El ángel no quiere decirme nada de lo que pasó con mis amigos, con los doce, con Magda. Solo me cuenta que están muertos y que yo tengo que escribir mi propia versión de los hechos. Sí, claro, historias inútiles de ángeles me cuenta muchas: que si Gabriel desapareció en una ocasión durante sesenta años y lo encontraron en la tierra, oculto en el cuerpo de un hombre llamado Miles Davis, que si Rafael se escapó del Cielo para visitar a Satán y volvió con un aparato que se llama «teléfono móvil»… (Evidentemente, en el infierno ya todo el mundo los tiene). Él se dedica a mirar la tele, y cuando pasan imágenes de un terremoto o un tornado, dice: «Una vez yo destruí una ciudad con uno de esos. El mío fue mejor». Me siento sepultado por esa absurda verborrea angelical, y sin embargo, de mi propia época solo sé lo que viví. Cuando la tele menciona a Joshua, al que llaman por su nombre griego, Raziel cambia de canal sin darme tiempo a oír nada.
Nunca duerme. Se limita a mirarme, a ver la tele y a comer. Y nunca sale de la habitación.
Hoy, mientras estaba buscando otra toalla, he abierto uno de los cajones y allí, debajo de una bolsa de plástico para la ropa sucia, he encontrado un libro: La Sagrada Biblia, ponía en la cubierta. Gracias al Señor que no he sacado el libro del cajón, y lo he abierto allí mismo, dándole la espalda al ángel. He descubierto que hay capítulos que no estaban en la Biblia que yo conozco. He visto los nombres de Mateo y de Juan, he visto Romanos y Gálatas. O sea, que ese es un libro de mi época.
—¿Qué estás haciendo? —me ha preguntado el ángel.
Yo he cubierto la Biblia y he cerrado el cajón.
—Buscando toallas. Tengo que bañarme.
—Ya te bañaste ayer.
—La limpieza es importante para mi pueblo.
—Eso ya lo sé. ¿Qué te crees? ¿Que no lo sé?
—No eres precisamente la aureola más brillante del grupito.
—Báñate entonces. Y mantente alejado del televisor.
—¿Por qué no vas a buscarme más toallas?
—Llamaré a recepción.
Y eso ha hecho. Si quiero echarle un vistazo al libro, tendré que ingeniármelas para que el ángel salga del cuarto.
Sucedió que en el pueblo de Jafia, la población hermana de Nazaret, aquella Pascua, la madre de uno de los sacerdotes del templo murió de un mal aire. Los prelados levíticos, o saduceos, eran ricos por los tributos que pagábamos al templo, y se contrataron plañideras de todas las aldeas vecinas. Las familias de Nazaret caminaron hasta la siguiente colina para asistir al funeral y, por vez primera, Joshua y yo pudimos estar un buen rato con Magda, mientras andábamos por los caminos.
—¿Y qué? —nos dijo sin mirarnos—. ¿Habéis estado jugando con serpientes últimamente?
—Hemos estado esperando a que el león se acueste con el cordero —le respondió Joshua—. Esa es la parte de la profecía que viene a continuación.
—¿Qué profecía?
—Nada, no importa —tercié yo—. Las serpientes son cosa de niños. Y nosotros ya casi somos hombres. Empezaremos a trabajar después de la fiesta de los Tabernáculos. En Séforis. —Intentaba resultar mayor y experimentado. Magda no parecía nada impresionada.
—¿Y tú aprenderás a ser carpintero? —le preguntó a Joshua.
—Acabaré dedicándome al oficio de mi padre, sí.
—¿Y tú? —me preguntó.
—Estoy pensando en hacerme plañidero profesional. No puede ser tan difícil. Te arrancas el pelo, cantas uno o dos lamentos fúnebres, y el resto de la semana te queda libre.
—Su padre es albañil —aclaró Joshua—. Tal vez los dos aprendamos ese oficio.
A instancias mías, mi padre se había ofrecido a tomar a mi amigo de aprendiz si José estaba de acuerdo.
—O pastor —me apresuré a añadir—. Ser pastor parece fácil. Una semana fui con Kaliel a cuidar de su rebaño. La Ley dice que deben ir dos con las ovejas para impedir que suceda la abominación. Y yo las abominaciones las huelo a cincuenta pasos.
Magda sonrió.
—¿Y evitaste alguna abominación?
—Sí, claro, mantuve a raya todas las abominaciones mientras Kaliel jugaba con su oveja favorita detrás de los arbustos.
—Colleja —intervino Joshua muy serio—, esa era precisamente la abominación que se suponía que debías impedir.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Vaya. Bueno, en ese caso creo que sería un excelente plañidero. ¿Conoces la letra de algún lamento fúnebre, Magda? Voy a tener que aprenderme algunos.
—Pues yo creo que, cuando crezca —anunció Magda—, regresaré a Magdala y me haré pescadora en el mar de Galilea.
Yo me eché a reír.
—No seas tonta, eres una niña, no puedes ser pescadora.
—Sí puedo.
—No puedes. Tú tienes que casarte y tener hijos varones. ¿Estás comprometida, por cierto?
Joshua dijo:
—Ven conmigo, Magda, y yo haré de ti un pescadora de hombres.
—¿Qué diablos significa eso?
Agarré a Joshua por la túnica y empecé a llevármelo a rastras.
—No le hagas caso. Está loco. Lo ha heredado de su madre. Una mujer encantadora, sí, pero chiflada como ella sola. Ven, Joshua, vamos, vamos a cantar un lamento.
Y me puse a improvisar lo que me parecía que podía ser un buen cántico funerario.
—La, la, la. Sentimos mucho, muchísimo, que tu madre haya muerto. Qué pena que seas saduceo y no creas en la otra vida, y que tu madre vaya a ser solo alimento para los gusanos, la, la, la. Bueno, claro, ahora tal vez te lo pienses mejor, ¿no? La, la, la, la, la, la, waka, waka. —(En arameo sonaba genial. En serio).
—Sois tontos los dos.
—Tenemos que irnos. Mucho que plañir. Hasta la vista.
—La, la, la, no te sientas tan mal, era vieja y no tenía dientes, la, la, la. ¡Vamos, todos juntos a cantar, que os sabéis la letra!
Más tarde, dije:
—Josh, no puedes seguir diciendo esas cosas, dan mucho miedo. «Pescadora de hombres». ¿Quieres que los fariseos te lapiden? ¿Es eso lo que quieres?
—Yo solo cumplo con la misión que me ha encomendado mi padre. Además, Magda es nuestra amiga, ella no diría nada.
—Vas a asustarla, y se alejará de nosotros.
—No la asustaré. Y ella seguirá a nuestro lado, Colleja.
—¿Vas a casarte con ella?
—Ni siquiera sé si puedo casarme con nadie. Mira.
Estábamos llegando a lo alto de la colina de Jafia, y veíamos un grupo de plañideras que se congregaba a las afueras de la aldea. Joshua señaló una cresta roja que destacaba sobre la muchedumbre: el casco de un centurión romano.
El centurión conversaba con el sacerdote levítico, vestido de blanco y oro, y con una barba blanca que le llegaba más allá del cinto. Al acercarnos más al pueblo, vimos a veinte o treinta soldados más que vigilaban a los congregados.
—¿Por qué han venido?
—No les gusta que nos congreguemos —respondió Joshua, deteniéndose para observar con detalle al comandante de los centuriones—. Han venido a asegurarse de que no nos rebelamos.
—¿Y por qué habla con él el sacerdote?
—El saduceo quiere asegurarle al romano que nos tiene controlados. No estaría bien que hubiera una masacre el día del funeral de su madre.
—O sea, que vela por nosotros.
—Vela por sí mismo. Solo por sí mismo.
—No deberías decir eso de un sacerdote del templo, Joshua. —Era la primera vez que oía a mi amigo hablar mal de los saduceos, y me asusté.
—Creo que ese sacerdote va a descubrir hoy mismo a quién pertenece el templo.
—No me gusta nada que hables así, Josh. Tal vez sea mejor que regresemos a casa.
—¿Recuerdas el estornino muerto que encontramos?
—Esto no me gusta nada.
Joshua me sonrió. Me fijé en que, en sus ojos, había destellos dorados.
—Canta tu lamento, Colleja. Creo que a Magda le han impresionado esos cánticos.
—¿De veras? ¿Lo crees en serio?
—Pues no.
Se habían congregado unas quinientas personas en el exterior de la tumba. Los hombres, delante, se cubrían la cabeza con chales a rayas, y se mecían hacia delante y hacia atrás mientras entonaban sus oraciones. Las mujeres se mantenían en un segundo plano, y exceptuando los aullidos de las plañideras a sueldo, era como si no existieran. Yo intenté encontrar a Magda con la mirada, pero no la veía entre la multitud. Cuando me di la vuelta, Joshua ya se había abierto paso entre los hombres y había llegado a la cabeza del grupo, donde el saduceo velaba a su madre muerta, leyendo un fragmento de la Tora.
Las mujeres la habían amortajado con un sudario de lino, y la habían ungido con aceites perfumados. Cuando yo también me adelanté para unirme a Joshua, hasta mí llegó el olor a sándalo y a jazmín, y al sudor acre de los dolientes. Mi amigo miraba más allá del sacerdote, mantenía la vista clavada en el cadáver, los ojos entrecerrados en gesto de gran concentración. Y temblaba, como si un viento helado se hubiera apoderado de él.
El sacerdote terminó su lectura y empezó a cantar, y al instante se sumaron las voces de los cantantes contratados, llegados especialmente desde el templo de Jerusalén.
—Qué bueno es ser rico, ¿verdad? —le susurré a Joshua, dándole un codazo en las costillas. Él me ignoró por completo, y cerró los puños con fuerza en los costados. Se le marcó mucho la vena de la frente, mientras mantenía en la muerta los ojos brillantes.
Y la muerta se movió.
Al principio fue solo un instante. El movimiento de una mano bajo el sudario de hilo. Creo que yo fui el único que se dio cuenta.
—No, Joshua, no lo hagas —le dije.
Miré en dirección a los romanos, concentrados en grupos de cinco en distintos puntos del perímetro de la multitud, con aspecto aburrido, las manos apoyadas en la empuñadura de sus espadas cortas.
El cadáver volvió a moverse y levantó un brazo. Los asistentes ahogaron un grito, y un niño se echó a llorar. Los hombres empezaron a retirarse, al tiempo que las mujeres se adelantaban para ver qué sucedía. Joshua se arrodilló y se llevó los puños a las sienes. El sacerdote seguía entonando sus cánticos.
El cadáver se sentó.
El coro de voces cesó, y finalmente el sacerdote se volvió para mirar a su madre muerta, que había bajado las piernas del catafalco y parecía querer ponerse en pie. El sacerdote, trastabillando, retrocedió hasta mezclarse con la multitud, pasándose las manos por los ojos, como si algún vapor fuera el causante de aquella visión horrible.
Joshua, arrodillado, se mecía hacia delante y hacia atrás, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El cadáver se levantó y, aún cubierto por el sudario, se volvió, como mirando a su alrededor. En ese instante vi que varios romanos desenvainaban sus espadas. Me di la vuelta y descubrí al comandante de los centuriones de pie, al borde de un carro, indicando por señas a sus hombres que mantuvieran la calma. Al girarme de nuevo constaté que los congregados se habían separado de Joshua y de mí, y habían formado un corro a nuestro alrededor.
—Para, para ya, Josh —le susurré al oído, pero él seguía meciéndose y concentrándose en el cadáver, que dio su primer paso.
La multitud parecía transfigurada ante la visión de la difunta andante, pero nosotros dos estábamos demasiado aislados, demasiado solos con la muerta, y yo sabía que en cuestión de segundos, todos se darían cuenta de que Joshua se mecía, postrado en el suelo. Lo agarré por el pescuezo y lo alejé del cadáver a rastras, metiéndome entre un grupo de hombres que gritaban y retrocedían.
—¿Está bien? —me preguntó alguien al oído, y cuando me giré vi que Magda se encontraba a mi lado.
—Ayúdame a llevármelo de aquí.
Magda lo sujetó por un brazo, y yo por el otro, y así nos lo llevamos. Tenía el cuerpo más rígido que una vara, y mantenía la vista fija en el cadáver.
La muerta caminaba hacia su hijo, el sacerdote, que retrocedía blandiendo el pergamino como si fuera una espada, los ojos abiertos como platos.
Finalmente, la mujer cayó al suelo, se retorció y quedó inmóvil. Y Joshua, en nuestros brazos, perdió el conocimiento.
—Saquémoslo de aquí —le repetí a Magda. Ella asintió y me ayudó a arrastrarlo más allá del carro desde el que el centurión daba instrucciones a su tropa.
—¿Está muerto? —preguntó el romano.
Joshua parpadeó entonces como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—Nunca puede uno estar totalmente seguro, señor.
El centurión echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada. Su armadura de escamas se agitó con estrépito. Era mayor que el resto de soldados, tenía el pelo cano, pero seguía siendo fuerte, robusto, y se mantenía del todo ajeno a los aspavientos de la multitud.
—Buena respuesta, muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Colleja, señor. Levi hijo de Alfeo, al que llaman Colleja, señor. De Nazaret.
—Muy bien, Colleja. Yo soy Gayo Justo Gálico, subcomandante de Séforis, y creo que los judíos deberíais aseguraros de que vuestros muertos están muertos antes de enterrarlos.
—Sí, señor —respondí.
—Y tú, muchacha. Eres una niña muy bonita. ¿Cómo te llamas?
Me percaté de que la atención que le dispensaba el romano afectaba mucho a Magda.
—Soy María de Magdala, señor. —Mientras hablaba, le iba secando la frente a Joshua con la punta del chal.
—Un día de estos vas a empezar a romper corazones, ¿verdad, pequeña? —Magda no respondió. Pero supongo que yo reaccioné de algún modo a aquellas palabras, porque Justo volvió a reírse—. O quizás ya hayas empezado a hacerlo. ¿Verdad, Colleja?
—Nosotros lo hacemos así, señor. Por eso los judíos enterramos a nuestras mujeres cuando todavía están vivas. Así no se nos rompe tanto el corazón.
El romano se quitó el casco, se pasó la mano por el cabello corto, y al hacerlo me echó encima su sudor.
—Seguid vuestro camino, los dos, llevad a vuestro amigo a la sombra. Aquí hace demasiado calor para un muchacho enfermo. Adelante.
Magda y yo ayudamos a Joshua a ponerse en pie y empezamos a llevárnoslo, pero apenas unos pasos más allá Joshua se detuvo, volvió la cabeza y miró al romano.
—¿Mataréis a mi pueblo por adorar a nuestro Dios?
Le di una colleja.
—Joshua, ¿estás loco?
Justo frunció el ceño y la sonrisa desapareció de sus labios.
—No sé qué te habrán dicho, niño, pero Roma tiene solo dos reglas: paga tus impuestos y no te rebeles. Síguelas y conservarás la vida.
Magda giró de nuevo a Joshua y dedicó una sonrisa al romano.
—Gracias, señor. Lo apartaremos del sol. —Se volvió hacia nuestro amigo—. ¿Tenéis algo que explicarme?
—No soy yo —le dije—. Es él.
Un día después conocimos al ángel. María y José me dijeron que Joshua había salido de casa al alba, y que ya no habían vuelto a verlo. Me pasé la mañana recorriendo el pueblo, buscando a Joshua, con la esperanza de tropezarme con Magda. La plaza estaba llena de gente que hablaba de la muerta que había echado a andar, pero en ella no encontré a ninguno de mis amigos. A mediodía, mi madre vino a buscarme para que cuidara de mis dos hermanos pequeños mientras ella iba a trabajar con las demás mujeres en los viñedos. Regresó al anochecer, oliendo a sudor y a vino dulce, los pies granates de pisar la uva. De nuevo libre, corrí hasta lo alto de la colina, y allí inspeccioné todos nuestros lugares favoritos, donde muchas veces jugábamos, y finalmente encontré a Joshua arrodillado en medio de un olivar, meciéndose hacia delante y hacia atrás mientras oraba. Estaba empapado en sudor, y temí que tuviera fiebre. Era curioso, porque yo jamás sentía esa clase de preocupación por mis hermanos, pero desde el principio mi amigo me llenaba de un temor de procedencia divina.
Lo observé, y esperé, y cuando dejó de mecerse y se sentó a reposar, carraspeé para hacerle saber que me acercaba.
—Tal vez debas limitarte a las lagartijas un poco más.
—He fallado. He decepcionado a mi padre.
—¿Te lo ha dicho él, o es algo que sabes tú?
Permaneció un instante pensativo, hizo como que se apartaba un mechón de pelo de la cara, pero entonces se acordó de que ya no lo llevaba largo y se posó la mano en el regazo.
—Le pido que me guíe, pero no obtengo respuesta. Siento que se supone que debo hacer cosas, pero no sé qué cosas. Ni sé cómo hacerlas.
—No sé, creo que el sacerdote se mostró sorprendido. Sin duda se sorprendió. A Magda la sorprendiste. La gente va a pasarse meses hablando de ello.
—Pero yo quería que esa mujer volviera a vivir. Que caminara entre los vivos. Que hablara del milagro.
—Bueno, está escrito, dos de cada tres salen bien.
—¿Dónde está escrito?
—En Dálmatas 9:7, creo. No importa. Nadie podría haber hecho lo que hiciste tú.
Joshua asintió.
—¿Qué dice la gente?
—Creen que fue algo que usaron las mujeres para preparar el cadáver. Todavía han de estar dos días más purificándose, de modo que nadie puede hablar con ellas.
—O sea, que no saben que fui yo.
—Eso espero. Joshua, ¿es que no comprendes que no puedes hacer esas cosas delante de la gente? No están preparados para ellas.
—Pero la mayoría de ellos lo quiere. Hablan sin parar del Mesías que ha de venir a salvarnos. ¿No he de mostrarles yo que ya ha venido?
¿Qué respondes a algo así? Tenía razón, pues desde que yo tenía uso de razón, recordaba que siempre se hablaba de la llegada del Mesías, del advenimiento del reino de Dios, de la liberación de nuestro pueblo de los romanos —las colinas estaban llenas de distintas facciones de zelotes que se batían en escaramuzas contra los romanos, con la esperanza de traer un cambio. Éramos los elegidos de Dios, bendecidos y castigados como ningún otro pueblo en la tierra. Cuando los judíos hablaban, Dios escuchaba, y ahora era el momento de que hablara Él. Parecía evidente que mi mejor amigo iba a ser el portavoz. Pero, en aquel momento, yo no quería creérmelo. A pesar de lo que había visto, Joshua seguía siendo mi colega, no el Mesías.
Le dije:
—Estoy bastante seguro de que el Mesías tiene que llevar barba.
—O sea, que lo que estás diciendo es que mi hora no ha llegado todavía.
—Sí, claro, Josh, si te parece voy a saberlo yo, si no lo sabes ni tú. Dios me ha enviado un mensajero que ha dicho: «Por cierto, dile a Joshua que espere a afeitarse antes de liberar a mi pueblo de sus cadenas».
—Podría suceder.
—A mí no me lo preguntes. Pregúntaselo a Dios.
—Eso es lo que hago. Y no responde.
La oscuridad se apoderaba por momentos del olivar, y yo apenas veía el brillo de los ojos de Joshua, pero súbitamente el área que nos rodeaba quedó inundada por un brillo que era como la luz del día. Alzamos la vista y vimos al temible Raziel que descendía sobre nosotros desde las copas de los árboles. Yo, claro está, no sabía aún que se trataba del temible Raziel, pero sí que estaba aterrorizado. El ángel brillaba como una estrella sobre nosotros, sus rasgos tan perfectos que incluso la belleza de mi amada Magda palidecía al comparársele. Joshua ocultó el rostro y se acurrucó contra el tronco de un olivo. Supongo que lo sobrenatural lo sorprendía más que a mí. Yo me quedé en mi sitio, observando con la boca abierta, babeando como el tonto del pueblo.
—No temáis pues, mirad, os traigo nuevas de gran dicha, que lo serán para todos los hombres. Pues en este día, en la ciudad de David ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. —E hizo una pausa, para que el mensaje calara en nosotros.
Joshua se descubrió el rostro y se arriesgó a mirar al ángel.
—¿Y bien? —le preguntó Raziel.
Yo tardé unos segundos en captar del todo el significado de sus palabras, y esperé a que Joshua dijera algo, pero él había vuelto los ojos al cielo y parecía regocijarse en aquella luz, con una sonrisa idiota en los labios.
Finalmente, yo señalé a Josh con el pulgar y dije:
—Él nació en la ciudad de David.
—¿De veras? —replicó el ángel.
—Pues sí.
—¿Y su madre se llama María?
—Pues sí.
—¿Y es virgen?
—Ahora este ya tiene cuatro hermanos y hermanas, pero en cierto momento lo fue.
El ángel miró a su alrededor, nervioso, como si esperara que una multitud de residentes celestiales se presentara en cualquier momento.
—¿Cuántos años tienes, niño?
Joshua seguía mirando embobado, sonriendo.
—Tiene diez.
El ángel carraspeó y agitó un poco los brazos, descendiendo los pies en dirección al suelo.
—Me he metido en un buen lío. Me he parado un rato a hablar con Miguel cuando venía hacia aquí. Él tenía una baraja de cartas. Sabía que había pasado un buen rato, pero… —Y, volviendo el rostro hacia Joshua, añadió—: Niño, ¿tú naciste en un establo? ¿Envuelto en paños y tendido en un pesebre?
Joshua no respondió.
—Así lo cuenta su madre —intervine yo.
—¿Es retrasado?
—Creo que tú eres su primer ángel. Y está impresionado, creo.
—¿Y tú?
—Yo también estoy metido en un lío, porque voy a llegar una hora tarde a la cena.
—Te entiendo. Será mejor que vuelva y compruebe todo esto. Si veis a algunos pastores que de noche cuidan de sus rebaños, decidles… decidles… esto… que hace un tiempo, seguramente unos diez años más o menos, nació un Salvador. ¿Se lo diréis?
—Sí, claro.
—Pues muy bien. Gloria a Dios en las alturas. Paz en la tierra, buena voluntad a los hombres.
—Igualmente.
—Gracias. Adiós.
Y tan deprisa como había aparecido, el ángel se fue en una estrella fugaz, y el olivar regresó a la penumbra. Apenas distinguía el rostro de Joshua, que se volvía para mirarme.
—Ahí lo tienes. ¿Siguiente pregunta?
Supongo que todos los niños se preguntan qué harán cuando sean mayores. Supongo que muchos ven a sus congéneres lograr grandes hazañas y se preguntan: ¿podría haberlo hecho yo? En mi caso, saber a los diez años que mi mejor amigo era el Mesías, mientras que yo viviría y moriría siendo un albañil, me parecía demasiada maldición para un niño de mi edad. La mañana siguiente a nuestro encuentro con el ángel me fui a la plaza y me senté con Bartolomé, el tonto del pueblo, con la esperanza de que Magda apareciera por el pozo. Si tenía que ser albañil, al menos, tal vez, gozara del amor de una mujer encantadora. En aquellos días, iniciábamos el aprendizaje de la profesión a los diez años, y recibíamos el pañuelo de las oraciones y las filacterias a los trece, lo que significaba que ingresábamos en la vida adulta. Poco después se esperaba que nos comprometiéramos y que, a los catorce años, nos casáramos y fundáramos una familia. Es decir, que no era demasiado joven para empezar a plantearme aquellas cosas. A pensar en Magda como posible esposa. (Siempre me quedaría la posibilidad de casarme con la madre de Joshua cuando muriera José).
Las mujeres iban y venían, llenaban los cántaros de agua, lavaban la ropa, y a medida que el sol se elevaba en el cielo, la plaza se vaciaba. Bartolo seguía sentado a la sombra de una desvencijada palmera datilera, y se hurgaba la nariz. Magda no apareció. Es curioso que al corazón le cueste tan poco romperse. Al mío, al menos, es algo que siempre se le ha dado muy bien.
—¿Por qué lloras? —me preguntó Bartolomé. Era el hombre más corpulento y alto del pueblo, tenía el pelo y la barba hirsutos y enredados, y una capa de polvo amarillo lo cubría de la cabeza a los pies, confiriéndole el aspecto de un león increíblemente estúpido. Llevaba la túnica hecha harapos, y caminaba descalzo. Su única posesión era un cuenco de madera del que comía, y que lamía hasta dejar limpio del todo. Vivía de la caridad de los nazarenos, y de espigar los campos de trigo (siempre se dejaba algo de grano en los campos para los pobres; así lo dictaba la Ley). Yo nunca supe qué edad tenía. Se pasaba los días en la plaza, jugando con los perros, riéndose solo, rascándose la entrepierna. Cuando pasaban las mujeres, sacaba la lengua y decía: «¡Bah!». Mi madre decía que tenía la mente de un niño. Como de costumbre, se equivocaba.
Me cubrió el hombro con su gran manaza y me acarició, dejando un cerco de afecto polvoriento en mi camisa.
—¿Por qué lloras? —volvió a preguntarme.
—Estoy triste, nada más. No lo entenderías.
Bartolomé miró a su alrededor, y al ver que estábamos solos en la plaza, descontando a sus amigos, los perros, me dijo:
—Piensas demasiado. Pensar no te traerá sino sufrimiento. Sé más simple.
—¿Qué? —Aquello era lo más coherente que le había oído decir nunca.
—¿Tú me ves a mí llorar alguna vez? Yo no tengo nada, y por eso no soy esclavo de nada. No tengo nada que hacer, o sea que nada me convierte en su esclavo.
—¿Y tú qué sabes? —repliqué—. Tú vives rodeado de polvo. ¡Eres impuro! No haces nada. Yo debo empezar a trabajar la próxima semana, y trabajar toda la vida hasta que muera con la espalda destrozada. La muchacha que me gusta está enamorada de mi mejor amigo, que además es el Mesías. Yo no soy nada, y tú… tú eres un tonto.
—No. No lo soy. Soy griego. Un cínico.
Me volví para mirarlo con detalle. Sus ojos, normalmente opacos como el barro, refulgían como piedras preciosas negras en el desierto de su rostro.
—¿Qué es un cínico?
—Un filósofo. Fui discípulo de Diógenes. ¿Conoces a Diógenes?
—No, pero no creo que te enseñara gran cosa. Tus únicos amigos son los perros.
—Diógenes recorría Atenas con una lámpara en la mano a plena luz del día, y la acercaba a los rostros de la gente, diciendo que estaba buscando a un hombre honrado.
—O sea, que era como el profeta de los tontos.
—No, no, no. —Bartolo recogió a un perrito y gesticuló con él para demostrar sus argumentos. El chucho parecía disfrutar—. La cultura había confundido a la gente. Diógenes enseñaba que todas las afectaciones de la vida moderna eran falsas, que el hombre debe vivir una vida sencilla, al aire libre, no llevar nada, no crear obras de arte, no componer poesías ni tener religiones…
—Como un perro —dije yo.
—¡Exacto! —Con el perro diminuto en la mano, Bartolo me dedicó una reverencia. El movimiento no pareció gustar al animal, y el griego lo soltó.
Una vida sin preocupaciones. En aquel momento, aquello me parecía maravilloso. No es que quisiera vivir en la calle ni que los demás me consideraran loco, como a Bartolomé. Pero una vida de perro no sonaba nada mal. El tonto llevaba muchos años ocultando una profunda sabiduría.
—Estoy intentando aprender a lamerme los huevos —dijo entonces Barto.
Bueno, tal vez no fuera tan sabio.
—Tengo que ir a buscar a Joshua.
—Ya sabes que es el Mesías, ¿verdad?
—Un momento. Tú no eres judío. Me parece haber oído que decías que no crees en ninguna religión.
—Los perros me han dicho que él es el Mesías. Y yo los creo. Dile a Joshua que los creo.
—¿Te lo han dicho los perros?
—Son perros judíos.
—Claro, claro. Pues nada, ya me contarás cómo acaba eso de lamerte los huevos.
—Shalom.
¿Quién habría dicho que Joshua reclutaría a su primer apóstol entre el polvo y los perros de Nazaret? Bah.
Encontré a Joshua en la sinagoga, atendiendo a la lectura de la Ley a cargo de los fariseos. Me metí entre el grupo de niños que seguían el sermón sentados en el suelo y le susurré al oído:
—Bartolomé dice que sabe que eres el Mesías.
—¿El tonto? ¿Y le has preguntado desde cuándo lo sabe?
—Dice que se lo dijeron los perros del pueblo.
—Nunca se me hubiera ocurrido preguntárselo a los perros.
—Dice que deberíamos vivir unas vidas sencillas, como los perros, no poseer nada, despojarnos de toda afectación, sea lo que sea lo que eso signifique.
—¿Eso te ha dicho Bartolomé? Suena esenio. Es mucho más listo de lo que parece.
—Quiere aprender a lamerse los propios huevos.
—Estoy seguro de que hay algún pasaje en la Ley donde eso se prohíbe. Se lo preguntaré al rabino.
—No sé si es buena idea plantear esa duda ante los fariseos.
—¿Le has contado a tu padre lo del ángel?
—No.
—Mejor. Yo he hablado con José, y dice que me deja que aprenda a ser cantero. No quiero que tu padre cambie de opinión y se niegue a enseñarme. Creo que lo del ángel lo asustaría. —Joshua me miró por primera vez, apartando la vista de los fariseos, que recitaban en hebreo con voz monótona—. ¿Has estado llorando?
—¿Quién? ¿Yo? No, pero es que Bartolo huele tan mal que se me han aguado los ojos.
Joshua me posó la mano en la frente, y toda la tristeza y el desasosiego parecieron abandonarme al instante. Mi amigo sonrió.
—¿Estás mejor?
—Estoy celoso de ti y de Magda.
—Eso no puede ser bueno para el cuello.
—¿Qué?
—Lo de lamerse los propios huevos. Tiene que fastidiarte el cuello.
—¿No me has oído? Estoy celoso de ti y de Magda.
—Yo todavía estoy aprendiendo, Colleja. Hay cosas que todavía no comprendo. El señor dijo: «Soy un Dios celoso». O sea, que los celos deberían ser algo bueno.
—Pues a mí me hacen sentir fatal.
—Para ti también es desconcertante, entonces. Los celos hacen que nos sintamos mal, pero Dios es celoso, por lo que los celos han de ser buenos; y cuando un perro se lame los huevos parece disfrutar, pero según la Ley es algo malo.
De pronto, alguien tiró de la oreja de Joshua hasta ponerlo en pie. Un fariseo lo miró con ojos incendiarios.
—¿Acaso la ley de Moisés te resulta demasiado aburrida, Joshua hijo de José?
—Tengo una pregunta que hacerte, rabino —replicó mi amigo.
—Oh, no. —Y oculté la cabeza entre los brazos.