Capítulo 19

—¿Alia?

No se oía nada en la casa. La puerta estaba cerrada con llave, las ventanas oscuras y, fuese por lo que fuese, parecían más pequeñas que nunca, como si hubiesen cerrado los ojos para dormir.

—Alia, ¿estás ahí?

Habíamos recorrido un largo camino desde el Salón Verde y continuaba haciéndome la misma pregunta. Y, del mismo modo que aquella noche, nadie contestó.

La furgoneta se estropeó a mitad de camino. Con el último crujido, el motor se paró y avancé en punto muerto el último tramo, derrapando en cada curva. Se había pinchado, por lo menos, una rueda. Oía perfectamente chirriar la llanta. Me detuve haciendo una maniobra brusca en el último recodo y destrocé el único faro que quedaba. Antes de bajar agarré por el frío mango la llave inglesa que estaba debajo del asiento, por si acaso.

Delante de la Casa de Horan había una zona iluminada por la luna que me recordó un escenario vacío. Por un lado, el bosque callaba sus secretos, y por otro, la cabaña se ocultaba entre las sombras del saliente rocoso.

—¿Alia? Soy yo, Emod.

Las palabras retumbaron más tiempo de lo habitual entre la casa y la roca con un sonido sordo. Una vez leí que los miembros de cierta tribu nunca decían sus nombres en voz alta. Si el enemigo sabía sus nombres, podía ir al bosque y decirlos en voz alta para que los oyeran los espíritus y les arrebataran el alma.

¿Estaba Alia en la cabaña? ¿Tenía la llave? No, Hugo era el único que la tenía, porque quería estar seguro de que todo se encontraba bajo su control.

No podía haber llegado tan rápido, ¿o sí? Tenía que acceder por el abrupto y resbaladizo camino del valle, lleno de rocas y zarzas, en la oscuridad. No, era imposible. ¿Y Alia? ¿Le habría dado tiempo? ¿Estaría intentando abrirse paso a través del bosque? ¿Se habría perdido? Hugo podía encontrarla. ¿Y yo? ¿Tenía que volver al bosque a echar un vistazo?

Entonces me di cuenta de que alguien me observaba.

Levanté la mirada, y por el rabillo del ojo capté un movimiento, tan ligero como si la sombra de una hoja se hubiese desplazado con la brisa. Pero no hacía viento y nada se movía. El valle estaba en silencio, como un estudio antes de una grabación. Algo se ocultó detrás de la pared del fondo. Me acerqué a la esquina con sigilo, con la llave inglesa levantada y de espaldas a la pared.

—Sal de ahí —dije nervioso—. Quiero ayudarte.

La sombra que apareció era más baja de lo que esperaba, más baja y más ancha. Era Mary Field.

Al ver la herramienta, se encogió y levantó las manos, como el niño pillado por el maestro que replica: «¡Yo no he sido, señor!». La miré como un tonto y lo único que se me ocurrió decirle fue:

—¿Usted…?

Me miró, más tranquila. Entonces dijo que sí moviendo la cabeza arriba y abajo.

—Puedes bajar eso, hijo. No necesitas protegerte de mí.

—¿Usted…? —repetí—. ¿Se encuentra… bien?

No llegó a sonreír.

—No te preocupes por mí —dijo—. Soy una mala hierba. Preocúpate por esa pobre chica.

—¿Pobre chica? ¿Se refiere a Alia?

—¿A quién si no? Pobrecita, está atormentada.

—Pero… pero ella le hizo daño.

—No fue ella. No. Fue esa cosa que lleva dentro lo que la está devorando, eso fue. Ella es una niña.

Nos volvimos al oír un ruido en el bosque, débil pero no muy lejano. Se parecía al grito de un pájaro o a algo diminuto que rabiaba de dolor. Quizá fuera un erizo olfateando y chillando, pero, por alguna razón, ambos supimos que no se trataba de eso. Vimos a Alia al llegar a la orilla del río, en el lugar por donde asoma la senda del bosque. Estaba más abajo, en una zona iluminada por la luna que pronto se esfumó, pero seguimos oyéndola llorar débilmente mientras se acercaba.

El terraplén casi acabó con ella. Resbaló y cayó, intentó ponerse de pie y volvió a resbalar. Se aferró al suelo con las manos y las rodillas, y luego se hundió, pero volvió a agarrarse, sollozando, a una raíz. Cuando bajamos a ayudarla levantó la cabeza haciendo un gran esfuerzo. Estaba demasiado cansada para alegrarse o asustarse. La luna, fría y despiadada, la iluminaba completamente. Su rostro se parecía al que había visto en el espejo del Salón Verde poco antes de perder la piel a jirones. Para que hubiera sido exactamente igual le faltaba echarse a reír.

Cuando la ayudamos a ponerse de pie se tambaleó. La mantuvimos erguida entre los dos, sin mucho esfuerzo por nuestra parte porque pesaba muy poco. El penetrante olor de su piel me recordó algún extraño perfume: un producto químico, como suponía que debían de ser los aceites de embalsamar.

—Lo siento —dijo extenuada—. Yo no quería… Toda esa gente. Y Ben… —se puso a temblar—. Es la última persona a la que haría daño…

—Se encuentra bien —dije—. Eres tú la que necesitas ayuda.

Oímos otro ruido, un crujido más fuerte que llegaba de las profundidades del bosque.

—Oh. Dios —exclamé—; es Hugo —miré a Mary Field y ella comprendió—. Tiene que haber algún sitio…

Pensé en la casa, pero estaba cerrada con llave. ¿La furgoneta? Tenía las puertas traseras desenganchadas y el motor estropeado.

—El manantial —dijo Mary Field—. Allí estará segura.

No fue fácil hacer que cediera el candado, pero al tercer o cuarto golpe de llave inglesa saltó por los aires, busqué cerillas y velas, mientras Mary Field ayudaba a Alia a introducirse en la oscuridad. Corrí el cerrojo, y cuando se encendió la vela vi lo flojo que era: un cerrojo de hierro sujeto con tornillos oxidados a una madera podrida. Cogí unas tablas viejas, latas de aceite, piedras, un rastrillo, un cubo, todo lo que encontré para atrancar la puerta.

Sólo teníamos una vela. Se la di a Mary Field, y Alia la siguió, muda y sumisa, como nunca la había visto. Se agacharon para entrar en la grieta de la roca y yo me quedé a oscuras. Por debajo de la puerta se deslizaba un leve trazo de luz lunar.

Se acercó una sombra y la hizo desaparecer. Producía escalofríos la facilidad de movimientos que Hugo tenía para desplazarse a cualquier parte, o la suavidad de su voz cuando dijo:

—Alia…, pájaro mío. Sabía que te encontraría aquí.

Intentó abrir la puerta. Empujó y movió el picaporte.

—No tengas miedo —ronroneó, aunque no le oí respirar—. Abre la puerta —silencio—. Me necesitas —añadió en otro tono de voz—. Nadie más puede ayudarte ahora.

—Te equivocas —dije, y deseé no haberlo dicho, pero era demasiado tarde.

Le oí reír.

—Bueno, bueno —dijo—. El joven Emod…

—No está aquí —dije.

—No me hagas perder el tiempo —dijo—. que está ahí. Lo sé todo sobre ella. Soy su único amigo.

—¡Amigo! —exclamé—. Te vi en la cascada. Pudo matarse.

—Es mejor morir —dijo con serenidad— que malgastar un don como el suyo —dio un fuerte golpe a la puerta—. Abre la puerta. Emod. Ábrela ahora y no te haré daño. Deja que me lleve a Alia y no volverás a vernos.

Él estaba tranquilo, con el hombro preparado para empujar mientras yo trataba de reunir fuerzas para poder hablar. Me humedecí los labios y conseguí arrancar una palabra:

—¡No!

Instantáneamente la puerta se estremeció. Las latas de aceite cayeron estruendosamente, el palo del rastrillo se hizo añicos, pero el cerrojo no cedió. Se abrió una grieta entre las tablas a través de la cual pasaba la luz. Metió algo en la ranura para hacer palanca; después del ruido que hicieron las astillas, la luna iluminó la entrada y vi la hoja del cuchillo de Hugo.

—Emod —dijo con su peculiar suavidad—, eres un hombre razonable. Deja que hable con ella y comprobarás que no me rechaza.

—Vete, Hugo —dije.

Entonces derribó la puerta.

Esta vez, seguro, dio una carrera para arremeter con más fuerza. Las tablas de la puerta se hicieron pedazos y Hugo entró. Los trastos que había amontonado con tanto cuidado cayeron como bolas de papel empujadas por el viento. Me eché hacia atrás y agarré lo primero que podía usar como arma, y a medida que me arrastraba hacia la grieta me di cuenta de que tenía el mango del rastrillo, que se partió formando una afilada punta en su extremo. Lo agarré como imaginé que podrían hacer los cazadores de la Edad de Piedra para defender su cueva de la incursión de un oso, y me di la vuelta.

Mary Field me miró y no me pidió ninguna explicación. Esperé a que apareciera el brazo de Hugo por la abertura de la roca, y entonces le apuñalé con todas mis fuerzas. El rugido de dolor que emitió, que podía ser el de un tigre o un oso, llenó la cueva.

—Maldito seas —dijo—. Sabes que me pertenece. Nada podrá apartarla de mí. Nada en la tierra podrá lograrlo.

—Tiene razón —era la voz de Alia, apenas un susurro—. No puedes detenerle. Déjame ir con él y no te hará daño.

No suelo decir tacos, pero en aquella ocasión los

dije.

Oí a Hugo en la grieta. Yo estaba preparado para volver a apuñalarle, pero el brazo apareció envuelto en algo —un bidón de gasolina que había visto en la puerta— que utilizó de escudo. Le asesté otra puñalada, y otra, y otra, pero nada. Hugo se agachó para protegerse; estaba a mitad de camino. Tomé la vela y la lancé contra el bidón. Se encendió a la primera, como si hubiese estado lleno de gasolina, y tragué una bocanada de humo. Me puse a toser muy fuerte porque me ahogaba, y no oí los aullidos de Hugo mientras se agitaba y retrocedía intentando sofocar las llamas de su brazo.

Entonces oímos ruido de coches y voces. Los coches de policía no podían pasar por culpa de la furgoneta, pero lo que descubrieron debió de ser suficiente para advertirles de que estaba pasando algo, y seguro que oyeron los gritos y vieron el humo. Alguien gritaba usando un megáfono, y de repente vimos un discreto parpadeo de las llamas que había en la entrada. Después Hugo desapareció.

Alia yacía en el suelo de la cueva. Mary Field cogió agua del chorrito de la pared del fondo y empapó suavemente la frente de Alia.

—El agua de la vida… —musitó.

Alia sollozó dulcemente.

—Te llevaremos al médico —dije. Alia movió la cabeza. Por tercera vez en aquella noche pronuncié la palabra joder. No me importaba que la cueva fuese una especie de lugar sagrado—. Estás enferma —continué—. Hasta yo me doy cuenta. No se trata de nada místico, ni mágico, ni cosa por el estilo. Lo que te pasa es que llevas mucho tiempo sin comer.

Soltó una espantosa carcajada.

—Oh, sí —dijo—. He superado todas las pruebas. Llevo un mes sin comer. ¿No es maravilloso?

—¡No! —grité—. Estas enferma y debes ingresar en un hospital.

Levantó la cabeza con dificultad y miró a Mary Field.

—Quiero quedarme aquí —susurró—. Para siempre.

Mary Field negó con la cabeza.

—No —dijo—; esta es el agua de la vida, no de la muerte. Estás equivocada, mi pobre niña.

Nos sacaron bajo el manto de la noche, y al cruzar la destrozada puerta miré al sargento.

—¿Dónde está? —pregunté.

—¿Quién? —dijo el sargento.

—Hugo…, estaba aquí —una sensación gélida me recorrió la piel, y no era precisamente por el frío nocturno—. No hay otra salida.

El sargento me miró. Seguro que pensó que estaba delirando.

—Tú tranquilo. Luego nos lo cuentas —dijo.

Cuando nos llevaron a la parte trasera de la casa di varias vueltas, buscando.

—El tejado del cobertizo —dije—. Quizá haya subido…

El saliente que cubría el tejado del cobertizo se estaba desmoronando. El policía lo miró y se echó a reír.

—Ja, ja —dijo secamente, como si hubiese escuchado un chiste—. ¿Qué hizo, salir volando?