Capítulo 16

Cuando regresé, creí que la cabaña estalla vacía. Nadie salió a abrir la puerta ni miró a través de ninguna ventana. No podía asegurar que hubiese nadie vigilando. Continuaba la misma sorda quietud que había habido a lo largo del día, sólo que ahora se hacía más pesada, más tormentosa. La pequeña porción de cielo que se veía desde aquella parte del valle iba transformando el color azul de la tarde en otro gris. Abrí silenciosamente la puerta principal. Todo estaba en silencio.

La puerta de la cocina estaba abierta: así que me acerqué para verles antes que ellos a mí, a Ben y Alia, por supuesto.

No se trataba de un abrazo apasionado, quizá eso fue lo más sorprendente. Él estaba en el fregadero, hablando, dándole la espalda. Cuando les vi, ella se acercó a él, a su espalda, y le acarició la nuca con suavidad, exactamente en la zona donde llevaba atada la coleta. Como si ella hubiese pulsado un interruptor, él se volvió y la rodeó con los brazos. Era la primera vez, por lo que pude observar, pues él puso cara de sorpresa, como si no acabase de creer lo, y entonces la apretó hasta que la cara de la chica estuvo apoyada en su hombro. Las palabras que surgieron en mi mente fueron: el hombre que se ahoga se agarra a un clavo ardiendo.

Alia no era el prototipo de la chica abandonada, porque era alta y ancha de huesos, pero ahora, Ben hubiera podido darle dos vueltas con los brazos. Había perdido sus formas redondeadas. Cuando se coge una lupa para ver la imagen del sol en un papel, la imagen que se obtiene al principio es grande y borrosa, pero a medida que la lupa se va acercando se reduce y se hace más brillante y caliente, hasta que termina quemando el papel. Ella llevaba semanas proyectándose hacia su interior, y este se había vuelto más brillante y más duro. El calor en el ambiente y las nubes tormentosas eran los culpables. En cualquier momento podría saltar todo por los aires.

Ben levantó la mirada.

—¡Emod! —dijo separándose bruscamente de ella.

La única expresión en la cara de Alia fue su misteriosa sonrisa.

—Ya lo veis —dije—. Estoy solo.

Sus ojos parpadearon un instante.

—Dee se ha marchado a su casa —continué.

Hubo un silencio. Busqué algún tipo de reacción en la expresión de Alia, pero no se inmutó. Había aprendido a controlarse perfectamente.

—Esa mujer —dijo—. ¿Está…?

—No ha muerto —dije sin interés—, si es a eso a lo que te refieres. Y no. no he dicho nada. Nadie sabe lo que pasó.

—¿Está consciente? —preguntó Alia.

—No habla, y en el pueblo la consideran una excéntrica. Nadie la creerá cuando hable.

—Está bien —dijo Alia.

—¿Eso crees?

Miré a Ben, y él miró el suelo. Oímos pasos en la escalera, a mi espalda. Era Hugo. Tras él, como si le llevase atado de una cuerda, llegó Clive.

—Hola, chicos —los ojos de Clive parecían algo borrosos, pero recordé que se había pasado todo el día durmiendo—. Hugo me lo ha contado todo —añadió adormilado—. Me lo ha explicado todo.

Respiré profundamente.

—He leído el programa y no estamos incluidos. No dicen nada de nosotros. ¿A las diez y media? Nada… ¿Te ha explicado eso?

—En realidad —dijo Clive—, sí. Hay un hueco entre dos grupos, ¿sabes?, y el amigo de Hugo nos va a meter ahí. Es una especie de sorpresa.

—¿Quieres decir que Jed Alexander no lo sabe?

—Todavía no —dijo Clive riendo—. Hay una serie de personas que se dedican a organizar festivales, que dirigen compañías discográficas y todo eso. Él es su prisionero, porque los que mandan son los amos del dinero. Tenemos que pasar de ellos, por su bien, porque cuando nos oiga…

—¿Se deshará de nosotros…? ¿Nos encerrará? —sugerí.

—Ocurrirá algo mucho mejor —dijo Hugo—. Conozco a Jed Alexander. Sé lo que necesita oír. Sé lo que captará su interés, lo que le llegará al alma. Serán suficientes dos canciones. Créeme —miró a Alia—, lo conseguirás.

>—No tenías que hacerlo.

Ben, Clive y Hugo estaban fuera, cargando el equipo en la furgoneta. Por primera vez en todo el día, sin lugar a dudas. Alia era ella misma, la del armario de debajo de la escalera.

—Me refiero a Mary Field —dije cerrando la puerta, mientras ella alumbraba con una linterna y buscaba cuerdas o cualquier otra cosa, aunque fuese lo que fuese parecía importante. Mucho más importante que prestarme atención y contestarme.

—Fue culpa tuya —la presioné.

De repente se dio la vuelta. Las sombras que formaba en su cara la luz de la linterna hacían pensar en que llevaba una máscara negra.

—Puedes echarme la culpa si quieres. ¿Quién la dejó entrar? Fuiste , ¿verdad?

—¿Por qué iba a hacer eso? —dije tratando de evadir la pregunta.

—Porque tienes miedo, claro. Es normal. Tienes miedo de las cosas que empiezan a ocurrir, ¿o no? —aparté la mirada de ella—. No debes asustarte… —me susurró, y posó sus suaves dedos en mi hombro.

Seguramente era fácil. Bastaba con darse la vuelta como había hecho Ben en la cocina, darme la vuelta y…

—Dijiste que tenías miedo, ¿recuerdas? —respondí—. Después de la última actuación. Tengo miedo de lo que pueda hacer

—He cambiado. Ahora lo controlo todo —dijo apretando ligeramente los dedos. Noté sus uñas a través del jersey—. Por favor, Emod, no me tengas miedo.

—No te tengo miedo a ti —murmuré, volviéndome para mirarla—. Tengo miedo por ti, Alia.

Sonrió e hizo un gesto que estiró hacia atrás los músculos de sus mejillas, como si alguien los tensase mediante unos hilos. Me puse a temblar. Era la cara del espejo y estaba más cerca.

—Alia, aquella vez en el Salón Verde…

—Lo sé. Lo contaste.

—No dije lo que vi, ¿verdad?

Era la primera vez que la veía ponerse nerviosa. Me miró con recelo porque no lo sabía.

—No había nada, sólo una vela.

—La cara —dije, y ella movió la cabeza.

—La vi desaparecer.

—¿Y si. de alguna manera, siguiera allí? ¿Y si no pudieras deshacerte de las cosas? ¿Y si te siguieran?

Tenía la cara muy cerca de la mía y me miraba fijamente.

—No sigas —dijo—. Ahora soy feliz por primera vez en mi vida. ¿Tú sabes lo que se siente cuando se es un bicho raro? Para todo el mundo siempre me equivocaba hiciera lo que hiciera, y dijera lo que dijera todo lo hacía mal —le temblaba la voz—. Bueno, pues ya no volveré a ser ella, aquella chica gorda y estúpida. ¿Comprendes? Ha muerto y desaparecido.

Al decir la palabra desaparecido tapó la linterna con la mano y nos quedamos a oscuras, dentro de aquella caja de madera debajo de la escalera. No había nada iluminado excepto la mano de Alia, como cuando los niños pequeños que van de acampada se sientan alrededor de la hoguera a contar historias de miedo. Se ponen una linterna en la palma de la mano y se ven los huesos como a través de rayos X. Pero eso no era lo peor.

Mis ojos se fueron adaptando gradualmente al débil resplandor que su mano proyectaba en su rostro. Ella también lo veía y sus ojos brillaban de excitación, no de terror, ante la visión de sus huesos a través de la fina capa de masa muscular de color rojo—anaranjado que parecía estar ardiendo.

—¿Alia? ¿Emod? Vámonos.

Era la voz de Ben, que llegaba desde muchísimos kilómetros de distancia.

Te devorará, había dicho Mary Field.

Alia levantó la mirada, esperando que le dijese algo, pero no pude. No encontré las palabras, aunque si hubiera creído en esas cosas, habría podido decir: Sí. estoy asustado. Alia. Asustado por tu alma.

—Para la furgoneta —dijo Alia de pronto—. Necesito aire fresco.

—¿Qué ocurre?

Hugo se detuvo con nosotros en el puente.

—Es Alia —dijo Ben—. Parece que no se encuentra bien.

Se quedó en el puente, sentada en la barandilla. El aire era denso y cálido, pero ella temblaba. Hugo se quitó el casco y se acurrucó junto a ella, dejándonos a los demás al margen. Creí oírla susurrar, «temo que no voy a poder».

Había visto a Hugo decepcionado otras veces, le había visto decepcionado y enfadado. «Ahora», pensé, «descargará su fuerza contra ella», pero me equivoqué. Acerco una mano al rostro de ella, le tocó la barbilla con mucha delicadeza y la levantó a la altura de sus ojos, aunque la tristeza le impedía dejar de mover la cabeza.

—No —dijo Hugo—. Son ellos. El mundo. Los que te tomaban el pelo y te intimidaban ¿recuerdas? Los profesores, los padres y los que te aseguraban que eran tus amigos. Todos te tenían miedo, porque eres especial: por eso intentan que tú también tengas miedo —nos miró a todos—. Y no solamente tú, Alia —añadió—, sino también Emod y Ben, ya sabes a quiénes me refiero. A la gentecilla de Borsley, que quiere que seas como ellos. A los jefes de Clive, que le ofrecen trabajos que una máquina haría mejor.

—Sí, y a los compinches de Jed Alexander... —era Clive, con los ojos en llamas como no le había visto nunca—. Las casas discográficas, los representantes, los promotores de conciertos y los hombres de negocios… Vamos, Alia, que se fastidien.

Ella levantó la mirada y sonrió débilmente.

—Siempre lo mismo —dijo Hugo—. Seguro que os han contado cosas de los hombres que hicieron esos dibujos, del chamán del tambor y de lo que le hicieron a Horan…

—¿Qué? —dije.

—Que salga de la cabaña. Es la historia que cuentan los del pueblo cuando tienen miedo. Decían que era pagano, un hechicero, un brujo que practicaba la magia negra…, y todo porque tenía un poco —sólo un poco, os lo aseguro— de poder —el sonido del agua parecía encontrarse con él cuando miraba hacia abajo—. Le capturaron en el valle, al borde de la cascada. ¿Por qué creéis que le llaman el Salto de Horan? Le empujaron y gritaron: ¡Hechicero, vuela!

—¿Y lo hizo? —dijo Ben.

—El cráneo de la cueva —respondió Hugo tranquilamente— es suyo.

Alia se levantó.

—Quiero ver el lugar —dijo.

El río desaparecía rápidamente bajo el puente, y la carretera se dividía en dos. El camino llegaba hasta él y lo seguimos, resbalando en el barro y caminando sobre rocas cubiertas de musgo, pero sin quejarnos cuando caíamos. El arroyo corría a nuestro lado, aunque a veces desaparecía entre cantos rodados, haciendo un ruido como de fuegos artificiales. Más adelante el agua blanca brotaba inquieta, golpeando en todas direcciones, y después se tranquilizaba hasta que llegaba a un oscuro y enorme estanque.

Cuando el viento sopla del oeste en Borsley, se oye la autopista durante toda la noche. Es un sonido entre el zumbido y el temblor. Ese era el sonido que llegaba desde el otro lado del estanque. Relucientes rocas de poca altura se extendían en ambas orillas, como dos brazos extendidos que no pueden alcanzarse. Entre ellos, aunque semejante a un cristal oscuro y tembloroso, estaba el borde de la cascada. Primero la notamos, luego la vimos elevándose a media luz: un fino rocío se alzaba desde el lugar donde golpeaba el agua y que no veíamos.

—Eh —dijo Ben—, ten cuidado.

Alia nos llevaba mucha ventaja. Cuando el camino se complicó, se deslizó y saltó. Fue a parar a una roca plana que había dos metros más abajo, y cayó sobre sus cuatro extremidades, como una gata. Miró hacia atrás y dijo algo que apagó el ruido del agua.

—Alia —dijo Ben—, espéranos.

Hugo y él bajaron en su busca, pues ya había saltado a la última roca en el borde de la cascada. Por allí discurría un manto de agua oscura, que cada vez cogía más velocidad, lo que hacía que surgieran diversas líneas blancas hasta que el agua alcanzaba el salto.

—¡No! —gritó Hugo.

Se acercó al borde, flexionó las rodillas y fijó la mirada en la roca de enfrente. ¿A qué distancia estaba? ¿A tres metros? ¿A cuatro? Yo también empecé a gritar, aunque no podía oírme:

—Alia, ¡no!

Ella balanceó los brazos suavemente y meció su cuerpo adelante y atrás, hasta que lo llevó a un punto sin retorno.

—¡No! —gritó Hugo de nuevo.

Ella se volvió y le miró con ojos brillantes.

—Ahora no —dijo Hugo con calma—. Volarás… esta noche en ese escenario.

Se miraron a los ojos durante un minuto y después ella dijo:

—Dame tu cuchillo.

Hugo se puso nervioso, pero ella no apartó la mirada. Buscó en su chaqueta y apareció el destello del cuchillo.

Alia agitó la cinta con la que se sujetaba el pelo y echó la cabeza hacia atrás para dejar su pálido cuello al descubierto. Alzó el cuchillo y con tres rápidos movimientos se cortó la melena. La levantó, del mismo modo que un guerrero celta hubiese hecho con una cabeza enemiga. Después extendió el brazo sobre la cascada y abrió la mano para dejar caer su cabellera. El pelo desapareció antes de caer al agua.

Alia nos miró a todos sonriendo.

—¿Veis?, ahora soy más ligera… —dijo.

Se oyó un búho en la profundidad del oscuro bosque.

—Vamos allá y que aprendan —dijo—. A volar.

Cuando volvimos a subir miré a Ben, o quizá fue él quien me miró a mí. ¿Lo imaginé o aquella mirada decía ayúdame? Era lo que yo pensaba, estuviera en lo cierto o no, y aunque no dije nada, supe lo que iba a hacer.