Capítulo 17

—No te preocupes —dije—, es un atajo.

El camino era cada vez más estrecho, hasta que se convirtió en una senda cubierta de matorrales, Todos respirábamos excitados, Ben. Alia. Clive y yo. Hugo se había marchado antes para prepararlo todo. Nos esperaba en la entrada de intérpretes con el tipo —uno de los del grupo de Jed Alexander— que nos iba a permitir actuar.

—Hace mucho tiempo que me debe un favor —había dicho Hugo, y nosotros no le hicimos ninguna pregunta.

Nos estaría esperando.

—Date prisa. Emod —dijo Ben—. Se supone que dentro de media hora tenemos que estar allí arriba.

—No te preocupes —le dije preocupado.

—Emod… —la voz de Alia era tan fría como la hoja de un cuchillo en mi garganta—, si no lo conseguimos, si llegamos tarde… —tomó una lenta y larga bocanada de aire—. Sabes que todo depende de lo que hagamos, ¿verdad? Y quiero decir todo

—Hago lo que puedo —dije—. 1.a furgoneta…

Nos habíamos apartado de la carretera principal y no había edificios a la vista. Estaba oscureciendo, y eso nos permitía ver el pálido resplandor de los focos del festival al otro lado de la colina y la perfecta silueta de un par de árboles. Estaba casi seguro de que era un atajo, pero de lo que no cabía la menor duda era de que por allí no pasaba nadie. Aparecieron otras dos o tres cunas y rápidamente tiré de la palanca de cambios para pasar directamente de segunda a marcha atrás. El motor rechinó, se ahogó, vibró y se paró.

—¡Dios! —dijo Ben—, ¿qué pasa?

No podía hacer nada.

—El muy idiota lo ha parado —dijo Clive—; eso es lo que ha pasado. Vuelve a ponerlo en marcha.

Levanté el capó.

—No —respondí—, se ha roto algo, estoy seguro. Que alguien traiga una linterna.

Eso me dio tiempo, antes de que Clive regresara con la linterna, para meterme dentro de las tripas del motor, encontrar un cable fundamental y arrancarlo de un tirón.

—No veo que haya ningún problema… —dijo Clive forzando los ojos para encontrar algo—. Inténtalo, Ben.

Ben accionó el contacto, y nada, absolutamente nada. Alia salió dando trompicones. Sus movimientos eran tan rápidos y bruscos, que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. Tiré el cable lo más lejos que pude, entre los arbustos que había a mis espaldas, y al mismo tiempo intenté poner cara de preocupación. «Lo siento, chicos, pensé, —pero no vamos a ir a ningún sitio». Algún día me lo agradecerían si les contaba lo que realmente había pasado. Pero de momento era el fin de Impacto y su disparatada historia. Y, ¡adiós, muy buenas!, pensé. Nada más.

—¡Haz algo! —se impacientó Alia.

—Lo estoy intentando, ¿no? Sujeta esa linterna…

Metí la cabeza en el motor e hice la mejor imitación de un mecánico de fórmula uno. Procuré mancharme mucho de grasa; ese era mi papel. Alia estaba detrás de mí y la sentía como si tuviera un cuchillo a la espalda.

—Se ha quemado —dijo Clive—. Estropeado.

—Hugo nos ayudará —dijo Ben débilmente.

—No podrá si no nos encuentra. ¿Recuerdas que este es el atajo de Emod?

—Bueno… —dije.

Alia temblaba. Estaba pálida y colérica. Salvaje.

—¡Que alguien haga algo! —repitió.

Clive me apartó de un empujón.

—Veamos, déjame probar a mí. Eres un inútil.

Introdujo un brazo, llegó hasta la correa del ventilador y se puso a hurgar por ahí. Después de un rato se detuvo con expresión de duda en su rostro.

—Muy divertido… —dijo.

Alia gritó, pero no de la misma forma que cuando había pasado lo de Mary Field. Se parecía más al grito de rabia y dolor de un animal que hubiese caído en una trampa. Al mismo tiempo el motor produjo un absurdo gruñido, porque era imposible que, sin el vital trozo de cable que acababa de lanzar por encima de los arbustos, aquello sucediese. No era posible que el motor se pusiera en marcha, pero lo hizo. La sorpresa hizo que Clive se echara hacia atrás como si le hubiesen golpeado. Se sujetaba una mano que le sangraba.

—Ben, maldito hijo de puta —gritó—, casi me cortas los dedos…

Ben estaba en la cabina con las manos levantadas.

—No he tocado nada —dijo—. ¡Lo juro!

Pero el motor rugía y estaba listo para seguir. Alia estaba inmóvil, con el pelo enmarañado como el de una niñita que se hubiera despertado por culpa de una pesadilla, aunque su mirada era tranquila y segura. Clive gritaba a Ben, y Ben sacudía la cabeza en señal de protesta; yo me quedé de una pieza, pensativo: esto no puede estar sucediendo.

—Sigamos —dijo Alia tomando el mando—. Diez minutos… Nos da tiempo.

Al anochecer, las luces que iluminaban la lona de la marquesina hacían que el escenario pareciese una inmensa flor exótica. Había formas que, compuestas de color púrpura, lima y pardo rojizo, daban vueltas y parpadeaban al ritmo de la música —un viejo disco de Jed Alexander— que salía de los altavoces de las torres, a muchos metros de altura. Miré a través de la alambrada, desde la puerta de los músicos, y vi jóvenes felices vestidos estrafalariamente para ese fin de semana, muchas caras distintas mezcladas con globos, banderines y serpentinas de humo, todo iluminado por los cálidos colores del reflector. ¿Por qué no podía estar ahí con ellos, viendo y pensando que asistía a un espectáculo?

Eran las diez, y veinticinco. El hombre de Hugo estaba en la entrada, un motorista barrigón y calvo, aunque aún le caían algunas hebras grasientas sobre los ojos. No dejaba de parpadear y nos llevó a toda velocidad entre bastidores, sin mirarnos, aunque sin apartar la vista de Hugo. Me preguntaba, recordando la nota a pie de página del libro, qué tipo de relación había entre ambos. No me daba la sensación de que fuese un amigo al que no viese hacía mucho tiempo. Creo que tenía miedo, sólo miedo. Hizo un gesto a los encargados de seguridad para que nos dejaran pasar.

Los bastidores, el encierro de los artistas, constituían un mundo diferente. Desde atrás se descubría que el tembloroso toldo del escenario estaba formado por enormes láminas de lona, atadas entre sí con gruesas cuerdas. Lis torres de los altavoces eran muy altas, acechando como los marcianos en La guerra de los mundos, bajo la deslumbrante aura de sus propias luces. El escenario estaba formado por andamios que formaban torres que ocultaban espacios vacíos, como se hace con los edificios. El espacio muerto, bajo el escenario, estaba cubierto de latas de cerveza vacías; haces de cables corrían por el suelo hacia los generadores y desaparecían arrastrándose silenciosamente.

—¡Rápido, preparaos para subir! —susurró Hugo—. Lo único que tenéis que hacer es conectaros a los amplificadores, que son diez veces más potentes que los vuestros —explicó a Clive. Alia sujetaba el tambor del chamán contra su pecho, como si fuera una niña con un peluche, pero su mirada era decidida y brillante—. Dadnos dos minutos a Emod y a mí para llegar a la mesa de mezclas —añadió Hugo—. Cuando oigáis que baja el jefe de asistencia, ¡subid! —se metió debajo del escenario y miró hacia atrás—. Quizá sólo toquéis una canción, así que procurad que sea la mejor. Tocadla como si fuese lo último que hacéis en vuestra vida.

Le seguí corriendo y casi doblado por la mitad, saltando y tropezando con los cables. Un guardia de seguridad nos vio salir bajo la parte principal del escenario, pero le mostramos nuestros pases y nos dejó seguir hasta la pequeña cabina protegida que había delante del público.

Allí había alguien, quizá el encargado de sonido del siguiente grupo, pero se lo dejé a Hugo, que se lo tomó con calma. Mientras el hombre levantaba la cabeza, Hugo se inclinó como para decirle algo al oído, y el pobre cayó con tanta suavidad, que se hubiese pensado que cualquiera de las latas del suelo le había hecho perder el equilibrio. Hugo se puso los auriculares, se sentó y tomó los controles. Sus manos se movían con rapidez entre los diales e interruptores. Tenía cintas con nuestras grabaciones preparadas en las ranuras.

—Jed Alexander, ha llegado el momento… —dijo entre dientes, y detuvo la música a mitad de una canción.

Los amplificadores retumbaron durante el repentino bullicio, pero estaban listos. Allí estaban Ben y Clive, moviéndose entre las sombras mientras Alia se situaba bajo la luz blanca. Ella sí parecía una sombra muy pequeña y delgada entre los altavoces. Sobre ella estaba el toldo de lona agitado por lentas ráfagas de viento. Cuando pisó el escenario empezó a sonar, lentamente, un ritmo del tambor del chamán: zromm, zromm… El bajo de Clive estaba listo, sonaba suavemente, pero cuando Hugo manipuló los interruptores, los dos sonidos quedaron lejanos, pues la tormenta que se acercaba empezó a preocupar al público. Tomó un micrófono y lo conectó.

—Ahora… —su voz se acopló al sonido de la música—, un grupo que nunca olvidaréis. ¡Impacto! Por cortesía de Producciones Klaus. ¡Jed, te la dedico!

Y subió el volumen cuando empezó la primera estrofa de «Real Time».

Las estrellas y el cielo, mi alma vuela cabalgando esta noche sobre el viento y la luna

Ben sacó sus mejores armónicos, notas fantasmagóricas que llegaban de ninguna parte. Clive hizo sonar el bajo como el traqueteo de una polilla golpeando con alas metálicas el cristal de una ventana para llegar a la luz. Había otro sonido, al principio casi imperceptible. Hugo puso una cinta de las nuestras: la del suave jadeo áspero del chamán. Subió el volumen tan despacio que nadie se dio cuenta hasta que de repente estaba inundando cabezas, pulmones y huesos.

No puedes oír ni tocar ni ver captura, juzga, encarcélame

Empezaron a caer gruesas gotas, pero nadie lo advirtió. Nadie bailaba, ni movía los brazos, nada; se habían quedado hipnotizados mirando a Alia, que se aferraba a la siguiente nota. El único que no la miraba era Hugo, que se dedicaba a poner toda su atención en los diales y monitores como si fuese un piloto volando a ciegas. No dejaba de subir el volumen, hasta que fue tan molesto como el rugido de las máquinas, aunque aún no estábamos en el clímax: quedaba mucho para llegara esa parte. Recordé una película en la que un piloto suicida dirigía su avión contra una montaña y mientras los motores silbaban y los pasajeros gritaban con fuerza, él tenía la misma expresión en el rostro.

Otro salto y volaré libre en el Tiempo Verdadero

Se produjo una oleada de público que empezó a luchar por acercarse. Llegué a pensar que provocaríamos otro altercado como el del club, pero afortunadamente no ocurrió. Estaba la policía… Por una vez la música ayudó. La multitud retrocedió suavemente sin darse la vuelta. Empezaron los abucheos en cuanto se movió la barrera de seguridad y dos policías saltaron al escenario. Uno quitó el interruptor de Clive y él se le echó encima esgrimiendo el bajo como si fuese un hacha. Entonces Ben perdió el ritmo y se dirigió hacia ellos.

Alia no se movió. Desde el principio se pegó al micrófono, y para asegurarse de que sus piernas no se movieran se lo acercó cuanto pudo, cerró los ojos y puso la boca a pocos centímetros de él. Sólo se oía su voz por encima del cántico fantasmal, pero no se dio cuenta de que estaba sola. Se balanceaba agarrada al micrófono, como si en cualquier momento fuera a empezar a bailar, igual que en la representación de La Muerte y la Doncella, un retablo medieval en el que una joven bailaba abrazada a un esqueleto.

Crepitaban y sonaban los ruidos del acoplamiento de sonidos, y llovía con fuerza. Probablemente alguien golpeó a Alia y la sacó del trance, porque levantó la cabeza y miró a su alrededor como si acabara de despertar…, y miró hacia abajo.

Debió de ver a la policía y a los hombres de seguridad abriéndose paso hacia ella. Vio a sus padres con una mujer policía. Quizá hasta se dio cuenta de que los guardaespaldas de un enano con cazadora de motociclista le abrían paso entre la multitud mientras gritaba agitando los brazos:

—¡Que se vayan!

Era Jed Alexander. Quizá la visión que tuvo fue la revelación de que todo —el grupo, la canción, la noche, el cielo— retumbaba en nuestros oídos. Entonces ella se estiró, alargó un brazo en gesto de maldición y…

Salté a la mesa de mezclas cuando Hugo puso el volumen al máximo. Seguramente advirtió mi movimiento, porque me esperó, se volvió y se defendió con uñas y dientes. Mis dedos hurgaron entre las llaves, desconecté el volumen y dejé el escenario a oscuras, mientras los acoplamientos aullaban como un lobo gigante y solitario.

Y Alia gritó como sólo ella sabía hacerlo.