de nuevo aquel nombre cuando Joshua me interrumpió.

—Baltasar partió de aquí rumbo a Belén para ser testigo de mi nacimiento —dijo—. Busco su consejo. Su sabiduría.

—¿Invocarías la oscuridad, te casarías con demonios y volarías con un espíritu maligno como es Baltasar? No te quiero cerca de mi puesto. Aléjate de aquí. —Hizo un gesto para protegerse del mal de ojo, algo redundante, en su caso.

—No, no —tercié yo—. Nada de eso. El mago se dejó… un poco de incienso en casa de Joshua. Y tenemos que devolvérselo.

La anciana me miró con el ojo bueno.

—Mientes.

—Sí, miente.

—¡Baltasar! —le grité yo en la cara. Pero no generó en ella el mismo efecto que la primera vez, y yo me sentí algo decepcionado.

—Basta ya —me recriminó ella.

Joshua se adelantó para sujetarle la mano decrépita.

—Abuela —le dijo—, el capitán de nuestro barco, Tito Inventio, nos ha dicho que tú sabrías dónde encontrar a Baltasar. Por favor, ayúdanos.

La anciana pareció relajarse, y cuando yo creía que estaba a punto de sonreír, arañó la mano de mi amigo y dio un paso atrás.

—Tito Inventio es un bribón.

Joshua se miró la sangre que inundaba los surcos que le habían dejado aquellas uñas largas, y por un momento temí que fuera a desmayarse. Siempre le sorprendían las muestras de violencia y maldad de los demás, pues no las comprendía. Probablemente, tendría que pasarme medio día explicándole por qué aquella anciana lo había arañado, pero en aquel instante me sentía furioso.

—¿Sabes qué? ¿Sabes qué? ¿Sabes qué? —le decía, apuntándole la nariz con el índice—. Acabas de arañar al Hijo de Dios. Que lo sepas, eso es lo que has hecho.

—El mago ha abandonado Antioquía, y de buena nos hemos librado —soltó la bruja con su voz aguda.

El comerciante gordo lo había presenciado todo sin decir nada, pero en ese momento se echó a reír con tal fuerza que yo apenas oía a la vieja lanzar sus maldiciones.

—O sea, que quieres encontrar a Baltasar, ¿verdad, Hijo de Dios?

Joshua abandonó al fin la contemplación ensimismada de sus heridas, y miró al comerciante.

—Sí, señor. ¿Usted lo conoce?

—¿Para quién crees que son estas patas de mono? Sígueme.

Y, tras dar media vuelta, se alejó sin decir nada más.

Mientras los seguíamos por una callejuela tan estrecha que sus hombros casi rozaban las paredes, me giré y me dirigí por última vez a la vieja arpía:

—¡La has hecho buena, bruja! ¡Recuerda bien mis palabras!

Ella emitió una especie de silbido, y volvió a protegerse del mal de ojo con un gesto.

—Esa mujer asusta un poco —dijo Joshua, mirándose de nuevo los rasguños de la mano.

—No deberías juzgar tanto a los demás, Josh, tú mismo también asustas un poco, a veces.

—¿Adónde crees que nos lleva este hombre?

—Seguramente, a algún lugar en el que pueda asesinarnos y matarnos.

—Sí, o al menos una de esas dos cosas.