4

Un motivo más por el que detesto a esta escoria celestial con la que comparto habitación: hoy he descubierto que había ofendido a Jesús, nuestro camarero del servicio de habitaciones. ¿Y cómo lo he descubierto? Cuando nos ha traído la pizza para la cena, le he dado una de esas monedas de plata americanas que nos dieron en esa confitería del aeropuerto que se llama Cinnabon. Él ha emitido un sonido despectivo. Me la ha despreciado, pero, luego, pensándolo mejor, ha dicho: «Señor, sé que es usted extranjero y que no lo sabe, pero esta propina es insultante. Es mejor que se limite a firmar en el pedido del servicio de habitaciones, así por lo menos me pagarán la tarifa que se añade automáticamente. Se lo digo porque ha sido usted muy amable, y sé que su intención no era ofenderme, pero otro camarero podría escupirle en la comida si le ofreciera lo que acaba de ofrecerme a mí».

Yo he mirado al ángel que, como de costumbre, estaba echado en la cama y miraba la tele, y por primera vez me he dado cuenta de que él no entendía la lengua de Jesús. Él no posee el don de lenguas con el que me ha dotado a mí. Conmigo se comunica en arameo, y parece saber algo de hebreo, y el suficiente inglés como para seguir los programas de la televisión, pero de español no sabe ni una palabra. Le he pedido disculpas a Jesús y le he dado permiso para retirarse, prometiéndole que lo compensaría. Cuando se ha ido me he vuelto hacia el ángel.

—Necio, estas monedas, estos centavos no valen casi nada en este país.

—¿Qué dices? Pero si se parecen a los dinares de plata que desenterramos en Jerusalén, y que valen una fortuna.

Y en cierto sentido tenía razón. Después de que me devolviera a la vida, yo lo conduje a un cementerio en el valle de Ben Hinnom, y allí, oculto tras la piedra en la que Judas lo había guardado, estaba el maldito dinero, el dinero ensangrentado, las treinta monedas de plata. Salvo una ligerísima capa de óxido, se veían idénticas que el día que yo me las había llevado, y eran casi iguales a las que, en el país en que me encontraba, llamaban «diez centavos» (aunque la imagen de Tiberio de los dinares había sido reemplazada por la efigie de algún otro césar). Habíamos llevado los dinares a un anticuario de la ciudad vieja (que estaba casi igual que la última vez que había paseado por allí, excepto por el hecho de que el templo había desaparecido y en su lugar se alzaban dos mezquitas). El mercader nos dio por ellas veinte mil dólares americanos. Gracias a ese dinero habíamos viajado, y lo habíamos dejado en depósito en el hotel, para cubrir los gastos. El ángel me dijo que las monedas de diez centavos debían de tener el mismo valor que los dinares y yo, como un necio, me lo había creído.

—Deberías habérmelo dicho —le he reclamado al ángel—. Si pudiera salir de este cuarto, lo descubriría por mí mismo.

—Tienes trabajo que hacer —ha replicado él, antes de ponerse en pie y exclamar, dirigiéndose al televisor—: ¡La ira del Señor recaerá sobre ti, Stephanos!

—¿A qué diablos le estás gritando?

El ángel apuntó la pantalla con un dedo.

—Acaba de cambiar al bebé de Catherine por su gemelo malvado, que él ha criado junto con su hermana mientras ella estaba en coma. Catherine no se ha percatado de su mala acción, porque él se ha modificado el rostro para parecerse al director del banco que está embargando los negocios del esposo de Catherine. Si no estuviera atrapado aquí, yo mismo llevaría a rastras a ese demonio hasta el infierno.

El ángel ya lleva varios días viendo culebrones en la tele, y bien se pone a gritar de pronto, bien se echa a llorar. Ha dejado de leer lo que yo escribo, por lo que yo he intentado no hacerle caso, pero ahora me he dado cuenta de lo que sucede.

—Nada de todo eso es real, Raziel.

—¿A qué te refieres?

—Es un drama, como los de los griegos. Son actores que representan una función.

—No, no se puede fingir semejante maldad.

—Y eso no es todo. Spiderman y el doctor Octopus no son reales. Son personajes.

—Eres un perro mentiroso.

—Si alguna vez salieras de esta habitación y vieras cómo habla la gente de verdad, tú mismo te darías cuenta, cretino de pelo amarillo. Pero no, tú te quedas aquí, plantado sobre mi hombro como un pájaro amaestrado. Yo llevo muerto dos mil años y sé más que tú. —(Sigo necesitando echar un vistazo al libro ese de la cómoda, y me ha parecido que, no sé, tal vez persuadiera al ángel para que me dejara a solas cinco minutos).

—Tú no sabes nada —replicó Raziel—. Yo, en mi época, llegué a destruir ciudades enteras.

—Pues no sé, me pregunto si te cargaste las que debías. Menudo corte si no, ¿verdad?

En ese momento, en la pantalla ha aparecido el anuncio de una revista que promete «responder a todas las dudas» y ofrecer una visión desde dentro de todos los culebrones: Culebrones Digest. He visto que al ángel se le ponían los ojos como platos. Ha descolgado el teléfono y ha llamado a recepción.

—¿Qué estás haciendo?

—Necesito ese libro.

—Pídeles que envíen a Jesús. Él te ayudará a conseguirlo.

En nuestro primer día de trabajo, Joshua y yo nos levantamos antes del alba. Nos encontramos cerca del pozo, llenamos de agua las botas que nos habían dado nuestros padres, y nos comimos nuestro pan ácimo con queso, rumbo a Séforis. El camino, que en gran parte del trayecto era de tierra, resultaba llano y se recorría sin esfuerzo. (Si Roma cuidaba de algo en sus territorios, eran las vías de escape de sus ejércitos). A medida que avanzábamos, yo me fijaba en que las colinas pedregosas adquirían un tono rosado, bañadas por el sol naciente, y vi que Joshua se estremecía, como si un viento helado le hubiera recorrido la espalda.

—La gloria de Dios está en todo lo que vemos —dijo—. Eso no debemos olvidarlo nunca.

—Acabo de pisar una boñiga de camello. Mañana mejor salimos cuando ya haya amanecido.

—Acabo de darme cuenta, y por eso la anciana no volvió a la vida. Olvidé que no era mi poder el que la resucitaba, sino el poder del Señor. Yo quise resucitarla por un motivo equivocado, por arrogancia, y por eso ella murió una segunda vez.

—Me ha manchado la sandalia. Seguro que va a apestar todo el día.

—Aunque tal vez fuera porque no la toqué. Las otras veces que he resucitado a otras criaturas, siempre las he tocado.

—¿Hay algo en la Ley respecto a apartar a los camellos de los caminos para que hagan sus necesidades? Pues si no lo hay debería haberlo. Y si no está en la Ley de Moisés, los romanos deberían dictar una al respecto. ¿No crucifican sin pensarlo dos veces a los judíos que se rebelan? Pues debería existir algún castigo para quienes ensucian sus caminos. ¿No crees? No digo crucificarlos, pero, no sé, un buen bofetón en la boca, o algo así.

—¿Pero cómo voy a tocar un cadáver, si la ley lo prohíbe? Los asistentes al funeral me lo habrían impedido.

—¿Podemos parar un momento? Tengo que limpiarme la sandalia. Ayúdame a encontrar un palo. Esa boñiga era más grande que mi cabeza.

—Colleja, no me estás escuchando.

—Sí, te escucho. Mira, Joshua, yo no creo que tú estés sujeto a la Ley. Vaya, que eres el Mesías. Es Dios es el que se supone que te dice lo que quiere, ¿no?

—Yo se lo pregunto, pero no recibo respuesta.

—Escucha, lo estás haciendo bien. Tal vez esa mujer no volvió a la vida porque era muy testaruda. Los viejos son así, ya se sabe. Pero si a mi abuelo tenemos que echarle agua fría encima para que despierte de su siesta. La próxima vez inténtalo con un muerto joven.

—¿Y si en realidad no soy el Mesías?

—¿Quieres decir que no estás seguro? ¿No te lo dijo el ángel? ¿Crees que Dios podría estar gastándote una broma? No lo creo. Yo no conozco la Tora tan bien como tú, pero no recuerdo que Dios tenga sentido del humor.

Al fin logré arrancarle una sonrisa.

—Pues me ha dado a Colleja como mejor amigo, ¿no?

—Ayúdame a encontrar un palo.

—¿Crees que seré un buen albañil?

—Yo, lo único que te pido, es que no seas mejor que yo.

—Eres odioso.

—¿Qué es lo que te digo siempre?

—¿De verdad crees que le gusto a Magda?

—¿Vas a ser así todas las mañanas? Porque, en ese caso, mejor te vas solo al trabajo.

Las puertas de Séforis eran como un embudo de humanidad. Los campesinos salían en manadas para cuidar de sus campos y sus huertos, los artesanos y los albañiles se apresuraban a entrar, mientras los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y los mendigos mendigaban junto al camino. Joshua y yo nos detuvimos junto a las puertas, maravillados, y un hombre que llevaba una recua de asnos cargados de cestos con piedras estuvo a punto de atropellarnos.

No es que fuera la primera vez que veíamos una ciudad: Jerusalén era cincuenta veces mayor que Séforis, y habíamos estado en ella varias veces, en días de celebración, pero Jerusalén era una ciudad judía; era la ciudad judía por excelencia. Séforis era la ciudad romana fortificada de Galilea, y tan pronto como vimos la estatua de Venus custodiando la puerta supimos que aquello era algo distinto a todo lo que conocíamos.

Le di un codazo a Joshua en las costillas.

—¿Una imagen tallada? Nunca había visto una figura humana representada.

—Es pecado —sentenció Joshua.

—Está desnuda.

—No mires.

—Está completamente desnuda.

—Está prohibido. Deberíamos irnos de aquí, ir a buscar a tu padre.

Me tiró de la manga y me arrastró hasta el otro lado de las puertas.

—¿Cómo permiten algo así? —dije—. Habría pensado que nuestra gente la habría echado abajo.

—Lo hizo un grupo de zelotes, según me contó José. Pero los romanos los pillaron y los crucificaron junto a este camino.

—Eso nunca me lo habías contado.

—José me dijo que no hablara de ello.

—Se le veían los pechos.

—No pienses en ello.

—¿Cómo no voy a pensar en ello? Nunca he visto un pecho sin un recién nacido colgado de él. Son más… agradables así, de dos en dos.

—¿Por dónde se supone que se llega a nuestro trabajo?

—Mi padre me ha dicho que nos acerquemos a la esquina occidental de la ciudad y que veremos dónde se están realizando las obras.

—Vamos, entonces.

Joshua seguía arrastrándome con la cabeza gacha, como una mula airada.

—¿Crees que los pechos de Magda son así?

A mi padre le habían encomendado la construcción de la casa de un griego adinerado, en un terreno situado en la zona occidental de la ciudad. Cuando Joshua y yo llegamos, mi padre ya estaba ahí, dirigiendo a los esclavos que colocaban en su sitio una piedra de las que componían una pared. Supongo que yo había imaginado algo distinto. Creo que me sorprendió que alguien, aunque fuera esclavo, obedeciera las órdenes de mi padre. Los esclavos eran nubios, egipcios, fenicios, delincuentes, morosos, prisioneros de guerra, accidentes de la naturaleza. Se trataba de hombres flacos, muy sucios, muchos de los cuales no llevaban más que unas sandalias y un taparrabos. En otra vida tal vez hubieran comandado un ejército o vivido en un palacio, pero ahora sudaban a pesar del frío de la mañana, y levantaban unas piedras lo bastante grandes como para aplastar a un burro.

—¿Son estos tus esclavos? —le preguntó Joshua a mi padre.

—¿Acaso soy rico, Joshua? No. Estos esclavos pertenecen a los romanos. El griego que se construye esta casa los ha contratado para que lo hagan.

—¿Y por qué obedecen tus órdenes? Ellos son muchos, y tú uno solo.

Mi padre ladeó la cabeza.

—Espero que no llegues a ver nunca lo que las puntas de los látigos de los romanos causan en los cuerpos de los hombres. Todos estos sí lo han visto, y les ha bastado verlo para que sus espíritus de hombres se quebraran. Rezo por ellos todas las noches.

—Odio a los romanos —dije yo.

—¿Ah, sí, hombrecito, ah, sí? —inquirió una voz desde atrás.

—Ave, centurión —saludó mi padre, abriendo mucho los ojos.

Joshua y yo nos volvimos para descubrir a Justo Gálico, el centurión del funeral de Jafia, que se encontraba entre los esclavos.

—Alfeo, parece que estás criando a una pandilla de zelotes.

Mi padre apoyó una mano en mi hombro y la otra en el de Joshua.

—Éste es mi hijo, Levi, y este su amigo, Joshua. Hoy empiezan de aprendices. Son solo niños —añadió, a modo de disculpa.

Justo se acercó, me dedicó una mirada fugaz y clavó la vista en Joshua.

—A ti te conozco, muchacho. Te he visto antes.

—En el funeral de Jafia —me apresuré a intervenir. No podía apartar los ojos de la espada corta que llevaba al cinto.

—No. —El romano parecía rebuscar en su memoria—. En Jafia no. He visto su rostro en una imagen.

—Eso no puede ser —dijo mi padre—. Nuestra fe nos prohíbe representar la figura humana.

Justo le dedicó una mirada de reprobación.

—No desconozco las costumbres primitivas de vuestro pueblo, Alfeo. Aun así, este niño me suena.

Joshua miraba al centurión con una expresión absolutamente neutra.

—¿Te compadeces de estos esclavos, muchacho? ¿Los liberarías si pudieras?

Joshua asintió.

—Lo haría. El espíritu de un hombre debe ser libre para poder entregarse a Dios.

—¿Sabes? Hace ochenta años hubo un niño esclavo que hablaba como tú. Formó un ejército de esclavos para luchar contra Roma. Derrotó a dos de nuestros ejércitos, se apoderó de todos los territorios al sur de Roma. Es una historia que todo soldado romano debe aprender.

—¿Por qué? ¿Qué sucedió? —pregunté yo.

—Lo crucificamos —respondió Justo—. Junto a la calzada. Y su cuerpo fue devorado por los cuervos. La lección que todos aprendemos es que nada puede oponerse a Roma. Y es una historia que tú, muchacho, también debes aprender, así como vas a aprender a ser cantero.

En ese instante se acercó otro soldado romano, un legionario, que no llevaba ni la capa ni el casco con cresta del centurión. Le comunicó algo a Justo en latín, antes de fijarse en Joshua y detenerse. En un arameo básico, le preguntó:

—Eh, ¿no vi una vez tu rostro en un pan?

—No era él —tercié yo.

—¿Seguro? Pues se parece mucho.

—Sí, era yo —dijo Joshua.

Yo le di un manotazo en la frente, y se cayó al suelo.

—No, no era él. Está loco. Lo siento.

El soldado meneó la cabeza y se alejó detrás de Justo.

Yo le alargué la mano a mi amigo para ayudarlo a levantarse.

—Vas a tener que aprender a mentir.

—¿De veras? Yo siento que estoy aquí para decir la verdad.

—Sí, seguro. Pero todavía no.

No sé bien qué esperaba yo que sería trabajar como cantero, pero sí sé que, apenas transcurrida una semana, Joshua ya se estaba replanteando su decisión de no ser carpintero. Cortar grandes bloques de piedra con unos cinceles de hierro diminutos era muy duro. ¿Quién lo habría imaginado?

—«Mira a tu alrededor, ¿ves algún árbol?» —se burló Joshua—. «Piedras Josh, piedras».

—Es difícil porque todavía no sabemos bien qué hacemos. Pero con el tiempo mejorará.

Joshua se fijó en mi padre, que iba desnudo de cintura para arriba, y que cincelaba una roca del tamaño de un asno, mientras una docena de esclavos esperaba para cargarla hasta su lugar. Estaba cubierto de un polvillo grisáceo, y las gotas de sudor dibujaban unas líneas oscuras entre los tendones y los músculos que se le marcaban en la espalda y los brazos.

—Alfeo —lo llamó—. ¿El trabajo se hace más fácil cuando lo aprendes?

—Los pulmones se llenan de polvo, y el sol y las astillas de las piedras que levantas con el cincel te van cegando. Entregas tu vida para construir en piedra unos edificios que son para los romanos, unos romanos que te sacan el dinero con sus impuestos, unos impuestos que usan para pagar a sus soldados, unos soldados que crucifican a tu pueblo porque quiere ser libre. Se te parte la espalda, los huesos te crujen, tu mujer te regaña a gritos, y tus hijos te atormentan con sus bocas abiertas, hambrientas, como pájaros recién nacidos piando en sus nidos. Te acuestas tan cansado todas las noches, tan apaleado, que rezas para que el Señor te envíe el ángel de la muerte mientras duermes, para no tener que enfrentarte a una mañana más. Pero bueno, también tiene sus desventajas, no te creas.

—Gracias —respondió Joshua y, mirándome, arqueó una ceja.

—Pues a mí me entusiasma —repliqué—. Estoy listo para cortar alguna piedra. Retírate, Josh, mi cincel echa humo. La vida se extiende ante nosotros como un gran bazar, y no puedo esperar más para saborear los dulces que en él se encuentran.

Josh ladeó la cabeza como un perro perplejo.

—Pues fíjate que a mí la respuesta de tu padre no me ha suscitado lo mismo.

—Eso es sarcasmo, Josh.

—¿Sarcasmo?

—Sí, es una palabra que viene de del término griego sarkasmos, y que literalmente significa «morderse los labios». Pero quiere decir que en realidad no dices lo que quieres decir, aunque de todos modos la gente te entiende. Lo inventé yo, y Bartolomé le puso un nombre.

—Bueno, si el nombre se lo ha puesto el tonto del pueblo, estoy seguro de que será algo bueno.

—Muy bien, ahí lo tienes, lo has cogido.

—¿Cogido el qué?

—El sarcasmo.

—No, lo decía en serio.

—¿Seguro?

—¿Es eso sarcasmo?

—Ironía, creo que se llama.

—¿Y qué diferencia hay?

—No tengo la menor idea.

—¿Entonces? ¿Ahora mismo estás siendo irónico?

—No, es verdad, no lo sé.

—Tal vez debieras preguntárselo al tonto.

—Ya lo has pillado.

—¿El qué?

—El sarcasmo.

—Colleja, ¿estás seguro de que no te envía el diablo para vejarme?

—Podría ser. ¿Qué tal lo estoy haciendo hasta el momento? ¿Te sientes vejado?

—Sí. Y me duelen las manos de tanto sostener el cincel y el mazo. —Golpeó el cincel con la herramienta de madera y los fragmentos de piedra nos salpicaron a los dos.

—Tal vez Dios me haya enviado para que te convenza de que tienes que ser albañil, para que así tú te des más prisa en ser el Mesías.

Volvió a golpear el cincel, y acto seguido escupió los trocitos de piedra que se le habían metido en la boca.

—No sé cómo ser el Mesías.

—¿Y qué? Hace una semana no sabíamos cómo ser albañiles, y míranos ahora. Una vez sabes lo que haces, las cosas se vuelven más fáciles.

—¿Estás siendo irónico otra vez?

—Dios mío, espero que no.

Tardamos dos meses en llegar a ver al griego que había encargado a mi padre la construcción de la casa. Se trataba de un hombre bajo, de aspecto blando, que llevaba una túnica más blanca que la de todos los sacerdotes levíticos, con una cenefa de rectángulos encabalgados, cosida en el dobladillo con hilo de oro. Llegó en un par de carros, seguido a pie por dos esclavos personales y media docena de guardaespaldas que parecían fenicios. Digo que llegó en dos carros porque él iba junto al auriga en el primero de ellos, pero, detrás, venía otro que transportaba la estatua de mármol de un hombre desnudo, de unos tres metros de altura. El griego se bajó del carro y se acercó directamente a mi padre. Joshua y yo estábamos mezclando mortero en aquel momento, y nos detuvimos a mirar.

—Una imagen tallada —observó Joshua.

—Sí, ya la he visto —repliqué yo—. Con relación a las imágenes talladas, a mí, particularmente me gusta más la Venus de la puerta.

—Esa estatua no es judía —añadió él.

—No, judía seguro que no es —convine yo. La hombría de la escultura, aunque abundante, no estaba circuncidada.

—Alfeo —dijo el griego—. ¿Por qué no has colocado el suelo del gimnasio todavía? He traído la estatua para instalarla en él, y solo hay un agujero en el terreno, no un gimnasio.

—Ya te lo dije, este terreno no es apto para la construcción. No se puede construir sobre arena. He ordenado a los esclavos que quiten toda la arena hasta que encuentren un lecho de roca. Ahora tendremos que llenar el hueco con piedras, y después aplanarlo.

—Pero es que yo quiero colocar mi estatua —lloriqueó el griego—. La he mandado traer desde Atenas.

—¿Quieres que tu casa se derrumbe sobre tu querida estatua?

—Eh, tú, judío, a mí no me hables así. Te pago bien para que me construyas una casa.

—Y yo te la construyo bien, es decir, no sobre arena. De modo que guarda tu estatua y déjame hacer mi trabajo.

—Bien, descarguémosla. Esclavos, ayudad a bajar mi estatua —dijo el griego, dirigiéndose a Joshua y a mí—. Vosotros, todos, ayudad en la descarga. —Señaló entonces a los esclavos, que desde que el griego había llegado, fingían trabajar, pero que no estaban seguros de si les convenía mostrarse demasiado entusiastas con un proyecto con el que el señor parecía disconforme. Todos alzaron la mirada al unísono, sorprendidos, como si con la expresión de su rostro dijeran: «¿Quién, yo?», expresión que, constaté, era la misma en todos los idiomas.

Los esclavos se acercaron al carro y empezaron a desanudar las cuerdas que mantenían la estatua en su lugar. El griego nos miró a nosotros.

—¿Estáis sordos, esclavos? ¡Ayudadles! —Regresó corriendo al carro y le arrebató el látigo al auriga.

—Ellos no son esclavos —intervino mi padre—. Son mis aprendices.

El griego se detuvo frente a mi padre.

—¿Y eso a mí qué me importa? ¡Moveos, muchachos! ¡Ahora!

—No —replicó Joshua.

Por un momento me pareció que el griego iba a estallar. Echó el látigo hacia atrás, con intención de usarlo.

—¿Qué has dicho?

—Ha dicho que no —le aclaré yo, dando un paso al frente para quedar a la altura de mi amigo.

—Mi pueblo cree que las imágenes talladas son pecaminosas —terció mi padre, con un atisbo de pánico en la voz—. Los chicos se limitan a ser fieles a nuestro Dios.

—Pues esta es una estatua de Apolo, un dios verdadero, de modo que ayudarán a descargarla, lo mismo que tú, o me buscaré a otro albañil que me construya la casa.

—No —insistió Joshua—. No lo haremos.

—No lo haremos, moco de camello leproso —añadí yo.

Joshua me miró con gesto de asco.

—Por Dios, Colleja.

—¿Me he pasado?

El griego emitió un chillido y empezó a blandir el látigo. Lo último que vi, antes de cubrirme la cara, fue que mi padre se abalanzaba hacia el griego. Por Joshua, estaba dispuesto a dejarme azotar, pero no a perder un ojo. Me preparé para recibir un azote que no llegó. Se oyó el chasquido, sí, seguido de una vibración, y cuando me descubrí los ojos vi al griego en el suelo, boca arriba, la túnica blanca manchada de polvo, el rostro enrojecido de rabia. El látigo estaba tras él, y sobre su punta se alzaba la bota con tachuelas de Gayo Justo Gálico, el centurión. El griego se revolvió sobre la tierra, dispuesto a descargar su ira sobre la persona que hubiera osado frenarle la mano, pero al constatar de quién se trataba, se puso blanco y fingió toser.

Uno de los guardaespaldas del griego dio unos pasos al frente. Justo lo señaló con el dedo.

—No te acerques más, si no quieres sentir que la bota del Imperio Romano te aplasta el cuello.

El guardia regresó junto a sus compañeros.

El romano sonreía como una mula comiéndose una manzana, sin preocuparse lo más mínimo porque el griego salvara el pundonor.

—Y bien, Castor, ¿debo deducir que vas a tener que enrolar a más esclavos romanos para que te ayuden a construir tu casa? ¿O es cierto lo que se dice de vosotros, los griegos, que azotar a los muchachos no es para vosotros una medida disciplinaria, sino un pasatiempo?

El griego escupió la tierra que se le había metido en la boca y se puso en pie.

—Los esclavos de que dispongo bastarán para la tarea, ¿verdad, Alfeo?

Se volvió hacia mi padre con ojos suplicantes.

Mi padre parecía atrapado entre dos males, incapaz de decidir cuál era el menor de ellos.

—Probablemente sí —dijo al fin.

—Muy bien entonces —dijo Justo—. Espero un pago extra por el buen trabajo que están realizando. Podéis proseguir.

Justo atravesó las obras como si nadie lo mirara con atención, o como si no le importara que lo hicieran, y al pasar junto a mí y a Joshua mostró su satisfacción.

—¿«Moco de camello leproso»? —susurró, divertido.

—Una bendición en hebreo antiguo —inventé yo.

—Vosotros dos deberíais estar en las colinas, con los demás rebeldes hebreos. Y, echándose a reír, nos alborotó el pelo y se alejó.

El sol, al ponerse, teñía de rosa las colinas mientras nosotros regresábamos a Nazaret aquella tarde. Además del agotamiento causado por el trabajo, Joshua parecía ofendido por lo que había presenciado ese día.

—¿Tú sabías eso? —me preguntó—. ¿Que no se puede construir sobre arena?

—Claro. Mi padre lleva mucho tiempo hablando de ello. Se puede construir sobre arena, pero lo que se construye se derrumba.

Joshua asintió, pensativo.

—¿Y sobre suciedad? ¿Sobre polvo? ¿Se puede construir sobre polvo?

—Lo que va mejor es la roca, pero supongo que sobre polvo también se puede.

—Debo recordar eso.

Desde que empezamos a trabajar con mi padre, apenas veíamos a Magda. Yo me descubrí a mí mismo esperando con impaciencia a que llegara el sabbat, porque era el día en que íbamos a la sinagoga, y yo me quedaba un rato fuera, entre las mujeres, mientras los hombres estaban dentro escuchando las lecturas de la Tora, o los sermones de los fariseos. Aquellas eran de las pocas ocasiones en que podía charlar con Magda sin que Joshua estuviera presente, porque aunque ya entonces los fariseos le caían mal, sabía que podía aprender de ellos, y por eso se pasaba aquellos días atendiendo sus enseñanzas. Yo seguía preguntándome si aquel tiempo que le robaba a Magda implicaba una deslealtad con él, pero cuando se lo pregunté, él me dijo:

—Dios está dispuesto a perdonarte el pecado de ser un hijo del hombre, pero tú debes perdonarte a ti mismo por haber sido niño.

—Supongo que tienes razón.

—Por supuesto que tengo razón. Soy el Hijo de Dios, burro. Además, Magda siempre quiere hablar de mí, ¿no?

—No siempre —le mentí.

El sabbat anterior al asesinato, encontré a Magda en el exterior de la sinagoga, sentada sola bajo una palmera datilera. Me acerqué a ella para conversar un rato, aunque sin levantar la vista del suelo en ningún momento. Sabía que si la miraba a los ojos no me concentraba en lo que me decía, y por eso solo lo hacía a intervalos breves, como cuando uno mira el sol en los días bochornosos para confirmar el origen del calor.

—¿Dónde está Joshua? —fueron las primeras palabras que salieron de su boca, claro.

—Estudiando con los hombres.

Pareció decepcionada unos instantes, pero luego se le iluminó el rostro.

—¿Cómo os va el trabajo?

—Duro, me gusta más jugar.

—¿Y cómo es Séforis? ¿Es como Jerusalén?

—No, es más pequeño. Pero en ella viven muchos romanos. —Ella había visto romanos. Y a mí me hacía falta algo con lo que impresionarla—. Y hay imágenes talladas, estatuas de personas.

Magda se cubrió la boca con la mano para reprimir una risita.

—¿Estatuas? ¿De verdad? Me encantaría verlas.

—Entonces ven con nosotros. Podemos salir mañana muy temprano, antes de que se despierte nadie.

—No puedo. ¿Adónde le diría a madre que voy?

—Dile que vas a Séforis con el Mesías y su amigo.

Ella abrió mucho los ojos, y yo aparté los míos al momento para no quedar atrapado por su hechizo.

—No deberías hablar así, Colleja.

—He visto al ángel.

—Tú mismo dijiste que no debíamos decirlo.

—Es broma. Dile a tu madre que te he contado que he encontrado un panal de abejas, y que quieres ir a buscar miel mientras las abejas están todavía atontadas por el frío del amanecer. Esta noche hay luna llena, y se verá bien. A lo mejor te cree.

—A lo mejor. Pero cuando vuelva a casa sin miel sabrá que le he mentido.

—Entonces dile que era un nido de avispas. Según ella, Joshua y yo somos tontos, ¿no?

—Según ella, Joshua está mal de la cabeza, y de ti… sí, de ti sí cree que eres un poco tonto.

—¿Lo ves? Mi plan funciona. Pues está escrito que «Si el sabio siempre se presenta como un necio, sus errores no decepcionan, y sus éxitos, en cambio, causan gratas sorpresas».

Magda me dio una palmada en la pierna.

—Eso no está escrito.

—Seguro que sí, en Imbéciles 3:7.

—No existe ese libro de los Imbéciles.

—Pues en Aburridos, 5:4.

—Te lo estás inventando.

—Ven con nosotros. Estarás de regreso en Nazaret antes de que sea la hora de ir a por agua.

—¿Por qué tan temprano? ¿Qué tramáis vosotros dos?

—Vamos a circuncidar a Apolo.

Magda no dijo nada, se limitó a mirarme, como si viera la palabra «mentiroso» escrita en mi frente, con letras de fuego.

—No ha sido idea mía —le aclaré—. Ha sido idea de Joshua.

—En ese caso, iré —dijo.