8

He logrado esconderme en el baño el tiempo suficiente como para leer unos cuantos capítulos de ese Nuevo Testamento que han añadido a la Biblia. Ese tal Mateo, que sin duda no es el Mateo que nosotros conocíamos, parece haberse dejado bastante en el tintero. Entre otras cosas, todo lo que va desde el nacimiento de Joshua hasta que este tenía treinta años, ahí es nada. No me sorprende que el ángel me haya resucitado para que escriba este libro. Aún no he visto que ese muchacho, Mateo, me mencione, aunque, claro, todavía voy por los primeros capítulos. Debo racionar el tiempo para que el ángel no sospeche. Hoy me ha interrogado cuando he salido del baño.

—Pasas mucho tiempo ahí metido. No hay motivo para que te encierres en el baño tanto rato.

—Ya te lo he dicho, la limpieza es muy importante para nuestro pueblo.

—No estabas bañándote. Habría oído correr el agua.

He decidido que, si quería evitar que el ángel descubriera la Biblia, debía pasar a la ofensiva. He atravesado la habitación, me he subido a su cama y lo he agarrado por el pescuezo, asfixiándolo mientras cantaba: «Llevo dos mil años sin acostarme con nadie, llevo dos mil años sin acostarme con nadie, llevo dos mil años sin acostarme con nadie». Me he sentido bien, mi frase tenía cierto ritmo, que me permitía apretarle la garganta al compás de cada sílaba.

He dejado de apretar un instante a la hueste celestial para darle un revés en su mejilla de alabastro. Y eso ha sido un error, porque él me ha agarrado la mano, y luego me ha tirado del pelo y se ha puesto en pie sin perder la compostura, dejándome suspendido en el aire así, cogido del pelo.

—¡Ah, ah! —he exclamado.

—¿Llevas dos mil años sin acostarte con nadie? ¿Y qué? ¿Qué significa eso?

—¡Ah, ah! —he repetido.

El ángel me ha bajado hasta el suelo, aunque sin soltarme la cabellera.

—¿Y bien?

—Significa que no he conocido mujer desde hace dos milenios, ¿es que no te quedas con nada del vocabulario que aprendes viendo la tele?

El ángel ha concentrado la mirada en el televisor que, por supuesto, estaba encendido.

—Yo no poseo tu don de lenguas. ¿Qué tiene eso que ver con que te dé por asfixiarme?

—Intentaba asfixiarte porque, una vez más, eres más tonto que un zapato. Llevo dos mil años sin sexo. Y un hombre tiene sus necesidades. ¿Qué crees que hago metido en el baño tanto tiempo?

—¡Oh! —ha dicho el ángel, soltándome el pelo—. O sea, que tú estabas… has estado… hay un…

—Consígueme a una mujer y tal vez no me pase tanto rato en el baño, no sé si me explico.

(He logrado despistarlo de un modo magistral, me parece).

—¿Una mujer? No, eso no puedo hacerlo. Todavía no.

—¿Todavía no? ¿Quiere eso decir que…?

—Oh, mira —ha dicho el ángel, apartándose de mí como si yo no fuera más que una vaharada de algo—. Ya empieza Hospital General.

Y así es como he puesto a salvo mi Biblia secreta. ¿Qué habrá querido decir con ese «todavía no»?

Al menos ese tal Mateo menciona a los reyes magos. Les dedica una sola frase, pero eso ya es más de lo que me dedica a mí en su evangelio. Al menos de momento.

Durante nuestro segundo día en Jerusalén fuimos a ver al gran rabino Hillel. (Rabino significa «maestro» en hebreo, supongo que eso lo sabéis, ¿no?) Hillel parecía tener cien años, el pelo y la barba largos, blancos, y los ojos velados, los iris blancos como la leche. La piel, apergaminada de tanto sentarse al sol, y la nariz, larga y ganchuda, le conferían el aspecto de una gran águila ciega. Llevaba toda la mañana impartiendo sus lecciones en el patio exterior del templo. Nosotros permanecíamos sentados, en silencio, escuchándole recitar versículos de la Tora, e interpretarlos, responder a preguntas y enzarzarse en argumentaciones con los fariseos, que intentaban aplicar la Ley a los detalles más nimios de la vida.

Hacia el final de aquellas lecciones matutinas, Jakan, aquel moco de camello que iba ser el esposo de mi amada Magda, le preguntó a Hillel si era pecado comer un huevo incubado durante el sabbat.

—¿Qué eres tú, necio? Al Señor le trae sin cuidado lo que una gallina haga un sabbat, nimrod. Es una gallina. Que un judío incube un huevo un sabbat será pecado, seguramente. Si eso pasa, ven a verme entonces. Y ahora vete, tengo hambre y me hace falta echar una cabezadita. Dispersaos todos.

Joshua me miró y esbozó una sonrisa.

—No es como esperaba —susurró.

—Sabe distinguir a un nimrod cuando lo ve… perdón, cuando lo oye —comenté yo. (Nimrod fue un rey antiguo que murió asfixiado tras preguntarse, en presencia de sus guardias, qué sentiría uno si le metían la propia cabeza por el culo).

Un muchacho más joven que nosotros ayudó al anciano a levantarse, y empezó a conducirlo hacia la puerta del templo. Yo me acerqué y lo sujeté por el otro brazo.

—Rabino, mi amigo ha venido desde muy lejos para hablar contigo. ¿Podrías ayudarlo?

El anciano se detuvo.

—¿Dónde está tu amigo?

—Aquí mismo.

—Entonces, ¿por qué no habla él? ¿De dónde vienes, muchacho?

—De Nazaret —respondió Joshua—. Aunque nací en Belén. Soy Joshua, hijo de José.

—Ah, sí, ya he hablado con tu madre.

—¿De veras?

—Sí, casi cada vez que ella y tu padre vienen a Jerusalén para alguna celebración, ella intenta verme. Cree que eres el Mesías.

Joshua tragó saliva.

—¿Lo soy?

Hillel ahogó una carcajada.

—¿Tú quieres ser el Mesías?

Joshua me miró como si yo conociera la respuesta, pero yo me encogí de hombros.

—No lo sé —respondió al fin—. Creía que, simplemente, debía limitarme a hacerlo.

—¿Y tú crees que eres el Mesías?

—No estoy seguro de que deba decirlo.

—Eso es inteligente por tu parte —sentenció Hillel—. No debes decirlo. Puedes pensar tanto como quieras que eres el Mesías, pero no se lo digas a nadie.

—Pero, si no se lo digo, la gente no lo sabrá.

—Exacto. Tú puedes creer que eres una palmera, pero no se lo digas a nadie. Puedes creer que eres una bandada de gaviotas, pero no se lo digas a nadie. ¿Me entiendes? Y ahora tengo que irme a comer. Soy viejo, y tengo hambre, y quiero irme a comer ahora, no sea que muera antes de la cena y ya no tenga más hambre.

—Pero es que es el Mesías de verdad —intervine yo.

—Sí, claro —replicó Hillel agarrándome del hombro, y palpándome luego la cabeza para poder gritarme al oído—: ¿Y qué sabes tú? Tú eres un niño ignorante. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? ¿Trece?

—Trece.

—¿Y cómo puedes tú, a los trece años, saber nada? Si yo tengo ochenta y cuatro y no sé una mierda.

—Pero si tú eres muy sabio —le dije.

—Soy lo bastante sabio como para saber que no sé una mierda. Y ahora, marchaos.

—¿Debo preguntarlo en el sanctasanctórum? —preguntó Joshua.

Hillel se dio media vuelta, con intención de plantarle un bofetón, pero no le dio.

—Lo que hay ahí es una caja. La vi cuando todavía veía, y te aseguro que es una caja. Y, ¿sabes qué? Si alguna vez contuvo alguna tabla, ahora esas tablas ya no están ahí. De modo que, si quieres hablar con una caja, lo que probablemente te valdrá la ejecución por colarte en la cámara en la que se custodia, allá tú, adelante.

Joshua pareció quedarse sin aliento, y temí que fuera a desmayarse ahí mismo. ¿Cómo podía el maestro más reputado de todo Israel hablar en esos términos del Arca de la Alianza? ¿Cómo podía un hombre que sin duda conocía todas y cada una de las palabras de la Tora, y todas las enseñanzas escritas desde entonces, afirmar que no sabía nada?

Hillel pareció percatarse de la zozobra de Joshua.

—Mira, muchacho, tu madre me contó que unos hombres muy sabios acudieron a Belén para verte cuando naciste. Está claro que ellos sabían algo que nadie más sabía. ¿Por qué no vas a verlos? Pregúntales a ellos si eres el Mesías.

—O sea, que no vas a explicarle nada de cómo ser el Mesías —tercié yo.

Hillel alargó la mano hacia Joshua, sin ira en esa ocasión. Encontró su mejilla y se la acarició con su mano paralizada.

—Yo no creo que vaya a venir ningún Mesías y, a estas alturas, dudo que a mí me afectara demasiado. Nuestro pueblo ha pasado más tiempo esclavizado, o bajo las garras de reyes extranjeros, que en libertad, o sea que, ¿quién es nadie para decir que es la voluntad de Dios que lleguemos a liberarnos? ¿Quién es nadie para decir que Dios se preocupa lo más mínimo por nosotros, más allá de dejarnos existir? Yo no creo que se preocupe por nosotros. De modo que aprende bien esto, pequeño. Tanto si eres el Mesías como si te conviertes en rabino, o incluso si no llegas a ser más que un granjero, ésta es la suma de todo lo que yo puedo enseñarte, y de todo lo que sé: trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti. ¿Serás capaz de recordarlo?

Joshua asintió, y el anciano esbozó una sonrisa.

—Ve al encuentro de tus tres sabios, Joshua hijo de José.

Pero lo que hicimos fue quedarnos en el templo mientras mi amigo interrogaba a todos los sacerdotes, los guardias e incluso los fariseos sobre aquellos reyes magos que habían acudido a Jerusalén hacía trece años. Obviamente, aquel acontecimiento no había sido tan importante para los demás como para la familia de Josh, porque nadie tenía la menor idea de a qué se refería.

Cuando llevaba ya dos horas con lo mismo, estaba cada vez más alterado, y, literalmente, le lanzó a gritos su pregunta a un grupo de fariseos.

—Eran tres. Magos. Vinieron porque vieron una estrella sobre Belén. Traían oro, incienso y mirra. Vamos, vosotros sois mayores. Y se supone que sabios. Pensad un poco.

Ni que decir tiene que a los fariseos no les gustó nada aquel tono.

—¿Quién es este muchacho que cuestiona nuestros conocimientos? No sabe nada de la Tora ni de los Profetas, y aun así nos reprocha que no recordemos a tres viajeros insignificantes.

Fue injusto que le dijeran eso a Joshua, porque no había nadie que hubiera estudiado la Tora más a fondo. Nadie conocía mejor que él las Escrituras.

—Pregúntame lo que quieras, fariseo —retó él—. Lo que quieras.

Visto en perspectiva, después de haber vivido, muerto y resucitado del polvo, me doy cuenta de que tal vez no haya nada más irritante que un adolescente que lo sabe todo. Es, sin duda, un rasgo de la edad, ese creer que se sabe todo, pero ahora siento cierta comprensión por aquellos pobres hombres que desafiaron a Joshua aquel día, en el templo. Aunque, claro está, en aquella ocasión lo que hice fue jalear a mi amigo:

—Machaca a esos hijos de puta, Josh.

Se pasó ahí varios días. No abandonaba el templo ni para comer, y yo tenía que acercarme a la ciudad para llevarle comida. Primero fueron los fariseos, pero después, incluso algunos de los sacerdotes empezaron a poner a prueba a Joshua, planteándole preguntas capciosas sobre algún arcano rey o general hebreos. Le pedían que recitara los linajes de todos los libros de la Biblia, y él no se arredraba. Yo a veces lo dejaba solo mientras él discutía, y me iba a la ciudad en busca de Magda y, si no la encontraba, en busca de chicas en general. Dormía en el campamento de mis padres, suponiendo que, todas las noches, Joshua regresaba al de su familia. Pero me equivocaba. Cuando la Pascua terminó y ya recogíamos nuestras cosas para regresar a Nazaret, María, la madre de mi amigo vino a verme presa del pánico.

—Colleja, ¿has visto a mi hijo?

La pobre mujer estaba desesperada. Yo quería tranquilizarla, y me acerqué a ella con intención de abrazarla.

—Pobre María, cálmate. Joshua está bien. Ven, deja que te dé un abrazo reparador.

—¡Colleja!

Por un momento temí que fuera a pegarme.

—Está en el templo. Jopé. Uno intenta mostrarse compasivo y ¿qué gana?

Pero María ya se había ido.

Le di alcance cuando, ya en el templo, se llevaba a Joshua de allí arrastrándolo por el brazo.

—Nos has dado a todos un susto de muerte.

—Deberías haber sabido que me encontrarías en la casa de mi padre —replicó Joshua.

—A mí no me vengas con eso de «mi padre», Joshua hijo de José. El mandamiento lo dice claro: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Y yo, en este momento, no me siento precisamente honrada, jovencito. Podrías haber enviado un mensaje, podrías haberte pasado por el campamento.

Joshua me miró, suplicándome con la mirada que acudiera en su ayuda.

—Yo ya he intentado consolarla, Josh, pero no hay manera, no se deja.

Más tarde volví a encontrármelo, camino de Nazaret. Joshua me hizo una seña para que me uniera a ellos.

—Madre cree que es posible que encontremos al menos a uno de los reyes magos y, si es así, tal vez él nos diga dónde están los otros dos.

María asintió.

—El que se llama Baltasar, el negro, dijo que procedía de un pueblo al norte de Antioquía. Era el único de los tres que hablaba algo de hebreo.

A mí aquello no terminaba de convencerme. Aunque jamás en mi vida había visto un mapa, «al norte de Antioquía» me sonaba a lugar enorme, impreciso y terrorífico.

—¿Algo más?

—Sí, los otros dos vinieron de Oriente por la Ruta de la Seda. Se llaman Melchor y Gaspar.

—O sea que nos vamos a Antioquía —decretó Joshua, que parecía absolutamente satisfecho con la información que le había facilitado su madre, como si para encontrar a los tres sabios no le hiciera falta más que conocer sus nombres.

—¿Y vas a ir a Antioquía dando por sentado que alguien, allí, recordará a un hombre que, hace trece años, es posible que viviera al norte de la ciudad? —le pregunté.

—Era mago —terció María—. Un mago etíope acaudalado. ¿Cuántos como él puede haber por esa zona?

—Podría no haber ni uno solo, no sé si lo has pensado. Puede haber muerto. Puede haberse trasladado a otra ciudad.

—En ese caso —replicó Joshua— al menos ya estaré en Antioquía. Y desde allí puedo emprender la Ruta de la Seda hasta que encuentre a los otros dos.

Yo no daba crédito a lo que oía.

—No pensarás ir solo.

—Por supuesto.

—Josh, pero si tú no sabes manejarte en el mundo real. Si solo conoces Nazaret, donde la gente es tonta y pobre. No te ofendas, María. Serás como… como un cordero entre lobos. Me vas a necesitar a mí para que te cuide.

—¿Y qué sabes tú que yo no sepa? Tu latín es pésimo, tu griego apenas aceptable, y tu hebreo, atroz.

—Sí, claro. Y si un desconocido se te acerca en el camino a Antioquía y te pregunta cuánto dinero llevas, ¿qué le contestas?

—Eso dependerá de cuánto dinero lleve.

—No, no dependerá de eso. Tienes que decirle que no tienes ni para comprar un mendrugo de pan, que eres un pobre mendigo.

—Pero eso no es verdad.

—Exacto.

María le pasó un brazo por los hombros.

—Tiene parte de razón, Josh.

Mi amigo arrugó la frente, como si quisiera pensar en ello, pero vi que se alegraba al ver que yo me decidía a acompañarle.

—¿Y cuándo quieres que salgamos?

—¿Cuándo dijo Magda que se casaba?

—Dentro de un mes.

—Pues antes de esa fecha. No quiero estar presente durante la ceremonia.

—Yo tampoco.

Y así pasamos las siguientes semanas preparando el viaje. A mi padre le pareció una locura, pero mi madre se alegró de contar con más espacio en casa sin necesidad de pagar para que alguna mujer aceptara casarse conmigo.

—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —me preguntó.

—No lo sé. Hasta Antioquía el viaje es muy largo, y además no sé cuánto tiempo pasaremos allí. Y luego recorreremos la Ruta de la Seda. Supongo que es un trayecto largo. Nunca he visto que la seda crezca por aquí.

—Bueno, tú llévate una túnica de lana por si hace frío.

Y eso fue todo lo que me dijo mi madre. Ni un «¿Por qué vas?», ni un «¿A quién estás buscando?». Solamente un «Tú llévate una túnica de lana por si hace frío». Jopé. Mi padre me dio más apoyo.

—Puedo darte algo de dinero para el viaje, pero si lo prefieres podemos comprarte un burro.

—Creo que me será más práctico el dinero. En un burro no podemos montar los dos.

—¿Y quiénes son esos tipos a los que andáis buscando?

—Son unos magos, creo.

—¿Y para qué queréis hablar con esos magos?

—Porque Joshua quiere saber qué tiene que hacer para ser el Mesías.

—Ah, claro. ¿Y tú crees que Joshua es el Mesías?

—Sí, pero más importante aún es que es mi amigo. No puedo dejar que vaya solo.

—¿Y si no es el Mesías? ¿Y si encontráis a esos magos y os dicen que Joshua no es lo que cree ser, que es un muchacho normal?

—Bueno, en ese caso le haré mucha falta, ¿no crees?

Mi padre se echó a reír.

—Sí, supongo que sí. Vuelve, Levi, y tráete contigo a tu amigo el Mesías. Ahora tendremos que dejar tres sitios vacíos en la mesa para la celebración de la Pascua. Uno por Elías, otro por mi hijo perdido y otro para su amigo el Mesías.

—Pues a Joshua no lo sientes junto a Elías. Si esos dos empiezan a hablar de religión, se acabó la calma.

Hasta cuatro días antes de la boda de Magda, Joshua y yo no aceptamos que uno de los dos tendría que decirle que nos íbamos. Tras casi un día entero discutiendo, me tocó a mí tener que hablar con ella. Yo había visto a Joshua muchas veces enfrentarse a temores que habrían destrozado a otros hombres, y sin embargo, darle una mala noticia a Magda era algo que no podía soportar. De modo que yo asumí la misión, en un intento de que mi amigo mantuviera su dignidad.

—¡Gallina!

—¿Cómo voy a decirle que me resulta demasiado doloroso ver como se casa con ese sapo?

—En primer lugar, insultas a los sapos de todo el mundo, en segundo lugar, ¿qué te hace pensar que a mí me resulta más fácil?

—Tú eres más fuerte que yo.

—No, no sigas por ahí. No puedes darte la vuelta así sin más, y esperar que no me dé cuenta de que me estás manipulando. Magda no va a contener las lágrimas. Y yo no soporto verla llorar.

—Ya lo sé —dijo Josh—. A mí también me duele. Demasiado.

Me acarició la cabeza y, al momento, me sentí mejor, más fuerte.

—No uses tus rollos de hijo de Dios conmigo. Sigues siendo un gallina.

—Si así tiene que ser, que así sea. Así está escrito.

Ahora si está escrito, Josh. Ahora sí lo está. (Es curioso que la palabra «gallina» signifique lo mismo en arameo antiguo que en esta lengua en la que escribo. Como si esa palabra me hubiera estado esperando durante estos dos mil años para que pudiera escribirla aquí. Curioso).

Magda estaba lavando ropa en la plaza, en compañía de otras mujeres. Intenté llamar su atención subiéndome a los hombros de mi amigo Bartolomé, que se dedicaba a mostrarse para dar placer a las casadas nazarenas. Con un leve movimiento de cabeza, indiqué a Magda que se reuniera conmigo detrás de un grupo de palmeras datileras.

—¿Detrás de esos árboles, dices? —gritó Magda.

—Sí —respondí yo.

—¿Y vas a llevar al tonto?

—No.

—Está bien —dijo, y tras dejar la colada en manos de una de sus hermanas menores, corrió hacia las palmeras.

Me sorprendió constatar que sonreía, a pesar de faltar tan pocos días para la boda. Me abrazó, y yo sentí que me ruborizaba por momentos, no sé si por amor o por vergüenza, si es que hay alguna diferencia entre los dos sentimientos.

—Bien, veo que estás de buen humor —comenté.

—¿Y por qué no? Tengo que gastarlo todo antes de la boda. Por cierto, hablando de bodas, ¿qué vais a regalarme vosotros dos? Será mejor que sea un buen regalo, para que compense el mal trago de mi matrimonio.

Estaba alegre, y en su voz había música y risas. Era Magda en estado puro, pero yo tuve que darme la vuelta, no podía soportarlo.

—Eh, era broma. No tenéis que regalarme nada.

—Nos vamos, Magda. No estaremos aquí.

Ella me agarró por los hombros y me obligó a que la mirara.

—¿Os vais? ¿Joshua y tú? ¿Os vais lejos?

—Sí, antes de la boda. Nos vamos a Antioquía, y desde allí hacia Oriente, siguiendo la Ruta de la Seda.

Magda no dijo nada. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y yo sentí que las mías seguían el mismo camino. En esa ocasión fue ella la que se giró.

—Sé que deberíamos habértelo dicho antes, pero es algo que decidimos durante la Pascua. Joshua quiere encontrar a los reyes magos que acudieron en su busca cuando nació, y yo voy a acompañarlo porque tengo que hacerlo.

Ella se acercó a mí.

—¿Tienes que hacerlo? ¿Tienes que hacerlo? Tú podrías quedarte, ser mi amigo, asistir a mi boda, escaparte para hablar conmigo aquí, o en la viña, echarnos unas risas, burlarnos de todo, y, por más horrible que sea estar casada con Jakan, al menos me quedaría eso. ¡Al menos me quedaría eso!

Me pareció que iba a vomitar en cualquier momento. Habría querido decirle que me quedaría con ella, que la esperaría, preguntarle si existía la más mínima probabilidad de que su vida no fuera un desierto en manos de su horrible esposo, si existía la más mínima esperanza para mí. Habría querido hacer lo que estuviera en mi mano para aliviarle un poco el dolor que sentía, incluso si ello implicaba dejar que Joshua se fuera solo, pero, al pensar en ello, me di cuenta de que mi amigo debía de estar sintiendo lo mismo, y por eso me limité a decir:

—Lo siento.

—¿Y Joshua? ¿Ni siquiera va a venir a despedirse?

—Quería hacerlo, pero no ha podido. Ninguno de los dos puede. Vaya, que lo que quiero decir es que no queríamos ver cómo te casabas con Jakan.

—Cobardes. Sois tal para cual. Podéis esconderos el uno detrás del otro, como los muchachos griegos. Vete. Aléjate de mí.

Traté de pensar en algo que pudiera decirle, pero mi mente era un mar de confusión, así que agaché la cabeza y me alejé. Ya casi había abandonado la plaza cuando Magda vino corriendo tras de mí. Oí sus pasos y me giré.

—Dile que venga a verme detrás de la sinagoga, Colleja. La noche antes de la boda, una hora después de la puesta de sol.

—Magda, no estoy seguro de que…

—Tú díselo —me pidió, antes de volver al pozo sin mirar atrás.

Se lo dije, y la noche antes de la boda de Magda, la noche antes de que emprendiéramos nuestro viaje, Joshua se llevó un poco de pan y un pedazo de queso, así como un pellejo con agua, y me pidió que me reuniera con él junto a las palmeras de la plaza, donde cenaríamos juntos.

—Tienes que irte —me dijo.

—Sí, me voy. Por la mañana. Cuando te vayas tú. ¿Qué te crees? ¿Que voy a echarme atrás a estas alturas?

—No, hablo de esta noche. Tienes que ir a encontrarte con Magda. Yo no puedo.

—¿Qué? ¿Por qué? —Sí, era cierto, cuando Magda me había pedido que le dijera a Joshua que fuera a verla, en vez de pedírmelo a mí, se me había roto el corazón, pero finalmente lo había superado. Bueno, lo había superado solo en la medida en que se supera que te rompan el corazón.

—Tienes que ocupar mi lugar, Colleja. Esta noche casi no hay luna, y somos casi de la misma estatura. No hables mucho, y ella creerá que está conmigo. Tal vez se dará cuenta de que no estoy tan brillante como de costumbre, pero supongo que lo atribuirá a que estoy preocupado por el viaje inminente.

—Me encantaría ver a Magda, pero ella quiere verte a ti. ¿Por qué no puedes ir?

—¿Es que no lo sabes?

—No, no lo sé.

—Pues entonces confía en mí y haz lo que te digo. ¿Lo harás por mí, Colleja? ¿Ocuparás mi lugar? ¿Te harás pasar por mí?

—Eso sería mentir. Y tú nunca mientes.

—¿Vas a ponerte quisquilloso conmigo ahora? Yo no mentiré. Mentirás tú.

—Ah, bueno, en ese caso, iré.

Pero no tuve ni tiempo de engañar. La noche era tan oscura que debía avanzar muy despacio por el pueblo, iluminado solo por la luz de las estrellas, y al doblar la esquina de nuestra pequeña sinagoga hasta mí llegó un perfume a sándalo y a limón y a sudor de muchacha, a piel caliente. Sentí una boca húmeda sobre la mía, unos brazos que se aferraban a mi espalda, unas piernas que se enredaban a mi cintura. Me eché boca arriba en el suelo, y una luz brillante se iluminó en mi mente, y el resto del mundo existía en los sentidos del tacto y el olfato, y en Dios. Ahí, en el suelo, detrás de la sinagoga, Magda y yo nos entregamos a unos deseos que llevábamos años alimentando, yo por ella, y ella por Joshua. Que ninguno de los dos supiera lo que hacía no cambiaba las cosas: todo fue puro, y sucedió, y fue maravilloso. Y cuando terminamos permanecimos ahí tendidos, abrazándonos, medio vestidos, sin aliento, sudorosos, y Magda me dijo:

—Te amo, Joshua.

—Te quiero, Magda —le dije yo.

Y ella, muy despacio, se soltó de mi abrazo.

—No podía casarme con Jakan, no podía dejar que te fueras, sin decírtelo.

—Él ya lo sabe, Magda.

Entonces se soltó del todo.

—¿Colleja?

—Oh, oh.

Temí que se pusiera a gritar, que se levantara y se alejara corriendo, que hiciera una de las muchas cosas que podían llevarme del cielo al infierno, pero al cabo de un segundo volvió a apretarse con fuerza contra mí.

—Gracias por estar aquí —dijo.

Partimos al alba, y nuestros padres nos acompañaron hasta las puertas de Séforis. Cuando, una vez allí, nos separamos, mi padre me dio el martillo y el cincel para que los llevara en el zurrón.

—Con ellos siempre podrás pagarte una comida, vayas donde vayas.

José entregó a Joshua un cuenco de madera.

—Y en esto podréis comeros los alimentos que Colleja se gane —dijo, sonriendo.

Junto a las puertas de Séforis besé a mi padre por última vez. Junto a las puertas de Séforis dejamos a nuestros padres y nos adentramos en el mundo, al encuentro de tres sabios.

—Regresa, Joshua, y libéranos —gritó José a nuestras espaldas.

—Ve con Dios —dijo mi padre.

—Con él voy, con él voy —le respondí—. Lo llevo aquí, a mi lado.

Joshua no dijo nada hasta que el sol estaba ya muy alto y nos detuvimos a beber agua.

—¿Y bien? —me preguntó—. ¿Ha sabido que eras tú?

—Sí. Al principio no, pero lo ha sabido antes de que nos despidiéramos. Lo ha sabido.

—¿Y se ha enfadado conmigo?

—No.

—¿Y se ha enfadado contigo?

Sonreí.

—No.

—¡Eres un perro!

—Mira, Joshua, en serio, tienes que preguntarle a ese ángel qué quería decir con eso de que no puedes conocer mujer. Es muy importante.

—Ahora ya sabes por qué no podía ir yo.

—Sí. Gracias.

—La echaré de menos —dijo Joshua.

—No tienes idea de cuánto.

—Detalles. Quiero que me cuentes todos los detalles, con pelos y señales.

—Pero si en teoría no puedes saberlo.

—No, el ángel no dijo nada de eso. Cuéntame.

—Ahora no. No mientras todavía conserve su olor en mis brazos.

Joshua le dio un puntapié al suelo.

—¿Estoy enfadado contigo, o me alegro por ti, o estoy celoso de ti? ¿No lo sé? ¡Dime!

—Josh, en este momento, y por primera vez desde que tengo memoria, soy más feliz siendo tu amigo de lo que sería siendo tú. ¿Vas a permitirme al menos eso?

Ahora, al pensar en aquella noche con Magda, detrás de la sinagoga, donde estuvimos juntos hasta el amanecer, donde hicimos el amor una y otra vez y nos quedamos dormidos, desnudos sobre nuestras ropas; ahora, al pensar en ello, deseo escapar de aquí, de esta habitación, de este ángel y sus misiones, encontrar un lago, sumergirme en él y ocultarme del ojo de Dios en su oscuro fondo.

Qué raro.