—Ven conmigo —dijo el médico, marcando vigorosamente el camino con pasos fuertes—. Debes de estar preocupado por tu amiga.
Había algo en su acento de Edimburgo que sonaba claro y definido, como ese fuerte producto que utilizan en los hospitales para desinfectar.
Desde una de las ventanas de la tercera planta se veían las nubes que cubrían el cielo, y debajo estaba Borsley, concurrido y aburrido, como de costumbre. Habíamos regresado, y ni siquiera nos había echado de menos.
—Oh —dije—, todo el mundo se preocupa por Alia —nuestras pisadas retumbaron a lo largo del pasillo—. Es como si todo el hospital fuera para ella.
—Nos falta personal —dijo el médico—, pero no debes preocuparte, todas las urgencias se atienden perfectamente.
—¿Lo de Alia es urgente? ¿Es serio?
Nos detuvimos y el médico agarró el picaporte de la puerta en la que había un cartel que decía SALA DE INGRESOS, pero no la abrió.
—El estado en el que ha llegado tu amiga puede provocarle un colapso en cualquier momento.
—Se desmayó un par de veces —dije.
—Me refiero a que si se produce el colapso, morirá.
El reloj de pared que teníamos encima dio una fuerte campanada que atronó en el silencio del hospital y el minutero dio una sacudida.
—Pero… ella está bien ahora, ¿verdad?
—Aún no ha salido del bosque. Le hemos colocado un gota a gota para que no se deshidrate y le hacemos análisis de sangre cada hora. Los electrólitos están como locos; se trata de un caso agudo de inanición.
—¿Eso es todo? —dije—. ¿Inanición?
—No sólo falta de alimentos. Es anorexia nerviosa. Pobres niñas… Es algo tan corriente actualmente.
Eso era Alia, pensé, una de esas pobres niñas… una de tantas. Y ella que se creía tan especial.
—Hay una cosa que no entiendo —no era verdad, había cientos, pero los médicos no podían explicármelas—. Si todo este tiempo ha estado tan débil, ¿cómo consiguió… dar la sensación de que estaba fuerte?
—Las endorfinas —dijo el médico—. Cuando una persona pasa hambre, el cerebro envía esa sustancia química que le da energía…, por eso son capaces hasta de salir de caza. También oculta el dolor. Es una de esas cosas que la madre naturaleza elabora para mantenernos en pie —me dirigió una sonrisa profesional—. ¿Entramos ya?
—Emod —dijo Alia sin abrir los ojos. Oscuras sombras grises los rodeaban, como si hubiera recibido varios puñetazos. Estaba débil y parecía diminuta en aquella cama plegable con barrotes a los lados. Estaba totalmente envuelta en sábanas—. No encuentro una postura cómoda. Me duele. Me han puesto cosas en el brazo.
Tenía la piel magullada y azulada alrededor del vendaje que mantenía la aguja en su posición. Un tubo de plástico transparente subía hasta una bolsa que contenía un líquido controlado por un contador electrónico.
—Un aparato inteligente —comenté por decir algo.
—Voy a contarte un secreto —dijo—. He intentado desconectar ese aparato. Sabes que puedo hacerlo con el pensamiento…
—No hables así —dije—. Te pondrás bien.
—¡Bien! —exclamó esbozando solo una sombra de lo que era la furia de Alia—. Ponerme bien no es bueno para mí, pero no te preocupes. No pude hacerlo; no podré volver a hacerlo.
Sus ojos ennegrecidos me miraron como si me acusaran de algo. Intenté leer los pequeños números del monitor digital, pero estaban borrosos; debía de ser un fallo mecánico. Yo no estaba llorando.
—Vaya lío —dije—. Mírate. Mira… todo.
Se estremeció.
—Ben… ¿Cómo está?
—Se pondrá bien. No le quedarán demasiadas cicatrices.
—¿Y… el festival?
Aparté la mirada.
—Emod, por favor, nadie quiere contarme lo que pasó. ¿Alguien… ya sabes?
—La prensa ha dicho que Jed Alexander no estaba en la lista de víctimas, pero que es posible que no vuelva a tocar la guitarra. En lo que respecta a los jóvenes del público…
Alia estaba muy débil y miraba el techo.
—Pobres criaturas. Yo no quería… —dijo.
—Fue un accidente —la tranquilicé—. Consecuencias del mal tiempo. La voluntad de Dios —la última frase quedó como un mal chiste—. No te culpes —continué—. Fue cosa de Hugo.
—¡Hugo! ¿Has tenido noticias suyas?
—No le han cogido, si es a eso a lo que te refieres, pero no te preocupes, le atraparán.
—No —dijo Alia dejando que se le cerrasen los ojos—. Me dijo que volvería a mí… pasara lo que pasara.
La diminuta sala estaba tranquila, casi vacía. Un estornino se posó en la escalera de emergencia, y produjo un sonido estridente, como el de una uña arañando una pizarra.
—Debes empezar a comer —dije.
Se estremeció como si algo asqueroso la hubiese tocado. Abrió los ojos con cansancio.
—No lo entiendes, ¿verdad? Estuve a punto de conseguirlo. Llegué a ser casi perfecta, casi especial, casi… ¡maravillosa! Si no puedo ser así…, ¿para qué ser otra cosa?
Volvió a hundir la cabeza en la almohada. Tenía marcas en los ojos y la boca se le llenó de tensos pliegues que resaltaban en sus mejillas… Me recordó a mi tía, antes de morir, cuando era una enferma terminal, cuando estaba tan enferma que la enfermedad se la llevó. Ella no tenía esa clase de enfermedad que a uno le permite reflexionar sobre lo que ha sido su vida. Entonces exclamé:
—¡De acuerdo! ¡No! Tú no eres nada especial; por el contrario, eres completamente normal, otra fea y aburrida anoréxica, como las demás.
Volvió la cabeza hacia el otro lado. Se abrió la puerta de la sala y entró una enfermera. Supongo que yo estaba gritando, pero me daba igual.
—¡Es la maldita historia del cisne moribundo! Conseguiste que todo el mundo girara a tu alrededor, ¿verdad? Siempre lo has hecho. Qué preocupados estamos por Alia… Sí. de acuerdo, lo comprendí, lo entendí todo ¡allá arriba!
El médico me puso la mano en el hombro y me llevó con mucha delicadeza, pero con firmeza, hasta la puerta.
—Alia, sabes perfectamente a qué me refiero —le dije—. Eres una cobarde. Tienes miedo de ser… una más. Naturalmente no querías ser como los demás. ¡Como yo! —me agarré a la puerta—. ¿Qué me dices?
Levantó un poco la cabeza para mirar a la enfermera que pasaba entre nosotros.
—Emod —dijo débilmente—, ven a verme luego.
—No puede ser hasta mañana por la mañana, querida —dijo la enfermera.
—No te vayas —dijo Alia haciendo un esfuerzo—. Quédate, por favor. Por si acaso.
Por si acaso, ¿qué?, debí preguntarle, pero el médico me dio el último empujón oficial y cerró la puerta.
—Como profesional —dijo el médico con aspereza—, te aconsejo que te marches a casa y descanses bien esta noche. Aunque en realidad… —sus ojos, de un color gris gélido, acentuaron las arrugas de los extremos—, si quieres quedarte, las sillas de la sala de espera son bastante cómodas.
Empezó a llover de madrugada y las ventanas se agitaron. Las nubes procedían del oeste, quizá venían de Cornwall. El agua ahogó mis pensamientos, temores y preocupaciones, y al final me quedé dormido.
También soplaba el viento en el sueño, sobre restos de tundra del Ártico, y azotaba la fina nieve elevándola a tal altura que era incapaz de diferenciar los límites del cielo con la tierra. Algo gemía, aunque al principio no supe si era el viento o un ser vivo que se encontraba en alguna parte de aquella gélida masa. Se acercó el ondulante gemido, y cuando estuvo a mi lado giró en actitud cazadora. Quizá quería cazarme.
Entonces un temporal de nieve se arremolinó a mi alrededor y en su interior se extendieron unas alas. El búho estaba allí, delante de mí, no me quitaba de encima sus ojos amarillos, tenía las garras extendidas y el pico abierto, como dispuesto a gritar. Pero se dejó llevar por el viento y planeó sobre el invierno eterno. Solitario, solitario… parecía gritar. Y siguió dando vueltas en círculo para volver a la carga.
Esta vez pasó tan cerca que sentí el batir de sus alas y vi una gota de sangre seca en su pico. Acallé por darme cuenta de que buscaba sangre caliente. ¿De qué otro modo podía vivir en aquella tierra devastada si no era matando? Solitario, hambriento… Y el viento nos golpeaba, resonando como un tambor, un enorme tambor con una piel enorme, en la que delgadas siluetas de seres humanos, aves y bestias estaban marcadas como las huellas de las presas en la nieve.
Apareció por tercera vez, con las garras llenas de reflejos de primavera y golpeó, pero no a mí. De muy cerca llegó un grito. Yo estaba allí, tumbado, agarrotado, con el corazón latiendo con furia, haciendo grandes esfuerzos por despertarme en la sala de espera.
Búho, Alia. Alia. Búho.
Tambaleándome de sueño, me dirigí a las escaleras para subir a la sala de ingresos. La puerta basculó a mi espalda y la enfermera de noche levantó la mirada de su novela de Stephen King. parpadeando. Estaba en medio de la sala. Las cortinas que rodeaban la cama de Alia estaban echadas, pero se movían de una forma… Al descorrerlas vi una oscura figura acurrucada, que parecía haber entrado por la ventana abierta, dejando que se colase el ruido y el olor de la lluvia.
Tenía, como siempre, la cara inmóvil, o absolutamente quieta, y parecía la escultura de un espíritu, medio hombre, medio ave salvaje, sobre un tótem. Quizá había sido su pelo el que una vez le había hecho pasar por hippy, pero había tenido que despojarse de ese aspecto. Se le había quemado la mitad del pelo, y la piel que había quedado al descubierto brillaba con quemaduras moradas. Se había afeitado la otra mitad, y la barba resplandecía como si fuera escarcha con finas gotas de lluvia.
Hugo sacó el cuchillo y nos mostró su brillo. Primero lo puso en posición horizontal, en la garganta de Alia. La tenía inmovilizada con el brazo izquierdo, y ella permanecía en silencio, débil y rígida como una marioneta con las cuerdas cortadas. El amplio camisón de hospital se deslizó por las rodillas de Alia. La muchacha tiró del tubo del gotero, pero no tenía fuerzas. Con un destello, la hoja cortó el plástico. El silencio se rompió: el líquido goteaba en el suelo.
—Está bien —dijo Hugo.
La hoja se estremeció más cerca, a punto de rajar la piel de la garganta. Entonces ella se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el hombro.
—Alia —dije—. No le dejes.
Hugo sonrió. Nunca se le había dado bien sonreír, pero ahora se le amigaba aún más la piel quemada; me di cuenta de que le dolía.
—He traído el cuchillo para ayudarte. Para que puedas seguir actuando según tu propia y libre voluntad.
—¡No! —grité—. ¡Alia, di que no!
Me miró como hacen muchos maestros de escuela cuando están demasiado cansados para enfadarse.
—¿Cómo pudiste averiguarlo? —dijo—. ¿Cómo supiste lo que ella quería, un oscuro y triste espíritu como el tuyo?
Mientras hablaba se acercó a la ventana y puso una pierna en el alféizar. Un golpe seco y Alia se convertiría en la marioneta muda de tamaño natural de un ventrílocuo.
—Sé lo que quieres —dije—. Mejor muerta que desaprovechar su don…, eso dijiste. La has estado utilizando todo el tiempo. La has obligado a hacer trucos como si fuera una atracción de feria.
Para mi sorpresa, no se rio. Me miró fijamente a los ojos.
—¿No lo entiendes? —dijo—. Nunca la obligué a hacer nada. Ni siquiera la enseñé. Los poderes que tiene son los poderes de los que siempre hablé, leí y añoré, sí, los que siempre deseé… y nunca conseguí. Entonces, una noche, encontré una cara nueva en mi clase, esta niñita, y por primera vez me di cuenta de que lo que tanto había buscado estaba delante de mí. Podrás decir que soy un fraude, un charlatán, pero reconoce que soy capaz de darme cuenta de las cosas cuando las veo.
La lluvia le había mojado la cara. Tenía los pantalones rotos y llenos de barro. Hugo no volaba, no había llegado hasta ella en forma de espíritu; se había arrastrado por los campos, por los jardines del hospital, hasta agotarse, había resbalado en el barro y había hecho un gran esfuerzo por mantenerse en pie, como cualquier ser humano cuando está desesperado.
—Ocurre una vez en la vida y se me presenta la oportunidad de conocerla. Jed Alexander sólo fue una excusa. Su poder es lo que importa. ¿Cómo voy a dejarla en manos de tus médicos? ¿Para que la devuelvan a la jaula…, para que la curen, como ellos dicen? ¿Para que la aten al suelo, cuando puede volar?
—Morirá —dije—. Dejarás que muera.
Tenía medio cuerpo fuera de la ventana, y buscaba a tientas la escalera de incendios con una pierna. Cuando la fría lluvia tocó a Alia, se estremeció de un modo que podía ser un débil esfuerzo o un gruñido.
—Debes creer lo que digo —dijo Hugo—; ella está de acuerdo en lo más profundo de su corazón.
Mientras la sacaba se arañó las piernas en la cornisa. Me enseñó el cuchillo.
—Si alguien intenta seguirnos…
Se incorporó, levantándola a ella. Entonces la noche gritó a su espalda.
Hugo se dio la vuelta y alzó la mirada justo a tiempo de ver una borrosa mancha blanca que le golpeó de lleno en la cara. Un ala de un metro de envergadura le azotó la cabeza, como un tocado de carnaval vuelto del revés. Unas líneas rojas tapaban su blancura, y el grito se transformó en el de Hugo cuando intentó encontrarse la cara. Entonces se balanceó y el cuchillo salió volando como si lo agarrase la lluvia.
Alia se soltó, pero yo estaba a mitad de camino, y la sujeté por el tobillo cuando resbaló del alféizar. Hugo la agarró, para salvarse él, no para arrastrarla consigo, pero se le fue un pie y perdió el equilibrio en un escalón. Entonces soltó las manos y se agarró al pasamanos con tanta fuerza que dio una voltereta. Se oyó un ruido metálico y la escalera de incendios vibró cuando cayó los tres pisos golpeándose contra ella.
Al mismo tiempo, o eso creo recordar ahora, un coche de la policía entró chirriando en el aparcamiento. Supongo que el grito del búho fue el ruido de los frenos, o el primer alarido de la sirena. Es posible que lo que vi fuera un destello perdido de los faros, reflejado en los barrotes de la escalera de incendios, y pensé que eran alas. Incluso las heridas que tenía en la cara, dijeron después, pudieron producirse con el impacto contra el pasamanos metálico.