El ángel quiere que escriba con más detalle sobre la gracia de Joshua. ¿Gracia? Intento escribir sobre un niño de seis años, por el amor de Cristo, ¿qué gracia iba a tener a esa edad? Joshua no iba por ahí proclamando todos los días que era el Hijo de Dios. Era un niño bastante normal, casi siempre. Estaba el truco que hacía con las lagartijas, y una vez encontramos un estornino muerto, y él lo devolvió a la vida, y en otra ocasión, a los ocho años, curó a su hermano, que se había roto el cráneo cuando jugábamos a «lapidar adúlteras» y se nos fue un poco la mano. (A Judas nunca se le dio bien representar a una adúltera. Se quedaba ahí plantado, inmóvil, como si fuera la esposa de Lot convertida en estatua de sal. Y eso no se hace así. La adúltera tiene que ser astuta y de pie flexible). Los milagros que Joshua obraba eran pequeños, discretos, como suelen ser los milagros una vez te acostumbras a ellos. Pero el problema estaba en los milagros que surgían a su alrededor, sin que él quisiera, por decirlo de algún modo. Así, de pronto, me vienen a la cabeza panes y serpientes.
Faltaban cinco días para la celebración de la Pascua, y muchas familias de Nazaret no iban a peregrinar a Jerusalén ese año. Las lluvias habían sido escasas en invierno, y la estación se presentaba difícil. Eran pocos los campesinos que podían permitirse ausentarse de sus campos y viajar a la Ciudad Santa. Mi padre y el de Joshua estaban trabajando en Séforis, y los romanos no iban a darles más días libres que los estrictamente festivos. Cuando llegué de jugar en la plaza, mi madre acababa de preparar el pan ácimo.
Sostenía doce panes en la mano, y parecía a punto de dejarlos caer al suelo.
—Colleja, ¿dónde está tu amigo Joshua? —Mis hermanos pequeños sonreían de oreja a oreja detrás de sus faldones.
—En casa, supongo. Acabo de despedirme de él.
—¿Y qué habéis estado haciendo?
—Nada. —Traté de recordar si habíamos hecho algo que pudiera enojarla, pero no se me ocurrió nada. Aquel había sido un día excepcional en el que no nos habíamos metido en líos. Mis dos hermanos, que yo supiera, seguían intactos.
—¿Qué habéis hecho para que pase esto? —me preguntó, alargándome una oblea de pan ácimo. Y ahí, sobre el relieve marrón, tostado, de la costra dorada, vi la imagen del rostro de mi amigo. Mi madre levantó otra oblea, y en ella también aparecía la cara de Joshua. Se trataba de la reproducción de una imagen: pecado grave. En ellas Josh aparecía sonriendo. A mi madre las sonrisas no le gustaban nada—. ¿Y bien? ¿Hace falta que me acerque a casa de Joshua y se lo pregunte a su pobre madre, que está loca?
—No. Lo he hecho yo. Yo he grabado la cara de Joshua en el pan. —Esperaba que no me preguntara cómo lo había hecho.
—Tu padre te castigará cuando regrese a casa esta tarde. Y ahora vete, sal de aquí.
Al salir discretamente por la puerta, oí las risitas de mi hermano pequeño, pero, una vez en la calle las cosas no hicieron sino empeorar. Había mujeres que se alejaban de sus hornos con sus obleas de pan ácimo en la mano. Todas balbucían variaciones sobre el tema: «Eh, hay un niño en mi pan».
Me acerqué corriendo a casa de Joshua y entré sin llamar. Joshua y sus hermanos comían, sentados en torno a la mesa. María amamantaba a su hija más pequeña, Miriam.
—Te has metido en un buen lío —le susurré al oído con tal fuerza que habría podido arrancarle un tímpano.
Joshua levantó el pan que se estaba comiendo y esbozó una sonrisa idéntica a la que aparecía en el rostro del pan.
—Es un milagro.
—Y además sabe muy bien —dijo Jaime, mordisqueando una esquina del pan que coincidía con la cabeza de su hermano.
—Está por toda la ciudad, Joshua. No solo en tu casa. Tu cara aparece en los panes de todo el mundo.
—De veras es el Hijo de Dios —intervino María, esbozando una sonrisa beatífica.
—Oh, no, madre —dijo Jaime.
—Oh, sí, madre —dijo Judas.
—Su careto está en toda la celebración de la Pascua. Tenemos que hacer algo. —No parecían conscientes de la gravedad de la situación. Yo ya estaba metido en un buen lío, y eso que mi madre no sospechaba de nada sobrenatural—. Tenemos que cortarte el pelo.
—¿Qué?
—No podemos cortarle el pelo —objetó María. Siempre se lo había dejado largo, como los esenios, y decía que era nazareno, como Sansón. Aquella era otra de las razones por las que la gente la consideraba loca. Los demás llevábamos el pelo corto, como los griegos que habían gobernado nuestro país desde tiempos de Alejandro, y como los romanos, que los habían sucedido.
—Si le cortamos el pelo, se parecerá a todos nosotros. Podemos decir que el rostro del pan es de otro.
—De Moisés —dijo María—. Del joven Moisés.
—¡Sí!
—Iré a por un cuchillo.
—Jaime, Judas, venid conmigo —les dije—. Tenemos que contar a todos que el rostro de Moisés ha venido a visitarnos por la Pascua.
María apartó a Miriam de su pecho, se inclinó sobre mí y me besó en la frente.
—Eres un buen amigo, Colleja.
Yo estuve a punto de derretirme allí mismo, pero vi que Joshua me miraba con el ceño fruncido.
—Pero no es la verdad.
—No, pero así los fariseos te dejarán en paz y no te juzgarán.
—A mí no me dan miedo —dijo aquel niño de nueve años—. Y, además, yo no he hecho nada con el pan.
—Más a mi favor. ¿Por qué aceptar entonces la culpa y el castigo?
—No lo sé, parece lo correcto, ¿no?
—Quédate quieto para que tu madre pueda cortarte el pelo. —Salí a toda prisa por la puerta, seguido de Judas y de Jaime, los tres balando como corderos pascuales.
—¡Mirad! ¡Moisés ha dibujado su rostro en los panes por la Pascua! ¡Mirad todos!
Milagros. Ella me había besado. El santo Moisés en un pan ácimo. Ella me había besado.
¿Y el milagro de la serpiente? En cierto modo fue un presagio, aunque eso solo puedo decirlo por lo que sucedió después entre Joshua y los fariseos. En aquel momento a él le pareció que era el cumplimiento de una profecía, o al menos así fue como intentó vendérselo a sus padres.
El verano estaba ya avanzado, y nosotros estábamos jugando en un trigal cuando Joshua encontró un nido de víboras.
—¡Nido de víboras! —exclamó. El trigo estaba tan alto que no veía desde donde me gritaba.
—¡Pues que tu familia pille la viruela! —repliqué.
—Que no. Que te digo que aquí hay un nido de víboras. De verdad.
—Ah, creía que me estabas insultando. Lo siento. Que tu familia no pille la viruela.
—Ven a ver.
Avancé entre el trigo y encontré a Joshua de pie sobre un montón de piedras que algún campesino había usado para marcar la linde de su campo. Me eché a gritar y retrocedí tan deprisa que perdí el equilibrio y caí al suelo. Un amasijo de serpientes se retorcía a los pies de Joshua, pasaba sobre sus sandalias, se enroscaba en sus tobillos.
—Joshua, aléjate de ahí.
—A mí no me harán ningún mal. Lo pone en Isaías.
—Tú ten cuidado, por si estas no han leído a los Profetas…
Joshua dio un paso a un lado y, al hacerlo, las serpientes se dispersaron, y entonces, allí mismo, tras él, vi la cobra más grande que había visto jamás. Lentamente, fue incorporándose hasta ser más alta que mi amigo, y extendió su capucha como si de un manto se tratara.
—Corre, Joshua.
Él sonrió.
—La llamaré Sara, en honor a la esposa de Abraham. Y estas son sus hijas.
—No te burles. Sal de ahí, Josh.
—Quiero enseñársela a madre. A ella le encantan las profecías.
Y, dicho esto, se dirigió al pueblo, con la inmensa serpiente siguiéndolo como una sombra. Las pequeñas permanecieron en el nido, y yo retrocedí despacio unos pasos antes de volverme y correr en dirección a mi amigo.
En una ocasión yo había llevado una rana a casa, con la esperanza de que me dejaran conservarla como mascota. No era una rana demasiado grande, solo tenía una pata, y demostraba muy buenos modales. Pero mi madre me obligó a liberarla, y luego me bañó en la pila de inmersión la (mikveh), de la sinagoga. Aun así, no me dejó entrar en casa hasta que se puso el sol, porque decía que estaba impuro. Joshua, en cambio, dejó entrar en su casa una cobra de seis metros de largo y su madre dio un grito de alegría. Mi madre nunca daba gritos de alegría.
María se apoyó el bebé en la cadera, se arrodilló frente a su hijo y citó a Isaías:
—«Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora».
Jaime, Judas y Isabel se habían refugiado en un rincón, aterrados, demasiado para gritar siquiera. Yo esperaba en el quicio de la puerta, observando.
La serpiente se balanceó detrás de Joshua, como disponiéndose a atacar.
—Se llama Sara.
—Eran cobras, no áspides —intervine yo—. Un montón de cobras.
—¿Podemos quedárnosla? —preguntó Joshua—. Cazaré ratas para ella, y le haré un lecho junto al de Isabel.
—Estoy seguro de que áspides no eran. Un áspid lo reconocería si lo viera. Y creo que víboras tampoco. Yo diría que eran cobras. (En realidad, no tenía la menor idea de cómo eran los áspides).
—Silencio, por favor, Colleja —dijo María, y la dureza de su voz me partió el corazón.
En aquel preciso instante José dobló la esquina y entró por la puerta, sin darme tiempo a impedírselo. Con todo, no había transcurrido ni un momento cuando ya estaba de nuevo en la calle.
—¡Por las barbas de Josafat!
Me fijé bien, por si a José le fallaba el corazón; en un momento había llegado a la conclusión de que una vez María y yo nos casáramos, la serpiente tendría que salir de aquella casa, o al menos dormir fuera, pero el fornido carpintero parecía solo ligeramente impresionado, y algo polvoriento, tras su carrera de regreso a la puerta.
—¿Verdad que no es un áspid? —le pregunté—. Los áspides son pequeños, para poder caber en los pechos de las reinas egipcias, ¿verdad?
José me ignoró.
—Retrocede despacio, hijo. Yo voy a buscar un cuchillo al taller.
—No nos hará ningún daño —le explicó Joshua—. Se llama Sara, la he sacado de Isaías.
—Está en la profecía, José —terció María.
Me di cuenta de que José se esforzaba por encontrar el versículo en su memoria. Aunque era lego, conocía las escrituras tan bien como cualquiera.
—No recuerdo el pasaje de Sara.
—Yo no creo que sea una profecía —intervine—. En la profecía se dice que son áspides, y está claro que eso no es un áspid. Yo diría que, si no se lo impides, José, va a morderle el culo a Joshua. —(Tenía que intentarlo, ¿no?).
—¿Puedo quedármela? —preguntó él.
José había recobrado la compostura. Sin duda, a partir del momento en que aceptas que tu mujer se ha acostado con Dios, los hechos más extraordinarios tienden a parecerte normales y corrientes.
—Llévatela al lugar del que la has sacado, Joshua. La profecía ya se ha cumplido.
—Pero es que quiero quedármela.
—No, Joshua.
—Tú no mandas en mí.
Sospechaba que José ya había oído aquel comentario más de una vez.
—Da igual. De todos modos, por favor, devuelve a Sara al lugar del que la has sacado. —Joshua salió de casa hecho una furia, seguido de cerca por la serpiente. José y yo nos apartamos todo lo que pudimos para dejarles sitio—. Intenta que no te vea nadie —añadió José—. No lo comprenderían.
Y tenía razón, claro. Cuando ya salíamos del pueblo, nos encontramos con un grupo de muchachos mayores que nosotros, encabezados por Jakan, hijo de Iban el Fariseo. Y no lo comprendieron.
Había tal vez doce fariseos en Nazaret: hombres instruidos, maestros de la clase obrera que dedicaban gran parte de su tiempo, en la sinagoga, a debatir aspectos de la Ley. Solían contratarlos como jueces y escribas, lo que les proporcionaba gran influencia entre los habitantes del pueblo. Tanta que, de hecho, los romanos los usaban a menudo como sus portavoces cuando querían comunicarse con nosotros. Con la influencia llega el poder, y con el poder, el abuso. Jakan era solamente el hijo de un fariseo. Y tenía solo dos años más que Joshua y que yo, pero ya era todo un experto en el arte de la crueldad. Si hay algo bueno en el hecho de que todas las personas a las que conociste hace dos mil años estén muertas, ese algo es que Jakan se cuenta entre ellas. Que su grasa chisporrotee en las hogueras del infierno por toda la eternidad.
Joshua nos enseñó que no debemos odiar, lección que yo no llegué nunca a dominar del todo, como también me pasaba con la geometría. La culpa de lo uno fue de Jakan, y la de lo otro, de Euclides.
Joshua pasaba corriendo por la parte trasera de las casas y las tiendas del pueblo, seguido a diez pasos por la serpiente, y a otros diez pasos por mí. Al doblar la esquina del herrero, se encontró con Jakan, al que sin querer empujó e hizo caer al suelo.
—¡Idiota! —gritó este, levantándose y sacudiéndose el polvo. Sus tres amigos se echaron a reír, y él se revolvió sobre ellos como un tigre furioso—. A este hay que lavarle la cara con boñigas —dijo—. Sujetadlo.
Los muchachos concentraron su atención en Joshua; dos de ellos lo sujetaron por los brazos mientras el tercero le propinaba un puñetazo en el estómago. Jakan se giró en busca de excrementos con que rebozarle la cara. Sara dobló la esquina, sigilosa, y se colocó detrás de Joshua, extendiendo la gloriosa capucha a ambos lados de la cara, sobre nuestras cabezas.
—¡Eh! —grité yo al llegar a la esquina—. Chicos, ¿qué opináis vosotros? ¿Es un áspid? —Mi temor a la serpiente se había convertido en algo parecido al afecto cauteloso. Sara parecía sonreír. Estaba seguro de ello. Oscilaba de un lado a otro como una espiga al viento. Los muchachos soltaron los brazos de Joshua y se acercaron corriendo junto a Jakan, que había dado media vuelta y había retrocedido—. Joshua dice que es un áspid, pero a mí me parece que es una cobra. —Joshua se echó hacia delante, intentando recobrar el aliento, pero aun así me miró y esbozó una sonrisa—. Claro que yo no soy hijo de fariseo, pero…
—¡Está aliado con una serpiente! —exclamó Jakan—. ¡Se relaciona con demonios!
—¡Demonios! —gritaron los otros muchachos, intentando ocultarse detrás de su amigo gordo.
—Se lo contaré todo a mi padre, y te lapidarán.
Detrás de Jakan se oyó una voz.
—¿Qué son todos estos gritos?
Era una voz muy dulce.
Salió de la casa que quedaba junto a la herrería. Su piel brillaba como el cobre, y tenía los ojos de un azul muy pálido, como las gentes del desierto del norte. Por el ribete del chal asomaban unos mechones de pelo castaño rojizo. No tendría más de nueve o diez años, pero había algo muy antiguo en su mirada. Al verla, se me cortó la respiración.
Jakan se hinchó como un sapo.
—Quédate ahí. Estos dos conspiran con un demonio. Se lo contaré a los mayores, y los juzgarán.
Ella le escupió a los pies. Era la primera vez que yo veía escupir a una niña. Y me pareció encantador.
—Pues a mí me parece una cobra.
—¿Lo veis? Ya os lo decía yo.
La niña se acercó a Sara como quien se acerca a una higuera en busca de fruta, sin el menor atisbo de temor, mostrando solo interés.
—¿A ti te parece que esto es un demonio? —dijo, sin volverse a mirar a Jakan—. ¿No sentirás vergüenza cuando los mayores descubran que has confundido una serpiente común, del campo, con un demonio?
—Es que es un demonio.
La niña levantó una mano y la serpiente hizo ademán de atacar, pero entonces bajó la cabeza hasta casi rozarle los dedos con la lengua bífida.
—No, esto es una cobra, no hay duda, muchacho. Y seguramente estos dos se la llevaban de nuevo al campo, donde podrá seguir ayudando a los campesinos, comiéndose las ratas.
—Exacto, eso es lo que estábamos haciendo —intervine yo.
—Claro, claro —dijo Joshua.
La niña se giró para observar a Jakan y a sus amigos.
—¿Un demonio?
Jakan pateó como un asno enfadado.
—Tú estás aliada con ellos.
—No seas tonto, mi familia acaba de llegar de Magdala, a estos dos no los he visto en mi vida, pero parece claro que eso es lo que estaban haciendo. En Magdala nos pasamos la vida haciendo lo mismo. Pero, claro, este es un pueblo más retrasado.
—Aquí también lo hacemos —dijo Jakan—. Yo estaba… bueno… estos dos causan problemas.
—Problemas —repitieron sus amigos.
—¿Por qué no los dejamos que sigan con lo que estaban haciendo?
Jakan, mirando alternativamente a la niña y a la serpiente, empezó a alejar de allí a sus amigos.
—Ya me ocuparé de vosotros en otra ocasión.
Tan pronto como doblaron la esquina, la niña se alejó de la serpiente y corrió hacia la puerta de su casa.
—Espera —le pidió Joshua.
—Tengo que irme.
—¿Cómo te llamas?
—Soy María de Magdala, hija de Isaac —respondió—. Pero podéis llamarme Magda.
—Ven con nosotros, Magda.
—No puedo, tengo que irme.
—¿Por qué?
—Porque me he orinado encima.
Y, dicho esto, desapareció tras la puerta.
Milagros.
Una vez de vuelta en el trigal, Sara se dirigió a su guarida. Desde la distancia, nosotros la observamos meterse en el hueco.
—Josh. ¿Cómo lo has hecho?
—No tengo ni idea.
—¿Y esta clase de cosas va a seguir pasando?
—Probablemente.
—Pues vamos a meternos en un montón de líos, ¿verdad?
—¿Qué soy? ¿Un profeta?
—Yo he preguntado primero.
Joshua miró hacia el cielo como un hombre en trance.
—¿La has visto? No le tiene miedo a nada.
—Es una serpiente gigantesca, ¿de qué va a tener miedo?
Joshua frunció el ceño.
—No te hagas el tonto, Colleja. Nos han salvado una serpiente y una niña. No sé qué pensar.
—¿Y por qué hay que pensar? Ha sucedido, y ya está.
—Nada sucede sin que sea voluntad de Dios —prosiguió Joshua—. Y esto no encaja con el testamento de Moisés.
—Tal vez sea un nuevo testamento —aventuré yo.
—O sea, que no es que te estés haciendo el tonto. Es que lo eres.
—Creo que a ella le gustas más tú que yo.
—¿A la serpiente?
—Sí, claro. Ahora resulta que el tonto soy yo.
No sé si ahora, tras haber vivido y muerto, puedo escribir sobre un amor infantil pero, al recordarlo, me parece el dolor más limpio que jamás conocí. Un amor sin deseo, sin condiciones, sin límites, un fulgor puro y radiante en el corazón que me mareaba, me entristecía y me elevaba, todo a la vez. ¿Adónde va ese amor? ¿Por qué, en todos sus experimentos, los reyes magos no intentaron atrapar esa pureza y encerrarla en una botella? Tal vez sí lo intentaron y no lo lograron. Tal vez se nos pierde cuando nos convertimos en criaturas sexuales, y no hay magia capaz de devolvérnosla. Tal vez solo lo recuerdo porque me pasé mucho tiempo intentando comprender el amor que Joshua sentía por todos.
En Oriente nos enseñaban que todo el sufrimiento proviene del deseo, y a mí esa bestia parda me perseguiría toda la vida, pero aquella tarde, y durante algún tiempo después, acaricié la gracia. De noche permanecía despierto, escuchando la respiración de mis hermanos en el silencio de la casa, y con el ojo de mi mente veía aquellos ojos como fuegos azules encendidos en la oscuridad. Exquisita tortura. Ahora me pregunto si Joshua no le hizo lo mismo a la vida de ella. Magda era la más fuerte de todos.
Después del milagro de la serpiente, Joshua y yo buscábamos excusas para pasar junto a la herrería, con la esperanza de tropezamos con Magda. Todas las mañanas nos levantábamos temprano para ir a ver a José, y nos ofrecíamos voluntarios para ir a la herrería en busca de algún clavo, o para que el herrero reparara alguna herramienta. El pobre José creía que sentíamos un nuevo entusiasmo por la carpintería.
—Chicos, ¿os gustaría venir conmigo a Séforis mañana? —nos preguntó José un día en el que no dejábamos de pedirle que nos mandara a por clavos—. Colleja, ¿te dejaría tu padre que empezaras a aprender el oficio de carpintero?
Yo me sentía mortificado. A los diez años, se suponía que los niños debían aprender el oficio de sus padres, pero para ello todavía me quedaba uno, y un año es mucho tiempo cuando se tiene esa edad.
—Todavía estoy… estoy pensando en qué quiero ser de mayor —le respondí. Mi padre le había hecho una oferta similar a Joshua el día anterior.
—¿O sea, que no te harás cantero?
—Estaba pensando en ser el tonto del pueblo, si mi padre me lo permite.
—Tiene un talento innato para ello, un don de Dios —terció Joshua.
—He estado charlando con Bartolomé, el tonto —dije—. Y va a enseñarme a lanzar mis propios excrementos, y a estamparme de cabeza contra las paredes.
José asintió, y Joshua y yo salimos de allí antes de que nos deparara más muestras de su bondad. Era cierto que nos habíamos hecho amigos de Bartolomé, el tonto del pueblo. Iba muy sucio, y babeaba, sí, pero era corpulento, y nos ofrecía cierta protección contra Jakan y sus matones. Bartolo también pasaba la mayor parte del tiempo pidiendo limosna cerca de la plaza del pueblo, junto al pozo, donde las mujeres iban a por agua. De vez en cuando veíamos a Magda cuando pasaba, con un cántaro en la cabeza.
—Pronto empezaremos a trabajar —me dijo un día Joshua—. Una vez empiece a trabajar con mi padre, ya no nos veremos tanto.
—Joshua, mira a tu alrededor. ¿Tú ves algún árbol?
—No.
—Y los árboles que tenemos por aquí, los olivos, tienen las ramas retorcidas, resecas y llenas de nudos, ¿no?
—Sí.
—¿Y aun así quieres ser carpintero, como tu padre?
—Es posible.
—Te lo diré con una sola palabra, Josh. Piedras.
—¿Piedras?
—Mira a tu alrededor. Hay tantas piedras que la vista se pierde en ellas. Galilea no es más que piedras y más piedras. Sé cantero, como yo y como mi padre. Podemos construir ciudades para los romanos.
—En realidad yo estaba pensando más en salvar a la humanidad.
—Quítate esa tontería de la cabeza, Josh. Piedras. Tú hazme caso.