Pues sí, ha funcionado. Por fin he conseguido que el ángel salga de la habitación.
La cosa ha ido así:
Raziel ha llamado a recepción y ha pedido que viniera Jesús.
Al cabo de unos minutos, nuestro amigo hispano ya estaba plantado a los pies del ángel, presto a recibir órdenes.
Raziel me ha dicho:
—Dile que necesito el Culebrones Digest.
En español, yo le he dicho:
—Buenas tardes, Jesús, ¿cómo estás hoy?
—Estoy bien, señor. ¿Y usted?
—Tan bien como cabría esperar, teniendo en cuenta que este hombre me tiene prisionero.
—Dile que se dé prisa —me pidió Raziel.
—¿No entiende español? —me preguntó Jesús.
—Ni una palabra, pero que no te dé por hablar en hebreo, o estoy perdido.
—¿Es verdad que está prisionero? Me extrañaba que no salieran nunca de la habitación. ¿Llamo a la policía?
—No, no hará falta, pero por favor, menea la cabeza y pon cara de lástima.
—¿Por qué tardáis tanto? —dijo Raziel—. Dale el dinero y dile que se vaya.
—Me ha dicho que no le está permitido comprar publicaciones para otros, pero que puede indicarte un lugar donde podrás adquirirla tú mismo.
—Eso es ridículo. Este hombre es un sirviente, ¿no? Pues hará lo que le pido.
—Oh, Jesús mío, me ha preguntado si te gustaría sentir el poder de su viril desnudez.
—¿Está loco? Estoy casado y tengo dos hijos.
—Por desgracia, lo está. Por favor, muéstrate ofendido por su oferta escupiéndole y saliendo al momento de la habitación.
—No sé, señor, escupirle a un cliente…
Le alargué un puñado de los billetes que, según él mismo me había enseñado, sí constituían una gratificación adecuada.
—Por favor, es por su bien.
—Está bien, señor Colleja.
Y dicho esto, soltó un gargajo considerable que quedó pegado a la túnica del ángel, desde donde empezó a resbalar.
Raziel se puso en pie.
—Bien hecho, Jesús. Y ahora, suelta un taco.
—Fuckstick!
—En español.
—Lo siento. Quería alardear de mis conocimientos de inglés. Sé bastantes insultos.
—Qué bien. En español, por favor.
—¡Pendejo!
—Espléndido. Y ahora, sal indignado.
Jesús dio media vuelta y salió dando un portazo.
—¿Me ha escupido? —preguntó Raziel, sin dar crédito a lo sucedido—. A un ángel del Señor. Me ha escupido a mí.
—Sí, lo has ofendido.
—Me ha insultado. Eso lo he entendido.
—En su cultura, supone una afrenta pedirle a otro hombre que te compre el Culebrones Digest. Tendremos suerte si nos trae más pizza.
—Pero yo quiero el Culebrones Digest.
—Ha dicho que la venden en esta misma calle, un poco más abajo. A mí no me importa en absoluto salir a comprártela.
—No tan deprisa, apóstol, nada de truquitos. Iré a comprarla yo. Tú te quedas aquí.
—Te hará falta dinero. —Le alargué unos billetes.
—Si sales de esta habitación, no tardaré ni un instante en encontrarte, eso ya lo sabes, supongo.
—Claro.
—No puedes ocultarte de mí.
—Ni se me ocurriría. Date prisa.
El ángel se acercó a la puerta flotando de lado.
—No intentes dejarme encerrado fuera. Me llevo la llave. No es que la necesite, claro, siendo, como soy, un ángel del Señor.
—Por no hablar de que eres también un pendejo.
—Eso no sé qué significa.
—Vete, vete —le dije, empujándolo para que saliera por la puerta—. Ve con Dios, Raziel.
—Trabaja en tu evangelio mientras me ausento.
—De acuerdo.
Le cerré la puerta en las narices y pasé el pestillo. Raziel había visto centenares de horas de televisión americana. Debería haber sabido que cuando la gente sale a la calle lo hace calzada.
El libro es exactamente tal como suponía, una Biblia, pero escrita en una versión florida. La traducción de la Tora y de los Profetas del hebreo resulta algo confusa en ocasiones, pero la primera parte se parece a nuestra Biblia. El lenguaje actual cuenta con tantas palabras… En nuestra época teníamos muy pocas, un centenar, tal vez, que usábamos siempre, treinta de las cuales eran sinónimos de «culpa». Ahora no, ahora puedes pasarte una hora maldiciendo sin repetir ni una sola palabra. Montones de palabras, rebaños de palabras, bandadas de palabras. Por eso se supone que debo usar el lenguaje de hoy para contar la historia de Joshua.
He escondido el libro en el baño, para poder colarme dentro y leerlo mientras el ángel está en la habitación. No he tenido tiempo para hojear lo que se denomina «Nuevo Testamento», pero parece evidente que trata de la vida de Joshua. O de algunas partes.
Ya lo estudiaré con detalle más adelante. Ahora debo seguir relatando la historia verdadera.
Supongo que debería haber reflexionado sobre la naturaleza exacta de lo que estábamos haciendo antes de invitar a Magda a unirse a nosotros. Vaya, que no es lo mismo circuncidar a un recién nacido de ocho días de vida, algo que ella ya había visto hacer, que realizarle la misma operación a la estatua de más de tres metros de un dios griego.
—Dios mío, eso es… impresionante —dijo Magda alzando la vista hacia el miembro de mármol.
—Imagen tallada —dijo Joshua en voz muy baja. A pesar de que solo nos iluminaba la luna, vi que se ruborizaba.
—Hagámoslo. —Extraje un cincel pequeño del zurrón. Joshua envolvió su maza con un retal de cuero para amortiguar el sonido. Séforis dormía a nuestro alrededor, el silencio roto solo por algún que otro balido de oveja. Los fuegos del anochecer se habían convertido en rescoldos hacía mucho, la nube de polvo que se elevaba sobre la ciudad durante el día se había aposentado, y el aire de la noche era limpio y sereno. De vez en cuando me llegaba el perfume a sándalo de Magda, y sin querer perdía el hilo de mis pensamientos. Es curioso que uno siga recordando siempre ciertas cosas.
Encontramos un cubo y lo pusimos boca abajo para que Joshua se subiera a él mientras trabajaba. Acercó la punta del cincel al prepucio de Apolo y, tentativamente, le dio un golpecito ligero. Un fragmento minúsculo de mármol se desprendió de él.
—Dale un buen mazazo —le aconsejé yo.
—No puedo, haré demasiado ruido.
—No, el cuero amortiguará el golpe.
—Pero es que quizá me lleve por delante toda la punta.
—Puede permitírselo. Le sobra —comentó Magda, y los dos nos volvimos a mirarla, boquiabiertos—. Vaya, seguramente, digo yo —se apresuró a añadir—. Yo soy solo una niña. ¿No oléis a nada?
A los romanos siempre los olíamos antes de oírlos, y los oíamos antes de verlos. Los romanos se untaban la piel con aceite de oliva después de bañarse, por lo que si el viento venía en la dirección adecuada, o si el día resultaba caluroso, se olía a un romano a treinta pasos de distancia. Entre el aceite de oliva con que se cubrían, y el ajo y la pasta seca de anchoas que comían con la cebada, cuando las legiones marchaban hacia la batalla aquello debía oler como una invasión de pizzas. Si es que entonces hubiera existido la pizza, lo que no es el caso.
Joshua dio un golpe certero con la maza, y el cincel se deslizó sobre el aparato de Apolo, seccionándolo, y haciéndolo caer al suelo con un ruido sordo.
—Vaya —dijo el Salvador.
—Silencio —susurré.
Oímos las tachuelas de las botas romanas repicando contra la piedra. Joshua se bajó del cubo dando un salto y, asustado, buscó con la mirada un lugar donde ocultarse. Las paredes del baño del griego estaban casi terminadas, y rodeaban la estatua casi por completo, por lo que, en realidad, y salvo por la entrada por la que el romano venía, no había ninguna vía de escape.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo ahí?
Permanecimos tan inmóviles como la estatua. Desde donde me encontraba, vi que se trataba del legionario que acompañaba a Justo el primer día que estuvimos en Séforis.
—Señor, somos nosotros, Colleja y Joshua. ¿Os acordáis? El niño del pan.
El soldado se acercó más, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada. Cuando vio a Joshua se tranquilizó un poco.
—¿Qué hacéis aquí tan temprano? Nadie tiene que circular a estas horas.
De pronto, el soldado, arrastrado por algo, cayó al suelo con violencia, y una figura oscura se abalanzó sobre él y le clavó un puñal en el pecho repetidas veces. Magda no pudo reprimir un grito, y la figura se volvió hacia nosotros. Yo me eché a correr.
—¡Para! —susurró el asesino.
Obedecí, petrificado. Magda me rodeó con sus brazos, enterró el rostro en mi camisa, mientras yo no dejaba de temblar. El soldado emitió una especie de gruñido, pero seguía sin moverse. Joshua dio un paso en dirección al asesino, y yo alargué un brazo para que no siguiera.
—Eso ha estado mal —dijo Joshua, casi con lágrimas en los ojos—. Has hecho mal en matar a ese hombre.
El asesino se acercó al rostro el filo ensangrentado de su arma y nos sonrió.
—¿Acaso no está escrito que Moisés se convirtió en profeta solo después de matar a un egipcio que maltrataba a un esclavo? ¡No hay más señor que Dios!
—Sicarios.
—Sí, muchacho, sicarios. Solo cuando los romanos estén muertos el Mesías vendrá para liberarnos. Yo sirvo a Dios asesinando a este tirano.
—Sirves al mal —replicó Joshua—. El Mesías no ha pedido la sangre de este romano.
El asesino alzó su espada y se acercó a Joshua. Magda y yo dimos un paso atrás, pero nuestro amigo se mantuvo en su lugar. El asesino lo agarró por la túnica y lo atrajo hacia sí.
—¿Y tú qué sabes, muchacho?
Entonces vimos con claridad el gesto del asesino a la luz de la luna. Magda ahogó un grito.
—¡Jeremías!
Él abrió mucho los ojos, no sé si por temor, o porque también la reconocía. Al momento soltó a Joshua, e hizo ademán de sujetarla. Yo la aparté.
—¿María? —Su voz ya no era colérica—. ¿Marieta?
Magda no respondió, pero yo noté que le temblaban los hombros, y que empezaba a sollozar.
—No se lo cuentes a nadie —le dijo el asesino, hablándole como si estuviera en trance. Dio un paso atrás y se plantó junto al soldado muerto—. ¡No hay más señor que Dios! —dijo, antes de girarse y desaparecer en la oscuridad.
Joshua posó la mano en la cabeza de Magda, y ella dejó de llorar al momento.
—Jeremías es el hermano de mi padre —dijo.
Antes de seguir, creo que deberíais saber algo más sobre los sicarios, y para saber algo más de ellos debéis saber algo sobre Herodes. De modo que ahí va.
Aproximadamente en las mismas fechas en que Joshua y yo nos conocimos, el rey Herodes el Grande murió, tras gobernar Israel (bajo dominio romano) durante más de cuarenta años. Fue, de hecho, la muerte de este la que movió a José a trasladar a su familia a Nazaret desde Egipto, pero esa es otra historia. Lo que ahora nos interesa es saber algo más sobre Herodes.
A Herodes no lo llamaban «el Grande» porque fuera un gobernante querido. Herodes el Grande era, en realidad, un tirano gordo, paranoico y picado de viruela que asesinó a miles de judíos, incluidos su propia esposa y muchos de sus hijos. Al rey lo llamaban «el Grande» porque construía cosas. Cosas asombrosas: fortalezas, palacios, teatros, puertos, una ciudad entera (Cesárea, creada siguiendo el ideal de ciudad romana). Lo único que hizo por el pueblo judío, que lo odiaba, fue reconstruir el templo de Salomón en el monte Moriah, el centro de nuestra fe. Cuando H. el G. murió, Roma dividió su imperio entre tres de sus hijos, Arquelao, Herodes Filipo y Herodes Antipas. Fue este quien, llegado el momento, firmó la sentencia de muerte de Juan el Bautista, y entregó a Joshua a Pilatos. Antipas, llorica y pendejo (ojalá hubiéramos conocido esa palabra entonces). Fue Antipas quien, servil y lameculos con los romanos, logró que bandas de rebeldes judíos se alzaran en las colinas por centenares. Los romanos llamaban a aquellos rebeldes «zelotes», como si todos compartieran los mismos métodos y las mismas causas, pero en realidad se hallaban tan fragmentados como los judíos de los pueblos. Una de las bandas que se alzó en Galilea se hacía llamar «de los sicarios». Mostraban su desprecio al gobierno romano asesinando a soldados y oficiales romanos. Aunque sin duda no constituían el grupo más importante de zelotes por su número, sí eran los más conocidos por sus acciones. Nadie sabía de dónde procedían, ni adónde iban después de cometer sus asesinatos, pero tras cada golpe, los romanos procuraban por todos los medios hacer de nuestras vidas un infierno, para que delatáramos a los asesinos. Y cuando los romanos atrapaban a un zelote, no solo crucificaban al jefe del grupo, sino al grupo entero, a las familias, y a cualquiera de quien se sospechara que los había ayudado. En más de una ocasión veíamos que la carretera de Séforis estaba flanqueada por cruces y cadáveres. De nuestro pueblo.
Corrimos por las calles de la ciudad durmiente, y solo nos detuvimos cuando hubimos dejado atrás la puerta de Venus, donde, jadeantes, nos echamos sobre un montículo.
—Tenemos que llevar a Magda a su casa y regresar al trabajo —dijo Joshua.
—Vosotros podéis quedaros —dijo Magda—. Yo regresaré sola.
—No. Tenemos que irnos. —Joshua separó las manos y vimos las huellas de sangre que el asesino le había dejado en la túnica—. Debo limpiármela antes de que me vea alguien.
—¿Y no puedes quitártela? Es solo una mancha. Se supone que un Mesías debería poder hacerla desaparecer.
—No seas antipática —intervine yo—. Las cosas de Mesías todavía no se le dan bien del todo. Y, además, después de todo, ha sido tu tío quien…
Magda se puso en pie.
—Erais vosotros los que querías hacer esa tontería de…
—¡Basta! —zanjó Joshua, levantando la mano como si quisiera rociarnos con silencio—. Si Magda no hubiera estado con nosotros, tal vez ahora ya estaríamos muertos. Y tal vez ni siquiera estemos a salvo, cuando los sicarios descubran que tres testigos han quedado con vida.
Una hora después, Magda ya estaba en casa, sana y salva, y Joshua salía de la pila ritual instalada en el exterior de la sinagoga, con la ropa empapada y el pelo chorreando agua. (Muchos teníamos aquellos mikvehs en el exterior de nuestros hogares, y había cientos junto al templo de Jerusalén —balsas de piedra con escalones a ambos lados que conducían hasta el agua—, para poder entrar por un extremo y salir por el otro una vez realizada la limpieza ritual. Según la Ley, cualquier contacto con sangre exigía el baño. A Joshua le pareció que también era un buen momento para quitarse la mancha de la ropa).
—Fría. —Joshua estaba temblando, y levantaba primero un pie y luego el otro, como si estuviera pisando carbones encendidos—. Muy fría.
(Sobre las pilas se construía siempre un cobertizo de piedra, para que al agua nunca le tocara directamente la luz del sol y se mantuviera fría. La evaporación, con la sequedad del aire en Galilea, enfriaba el aire todavía más).
—Tal vez debas venir a mi casa. Mi madre ya debe de tener el fuego encendido para el desayuno, y podrás calentarte un poco.
Se retorció el borde de la túnica, y el agua descendió en cascada por sus piernas.
—¿Y cómo explico esto?
—No sé, di que has pecado y que has tenido que realizarte un lavado de urgencia.
—¿Pecado? ¿Al alba? ¿Qué pecado podría haber cometido antes del alba?
—¿El pecado de Onán? —le sugerí yo.
Joshua abrió mucho los ojos.
—¿Has cometido tú el pecado de Onán?
—No, pero estoy impaciente por cometerlo.
—No puedo decirle a tu madre que he cometido el pecado de Onán. No es cierto.
—Podría serlo, si te dieras prisa.
—Prefiero pasar frío —replicó Joshua.
Ah, el viejo pecado de Onán. Cuántos recuerdos.
El pecado de Onán. Derramar en el suelo la vieja semilla. Atar el camello. Quitarle el polvo al burro. Azotar al fariseo. Onanismo, el pecado que requiere de cientos de horas de práctica para ser dominado, o al menos eso era lo que yo me decía a mí mismo. Dios mató a Onán por derramar su semilla en el suelo (la semilla de Onán, no la de Dios. La semilla de Dios acabó siendo mi mejor amigo. Imaginad el problema en el que os meteríais si llegarais a derramar la semilla de Dios. ¿Cómo explicaríais algo así?). Según la Ley, si tenías alguna relación con las «poluciones nocturnas» (que no son algo que sale del tubo de escape por la noche; en aquella época no había coches), debías purificarte mediante el bautismo, y no podías relacionarte con nadie hasta transcurrido un día. Hacia los trece años, yo me pasaba mucho rato entrando y saliendo del mikveh, pero lo de pasar un día solo lo evitaba porque, no sé, digo yo, estar solo no me iba a ayudar mucho a resolver el problema.
Más de una mañana, cuando me encontraba con Joshua, todavía estaba mojado y tembloroso del baño que acababa de darme.
—¿Ya has vuelto a derramar tu semilla en el suelo? —me preguntaba.
—Sí.
—Eres impuro, ¿lo sabes?
—Sí. De tanto purificarme me estoy arrugando.
—Pues podrías dejar de hacerlo.
—Lo he intentado. Creo que hay un demonio que me somete a vejación.
—Yo podría intentar curarte.
—No, de ninguna manera, Josh. Ya tengo bastante con mis imposiciones de manos.
—¿No quieres que aparte de ti al demonio?
—Creo que antes intentaré agotarlo.
—Podría contárselo a los escribas, y te lapidarían. —(Ese Josh, siempre intentando ayudar).
—Eso seguramente funcionaría, pero está escrito que «cuando el aceite de la lámpara se consuma, el pajillero iluminará su propio camino hacia la salvación».
—Eso no está escrito.
—Sí lo está. En, en… Isaías.
—No lo está.
—No te vendría mal estudiar un poco los Profetas, Josh. ¿Cómo vas a ser el Mesías si no sabes nada de tus propios profetas?
Joshua ladeó la cabeza.
—Tienes razón, claro.
Yo le di una palmadita en el hombro.
—Tranquilo, ya tendrás tiempo de aprender las enseñanzas de los Profetas. Pasemos por la plaza para ver si hay chicas recogiendo agua.
Yo a quien esperaba encontrar era a Magda, claro. Siempre a Magda.
Cuando regresamos a Séforis el sol ya estaba alto, pero el río de mercaderes y granjeros que normalmente franqueaba la puerta de Venus no se veía por ningún lado. Había soldados romanos que ordenaban detenerse a todos los que intentaban abandonar la ciudad y que, tras registrarlos, los hacían volver por donde habían venido. Un grupo de hombres y mujeres esperaba fuera para entrar, entre ellos mi padre y algunos de sus colaboradores.
—¡Levi! —me llamó mi padre, que al vernos se acercó corriendo y nos llevó al borde del camino.
—¿Qué sucede? —le pregunté, poniendo cara de inocente.
—Esta noche han matado a un soldado romano. Hoy no trabajaremos, o sea que volved a casa y quedaos ahí. Decid a vuestras madres que hoy no dejen salir a los niños. Si los romanos no encuentran al asesino, antes del mediodía ya tendremos a los soldados en Nazaret.
—¿Dónde está José? —preguntó Joshua.
Mi padre le pasó un brazo por el hombro.
—Lo han detenido. Debe de haber venido temprano a trabajar. Lo han encontrado con las primeras luces del alba, cerca del cuerpo del soldado muerto. Yo solo sé lo que se dice desde dentro. Los romanos no dejan entrar ni salir a nadie de la ciudad. Joshua, di a tu madre que no se preocupe. José es un buen hombre, el Señor lo protegerá. Además, si los romanos creyeran que es el asesino, ya lo habrían juzgado.
Joshua se alejó de mi padre con paso rígido y torpe. Miraba fijamente hacia delante, pero era evidente que no veía nada.
—Llévatelo a casa, Colleja. Yo iré en cuanto pueda. Voy a intentar averiguar qué ha sucedido con José.
Asentí y me llevé a Joshua, sujetándolo por los hombros.
Cuando habíamos recorrido unos pasos, me dijo:
—José ha venido a buscarme. Él trabaja en la otra punta de la ciudad. Si lo han encontrado cerca de la casa del griego solo puede ser porque ha venido a buscarme.
—Le diremos al centurión que vimos quién mató al soldado. Nos creerá.
—Y si nos cree, si cree que han sido los sicarios, ¿qué será de Magda y de su familia?
No supe qué responderle. Joshua tenía razón, mi padre se equivocaba. José no estaba nada bien en ese momento. Los romanos lo interrogarían, tal vez incluso lo torturaran para averiguar quiénes eran sus cómplices. Que él no supiera nada no bastaría para salvarlo. Y que su hijo ofreciera su testimonio no solo no lo salvaría, sino que enviaría a más gente a la cruz. De un modo u otro, lo sucedido iba a hacer que se derramara más sangre judía.
Joshua se liberó de mis manos y, abandonando el camino a la carrera, se internó en un olivar. Yo hice ademán de seguirlo, pero él se volvió de pronto y la furia de su mirada me detuvo al instante.
—Espera —me dijo—. Tengo que hablar con mi padre.
Aguardé junto a la calzada casi una hora. Cuando Joshua salió del olivar parecía como su una sombra hubiera caído para siempre sobre su rostro.
—Estoy perdido —dijo.
Yo apunté con el índice por encima del hombro.
—Nazaret es por ahí, y Séforis por aquí. Tú estás en medio. ¿Mejor ahora?
—Ya sabes a qué me refiero.
—¿Así que tu padre no te ha ofrecido su ayuda? —Siempre se me hacía difícil preguntarle por sus oraciones. Cuando rezaba era digno de ver, sobre todo en aquellos días, antes de que iniciáramos nuestros viajes. Había mucha tensión, y temblores, algo así como si alguien intentara quitarse la fiebre solo mediante la fuerza de su voluntad. Eran unas oraciones exentas de paz.
—Estoy solo —dijo Joshua.
Le di un puñetazo en el brazo, con fuerza.
—Si lo estuvieras, no notarías esto.
—¡Ay! ¿Por qué lo has hecho?
—Lo siento, aquí no hay nadie que pueda responderte. Estás tan solo…
—¡Sí, estoy solo!
Me eché hacia atrás para tomar impulso y golpearlo con más fuerza.
—En ese caso no te importará que te dé una hostia.
Él levantó las manos y se echó hacia atrás.
—Sí, sí me importa.
—¿Eso quiere decir que no estás solo?
—Supongo.
—Bien, entonces espérame aquí. Voy a ir yo a hablar personalmente con tu padre.
Y me interné en el olivar.
—Para hablar con él no hace falta que te metas ahí. Él está en todas partes.
—Sí, claro. No tienes ni idea. Si está en todas partes, ¿por qué estás solo?
—Bien pensado.
Dejé a Joshua de pie en el camino y me fui a rezar.
Y recé así:
—Padre celestial, Dios de mi padre y del padre de mi padre, Dios de Abraham y de Isaac, Dios de Moisés, que condujo a nuestro pueblo más allá de Egipto, Padre de David y Salomón, y… en fin, que tú ya sabes quién eres. Padre celestial, nada más lejos de mi intención que cuestionar tu buen juicio, siendo, como eres, todopoderoso, y el Dios de Moisés y de todos los anteriormente mencionados, pero ¿qué es exactamente lo que intentas hacer con este pobre muchacho? Pero si es tu hijo, ¿no? Es el Mesías, ¿no es cierto? ¿Acaso le estás planteando una de esas pruebas de fe, como la que le planteaste a Abraham? No sé si te has dado cuenta, pero está metido en un buen lío. Ha presenciado un asesinato, y a su padrastro lo han detenido los romanos, y parece bastante probable que muchos integrantes de nuestro pueblo, al que en más de una ocasión has mencionado como tu favorito y tu elegido (y del que yo también formo parte, dicho sea de paso), van a ser torturados y asesinados a menos que nosotros, quiero decir, él, haga algo. O sea, que lo que te estoy pidiendo es si podrías, como hiciste con Sansón cuando estaba acorralado, sin armas, ante los filisteos, echar una mano al chico.
»Con el debido respeto, de tu amigo Colleja. Amén.
A mí lo de rezar nunca se me ha dado bien del todo. Contar historias sí. De hecho, soy el creador de una historia universal que sé que ha sobrevivido hasta el presente, porque lo he oído en la tele, en cantidad de chistes.
Empieza así:
«Dos judíos entran en un bar y…».
¿Quiénes son esos dos judíos? Josh y yo. Lo digo en serio.
En cualquier caso, lo que digo es que a mí rezar no se me da bien, pero antes de que me digáis que fui demasiado grosero con Dios, hay otra cosa que debéis saber sobre mi pueblo. Nuestra relación con Dios era distinta a la que mantenían otros pueblos con sus dioses. Estaba lo del temor, el sacrificio, y esas cosas, claro, pero lo más importante era que no éramos nosotros los que acudíamos a él, sino él quien que acudía a nosotros. Él nos decía que éramos los elegidos, él nos decía que nos ayudaría a multiplicar los confines de la tierra, él nos decía que nos proporcionaría una tierra de leche y miel. Nosotros no acudíamos a él. No le pedíamos nada. Y como es él quien acude a nosotros, nos parece que podemos responsabilizarlo de lo que haga, y de lo que nos suceda. Pues está escrito que: «El que se retira es el que corta el bacalao». Y si hay algo que se aprende leyendo la Biblia es que mi pueblo se había retirado muchas veces. Apenas te dabas media vuelta y ya estábamos nosotros en Babilonia adorando a falsos dioses, construyendo falsos altares, o acostándonos con mujeres que no nos convenían. (Aunque esto último sea más bien propio de los hombres en general, no de los judíos en particular). Y a Dios, básicamente, no le importaba que nos esclavizaran, o que nos masacraran cuando nos portábamos así. Nosotros mantenemos ese tipo de relación con Dios. Somos familia.
De modo que no, no soy un maestro de la oración, por decirlo de algún modo, pero esa oración en concreto no debió de salirme tan mal, porque el caso es que Dios me respondió. Bueno, para ser más exactos, me dejó un mensaje.
Al salir del olivar, Joshua levantó una mano y me dijo:
—Dios ha dejado un mensaje.
—Es una lagartija —le dije yo. Y lo era. Joshua sostenía una lagartija pequeña en la mano extendida.
—Sí. Ese es el mensaje. ¿Es que no lo entiendes?
¿Cómo iba a entender yo lo que estaba sucediendo? Joshua no me había mentido nunca. De modo que si él aseguraba que la lagartija era un mensaje de Dios, ¿quién era yo para discutírselo? Así que me hinqué de rodillas y agaché la cabeza bajo la mano extendida de mi amigo.
—Señor, ten piedad de mí. Yo esperaba más bien una zarza ardiente, o algo así. Lo siento. De veras. —Y, dirigiéndome a Joshua, añadí—: No estoy seguro de que debas tomarte esto tan en serio, Josh. Los reptiles no suelen ser muy conocidos por transmitir los mensajes correctamente. A ver, déjame que piense. Sí, por ejemplo está el caso ese de Adán y Eva.
—No es esa clase de mensaje, Colleja. Mi padre no se ha expresado en palabras, pero su mensaje está tan claro como si su voz hubiera descendido directamente desde los cielos.
—Ya lo sabía. —Me puse en pie—. ¿Y el mensaje es…?
—Está en mi mente. Cuando hacía poco que te habías ido, esta lagartija me ha trepado por la pierna y se me ha subido a la mano. He sabido al instante que era mi padre, que me ofrecía una solución a mi problema.
—¿Y cuál es el mensaje?
—¿Recuerdas que, cuando éramos pequeños, jugábamos con las lagartijas?
—Claro que me acuerdo. Pero ¿cuál es el mensaje?
—¿Recuerdas que yo era capaz de devolverles la vida?
—Sí, un gran truco, pero, volviendo al mensaje…
—¿Es que no lo ves? Si el soldado no está muerto, entonces no ha habido asesinato. Y si no ha habido asesinato, entonces no hay motivo para que los romanos le causen daño a José. O sea que lo único que tengo que hacer es asegurarme de que el soldado no esté muerto. Así de fácil.
—Sí, claro, así de fácil. —Permanecí un momento observando la lagartija desde varios ángulos. Era de tonos marrones y azulados, y parecía bastante cómoda ahí, subida a la palma de la mano de Joshua—. Pregúntale qué se supone que tenemos que hacer ahora.