Creéis que sabéis cómo termina esta historia, pero no lo sabéis. Hacedme caso. Yo estuve allí. Yo sí lo sé.
La primera vez que vi al hombre que salvaría al mundo, él estaba sentado cerca del pozo del pueblo, en Nazaret, y de la boca le colgaba una lagartija. Lo único de ella que se veía desde fuera eran la cola y las patas traseras; la cabeza y las patas delanteras ya habían iniciado el descenso por el gaznate. Tenía seis años, como yo, y todavía era bastante imberbe, por lo que no se parecía a las imágenes de él que habéis visto. Tenía los ojos del color de la miel oscura, y me sonreía por entre la cascada de rizos negro azabache que enmarcaban su rostro. Había en aquellos ojos una luz más antigua que Moisés.
—¡Impuro, impuro! —grité yo, señalando al muchacho, para que mi madre viera que yo conocía bien la Ley, pero ella no me hizo ni caso, como el resto de madres que iban a llenar sus cántaros al pozo.
El niño se quitó la lagartija de la boca y se la dio a su hermano menor, que estaba sentado a su lado, sobre la arena. El hermano menor se dedicó a jugar con ella un rato, a mortificarla hasta que esta echó la cabeza hacia atrás, como si quisiera morder a su verdugo, y entonces él levantó una piedra y le aplastó la cabeza. Desconcertado, arrastró la lagartija muerta por la arena. Una vez convencido de que no volvería a moverse por sus propios medios, la cogió y se la devolvió a su hermano mayor.
Él se la metió en la boca otra vez, y sin darme tiempo de ver nada, se la sacó, y ahí estaba la lagartija, vivita y coleando, lista para morder una vez más. Se la entregó a su hermano, que con todas sus fuerzas volvió a aplastarle la cabeza con la piedra. Y vuelta a empezar. O a terminar.
Vi morir al bicho tres veces más antes de intervenir.
—Yo también quiero hacerlo.
El Salvador se quitó la lagartija de la boca y me preguntó:
—¿Qué parte te interesa?
Por cierto, se llamaba Joshua. Jesús es la traducción griega del hebreo Yeshua, que es Joshua. Y Cristo no es su apellido. Significa «mesías» en griego. Y «mesías» es otro término griego que significa «ungido». En cuanto a la «H» que a veces se intercala entre los dos, no tengo la menor idea de qué significa. Es una de las cosas que debería haberle preguntado.[1]
¿Yo? Yo soy Levi, al que llaman Colleja. Sin inicial intercalada. Joshua era mi mejor amigo.
El ángel dice que, en teoría, debo limitarme a estar sentadito y a escribir mi historia, que debo olvidarme de lo que he visto en este mundo, pero ¿eso cómo se hace? En los últimos tres días he visto más gente, más imágenes, más maravillas, que en los treinta y tres años de mi vida enteros, y el ángel va y me pide que no haga caso de ellas. Sí, me han concedido el don de lenguas, así que no veo nada de lo que no conozca el nombre que le corresponde. Pero ¿de qué me sirve eso? ¿Me sirvió de algo en Jerusalén saber que lo que me aterrorizaba era un Mercedes, que por cierto hizo que acabara metido en un contenedor? Y eso no es nada. Cuando Raziel me hizo salir a rastras de allí casi arrancándome las uñas mientras yo luchaba con desesperación por seguir oculto, ¿me sirvió de algo saber que era un Boeing 747 lo que me llevaba a acurrucarme, hecho un ovillo, para intentar interrumpir las lágrimas que brotaban de mis ojos, y amortiguar el estruendo y el fuego? ¿Soy un niño pequeño, temeroso de su propia sombra, o pasé veintisiete años al lado del Hijo de Dios?
Sobre la colina en la que me sacó del polvo, el ángel dijo:
—Verás muchas cosas extrañas. No temas. Estás aquí en misión sagrada, y yo te protegeré.
Cabrón arrogante. De haber sabido lo que iba a hacerme, le habría pegado otro puñetazo. Pero si ahora mismo está tirado en la cama, al otro lado de la habitación, viendo unas imágenes moverse en una pantalla, comiéndose un dulce pegajoso que llaman Snickers, mientras yo garabateo mi relato en este papel suave como la seda que en lo alto lleva escrito Hyatt Regency, Saint Louis. Palabras, palabras, palabras, un millón de millones de palabras giran en mi mente como halcones, esperando para abalanzarse sobre la página y atrapar y desgarrar las únicas tres que quiero poner por escrito: «¿Por qué yo?».
Éramos quince —bueno, catorce desde que ahorqué a Judas—. O sea que, ¿por qué yo? Joshua siempre me dijo que no temiera nada, que él siempre estaría conmigo. ¿Dónde estás ahora, amiguito? ¿Por qué me has abandonado? Tú aquí no tendrías miedo. Las torres y las máquinas y el brillo y el hedor de este mundo no te impresionarían. Vamos, ven, pediré una pizza al servicio de habitaciones. El empleado que la trae se llama Jesús. Y ni siquiera es judío. A ti siempre te gustaron las ironías. Vamos, Joshua, el ángel dice que todavía habitas entre nosotros. A ver si es verdad, y tú me lo sujetas mientras yo le doy una buena paliza. Y luego tu y yo nos regocijamos con la pizza.
Raziel ha revisado mi texto e insiste en que deje de quejarme y me ponga a contar la historia. Para él es fácil decirlo, él no se ha pasado los últimos dos mil años enterrado. Pero bueno, hasta que termine un capítulo no piensa dejarme que encargue pizza, o sea que ahí va…
Nací en Galilea, en la ciudad de Nazaret, en tiempos de Herodes el Grande. Mi padre, Alfeo, era albañil, y mi madre, Naomi, estaba poseída por los demonios, o eso era lo que yo le contaba a todo el mundo. Joshua parecía creer que, sencillamente, se trataba de una mujer difícil. Mi propio nombre, Levi, viene del hermano de Moisés, el progenitor de la tribu de los sacerdotes. Mi apodo, Colleja, viene de la palabra que usábamos para referirnos a ese manotazo que se da en la nuca, y que, según mi madre, a mí, desde mi más tierna edad, me venía bien recibir al menos una vez al día.
Crecí bajo el dominio de los romanos, aunque hasta que tuve diez años no vi a muchos por allí, pues casi siempre se quedaban en la ciudad fortificada de Séforis, que estaba a una hora de camino desde Nazaret. Ahí fue donde Joshua y yo vimos el asesinato de un soldado romano, pero me estoy adelantando a la historia. Por el momento quedaos con que el soldado está sano y salvo, feliz con su escoba en la cabeza.
En Nazaret, casi todos eran campesinos, cultivaban viñas y olivos en las colinas pedregosas que se alzaban a las afueras de la ciudad, y cebada y trigo en los valles que se extendían más allá. Había también pastores de cabras y de ovejas, cuyas familias vivían en la ciudad mientras los hombres y los muchachos mayores cuidaban de los rebaños en las tierras altas. Nuestras casas eran de piedra, y el suelo también, aunque muchas casas lo tenían de tierra prensada.
Yo era el mayor de tres hijos, por lo que a la edad de seis años empezaron a prepararme para que aprendiera el oficio de mi padre. Mi madre me enseñaba mis lecciones cantadas, y también la Ley y las historias de la Tora en hebreo, y mi padre me llevaba a la sinagoga a oír a los mayores leer la Biblia. Mi lengua materna era el arameo, pero a los diez años ya era capaz de hablar y leer en hebreo, como casi todos los hombres.
Mi facilidad para aprender el hebreo y la Tora se vio espoleada por mi amistad con Joshua, pues mientras los demás niños jugaban a molestar a las ovejas o a dar patadas a los cananeos, Joshua y yo jugábamos a ser rabinos, y él insistía en que nos ciñéramos al hebreo auténtico para celebrar nuestras ceremonias. La cosa era más divertida de lo que parece, o al menos lo fue hasta que mi madre nos pilló intentando circuncidar a mi hermano pequeño, Sem, con una piedra afilada. Menudo enfado se pilló. Yo argumenté que Sem debía renovar su alianza con el Señor, pero creo que no la convencí. Me azotó con una vara de olivo, y me prohibió jugar con Joshua durante un mes. ¿He comentado ya que estaba poseída por los demonios?
En general, creo que al pequeño Sem le vino bien aquello. Era el único niño que conocí capaz de orinar en curva. Y, con unas dotes como las suyas, si eres mendigo, te ganas bastante bien la vida. Pues, ya veis, él no me dio nunca las gracias.
Hermanos.
Si los niños ven magia en las cosas es porque la buscan.
Cuando conocí a Joshua, yo no sabía que era el Salvador, y él tampoco lo sabía, por cierto. Sí me di cuenta de que no tenía miedo. Entre una raza de guerreros conquistados, un pueblo que intentaba sentirse orgulloso al tiempo que se acobardaba ante Dios y ante Roma, él destacaba como una flor en el desierto. Aunque tal vez yo fuese el único que se daba cuenta, y eso porque me fijaba. Para todos los demás, él era un niño como los otros: con las mismas necesidades y las mismas probabilidades de morir antes de llegar a adulto.
Cuando le conté a mi madre lo del truco de la lagartija, me tocó la frente para descartar que tuviera fiebre y me envió a dormir a mi jergón, con un cuenco de caldo por toda cena.
—Me han contado cosas sobre la madre de ese niño —le dijo a mi padre—. Según ella, habló con un ángel del Señor. Le explicó a Esther que había dado a luz al Hijo de Dios.
—¿Y qué le dijiste tú a Esther?
—Que debía cuidarse mucho de que los fariseos no oyeran sus chifladuras, porque si no lo hacía no tardaríamos en tener que buscar piedras para lapidarla.
—Entonces no vuelvas a hablar de ello. Conozco a su marido, es un hombre recto.
—Sobre el que ha recaído la maldición de una esposa loca.
—Pobre hombre —dijo mi padre, partiendo un pedazo de pan. Tenía las manos duras como el cuerno, cuadradas como martillos, grises como las de un leproso, de tanto barro que había pasado por ellas. Cuando me abrazaba me arañaba la espalda con tal fuerza que a veces sangraba, pero aun así mis hermanos y yo nos peleábamos por ser los primeros en recibir su abrazo cuando regresaba a casa del trabajo todas las noches. Las mismas heridas, infligidas por la ira, nos habrían hecho acudir a las faldas de nuestra madre ahogados en llanto. Yo me dormía siempre sintiendo su mano en la espalda, como un escudo.
Padres.
—¿Quieres aplastar unas cuantas lagartijas? —le pregunté a Joshua cuando volví a verlo. Él estaba dibujando con un palo en la arena, ignorándome. Yo planté un pie sobre su dibujo—. ¿Sabías que tu madre está loca?
—Es mi padre, que la saca de quicio —dijo él con voz triste, y sin levantar la vista.
Me senté a su lado.
—A veces mi madre aúlla por las noches, como los perros salvajes.
—¿Está loca? —me preguntó Joshua.
—Por la mañana parece encontrarse bien. Canta mientras nos prepara el desayuno.
Joshua asintió, supongo que complacido al descubrir que la locura podía ser un estado pasajero.
—Antes vivíamos en Egipto —dijo.
—No, no es verdad, eso está muy lejos. Más lejos aún que el templo. —El templo de Jerusalén era el lugar más lejano que había visitado de niño. Todas las primaveras mi familia emprendía un camino que duraba cinco días, para la fiesta de la Pascua. Parecía no terminar nunca.
—Vivimos aquí, y después en Egipto, y ahora hemos vuelto aquí —dijo Joshua—. Ha sido un viaje muy largo.
—Eso es mentira. Se tarda cuarenta años en llegar a Egipto.
—Ya no. Ahora está más cerca.
—Pues es lo que está escrito en la Tora. Mi abuelo me lo ha leído. «Los israelitas vagaron cuarenta años por el desierto».
—Los israelitas se perdieron.
—¿Durante cuarenta años? —Me eché a reír—. Los israelitas debían ser muy tontos.
—Nosotros somos los israelitas.
—¿Sí?
—Sí.
—Tengo que ir a buscar a mi madre —le dije.
—Cuando vuelvas, jugaremos a Moisés y el faraón.
El ángel me ha confiado que va a preguntarle al Señor si puede convertirse en Spiderman. No deja de ver la tele, incluso cuando yo duermo, y se ha obsesionado con la historia del héroe que combate a los demonios desde los tejados. El ángel dice que el mal acecha más ahora que en mi época, y que ello exige que los héroes sean más grandes. Los niños necesitan héroes, dice. A mí me parece que lo que él quiere es tirarse desde los edificios con ese pijama rojo.
Además, ¿qué héroe podría llegar a tocar siquiera a estos niños, con sus máquinas, sus medicinas, sus distancias convertidas en algo invisible? (Raziel. No lleva aquí ni una semana y ya está dispuesto a vender la espada de Dios con tal de poder descolgarse de una telaraña). En mi época, nuestros héroes eran pocos, pero de verdad —algunos de nosotros incluso hubiéramos podido remontarnos en el árbol genealógico hasta hallar un parentesco con ellos. Joshua siempre jugaba a los héroes (David, Josué, Moisés), mientras yo representaba el papel de algún malo (el faraón, Acab, Nabucodonosor). Si me hubieran pagado un siclo cada vez que me ejecutaban por ser filisteo… solo sé que no pasaría por el ojo de una aguja montado en un camello próximamente, eso os lo aseguro. Ahora que lo pienso, veo que Joshua estaba practicando para aquello en lo que se iba a convertir.
—Deja partir a mi pueblo —dijo Joshua, que hacía de Moisés.
—Vale.
—No puedes decir «vale» y ya está.
—¿No?
—No. El Señor ha endurecido tu corazón y lo ha indispuesto a mis peticiones.
—¿Y por qué iba a hacer una cosa así?
—No lo sé. Pero lo ha hecho. Y ahora, deja partir a mi pueblo.
—Nanay. —Me crucé de brazos y me volví, como alguien con el corazón endurecido.
—Mira cómo convierto esta vara en serpiente. Y ahora, ¡deja partir a mi pueblo!
—Vale.
—No puedes decir «vale» y ya está.
—¿Por qué? El truco de la vara ha sido bastante bueno.
—Pero es que así no es.
—De acuerdo, está bien. De ninguna manera, Moisés, tu pueblo tiene que quedarse.
Joshua agitó la vara delante de mis narices.
—Mira cómo te envío una plaga de ranas. Llenarán tu casa y tu alcoba, y se meterán en tus cosas.
—¿Y qué?
—¿Y qué? Que es malo. Deja partir a mi pueblo, faraón.
—Pero es que a mí las ranas más bien me gustan.
—Ranas muertas —amenazó Moisés—. Montones de ranas muertas, humeantes, apestosas.
—No, no, en ese caso, mejor que cojas a tu pueblo y te vayas. Yo, además, tengo que erigir unas esfinges, y eso.
—Maldita sea, Colleja ¡Así no es! Todavía tengo más plagas para ti.
—Yo quiero ser Moisés.
—No puedes.
—¿Por qué no?
—Porque la vara la tengo yo.
—Ah.
Y así era. No estoy seguro que me gustara tanto hacer de malo como a Joshua le gustaba hacer de héroe. A veces reclutábamos a nuestros hermanos pequeños para que representaran los papeles más despreciables. Los de Joshua, Judas y Jaime, hacían de poblaciones enteras, como los sodomitas a las puertas de Lot.
—Haz salir a esos dos ángeles para que podamos conocerlos.
—Eso no pienso hacerlo —respondí, en mi papel de Lot (me había tocado el bueno solo porque Joshua quería representar el papel de los ángeles)—, pero tengo dos hijas que no conocen a nadie, y a ellas sí podéis conocerlas.
—Está bien —dijo Judas.
Abrí la puerta y dejé salir a mis hijas imaginarias para que conocieran a los sodomitas…
—Un placer conocerlos.
—Encantado, seguro.
—Qué alegría.
—¡Así no es! —gritaba Joshua—. Se supone que debéis intentar echar la puerta abajo, y entonces yo os dejo ciegos.
—¿Y entonces destruyes nuestra ciudad? —preguntó Jaime.
—Sí.
—Preferimos conocer a las hijas de Lot.
—Deja partir a mi pueblo —soltó Judas, que solo tenía cuatro años y a veces confundía las historias. A él le gustaba sobre todo el Éxodo, porque, junto con Jaime, se dedicaban a arrojarme cántaros de agua mientras yo conducía a los soldados a través del Mar Rojo, detrás de Moisés.
—Ya vale —dijo Joshua—. Judas, tú eres la esposa de Lot. Ponte ahí.
A veces Judas tenía que hacer de esposa de Lot, fuera la que fuera la historia que estuviéramos representando.
—No quiero ser la esposa de Lot.
—Cállate, las estatuas de sal no hablan.
—No quiero hacer de niña.
Nuestros hermanos siempre hacían los papeles de mujer. Yo no tenía hermanas a las que atormentar, y la única de Joshua por aquel entonces, Isabel, era aún una recién nacida. Eso fue antes de que conociéramos a la Magdalena. La Magdalena lo cambió todo.
Desde que oí a mis padres hablar de la locura de la madre de Joshua, muchas veces me dedicaba a observarla, en busca de algún indicio, pero a mí me parecía que se ocupaba de sus tareas como las demás madres, cuidando de los pequeños, trabajando en el huerto, yendo a buscar agua y preparando la comida. Jamás, como yo esperaba, la vi caminar a cuatro patas, o echar espuma por la boca. Era más joven que muchas de las madres, y desde luego mucho más que su esposo, José, que para nuestra época era todo un anciano. Joshua decía que José no era su verdadero padre, aunque se negaba a revelar la identidad de su progenitor. Cuando surgía el tema y María estaba cerca, esta llamaba a su hijo, se acercaba un dedo a los labios y le exigía silencio.
—Todavía no es el momento, Josh. Colleja no lo entendería.
Me bastaba con oír mi nombre pronunciado por ella para que me diera un vuelco el corazón. No tardé en desarrollar un amor infantil por la madre de Joshua, que me llevaba a fantasear con que me casaba con ella, formábamos una familia, y compartíamos el futuro.
—Tu padre es viejo, ¿verdad, Josh?
—No tanto.
—Cuando muera, ¿tu madre se casará con su hermano?
—Mi padre no tiene hermanos. ¿Por qué?
—No, por nada. ¿Qué te parecería que tu padre fuera más bajo que tú?
—No lo es.
—Pero, cuando tu padre muera, tu madre podría casarse con alguien más bajo que tú, y sería tu padre. Tendrías que hacer lo que él te mandara.
—Mi padre no morirá nunca. Es eterno.
—Eso dices tú. Pero yo creo que, cuando me haga hombre y tu padre muera, tomaré a tu madre por esposa.
Joshua puso cara de haber mordido un higo verde.
—No digas eso, Colleja.
—A mí no me importa que esté loca. Me gusta su manto azul. Y su sonrisa. Seré un buen padre. Te enseñaré a ser albañil, y solo te pegaré cuando te pongas muy pesado.
—Prefiero jugar con los leprosos a seguir escuchándote —me dijo, haciendo ademán de alejarse.
—Espera. Sé bueno con tu padre, Joshua, hijo de Colleja. —Mi propio padre usaba mi nombre así, completo, cuando quería decirme algo importante—. ¿No dice la ley de Moisés que tienes que honrarme?
El pequeño Joshua se giró para mirarme.
—Yo no me llamo Joshua hijo de Colleja, y tampoco Joshua hijo de José. Yo soy Joshua hijo de Jehová.
Miré a mi alrededor, con la esperanza de que nadie lo hubiera oído. No quería que mi único hijo (pues pensaba vender como esclavos a Judas y a Jaime) fuera lapidado hasta la muerte por pronunciar el nombre de Dios en vano.
—Eso no vuelvas a decirlo, Josh. No me casaré con tu madre, tranquilo.
—No te casarás con ella, no.
—Lo siento.
—Te perdono.
—Será una excelente concubina.
No creáis a quien os diga que el Príncipe de la Paz jamás pegó a nadie. En aquellos primeros días, antes de que se convirtiera en quien acabaría siendo, Joshua me dio más de un puñetazo en la nariz. Y aquella fue la primera vez que lo hizo.
María siguió siendo mi amor verdadero hasta que vi a la Magdalena.
Si la gente de Nazaret creía que la madre de Joshua estaba loca, se lo callaba casi siempre, por respeto a su esposo, José. Él era sabio en la Ley, los Profetas y los Salmos, y eran pocas las esposas en toda la ciudad que no servían la sopa en los finos cuencos de madera de olivo que él fabricaba. Era justo, fuerte, sensato. Se decía que había sido esenio, miembro de la severa y ascética congregación judía que hacía vida aparte, y cuyos miembros jamás se cortaban el pelo, pero lo cierto era que no asistía en su compañía a la congregación y, a diferencia de ellos, todavía conservaba el don de la sonrisa.
En aquellos primeros días yo lo veía muy poco, pues siempre se encontraba en Séforis, construyendo estructuras para griegos y romanos, así como para los judíos asentados en la ciudad, pero todos los años, cuando se acercaba la festividad de los Primeros Frutos, José interrumpía su trabajo y regresaba a casa para fabricar cuencos y cucharas. Durante esa fiesta, era tradición ofrecer los primeros corderos, el primer cereal y los primeros frutos a los sacerdotes del templo. Incluso los primeros hijos nacidos ese año se ofrendaban al templo, bien prometiendo que ofrecerían su mano de obra cuando fueran adultos, bien mediante un donativo. Los artesanos, como mi padre y el padre de Joshua, regalaban las cosas que fabricaban, y algunos años mi padre confeccionaba morteros, manos y muelas para las ofrendas, mientras que en otros peregrinaba a Jerusalén para las celebraciones. Con todo, como la fiesta caía solo siete semanas después de la Pascua, muchas familias no podían permitirse la peregrinación, y las ofrendas acababan en nuestra sencilla sinagoga.
Durante las semanas previas a la festividad, José se sentaba frente a su casa, a la sombra de un toldo que él mismo se había fabricado, modelando la madera retorcida de olivo con formón y cincel, mientras Joshua y yo jugábamos a sus pies. Llevaba la túnica de una sola pieza que llevábamos todos, un rectángulo de tela con un corte en el centro para pasar la cabeza, sujeta con un cordón para que las mangas cayeran hasta los codos, y el dobladillo hasta las rodillas.
—Tal vez este año deba entregar al templo a mi primer hijo, ¿verdad, Joshua? ¿No te gustaría limpiar el altar después de los sacrificios? —dijo, sonriendo para sus adentros, sin levantar la vista del trabajo—. Les debo un primer hijo, ya lo sabes. Estábamos en Egipto cuando se celebró la fiesta de los Primeros Frutos del año en que naciste.
La idea de entrar en contacto con la sangre horrorizaba a Joshua, no había duda, lo mismo que habría horrorizado a cualquier muchacho judío.
—Ofrece a Jaime,abba, él es tu primer hijo.
José alzó la mirada y la posó en mí, fija, para ver si yo reaccionaba de algún modo. Y sí, había reaccionado, aunque en realidad lo que me pasaba era que me había puesto a pensar en mi condición de primer hijo. Esperaba que a mi padre no le diera por pensar en los mismos términos.
—Jaime es el segundo hijo. Los sacerdotes no quieren a los segundos hijos. Tendrás que ser tú.
Joshua me miró antes de responder, y clavó los ojos en su padre.
—Pero, abba, si tú mueres, ¿quién cuidará de madre si yo estoy en el templo?
—Alguien la cuidará —tercié yo—. Estoy seguro.
—Tardaré mucho en morirme —dijo José acariciándose la barba gris—. Me salen canas en la barba, pero todavía me queda mucha vida por delante.
—No estés tan seguro, abba —dijo Joshua.
José soltó el cuenco en el que trabajaba y se miró las manos.
—Salid de aquí e id a jugar a otra parte —ordenó, con apenas un hilo de voz.
Joshua se puso en pie y se alejó. Yo habría querido abrazarme al anciano, pues era la primera vez que veía a un adulto asustado, y a mí también me daba miedo.
—¿Puedo ayudarte? —le dije, señalando el cuenco medio terminado que reposaba en su regazo.
—Ve con Joshua. Le hace falta un amigo que le enseñe a ser humano. Luego ya le enseñaré yo a ser un hombre.