7

Y el ángel dijo:

—¿Qué profeta ha escrito esto? Pues en este libro se anticipan todos los hechos que sucederán durante la próxima semana en la tierra de Días de nuestras vidas y Todos mis hijos.

Y yo le dije al ángel:

Oye, tú, montón de plumas, débil mental, aquí no hay implicado ningún profeta. Saben lo que va a suceder porque lo escriben todo por adelantado para que los actores puedan interpretarlo.

—Así está escrito, así debe suceder —dijo el ángel.

Atravesé la habitación y me senté en el borde de la cama, junto a Raziel, que no apartaba la vista en ningún momento de su Culebrones Digest. Retiré la revista para que no tuviera más remedio que mirarme a la cara.

Raziel, ¿tú recuerdas la era anterior a la humanidad, el tiempo en que solo existían las huestes celestiales y el Señor?

Sí, aquellos fueron los mejores tiempos. Salvo por la guerra, claro. Pero, aparte de eso, sí, fue una época maravillosa.

Y vosotros, los ángeles, erais tan fuertes y tan hermosos como la imaginación divina, vuestras voces cantaban loas al Señor y a su gloria hasta los confines del universo, y aun así al Señor consideró oportuno crearnos a nosotros, a la humanidad, débil, retorcida y profana, ¿verdad?

—Ahí fue cuando todo empezó a ir cuesta abajo, si quieres que te sea sincero —dijo Raziel.

Bien, ¿tú sabes por qué el Señor decidió crearnos?

No, a nosotros no nos corresponde cuestionar Su Voluntad.

—Pues porque todos vosotros sois unos gilipollas de mucho cuidado. Por eso. Tenéis menos cabeza que la maquinaria de las estrellas. Los ángeles no sois más que unos insectos bonitos. Días de nuestras vidas es ficción, Raziel. Una obra. No es real. ¿Lo captas?

No.

Y era verdad, no lo captaba. Me he enterado de que, en esta era, se cuentan muchos chistes sobre la estupidez de los que tienen el pelo amarillo, de los rubios. Supongo que todo empezó con los ángeles.

Creo que todos esperábamos que las cosas regresaran a la normalidad una vez encontraron al asesino, pero parecía que los romanos, por aquel entonces, estaban mucho más preocupados por el exterminio de los sicarios que por una resurrección aislada. A decir verdad, las resurrecciones no eran tan excepcionales en aquellos tiempos. Como ya he comentado, nosotros, los judíos, nos apresurábamos a enterrar a nuestros muertos, y con las prisas llegan los errores. En ocasiones alguna pobre alma caía inconsciente en el transcurso de algunas fiebres, y al despertar se encontraba envuelto en un sudario y preparado para la tumba. Pero los funerales eran un modo agradable de reunir a las familias, y siempre se preparaba una buena comida después, o sea, que nadie se quejaba, salvo, tal vez, aquellos que no despertaban antes del entierro, pero esos, si se quejaban… bueno, no, estoy seguro de que Dios sí los oía. (En mi época, compensaba tener el sueño ligero). De modo que, por más impresionados que pudieran haberse sentido por ver caminar a un muerto, los romanos, al día siguiente, ya empezaron la búsqueda de posibles conspiradores. Al alba se llevaron hasta Séforis a todos los hombres de la familia de Magdalena.

No se obraría ningún milagro que provocara la liberación de los presos, pero tampoco se anunció ninguna crucifixión en los días siguientes. Después de que transcurrieran dos semanas sin noticias sobre el destino ni el estado de los hombres, Magda, su madre, sus tías y sus hermanas se acercaron a la sinagoga durante el sabbat y pidieron ayuda a los fariseos.

Al día siguiente, fariseos de Nazaret, Jafia y Séforis se presentaron en la guarnición romana para pedir a Justo la liberación de los prisioneros. Yo no sé qué le dijeron, qué resorte debieron de usar para ablandar a los romanos, pero el caso es que un día después, cuando apenas había amanecido, los hombres de la familia de Magda aparecieron tambaleantes en nuestro pueblo, magullados, hambrientos y cubiertos de mugre, pero vivitos y coleando.

No hubo fiestas para celebrar el retorno de los presos; los judíos preferimos actuar con discreción durante los meses siguientes para dar tiempo a los romanos a calmarse. En aquellos días Magda parecía distante, y Josh y yo ya no contemplábamos aquella sonrisa que nos cortaba la respiración. Se diría que nos evitaba, que abandonaba la plaza apresuradamente cuando nos veía aparecer, o, durante el sabbat, no se separaba de las mujeres de su familia, con las que no nos estaba permitido hablar. Finalmente, cuando ya había pasado un mes, sin el menor respeto a la costumbre ni a las normas más comunes de cortesía, Joshua insistió en que faltáramos al trabajo y, arrastrándome de la manga, me llevó hasta la casa de Magda. Cuando llegamos, ella estaba arrodillada en el suelo, junto a la puerta, moliendo cebada. Vimos que su madre estaba en casa e iba de aquí para allá, y que su hermano, Simón (al que llamaban Lázaro), se encontraba trabajando en la forja, en la puerta de al lado. Magda parecía perdida en el ritmo de la molienda, y no se dio cuenta de que nos acercábamos. Joshua le posó una mano en el hombro, y ella, sin alzar la vista, esbozó una sonrisa.

—Se supone que estáis construyendo una casa en Séforis —dijo.

—Nos ha parecido más importante ir a visitar a una amiga enferma.

—¿Y quién es esa amiga?

—¿A ti qué te parece?

—Yo no estoy enferma. De hecho, me ha curado la mano del Mesías.

—A mí no me lo parece —insistió Josh.

Finalmente, alzó la mirada y, al verlo, su sonrisa se esfumó.

—Ya no puedo seguir siendo vuestra amiga —dijo al fin—. Las cosas han cambiado.

—¿Por qué? ¿Porque tu tío era sicario? —le pregunté yo—. No seas tonta.

—No, porque mi madre llegó a un trato para que Iban convenciera a los demás y que fueran todos a Séforis a implorar por las vidas de los hombres de la familia.

—¿Y en qué consistía ese trato?

—Estoy prometida en matrimonio. —Volvió a posar la vista en la muela, y una lágrima resbaló por su mejilla hasta caer sobre la harina.

Los dos nos habíamos quedado mudos. Josh le apartó la mano del hombro y dio un paso atrás. Me miró, como si yo pudiera hacer algo. Yo sentía que estaba a punto de echarme a llorar de un momento a otro, pero, con la voz quebrada, logré preguntar:

—¿Con quién?

—Con Jakan —respondió Magda ahogando un sollozo.

—¿Con el hijo de Iban? ¿El loco? ¿El matón?

Magda asintió. Joshua se cubrió la boca con la mano y se alejó unos pasos a toda prisa. Apenas se detuvo, vomitó. Yo estuve tentado de hacer lo mismo, pero me contuve y me arrodillé junto a Magda.

—¿Cuánto falta para la boda?

Nos casaremos un mes después de la Pascua. Madre le ha pedido que espere seis meses.

—¡Seis meses! ¡Seis meses! Eso es una eternidad, Magda. A Jakan podrían matarlo de seis mil maneras horribles en estos seis meses, y esas son solo las que se me ocurren ahora mismo. Sí, alguien podría delatarlo a los romanos por rebelde. No digo quién, pero alguien podría hacerlo. Podría suceder.

—Lo siento, Colleja.

—No lo sientas por mí. ¿Por qué habrías de sentirlo por mí?

—Sé cómo te sientes, y por eso lo lamento.

Durante unos instantes me sentí confuso, y miré a Joshua para que me proporcionara alguna pista, pero él seguía concentrado en esparcir su desayuno por el suelo.

—Pero tú quieres a Joshua, ¿no? —dije al fin.

—¿Y acaso eso te hace sentir mejor?

—Pues no.

—Por eso lo siento. —Hizo ademán de alargar la mano para acariciarme la mejilla pero su madre la llamó antes de que se consumara el contacto.

—María, entra en casa ahora mismo.

Magda señaló al Mesías vomitón con un gesto de cabeza.

—Cuida de él.

—No te preocupes, estará bien.

—Y cuídate tú.

—Yo también estaré bien, Magda. No olvides que tengo una esposa suplente. Además, faltan seis meses. En seis meses pueden pasar muchas cosas. No es que ya no vayamos a vernos más.

Intentaba sonar más esperanzado de lo que me sentía.

—Llévate a Joshua a casa —dijo. Y entonces me besó fugazmente en la mejilla y entró en casa corriendo.

Joshua se mostró absolutamente en contra de la idea de asesinar a Jakan, e incluso de la de rezar por que le sobreviniera algún mal. Más bien parecía mostrarse más amable con él que antes, y llegó incluso a ir a su encuentro y a felicitarlo por su compromiso matrimonial con Magdalena, acción que a mí me indignó e hizo que me sintiera traicionado. Fue en el olivar donde se lo dije, el mismo en el que se había internado para rezar entre los troncos retorcidos de los árboles.

—¡Cobarde! —le dije—. Podrías acabar con él si quisieras.

—Lo mismo que tú —respondió él.

—Sí, pero tú puedes invocar toda la ira de Dios para que recaiga sobre él. Yo, en cambio, tendría que esconderme detrás de él y aplastarle los sesos con una piedra. Hay una diferencia.

—¿Y querrías que yo matara a Jakan? ¿Solo por tu mala suerte?

—A mí ya me vale.

—¿Tanto te cuesta renunciar a algo que nunca has tenido?

—Tenía esperanza, Josh. Esperanza. Sabes lo que es eso, ¿no? —En ocasiones podía ser un poco lento, o eso me parecía a mí. Yo no me daba cuenta de lo mucho que sufría interiormente, ni de lo mucho que deseaba hacer algo al respecto.

—Creo que sí, que entiendo qué significa «esperanza». De lo que no estoy tan seguro es de si a mí se me permite sentirla.

—Vamos, vamos, no empieces con el discursito ese de que «Todos lo tienen menos yo». Porque tú tienes muchas cosas.

Josh se acercó más a mí, los ojos encendidos como dos carbones.

—¿Cómo qué, por ejemplo? ¿Qué es lo que tengo yo?

—Eh… —Me habría gustado responderle algo sobre una madre muy atractiva, pero me pareció que eso no era lo que querría oír en ese momento—. Eh… tienes a Dios.

—Tú también. A Dios lo tiene todo el mundo.

—¿De veras?

—Sí.

—Los romanos no.

—Hay romanos que son judíos.

—Bueno, pues tienes… esa cosa que te sirve para sanar y para resucitar a los muertos.

—Sí, claro, y ya has visto lo bien que funciona.

—Y además eres el Mesías, ¿te parece poco? A mí no. Si le dijeras a la gente que eres el Mesías, tendrían que hacer lo que tú dijeras.

—No puedo decírselo.

—¿Por qué?

—Porque no sé cómo ser el Mesías.

—Bueno, al menos haz algo para ayudar a Magda.

—No puede —dijo una voz desde detrás de un olivo. Un brillo dorado emanaba de ambos lados del tronco.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Joshua.

El ángel Raziel se asomó desde su escondite.

—Un ángel del Señor —le susurré yo a Joshua.

—Ya lo sé —me respondió en un tono que parecía decir: «Visto uno, vistos todos».

—No puede hacer nada —insistió el ángel.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Porque no conocerá mujer.

—¿Ah, no? —dijo Joshua, al que la noticia no pareció alegrarle precisamente.

—¿No la conocerá en el sentido de que no debe conocerla, o de que no puede conocerla? —quise precisar yo.

El ángel se rascó la cabeza dorada.

—Eso no lo he preguntado.

—Pues a mí me parece importante —insistí.

—Por María Magdalena no puede hacer nada, eso sí lo sé. Me han pedido que venga a decírselo. A decirle eso, y que ya es hora de que se vaya.

—¿Ir adónde?

—Eso tampoco lo he preguntado.

Supongo que debería haber estado asustado, pero parecía haber pasado de largo el enfado, y haber llegado directamente a la exasperación. Me acerqué al ángel y le di un golpecito en el pecho.

—¿Eres el mismo ángel que vino a vernos la otra vez, para anunciarnos el advenimiento del Salvador?

—Fue la voluntad del Señor que yo os trajera la buena nueva.

—No, te lo pregunto por si acaso resulta que todos los ángeles tenéis el mismo aspecto, no sé. O sea, que después de que te apareces con diez años de retraso, van y te envían otra vez para que transmitas otro mensaje.

—Estoy aquí para decirle al Salvador que es hora de que parta.

—¿Y no sabes adónde tiene que partir?

—No.

—Y esta cosa dorada que te rodea, esta luz, ¿qué es?

—La gloria del Señor.

—¿Estás seguro de que no es la estupidez, que se te sale y gotea?

—Colleja, sé más amable, es el mensajero del Señor.

—Es que, diablos, Josh, no nos está ayudando mucho. Si uno tiene que tratar con ángeles del cielo, lo mínimo que puede pedirse es que al menos sepan lo que hacen. Que abatan murallas, o algo así, que destruyan ciudades, o, no sé, que transmitan los mensajes completos.

—Lo siento —dijo el ángel—. ¿Queréis que destruya alguna ciudad?

—Vete y averigua adónde se supone que debe partir Joshua. ¿Qué te parece eso?

—Eso puedo hacerlo.

—Pues hazlo.

—Ahora mismo vuelvo.

—Esperamos.

—Ve con Dios —comentó Joshua.

En un instante el ángel situó detrás de otro tronco, y el brillo dorado desapareció del olivar, dejando tras de sí una brisa tibia.

—Has sido un poco duro con él —me regañó mi amigo.

—Josh, a veces siendo amable no consigues lo que quieres.

—Siempre se puede intentar.

—¿Moisés fue amable con el Faraón?

Sin darle tiempo a responder, la brisa cálida recorrió una vez más el olivar, y el ángel apareció detrás de un árbol.

—A encontrar tu destino —dijo.

—¿Qué? —pregunté yo.

—Debes partir para encontrar tu destino.

—¿Eso es todo? —dijo Joshua.

—Sí.

—¿Y lo de «conocer mujer»? —quise saber yo.

—Tengo que irme —anunció el ángel.

—Agárralo, Josh. Tú lo sostienes y yo le pego.

Pero el ángel se fue con la brisa.

—¿Mi destino? —Joshua posó la mirada en las palmas abiertas, vacías, de sus manos.

—Deberíamos haberle sacado la respuesta a golpes —insistí.

—No creo que hubiera funcionado.

—Sí, claro, tú y tu estrategia de ser amable con todo el mundo. ¿Te crees que Moisés…?

—Moisés debería haber dicho: «Deja ir a mi pueblo, por favor».

—¿Las cosas habrían cambiado?

—Tal vez hubiera funcionado.

—¿Y qué vas a hacer con eso de tu destino?

—Voy a preguntarlo en el sanctasanctórum cuando acuda al templo por Pascua.

Y así fue que, en primavera, todos los judíos de Galilea realizaron la peregrinación a Jerusalén para la festividad de la Pascua, y Joshua empezó a buscar su destino. El camino estaba lleno de familias que se dirigían a la Ciudad Santa. Camellos, carros y burros iban cargados hasta arriba con provisiones para el viaje, y entre el séquito de peregrinos se oían los balidos de las ovejas que serían sacrificadas durante la ceremonia. Aquel año la calzada estaba muy seca, y una nube de polvo se alzaba en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista.

Como Joshua y yo éramos los hermanos mayores de nuestras respectivas familias, recaía sobre nosotros la responsabilidad de cuidar de los pequeños. Nos pareció que el modo más eficaz de impedir que se perdieran era atarlos a todos juntos, y eso fue lo que hicimos, colocándolos por orden de altura. Y así, sujetos por el cuello a una soga, que dejé bastante suelta, iban mis dos hermanos y los tres de Joshua, así como dos de sus hermanas. Si se salían de la fila, tiraba de la cuerda y los ahogaba solo un poco.

—Yo, si quiero, puedo soltarme —dijo Jaime.

—Y yo también —coincidió mi hermano Sem.

—Pero no lo haréis. Estamos reproduciendo esa parte de la Pascua en la que Moisés sacaba a su pueblo de la tierra prometida, o sea que tenéis que quedaros junto a los pequeños.

—Tú no eres Moisés —dijo Sem.

—No… No, no soy Moisés. Veo que te has dado cuenta. Qué listo eres. —Até el otro extremo de la cuerda a un carro cercano, cargado hasta los topes de ánforas de vino—. Moisés es este carromato —dije—. Seguidlo.

—Este carro no es…

—Es una cosa simbólica, o sea que a callar y a seguir a Moisés.

Liberados de ese modo de nuestras responsabilidades, Joshua y yo fuimos al encuentro de Magda y su familia. Sabíamos que ella y los suyos habían salido después de que lo hiciéramos nosotros, por lo que retrocedimos, abriéndonos paso entre los peregrinos, soportando mordiscos de burro y gargajos de camello, hasta que distinguimos el chal azul sobre la colina que quedaba delante, tal vez a ochocientos metros de distancia. Habíamos decidido sentarnos junto al camino y esperar a que nos alcanzara, para no seguir forcejeando contra la multitud, cuando de pronto, la columna de peregrinos empezó a abandonar la calzada al unísono, desplazándose hacia los lados en una gran marea. Cuando vimos la cresta roja del casco de un centurión, que se acercaba a lo alto de la colina, comprendimos qué sucedía. Nuestro pueblo dejaba la vía libre al ejército romano. (En Jerusalén, durante la Pascua, se congregaban casi un millón de judíos, un millón de judíos celebrando su liberación de la opresión, una mezcla peligrosa desde el punto de vista romano). El gobernador romano llegaba desde Cesárea con toda su legión de seis mil hombres, y todos los demás cuarteles de Judea, Samaria y Galilea enviaban una centuria o dos a la Ciudad Santa.

Aprovechamos la ocasión para retroceder más y llegar hasta donde se encontraba Magda. Nuestra llegada a lo alto de la colina coincidió con la del ejército romano. El centurión que encabezaba la caballería me propinó un puntapié cuando pasé junto a él, y su bota no me dio en la cabeza de milagro. Supongo que debo alegrarme de que no fuera el adalid, porque en ese caso habría podido darme con un águila romana.

—¿Cuánto tiempo tengo que esperar a que los expulses de esta tierra y le devuelvas el reino a nuestro pueblo, Joshua?

Magda estaba ahí, de pie, con los brazos en jarras, intentando parecer seria, aunque la expresión de sus ojos azules delataba que estaba a punto de echarse a reír.

—Vaya, buenos días tengas tú también, Magda —le respondió él.

—¿Y tú, Colleja? ¿Ya has aprendido a ser idiota del todo, o sigues retrasado en tus estudios?

Oh, aquellos ojos risueños, a pesar de que los romanos pasaban a apenas dos palmos de donde nos encontrábamos… Dios, cómo la echo de menos.

—Voy aprendiendo —le respondí.

Magda dejó el cántaro que cargaba e hizo ademán de abrazarnos. Desde hacía meses, solo la habíamos visto cuando pasaba por la plaza. Aquel día olía a limón y a canela.

Caminamos junto a Magda y a su familia durante unas dos horas, conversando, bromeando, evitando a toda costa el tema en el que todos pensábamos, hasta que ella dijo al fin:

—¿Vais a venir a mi boda?

Joshua y yo nos miramos como si nos hubieran arrancado la lengua de pronto. Me di cuenta de que Josh no encontraba las palabras oportunas, y Magda parecía enfadarse por momentos.

—¿Y bien?

—Esto… Magda, no es que no nos alegremos en extremo por tu inmensa suerte, pero…

Ella aprovechó la ocasión para propinarme un revés en la boca. El cántaro que llevaba en la cabeza no se movió siquiera. Aquella muchacha tenía una gracia extraordinaria.

—¡Ay!

—¿Suerte? ¿Estás loco? Mi esposo es un sapo. Pensar en él me pone enferma. Se me había ocurrido que vosotros dos podríais venir a ayudarme durante la ceremonia.

—Creo que me sangra el labio.

Joshua me miró y abrió mucho los ojos.

—Oh, oh.

Ladeó la cabeza, como si escuchara el viento.

—¿Oh, oh, qué?

Y entonces llegó hasta mí un rumor que provenía de más adelante. Se había formado un tumulto junto a un puentecillo, la gente gritaba y gesticulaba mucho. Como los romanos habían pasado hacía un buen rato, supuse que alguien se habría caído al río.

—Oh, oh —repitió Joshua, y empezó a correr en dirección al agua.

—Lo siento —le dije a Magda encogiéndome de hombros, y corrí detrás de mi amigo.

Al llegar a la orilla del río (que en realidad era poco más que un arroyo), vimos a un niño de más o menos nuestra edad, despeinado y con la mirada perdida, que se hallaba de pie, metido en el agua hasta la cintura. Sostenía algo bajo el agua, y gritaba a voz en cuello.

—Debes arrepentirte y expiar tu culpa, expiar tu culpa y arrepentirte. Tus pecados te han hecho impuro. Yo te limpio el pecado que llevas como un monedero.

—Es mi primo, Juan —dijo Joshua.

Fuera del agua, en fila, a ambos lados de Juan, estaban nuestros hermanos y hermanas, todavía atados, aunque con un espacio vacío en la cuerda, que correspondía a mi hermano Sem, que en ese momento se encontraba bajo el agua, delante de Juan, forcejeando y creando burbujas de agua embarrada a su alrededor. Los presentes animaban al Bautista, al que le costaba un poco mantener a Sem bajo el agua.

—Creo que está ahogando a Sem.

—Está bautizándolo —replicó Joshua.

—Seguro que mi madre se alegrará de que le limpie los pecados, pero me da que vamos a meternos en un buen lío si se ahoga en el empeño.

—Bien dicho —dijo Joshua, metiéndose en el agua—. Déjalo ya.

Juan lo miró con gesto algo perplejo.

—¿Primo Joshua?

—Sí, soy yo. Sácalo del agua.

—Ha pecado —replicó Juan, como si aquello bastara para explicarlo todo.

—Yo me ocuparé de sus pecados.

—Te crees el elegido, ¿verdad? Pues no lo eres. Mi nacimiento también vino anunciado por un ángel. Se me profetizó que gobernaría. Tú no eres el elegido.

—Creo que sería mejor que eso lo habláramos en otro lugar. Levántalo, Juan, ya está limpio.

Juan permitió que mi hermano saliera del agua, y yo corrí y los saqué del río, junto con los demás niños.

—Espera, hay que limpiar también a los otros. Están sucios de pecado.

Joshua se interpuso entre su hermano Jaime, que iba a ser el siguiente, y el Bautista.

—No le dirás a madre nada de todo esto, ¿verdad?

A medio camino entre el terror y el enfado, Jaime intentaba desanudarse la cuerda que le rodeaba el cuello. Parecía evidente que deseaba vengarse de su hermano mayor, pero a la vez no quería quedarse sin la protección de este ante la amenaza de Juan.

—Si dejamos que Juan te bautice todo el rato que él quiere, ya no podrás contarle nada a tu madre, ¿verdad, Josh? —Ese era yo, intentando ayudar a mi amigo.

—No diré nada —claudicó Jaime. Miró a Juan, que parecía a punto de salir corriendo para atrapar a alguien y limpiarlo de sus pecados—. ¿Es primo nuestro?

—Sí —corroboró Joshua—. Es el hijo de Isabel, la prima de nuestra madre.

—¿Y cómo es que lo conoces?

—Es la primera vez que lo veo.

—¿Y entonces cómo lo has reconocido?

—Lo he reconocido así, sin más.

—Está chalado —dijo Jaime—. Los dos estáis chalados.

—Sí, es un rasgo de familia. A lo mejor tú, cuando crezcas un poco más, también podrás estar chalado. No le dirás nada a madre.

—No.

—Muy bien. Colleja y tú seguid vuestro camino con los niños, ¿de acuerdo?

Asentí, tras dedicar una última mirada a Juan.

—Jaime tiene razón, Josh. Tu primo está chalado.

—¡Te he oído, pecador! —exclamó Juan—. Tal vez a ti también te venga bien una buena limpieza.

Juan y sus padres compartieron cena con nosotros esa noche. Me sorprendió que estos fueran mayores aún que José, mayores incluso que mis abuelos. Joshua me contó que el nacimiento de Juan había sido un milagro anunciado por un ángel. Isabel, la madre de Juan, no dejó de hablar de ello mientras duró la cena, como si se tratara de algo que hubiera sucedido hacía unos días, y no trece años. Cuando la anciana se detenía para tomar aire, la madre de Joshua contaba lo del anuncio divino del nacimiento de su propio hijo. De tarde en tarde mi madre, sintiéndose en la obligación de mostrar algo de un orgullo maternal que no sentía, se sumaba a la conversación.

—Pues bueno, a Colleja no lo anunció ningún ángel, pero las langostas destrozaron nuestro huerto, y Alfeo tuvo gases durante un mes, coincidiendo más o menos con el momento de su concepción. Creo que a lo mejor eran señales, porque con mis otros hijos eso, desde luego, no sucedió.

Ay, mi madre. ¿He comentado que estaba poseída por un demonio?

Después de cenar, Joshua y yo encendimos nuestra propia hoguera, lejos de los demás, con la esperanza de que Magda viniera a nuestro encuentro, pero al final Juan fue el único que se nos unió.

—Tú no eres el ungido —le dijo a Joshua—. Gabriel se le presentó a mi padre. Tu ángel no tenía nombre siquiera.

—No deberíamos hablar de estas cosas —replicó Joshua.

—El ángel le dijo a mi padre que su hijo prepararía el camino para el Señor. Y ese soy yo.

—Bien, nada deseo más que tú seas el Mesías, Juan.

—¿De veras? Pero es que tu madre parece tan, tan…

—Josh es capaz de resucitar a los muertos —intervine yo.

Juan me miró con sus ojos de loco, y yo me aparté un poco, no fuera a pegarme.

—No es capaz —dijo.

—Sí lo es, yo lo he visto dos veces.

—Colleja, no sigas.

—Estás mintiendo. Levantar falsos testimonios es pecado —insistió Juan, que, más que enfadado, parecía cada vez más asustado.

—No se me da demasiado bien —admitió Joshua.

Juan abrió mucho los ojos, ya no por locura, sino por asombro.

—¿Lo has hecho? ¿Has resucitado a muertos?

—Y ha sanado a enfermos —amplié yo.

Juan me agarró por la túnica y tiró de mí, mirándome a los ojos como si quisiera penetrar en el interior de mi mente.

—No estás mintiendo, ¿verdad? —Miró entonces a Joshua—. No está mintiendo, ¿verdad?

Joshua negó con la cabeza.

—Creo que no.

Juan me soltó, dejó escapar un largo suspiro y volvió a sentarse en el suelo. La luz de la hoguera se reflejó en las lágrimas que centelleaban en sus ojos, perdidos en la nada.

—No sabes el alivio que siento. No sabía qué iba a hacer. Yo no sé ser el Mesías.

—Yo tampoco —dijo Joshua.

—Bien, espero que en verdad sepas resucitar a los muertos —prosiguió Juan—, porque esta noticia va a matar a mi madre.

Pasamos tres días caminando junto a Juan. Atravesamos Samaria, llegamos a Judea y, finalmente, a la Ciudad Santa. Afortunadamente no había demasiados ríos ni arroyos en el camino, por lo que pudimos mantener sus bautismos al mínimo. Tenía buen corazón, deseaba limpiar a la gente de sus pecados, pero la gente no creía que Dios fuera a depositar esa responsabilidad en un muchacho de trece años. Para tener contento a Juan, Joshua y yo dejamos que bautizara a nuestros hermanos pequeños en todo curso de agua por el que pasábamos, al menos hasta que Miriam, la hermana pequeña de mi amigo, pilló un resfriado, y Josh tuvo que realizar una sanación de emergencia.

—¡Es verdad, sabes sanar! —exclamó Juan.

—Bueno, el resfriado es fácil —replicó Joshua—. Unos cuantos mocos no son nada contra el poder del Señor.

—¿Te… te importaría?

Juan se levantó la túnica y le mostró sus partes, cubiertas de pústulas y escamas verdosas.

—¡Cúbrete, por favor, cúbrete! —le grité yo—. ¡Bájate la túnica y échate atrás!

—Qué asco —dijo Joshua.

—¿Soy impuro? A mí padre me da miedo preguntárselo, y a los fariseos no puedo acudir, siendo mi padre, como es, sacerdote. Creo que es de pasarme tanto rato metido en el agua. ¿Puedes sanarme?

(En este punto debo decir que creo que esa fue la primera vez que Miriam, la hermana pequeña de Joshua, vio unas partes masculinas. Por aquel entonces la niña tenía solo seis años, pero la experiencia la asustó tanto que jamás se casó. Lo último que se supo de ella fue que se había cortado mucho el pelo, que se había vestido con ropas de hombre y que se había trasladado a la isla griega de Lesbos. Pero aquello fue después).

—Inténtalo, Josh —le animé yo—. Aplica tus manos sobre la dolencia y sánala.

Joshua me dedicó una mirada nada amistosa, antes de concentrarse en su primo con gesto compasivo.

—Mi madre tiene un ungüento que puedes aplicarte —le dijo—. Probemos antes si funciona.

—Ya he probado con ungüentos.

—Me lo temía.

—¿Y has probado a frotártelo con aceite de oliva? —tercié yo—. No creo que te lo cure, pero al menos te distraerá un rato la mente.

—Colleja, por favor, Juan está afligido.

—Lo siento.

—Ven aquí, Juan —dijo Joshua al fin.

—¡Aah, Josh! —exclamé yo—. ¿No irás a tocarlo? Es impuro. Que se vaya a vivir con los leprosos.

Joshua aplicó las manos sobre la cabeza de Juan y el Bautista puso los ojos en blanco. Por un momento me pareció que estaba a punto de desplomarse (de hecho se tambaleó un poco), pero finalmente se mantuvo de pie.

—Padre, tú has enviado a este para que prepare el camino. Déjale seguir adelante con el cuerpo tan limpio como el espíritu.

Joshua soltó a su primo y dio un paso atrás. Juan abrió los ojos y sonrió.

—¡Estoy curado! —exclamó—. ¡Estoy curado!

Hizo ademán de levantarse la túnica, pero yo le intercepté el brazo.

—Te creemos, te creemos.

El bautista se hincó de rodillas, y a continuación se postró ante Joshua, hundiendo el rostro en los pies de su primo.

—Es verdad, eres el Mesías. Discúlpame por haber dudado de ti. Proclamaré tu santidad por toda nuestra tierra.

—Bueno, algún día tal vez, pero no ahora —le disuadió Joshua.

Juan alzó la vista de los pies de Joshua.

—¿Ahora no?

—Estamos intentando mantenerlo en secreto —me adelanté yo.

Joshua le dio una palmadita en la cabeza a su primo.

—Sí, por el momento será mejor que no le cuentes a nadie lo de la sanación.

—¿Pero por qué?

—Debemos averiguar un par de cosas antes de que Joshua empiece a ser el Mesías.

—¿Como cuáles? —Juan parecía a punto de echarse a llorar de nuevo.

—Como dónde se ha dejado Joshua el destino, y si le está permitido… esto… hacer abominaciones con mujeres.

—Si se hace con mujeres no es una abominación —me aclaró Josh.

—¿Ah, no?

—No. Con ovejas, cabras, con casi todos los animales, de hecho, es abominación. Pero con mujeres es algo muy distinto.

—¿Y una mujer con una cabra? ¿Qué es eso? —preguntó Juan.

—Eso son cinco siclos en Damasco —tercié yo—. Seis, si tú participas.

Joshua me pellizcó el hombro.

—Lo siento, es un chiste muy viejo —me disculpé, esbozando una sonrisa—. No he podido evitarlo.

Juan cerró los ojos y se frotó las sienes, como si creyera que, presionando con bastante fuerza, lograría comprender mejor.

—O sea, que no quieres que nadie sepa que tienes el don de sanar porque todavía no sabes si puedes yacer con mujeres.

—Bueno, por eso y porque no tengo la menor idea de cómo ser el Mesías —puntualizó Josh.

—Eso, sí, también por eso —dije.

—Deberías preguntárselo a Hillel —sugirió Juan—. Mi padre dice que es el más sabio de todos los sacerdotes.

—Voy a preguntarlo en el sanctasanctórum —replicó Joshua. (En el sanctasanctórum se custodiaba el Arca de Alianza, la caja que contenía las tablas que Dios había entregado a Moisés. Yo no conocía a nadie que la hubiera visto, pues se guardaba en el espacio más recóndito del templo).

—Eso está prohibido. Solo un sacerdote puede entrar en la cámara del Arca.

La ciudad era como una taza inmensa que se hubiera llenado de peregrinos hasta los topes, y cuyo contenido de humanidad se hubiera vertido luego, creando un charco en perpetuo movimiento. Cuando llegamos, los hombres ya formaban una cola que llegaba hasta la puerta de Damasco, y esperaban con sus corderos el momento de entrar en el templo. El viento arrastraba un humo negro, grasiento, que provenía del templo, donde, en el altar, más de diez mil sacerdotes sacrificaban los corderos y quemaban la sangre y las partes grasas. Por toda la ciudad ardían las hogueras en que las mujeres asaban los corderos. Una especie de neblina aparecía suspendida en el aire, la suma de los vapores que desprendían los miles de personas y sus muchos animales. El calor del día potenciaba los olores acres de alientos, sudores y orines, que se mezclaban con los balidos de las ovejas, los llantos de los niños, el ulular de las mujeres y el zumbido grave de las muchas voces. Gradualmente, el ambiente iba convirtiéndose en una amalgama espesa de sonidos y olores, de Dios e historia. Allí Abraham había recibido la Palabra de Dios según la cual su pueblo sería el elegido, allí había sido donde los judíos habían llegado al huir de Egipto, allí había sido donde Salomón había construido el primer templo, por allí habían andado los profetas y los reyes de los hebreos, y allí se custodiaba el Arca de la Alianza. Jerusalén. Ahí fue también donde Cristo, Juan el Bautista y yo llegamos para conocer la voluntad de Dios y, con suerte, ver a alguna chica guapa. (¿Qué os creíais? ¿Que todo iba a ser religión y filosofía?).

Nuestras familias acamparon en el exterior de la muralla septentrional de la ciudad, bajo las almenas de la Torre de Antonio, la fortaleza que Herodes había construido en tributo a su benefactor, Marco Antonio. Dos cohortes de soldados romanos, formadas por casi doscientos hombres, controlaban el patio del templo desde lo alto de las murallas. Las mujeres daban de comer y lavaban a los niños mientras Joshua y yo acompañábamos a nuestros padres a llevar los corderos al templo.

Había algo inquietante en el hecho de conducir a un animal a su muerte. No es que yo no hubiera visto ningún sacrificio hasta entonces, ni que no hubiera comido el cordero pascual, pero aquella era la primera vez que participaba activamente. Sentía el aliento del animal en mi cuello mientras lo cargaba sobre mis hombros, y entre todos los ruidos, los olores y los movimientos que rodeaban el templo, se hizo un momento de silencio y hasta mí llegó, solamente, el aliento y los latidos del corazón del cordero. Supongo que me rezagué un poco, porque recuerdo que mi padre se volvió y me dijo algo, aunque yo no oía sus palabras.

Franqueamos las puertas y nos introdujimos en el patio del templo, donde los mercaderes vendían aves de corral para el sacrificio, y donde los prestamistas cambiaban siclos por centenares de monedas distintas de muchas partes del mundo. Al pasar por aquel inmenso recinto abierto, en el que miles de hombres aguardaban, con los corderos sobre los hombros, el momento de acceder al interior del recinto sagrado y acercarse al altar, para consumar el sacrificio, yo veía solo los rostros de los animales, algunos tranquilos y entregados, otros con los ojos muy abiertos, balando aterrorizados, y algunos más con gesto de incredulidad. Yo bajé el cordero que llevaba sobre mis hombros y lo acuné en mis brazos como si fuera un recién nacido, mientras retrocedía, camino de las puertas. Sé que José y mi padre debieron de venir tras de mí, pero yo no les veía las caras, solo un vacío allí donde debían estar los ojos, solo los ojos de los corderos que llevaban. No podía respirar, ni salir del templo lo bastante deprisa. No sabía adónde me dirigía, pero sí que no pensaba llegar hasta el altar. Me volví para iniciar la carrera, pero una mano me agarró de la túnica y me lo impidió. Al girarme me encontré con los ojos de Joshua.

—Es la voluntad de Dios —me dijo. Posó las manos sobre mi cabeza y recobré el aliento—. Está bien, Colleja, no pasa nada. Es la voluntad de Dios.

Y me sonrió.

Joshua había dejado en el suelo el cordero que cargaba, y el animal no escapó. Supongo que aquello ya debería haberme convencido.

No probé el cordero mientras duraron las celebraciones de Pascua de aquel año. De hecho, desde ese día no he vuelto a comer cordero.