Si hubo relámpagos, como dijeron después, ¿por qué no oímos los truenos? ¿O es que el chirrido de los amplificadores los ahogó antes de que sonaran?
Por un instante, el mundo se puso blanco como una perla, tan blanco que dolía, sin sombras, y sólo los desnudos postes del escenario y las torres eran más brillantes que el fondo cegador. Antes de protegerme los ojos, tocio estaba oscuro y sólo había fogonazos e imágenes que la luz producía en la retina. No. eran reales: caían chispazos como serpentinas crepitando, mientras una de las torres de iluminación se inclinaba peligrosamente. Oí como los gritos de terror iban en aumento, como una olla a presión cuando llega a su punto de ebullición, mientras la multitud intentaba disiparse, las negras cajas de los altavoces, grandes como armarios, se desprendían de sus soportes y caían en alud; los cables se quebraban dando trallazos y dejando un rastro de chispas, como látigos eléctricos sobre la multitud, y los focos reventaban y producían sordos golpes al caer.
Todo se quedó a oscuras, hasta que surgieron las primeras llamas en la lona del escenario. Llovía intensamente. Las gotas, gruesas y tibias como mantequilla derretida, se precipitaban sobre el fuego de la marquesina, y se elevaban nubes de humo que se volvían de color naranja a medida que las llamas crecían. Su luz proyectaba las sombras de los que se querían marchar y saltaban del escenario como si estuviesen en la cubierta del Titanic. Vi las figuras de los policías buscando supervivientes entre los que se amontonaban en el suelo.
—¿Dónde está Alia? —pregunté al reunirme con ellos.
Allí estaba Ben, contemplando, mudo y encorvado, cómo un camillero de la ambulancia le aplicaba un paño húmedo en el brazo. Tenía una quemadura, tal vez más; no quise saber nada.
—¿Dónde está Dee? —me susurró, aunque no se dio cuenta de quién era.
—¿Dónde está Dee? —era Clive observando el desastre del escenario, mientras dos guardias de seguridad trataban de convencerle para que se alejase de allí.
—Por favor, abandonen el campo en orden —repetía una voz por megafonía.
Acompañada del aullido de la sirena, se abrió paso, entre la multitud que corría en desbandada, una ambulancia con una luz azul, como las que llevan algunos grupos para sus actuaciones. Pasó de largo, protegida por guardias de seguridad que no cesaban de recibir mensajes de emergencia a través de los aparatos receptores que llevaban.
—¿Dónde está Alia? —dije, pero nadie me contestó, aunque repetí la pregunta varias veces.
Había montones de tiendas detrás del recinto de los artistas, y allí dejaron que nos tumbásemos. A la luz de las llamas, aquello parecía un campo de refugiados. Iban saliendo en fila los que quedaban, más tranquilos, con la cabeza agachada como un ejército derrotado y empapado por la lluvia. Los padres de Alia me miraron como si quisieran decirme algo. Pero no, lo que hubiesen dicho habría sido: ¿Cómo pudiste…? ¿Por qué no…? ¿Por qué…? Preguntas que daban vueltas y vueltas en mi cabeza.
—¿Dónde está Alia?
Entraron los camiones de bomberos.
—No hay rastro de ella —dijo una agente.
Más tarde volverían a buscar entre los restos del escenario.
«No», pensé, «no ha muerto, si no, lo sabría».
Entonces me asaltó otro pensamiento… ¿Dónde está Hugo?
—Necesito ir a los servicios —dije tratando de ponerme de pie.
Cuando nadie me veía, fui por detrás de la tienda y atravesé una columna de rezagados. Al pasar por la puerta alguien me tocó en el hombro. Era una de las autostopistas con la cara cubierta de barro y lágrimas.
—¿Has visto a Mandy? —me preguntó sollozando—. Ya sabes, mi amiga Mandy…
—Lo siento —dije—, pero no te preocupes; estará bien.
—¡Por favor, ayúdame a buscarla!
—Lo siento —repetí apartando sus dedos de mi brazo lo más delicadamente que pude—. Yo también estoy buscando a alguien…
—Si se trata de tu cantante, se ha marchado.
No es fácil quedarse paralizado en medio de una multitud. Ahora era yo quien la cogía del brazo.
—¿Cuándo? ¿Por dónde? ¿Con quién? ¿Estás segura?
—Es imposible que me equivoque —dijo la chica—. Estaba asustadísima y se marchó corriendo sola, en esa dirección…
Entonces se oyó el ruido de un motor. El motor de una motocicleta, la de Hugo. Sonó una, dos, tres veces, pero no arrancaba. Al final cobró vida.
—¡Eh! —gimió la chica de Birmingham cuando le solté el brazo—. ¿Y Mandy?
Pero yo ya estaba intentando abrirme paso entre la gente. La motocicleta de Hugo rugió impaciente, en punto muerto entre la multitud, y después aceleró. Le vi la cara. Incluso en aquellas circunstancias se mostraba impasible, oculto bajo su casco. Desapareció a toda velocidad.
Fui en busca de la furgoneta.
Me llevó mucho tiempo salir de entre el gentío. ¿Hacia dónde se había ido Alia? A casa no; tampoco a Borsley.
—No regresaré —había dicho.
Por el campo…, en esa dirección… ¿Qué había allí aparte de la cabaña? A través del campo, en aquella dirección…
¿Y Hugo? Había zanjado su deuda con Jed Alexander y ya no le hacíamos falta, a menos que…, a menos que quisiera algo más. A menos que quisiera a Alia en cuerpo y alma.
Atajé por los oscuros caminos, busqué en todos los rincones, sin desear otra cosa que llegar, y casi me perdí. Bajo el puente del camino del Salto de Horan, había algo apoyado en las zarzas. Retrocedí para asegurarme. Sí, era la moto de Hugo.
No había tiempo para buscar un sitio donde aparcar. Salí de la furgoneta y la dejé en la carretera. Debí suponer que Hugo conocía el valle; sabía por dónde había tenido que ir Alia para llegar a la Casa de Horan si atajaba por el campo. Debió de entrar en el bosque por algún sitio cercano, evitando la carretera, si es que le quedaba un poco de sentido común, pero tenía que cruzar el río por el puente. Entonces, lo único que yo debía hacer era esperar.
El bosque estaba en silencio, aunque lleno de pequeños ruidos. La tormenta había cesado, pero caían enormes gotas de las hojas de los árboles y parecía que algo se movía bajo la maleza, desplazándose y deteniéndose por todas partes, el agua corría con mucho ímpetu a causa de la lluvia. El búho de antes volvía a llamar desde lo más profundo del valle. Las nubes empezaron a dispersarse y desaparecer, y la luz de la luna iluminó los árboles.
El contraste era tan grande que hacía que las sombras parecieran de un negro muy intenso. Más ahajo, la espuma del estanque se veía blanca, aunque el agua parecía negra, y las gotitas de rocío de la cascada formaban una ligera mancha en el aire.
No había rastro de Hugo, y decidí descender por el camino.
Como había mucho barro y era muy resbaladizo, patiné y caí de batees. Sin darme cuenta, clavé los dedos en la tierra y los hundí. Algo se movía debajo de mí. Sin cambiar de postura, miré hacia abajo y vi a Hugo de pie, a contraluz, de perfil como una estatua de las islas Orientales. No me miraba a mí, sino al valle.
Seguí su mirada y distinguí un arbusto que se movía. Allí estaba Alia, abriéndose paso entre los árboles en dirección a la colina. Cuando Hugo quiso seguirla, grité, pero mi voz se perdió con el ruido del agua, y seguro que no me oyó. Ella levantó la cabeza y le vio. Entonces, bajo la luna, tembló, porque se sintió como un conejo ante los faros de un automóvil. Se agachó para huir por el camino, pero resbaló y cayó deslizándose hasta abajo. Perdió el equilibrio cuando iba a detenerse, se quedó en el suelo y se puso de pie sobre una gran roca. El oscuro estanque temblaba a sus espaldas, recogiendo las aguas de la cascada.
Hugo llegó a la orilla en la que ella estaba y cruzaron sus miradas. Él extendió los brazos e hizo una representación como en el cine mudo. Alia retrocedió desconcertada. Le gritó:
—¡No!
Hugo bajó por la orilla muy despacio, paso a paso, sin quitarle la vista de encima. Por fin estaban en la roca, separados por unos cuantos metros. Cuando él avanzaba y se detenía, ella retrocedía, y aunque sus labios se movían, las palabras se las tragaba el agua de la cascada. Cuando Alia llegó al extremo de la roca, él sonrió.
Grité, sin duda, por la forma en que me dolía la garganta, pero era imposible que Alia y Hugo me oyesen. Y, aunque no hubiera habido agua, tampoco me habrían oído, porque estaban en un mundo al que yo no podía llegar. Entre ellos y yo se encontraba, peligrosamente quieto, el estanque.
Noté algo duro en el barro. Una piedra. La levanté, intenté ponerme de pie y volví a resbalar. Mientras caía, la lancé. Cuando pude mirar de nuevo, los dos se habían dado la vuelta, y esta vez Hugo debió de imaginar lo que estaba pasando —una caída…, una piedra…, quién podía haberla tirado…, alguien oculto entre los arbustos…, yo—. Alia miró la cascada. Era un salto imposible, una locura saltar de una roca mojada a otra, porque estaban demasiado separadas, incluso aunque hubieran estado secas… Pero Alia saltó.
Al aterrizar, le resbaló un pie y cayó hacia atrás. El agua le golpeó con fuerza el tobillo. Entonces estiró los brazos buscando algo a lo que agarrarse, como si fuese posible en el aire. Se balanceó, casi perdió el equilibrio, y dio un impulso hacia delante como si alguien la ayudase, algo que no podían explicar las leyes de la física. Quedó caída sobre la reluciente roca.
Hugo la miraba desde la cascada de Horan. Podía haber entre ellos cinco kilómetros en vez de unos metros. Alia se levantó despacio y le miró. Su cara, pálida como la luna, era grande y blanca a pesar de sus enormes ojos oscuros. Tenía cara de búho. Alzó los brazos, que dieron la impresión de grandes alas blancas desplegadas.
Después subió por la otra orilla, como una niña que corre asustada, y Hugo se dio la vuelta como si de repente se hubiese acordado de mí. Levantó una mano y la apretó lentamente, como si sólo con la fuerza del odio fuese capaz de empujarme hacia él. Luego, se dirigió hacia donde me encontraba. Me di la vuelta a cuatro patas, clavando los dedos y agarrándome a las zarzas a las ortigas, a todo lo que me permitiera seguir subiendo; resbalé, avancé unos centímetros, retrocedí, me sujeté a una fangosa raíz y me di impulso. Le oí respirar, alcancé el saliente y conseguí subir, aunque me quedó una pierna colgando. Estaba en la carretera y corrí hacia la furgoneta.
Vi las manos de Hugo en el saliente cuando puse la llave en el contacto y la accioné. Nada. La giré y nada. Apareció su cabeza. Lo que había hecho Alia para que funcionase se había desvanecido, pero, como si de repente hubiera captado la imagen de Alia en mi pensamiento, el motor se puso en marcha.
Cuando Hugo subió al puente accioné la palanca de marchas y la furgoneta salió disparada. Inmediatamente dio un salto hacia atrás y se subió al muro porque la aleta delantera arremetió contra él, levantando una lluvia de chispas en el sitio exacto en el que debían estar sus piernas. Pudo saltar sobre el capó o agarrarse a la puerta, pero se puso nervioso sólo un segundo, el tiempo justo para que yo metiese la marcha atrás. Como la furgoneta se movía con rapidez, apenas pude verlo por el rabillo del ojo. Era la moto de Hugo. Giré la dirección, lancé la furgoneta contra ella, y la destrocé como si fuese un cubo de basura. Las puertas traseras se abollaron, se abrieron hacia dentro y varios trozos de la moto cayeron en el interior. Me asusté cuando vi a Hugo. Parecía un oso de pie sobre las patas traseras. Entonces aceleré hacia él y se me escapó porque se echó rápidamente hacia un lado.
Se oyó un estruendo cerca del árbol y un preocupante silbido en el motor, pero no pensaba bajarme a comprobar qué le ocurría. Hugo me seguía, desconcertado, pero desapareció. Salía mucho humo del capó, pero apreté el acelerador y me jugué la vida en las curvas, porque sabía hacia dónde se dirigía, exactamente a donde pensaba ir Alia, a menos que yo la alcanzara primero. A la Casa de Horan.