Capítulo 15

—¡No la he tocado!

Mary Field yacía, estremeciéndose, en el suelo de la cueva. Alia retrocedió. Ella también temblaba. Estaba de rodillas junto a la anciana.

—Mirad —dijo—, sangre —parecía más oscura al pasar a través de su enmarañado pelo gris, pero en sus dedos el rojo seguía siendo de un brillo intenso—. Esto no me gusta, se ha golpeado la cabeza.

Mary Field seguía temblando, con los brazos rígidos, pegados a ambos lados del cuerpo. El cuello se le había arqueado tanto que hacía que los tendones parecieran cables a punto de romperse. Su rostro estaba teñido de un blanco cadavérico y respiraba de forma irregular, produciendo un sonido espantoso, como el cántico del chamán de Hugo.

—¡Rápido! —dijo Alia gritando—. Ben, haz algo…

—No la toquéis —dije.

Cuando estaba en primaria había un chico que sufría ataques, se desplomaba en las clases de gimnasia y empezaba a retorcerse como si el Hombre invisible se hubiese echado sobre él y le hubiese tirado al suelo. Todos habíamos visto a alguien desmayarse, pero no se parecía a aquello, y algunos niños se echaban a llorar y otros gritaban «¡señorita!, ¿está muerto?». Cuando todo pasaba, la maestra nos hacía sentar y nos contaba que eran ataques de epilepsia, una enfermedad, pero yo me daba cuenta de que ella también se asustaba. Después busqué en la biblioteca, y la enciclopedia decía algo referente a cierta actividad eléctrica en el cerebro del enfermo.

—Se ha abierto la cabeza —dijo Ben.

—¿Llamamos a un médico?

—¡No! —era la primera palabra que pronunciaba Hugo desde su enfrentamiento con la anciana. Seguimos observándola y dejó de estremecerse, pero de repente se quedó quieta como una ballena en la playa, enorme y desvalida—. Saquémosla de aquí —añadió Hugo.

La grieta parecía haberse estrechado desde la vez anterior. Cargamos de costado el cuerpo inerte de Mary Field para que pudiese pasar. Ben iba delante tirando de los pies, y Alia luchaba por sujetar sus hinchadas piernas y hacer que el vestido no se le enredase en las caderas y se atascara. Le dieron arcadas una o dos voces; de no ser porque llevaba dos días ayunando, habría vomitado. Hugo se encargó de cogerla por los hombros. Yo intentaba llevarle la cabeza para que no se golpeara contra la roca, pero no veía nada, sólo la sangre.

La cabeza rodó hacia un lado a mitad de camino y crujió. Se retorcía, pero su cuerpo estaba tenso. Tiré hacia atrás, pero Hugo y Mary Field me obstruían el estrecho camino, y cuando hacía algún esfuerzo lloriqueaba como si tuviese una pesadilla. Hugo buscó una posición adecuada para darle un fuerte empujón y la cabeza de Mary Field se me resbaló y volvió a golpearse contra el suelo. Entonces se quedó quieta.

A la luz de la parte posterior de la cabaña se la veía muy pálida.

—Debe de estar muriéndose —dijo Alia sobresaltada.

Lo primero que hizo Hugo fue cerrar la puerta con llave, y sólo entonces miró el cuerpo.

—Llevadla a la furgoneta —dijo, volviendo a tomar el mando—, Emod, llévala… a donde sea.

—Al pueblo —dijo Ben—. Seguro que hay un médico.

—¿Y qué le digo?

—No digas nada —dijo Hugo—. Déjala y márchate —se volvió hacia mí—. Si dices una palabra de… lo que hay aquí…

No había nada más que hablar. Mientras cargamos la furgoneta traté de pensar que lo que llevaba en mis manos era una alfombra mojada y enmohecida sacada de un sótano, y no una anciana enferma; no, eso no.

—Voy contigo.

Nos habíamos olvidado de Dee. Había estado todo el tiempo sentada en la parte delantera, enfadada. Cuanto había pensado decir a Ben se desvaneció al vernos. Se quedó boquiabierta, intentando decir «¿qué ha pasado?», pero nadie le habría respondido. Cuando ascendimos por el fangoso camino y nos perdieron de vista, me miró.

—Emod, ¿qué pasa? ¿Por qué nadie me lo dice?

—No hagas preguntas —respondí—. Ahora no. Después.

—Pero… ¿qué…?

Frené en seco.

—¿Qué sé yo? —supongo que grité—. Apareció, nadie la tocó. Quizá fue un ataque epiléptico —Dee se me quedó mirando asustada con los ojos muy abiertos. Le temblaban los labios, pero no podía hablar—. De acuerdo —continué respirando profundamente—. Debemos tranquilizarnos. Déjame conducir. Hablaremos… cuando todo haya terminado ¿vale? —en la parte de atrás. Mary Field repetía el sonido que parecía que la iba a sacar de la pesadilla—. Será mejor que vayas con ella —dije—. Bastará con que le cojas la mano.

—Perdone —chilló la recepcionista— ¿tiene cita?

Sosteníamos a Mary Field de pie, mientras hablaba entre dientes y se tambaleaba, y entre los dos la hicimos pasar por la puerta del centro de salud. De pronto sus piernas se quedaron sin fuerzas y tuvimos el tiempo justo para hacer que se sentara en una mesa que había en el centro. La sala de espera estaba llena de carteles, rodeando a todos los que se acercaban a mirar, para recordar que no se debía fumar en caso de embarazo, y que había que ser responsables y seguir dietas sanas. Dee regresó a la puerta, así que todos me miraron a mí.

—La encontramos —dije— en el camino, tirada, bueno, echada…

Se produjo un silencio incómodo, y de repente un anciano gritó.

—Ah —dijo—, es Mary Field… No te preocupes, muchacho, siempre la traen en ese estado. Una mujer muy extraña.

—Y toda su familia —añadió la mujer que estaba a su lado—. Todos los que recordamos fueron siempre muy raros.

Mary Field se movió y se quejó. El anciano retrocedió y la anciana se persignó rápidamente. En ese momento el médico abrió la puerta y antes de que preguntara y «qué sucede?». Agarré a Dee por la muñeca y nos fuimos.

No hablamos hasta que subimos a la furgoneta y la puse en marcha. Al final de la calle principal del pueblo me dijo:

—¡Para!

—¿Qué?

—Para, por favor… —abrió la puerta—. Gracias por el paseo, Emod. Hasta la vista.

—Espera…

—Ya me has oído —salió de un salto—. Sea lo que sea lo que está ocurriendo —dijo—, tú estás tan implicado como los demás. Me marcho a casa —cruzó la calle corriendo, se volvió y añadió—: Voy a telefonear a mis padres y a los de Alia.

Entonces se marchó calle abajo hasta que la perdí de vista.

Me quedé mirándola. Es inútil, Emod… resonaba su voz, pero podía ser Ben. o Hugo, o Alia. ¿Es que no sabes hacer nada bien?

Oí un golpe en la puerta del conductor. Alguien estaba llamando. Ya está, pensé. La policía. Han hablado con el médico y ahora me dirán: «debo advertirle que… esa mujer podía haber muerto».

No era la policía, sino dos chicas que hacían autostop. Lo que llevaban —camisetas ajustadas, cintas en el pelo y bolsas de artesanía— era un claro indicio de que iban al festival.

—Pensamos que habías parado para recogernos —dijo una de ellas con acento de Birmingham—. Luego, vimos que tu amiga se bajaba y ya no estábamos seguras… —miró hacia el interior—. Eh, ¿eres de algún grupo? ¿Tocas algún instrumento?

—Subid —dije—. Voy de paso, os acercaré.

Impacto… —dijo la otra chica cuando nos pusimos en marcha—. No me suena. Oh, lo siento, no debí decir eso, ¿verdad? —sacó de la bolsa un programa del festival hecho jirones—. ¿A qué hora dices? No, no dice nada de Impacto —soltó una carcajada—. Nos estás tomando el pelo, ¿verdad? Vosotros no tocáis.

—Entramos en el último momento —dije vagamente mientras subíamos.

Seguía llegando público. Había coches, furgonetas y autobuses aparcados, y la gente caminaba entre ellos. Se oía el murmullo de la música por encima de los árboles y vi la marquesina de la parte superior del andamiaje de lo que se suponía que era el escenario y, a ambos lados, dos torres más altas con los altavoces y las luces.

—Echemos un vistazo —dije cogiendo el programa y hojeándolo varias veces—. Otro fallo. No se puede uno fiar ni de los representantes…

Me miraron de reojo.

—Sí, claro, bueno, gracias de todos modos por traernos.

Sonaron bocinas detrás de mí. Delante, un policía de tráfico vestido con una chaqueta naranja me hacía señales con la mano para que me moviera. Seguí mi camino.

Cuando volvía a la cabaña me di cuenta de que cada vez conducía más despacio. Paraba con frecuencia para dejar que otros coches me adelantasen. Buscaba alguna explicación. Abajo, junto al puente, había un camino con un indicador en el que ponía el «Salto de Horan» y me hice a un lado. Abrí la ventanilla y dejé que entrara el rumor del agua. Luego, cerré los ojos y suspiré. No quería regresar.

«Al menos por ahora… Tenemos que tocar esta noche» —pensé—. «Si es que tocamos…, y después se acabó. Quizá por la mañana debamos decir a Hugo que esto ha ido demasiado lejos, pero esta noche tenemos que poner fin a todo esto».

Una cosa me llamó la atención en uno de los pliegues del asiento del acompañante. Con las prisas, las chicas de Birmingham habían olvidado algo. Era un libro que se titulaba La historia de Jed Alexander. Lo cogí —tenía que enseñárselo a Ben, Alia y Hugo— y empecé a leer.

Cuando levanté la mirada, las sombras de los arboles se habían vuelto más alargadas. Debía de faltar poco para anochecer. Seguro que estarían preguntándose qué había ocurrido. «Bueno», pensé confusamente, «que se preocupen». Ahora tenía que pensar en otras cosas, fragmentos y cabos sueltos que a medida que los iba uniendo cobraban sentido, como si se tratase de un rompecabezas de tres dimensiones.

Página trece. Jed Alexander forma Entropía, nombre que utilizó para actuar en grupo hasta que fue lo suficientemente importante como para darse a conocer con el suyo propio. En la fotografía de 1967 aparecía muy joven y muy aseado, llevaba una chaqueta afgana, y la mayoría de los componentes de su grupo eran muchachos lustrosos. En la siguiente fotografía, página veinticuatro, parecían piojosos, estaban en una carretera, era el año 1968 y había montones de aficionados en la carretera y formando grupos. Habían sustituido las camisas de flores por objetos oscuros y de cuero. Los que no usaban barba iban sin afeitar y tenían un aspecto como acartonado.

Página treinta y tres: 1969, poco antes de que le dieran el disco de oro por su último álbum. No había componentes nuevos, y algunos de los de atrás habían desaparecido. Era la nuera formación, decía la leyenda, después del accidente. ¿Accidente? Busqué por todo el libro. No recordaba nada relativo a un accidente. Año 1969. .. Encontré una nota al pie de la página treinta y nueve, como si hubieran hecho lo posible por ocultarlo.

Ninguno de los componentes del grupo habló en público durante la gira estadounidense de 1969. No se mencionó la muerte de uno de los componentes en un año en el que abundaron las muertes de famosos del rock, aunque la revista Rolling Stone aludió a ciertos rumores que les implicaban en rituales de magia, orgías y, por supuesto, la fiesta durante la cual la chica que murió saltó por una ventana del edificio pretendiendo demostrar que sabía volar. Ninguna de estas cosas era extraña en 1969. Pero «Klaus» Hughes había dejado el grupo o le habían echado por circunstancias que nadie explicó.

Volví a las fotografías. El único reconocible en todas era Jed, porque el grupo cambiaba muy a menudo de aspecto. Me centré en un componente. El que estaba de pie en la parte posterior en la de 1968: le imaginé sin barba y sin pelo por la cara, como si lo llevara recogido en una coleta y sujeto con una cinta de cuero.

Sí. realmente estaba marcado por las huellas de una vida difícil. Me recordaba a alguien aquel hombre de la izquierda, cuando el grupo todavía luchaba por hacerse famoso, antes de la ruptura, y del que no se había vuelto a hablar; seguro que estaba amargado. Tenía una pose descarada, como si llevase máscara, y calculé que entonces podía tener treinta años.

Miré con mucho interés y fijamente las fotografías como si las personas pudieran levantarse y hablar, como si tuvieran la capacidad de decir:

—Me alegro de conocerte. Emod. Sí, lo has descubierto. «Klaus» Hughes es Hugo. Yo.