Todo estaba tranquilo cuando regresé a la cabaña. No se escuchaba el zumbido de los amplificadores ni de los ensayos. Oí a Clive, que parecía muy nervioso, y después a Hugo en tono tranquilizador en la sala de estar.
—No nos has dicho nada —dijo Clive—. Ni siquiera sabemos cuándo actuamos.
—Esta noche a las diez y media.
—Pero nadie ha venido a vernos. No se ha hablado nada de contratos, ni de sonido, ni de luces…
—Ya me he ocupado de todo eso —sonó la ronroneante voz leonina de Hugo—. Por eso necesitáis un representante, alguien que se ocupe de todo por vosotros.
—… y todavía no hemos visto el sitio. Deberíamos echarle un vistazo, escuchar a otros grupos. No podemos salir directamente a tocar.
—Necesitamos reunir tuerzas —dijo Hugo—. ¿Por qué creéis que os he traído aquí? Sí. os podríais mezclar con el público… —se oía perfectamente el ruido de sus labios al moverse—. Podríais escuchar a otros grupos, beber un poco…, como hacen los demás. ¿Es eso lo que queréis? ¿Es eso lo que queremos?
Yo seguía en la entrada. Nadie me miró, como de costumbre, aunque estaba cubierto de barro y seguramente llevaba liquen enredado en el pelo. Ben y Alia miraban a Clive de la misma forma que Hugo. Clive miraba el suelo sin contestar.
—Estamos malgastando nuestras energías —siguió diciendo Hugo— con todas estas discusiones. Creedme, dejad que os enseñe algo; después comprenderéis por qué este es un sitio tan especial, tan poderoso.
—No contéis conmigo —dijo Clive—. Estoy dispuesto a tocar, ¿de acuerdo? Haré el doble salto mortal de espaldas si con eso consigo que Jed Alexander venga a escucharnos. Pero si empezáis con las historias místicas, no contéis conmigo.
Por un momento Hugo hizo un gesto amenazador, y pensé: «el primero ha sido Geek, le ha seguido Dee. ¿Ahora le toca a Clive? ¿Quién irá detrás?». Entonces, sin previo aviso, Hugo sonrió.
—Vamos —dijo alegremente—, estás cansado. Tómate las cosas con calma. Hay cerveza en la cocina. Duerme un rato. Estaremos en la parte trasera.
No recuerdo si en ese momento sofoqué un grito o si durante todo el tiempo habían advertido mi presencia.
—Emod… —dijo Hugo—. Ven con nosotros. Creo que te parecerá interesante…
Pude haber dicho que no, por supuesto. Pero ¿qué sentido tenía? Si debía decir que no, tenía que haber sido mucho antes. Estábamos acercándonos al final de la prolongada caída, caíamos a gran velocidad y cada vez se hacía mayor el abismo. ¿Para qué habíamos recorrido todo aquel camino si no era para esto?
En la puerta del cobertizo había una cadena de hierro con un candado. Hugo tenía la llave. Estábamos acostumbrados a ver pasar a Alia la primera cuando Hugo abría una puerta. La siguió Ben, detrás fui yo y, cuando todos estábamos cegados por la oscuridad, entró Hugo y cerré la puerta. Oímos un ruido metálico: se trataba de un cerrojo, me dijeron mis oídos, no de un candado con llave.
—Lo que vais a ver —dijo Hugo desde la oscuridad— muy poca gente lo conoce. Y debe ser así.
Encendió una cerilla y Alia cogió una palmatoria de hierro de una estantería. Cuando prendió la mecha, la luz le cubrió el rostro. Yo estaba en el Salón Verde, como tantas otras veces había estado en esos sueños en que la máscara que era Alia tiraba con fuerza y se rasgaba y se despegaba. Aquellos sueños estaban ahí, ahora, con nosotros, como los otros sueños en los que me encontraba en una cueva, en una falla, a mucha profundidad. La cara de Alia, esa noche, estaba más delgada y pálida que nunca, y tenía los ojos rodeados de sombras moradas que no eran ni maquillaje ni efectos de la iluminación. En mi mente, el rostro del cráneo viviente volvía a mostrar su sonrisa, y Alia se encontraba a mitad de camino.
Mientras Hugo nos indicaba el camino, me apoyé contra la puerta del cobertizo. Mi mano tropezó con un frío cerrojo metálico y lo toqué lenta y silenciosamente. Seguí el rastro de las sombras ondulantes que dibujaba la llama de la vela en el suelo.
Se había aprovechado la pared rocosa como parte trasera del cobertizo y como tejado del mismo. No era más grande que los que se construyen en los jardines para llenarlos de viejos tablones, postes, herramientas, jarras y botes. Pero el suelo se extendía, abriéndose por una esquina en la que sobresalían unos salientes rocosos. Hugo desapareció entre las sombras del fondo. Luego, Alia iluminó con la vela los bordes de una estrecha hendidura. El paso era muy angosto, incluso para mí, pero la roca no tenía aristas; quizá la erosión del agua o el paso de muchos cuerpos la había pulido y ennegrecido. Cuando Ben entró, el pasadizo se oscureció, contuve la respiración y le seguí lo más deprisa que pude.
Mientras en el exterior hacia un calor que presagiaba tormenta, aquí el aire estaba frío. La cámara interior no era muy grande, pero en ella la luz de la vela pareció debilitarse. Las paredes no tenían formas definidas, así que únicamente percibíamos sombras desordenadas y bultos rocosos. Había unas pequeñas luces deslizándose por la pared posterior, brillantes como gusanos, y poco a poco me di cuenta de que era el brillo de una filtración de agua por la que entraba y se retorcía la luz de nuestra vela. Alia la dejó en el centro de la estancia y nos sentamos alrededor. Hugo no nos había dado ninguna instrucción.
Guardamos silencio, nos miramos unos a otros y por último a Hugo.
—Mirad las paredes —dijo, mientras nuestros ojos se acostumbraban a la oscuridad, y los bultos y las sombras empezaban a formar parte de un orden desconocido.
Entonces empecé a comprender. Al principio parecían grietas y garabatos hechos al azar, y quizá eso habría sido lo que debería haber encontrado allí, pero yo había visto antes esas formas. Figuras esquemáticas corriendo a grandes zancadas, saltando y cazando. A la luz de la vela se arrastraban y bailaban. Había algo extraño con cuernos en actitud agresiva, y figuras caídas, y también, ¿un pájaro de ojos brillantes volando, dibujado sobre la roca?
—¿Comprendéis —dijo Hugo— por qué debe mantenerse en secreto? Si los funcionarios entrometidos lo descubrieran, esto se llenaría de esos que se hacen llamar expertos. Harían un museo, se llevarían todo lo que pudiesen y lo catalogarían. Además, dejarían entrar solamente a aquellos que fuesen capaces de entender…
Miró a Alia, a Ben, a mí…
—Algunas personas han alcanzado el poder aquí durante miles de años, miles de años antes de que los celtas lo convirtieran en un santuario. Como sabéis, adoraban los manantiales. El agua viva y las cabezas cortadas.
El silencio nos envolvió. Sólo se oía el murmullo de la vela.
—Nos cuesta imaginar —siguió diciendo en voz baja— cómo serían sus ritos de iniciación. Terror y sacrificios, con toda seguridad. Y en los nichos de las paredes debían de colocar las cabezas…
—¿Có… cómo sabes esas cosas?
Se suponía que la pregunta debía parecer inteligente y hecha con firmeza, pero me tembló la voz, y rebotó en el techo como una multitud de fantasmas asustados. Hugo me miró y cogió algo de un hueco de la pared.
Sostuvo un objeto, un cuenco poco profundo, con las dos manos, como si fuese una jarra. Lo desplazó hasta un lugar donde lo iluminaba la vela. Era de color verde grisáceo, sin brillo, más parecido al coral que a la arcilla, y una fina grieta en zigzag recorría toda su superficie; tenía una forma parecida a la de una cúpula… Entonces comprendí: era la parte superior de un cráneo, colocado al revés.
—¿Comprendéis, verdad —dijo—, por qué estas cosas deben mantenerse en secreto? —su voz era apenas más audible que la llama de la vela—. El auténtico poder es secreto. Y si alguien lo traiciona, debemos castigarle —me miró—. ¿Lo entiendes?
Tragué saliva y asentí. Se puso de pie, parecía un sacerdote, buscó entre su ropa y sacó algo que apenas brillaba. Pensé que podía ser una cruz, pero era un cuchillo. Lentamente empezó a caminar a nuestro alrededor y se detuvo detrás de Alia. Ella no se volvió, ni se encogió, ni parpadeó. Tensó los músculos de la cara y las sombras perfilaron los huesos de sus pómulos como si se hubiese estirado la piel hacia atrás del mismo modo que su pelo. Vi los pequeños pliegues de sus labios y sus ojos, y me pareció que tenía cincuenta años en vez de quince. Por un momento me recordó a mi abuela tal como la había visto la última vez, acostada en la cama del hospital. Parpadeé y apareció Alia otra vez. Hugo seguía moviéndose y esta vez se detuvo detrás de mí y sentí un hormigueo en la espalda.
Pasaron instantes, quizá minutos, hasta que volvió a ponerse en movimiento.
El cuchillo resplandeció, Ben se agachó y Hugo saltó hacia el centro del círculo con unos cuantos centímetros de pelo de la preciosa coleta de Ben. Se inclinó y lo echó sobre la vela; los pelos crujieron y ardieron apestando la cueva.
—Un pequeño sacrificio —dijo Hugo sonriendo.
Entonamos el cántico como habíamos hecho cuando estábamos en su escondite del techo del centro comercial. Hugo empezó sin previo aviso, en un susurro, como si suspirara en lugar de cantar. Alia le siguió, después Ben y probablemente yo, no estoy seguro, porque parecía que había más gente, docenas de personas que, silbando a través de las paredes, se unían a nosotros.
Hugo dejó de cantar el primero. Cuando le miramos tenía de nuevo la copa del cráneo entre las manos. La sumergió en un estanque al que iba a parar el chorrito de agua que bajaba por la pared, y después lo puso a la altura por nuestros ojos en actitud de ofrenda. Ben tomó un sorbo hizo un gesto de
desagrado y pasó el cuenco. Yo hice un gesto rápido, tratando de que no me llegara a la lengua. Alia lo posó en sus labios bastante tiempo, como si le diera un gélido beso antes de beber. Hugo posó el cuenco, con gran solemnidad, junto a la vela. La pequeña gota de agua que quedó a la luz de la vela tenía un color rojo turbio.
Pensé que sería óxido de hierro y que por eso sabía tan mal…
Hugo volvió al estanque y sacó algo parecido a una toalla empapada. Mojada, chorreante y sucia… La puso ante el cuenco y la vela, y sus patas y su cola se extendieron, Ben aguantó la broma. Era un gato.
Había visto la sonrisa de Hugo antes, incluso había oído sus carcajadas, pero ahora se reía estruendosamente, y los ecos de su risa nos envolvieron hasta que, cuando cerró los labios, lentamente fueron apagándose.
—Es repugnante —dijo—. Los tabúes son el último recurso desesperado que tiene la madre naturaleza para controlaros. Para que sigáis siendo bestias de carga, un rebaño de animales. Romped sus lazos y seréis como dioses.
En medio de aquel espantoso silencio, Alia se levantó, cogió el recipiente y volvió a beber.
—Realmente, yo nunca… —dijo una discreta voz desde la entrada: Mary Field. No sé cómo pudo pasar su rechoncho cuerpo a través de la grieta, y, mucho menos, en silencio. Pero allí estaba. Salió torpemente de entre las sombras, como si le hicieran daño—, nunca había visto una representación semejante en todos los días de mi vida —y se rio entre dientes, aunque muy seria.
Hugo se puso de pie de un salto y la miró con ferocidad, pero ella no retrocedió, al contrario, dio un paso hacia él para verle más de cerca a la luz vacilante y escasa.
—Deja que te mire —dijo—. ¿Vuelves a jugar a ser el brujo del pueblo? —no miré. Hasta con los ojos cerrados sentía el peso de Hugo cayendo sobre la anciana, como un iceberg aplastando a un barco—. Vas a pegarme, ¿verdad? —continuó diciendo—. ¿Serías capaz de golpear a una frágil anciana? ¿Tú y tus famosos poderes? —cacareó como la bruja que decían que era—. Continúa, muestra a tus pequeños discípulos quién eres realmente. El gran gurú… un matón, un fraude.
Extendió los brazos como para levantarla por los hombros —eso era, poco más o menos, a la altura de su cintura—. Los ojos de la anciana se iluminaron con una chispa negra y las manos de Hugo se detuvieron como si algo las sujetase en el aire.
—Bueno, entonces… —dijo Mary Field con serenidad—, todo el mundo decía que el viejo Moran podía maldecir sólo con su mirada. Esos son los poderes para ti. Vamos, mírame a los ojos.
Cruzaron sus miradas. Nadie se movió, pero allí estaban los dos, a la luz de la vela, echando un pulso y temblando en el punto del equilibrio, en ese punto muerto en el que los contrincantes se encuentran antes de que uno de los brazos se doble y caiga. Nadie respiraba… Hugo se encogió como un niño al que acaban de dar una bofetada, bajó la vista, dejó de mirar.
—Ah —dijo Mary Field—. No eres nada, sólo un charlatán —parecía decepcionada—. Dejaré que tus jóvenes amigos piensen lo que quieran.
Ella se había entrenado, había tensado cada célula de su cuerpo como hacen los levantadores de pesos antes de la prueba final. Se relajó y se dirigió a la entrada, otra vez como una vieja.
—¡Pordiosera maloliente! —Alia se levantó chillando. Hugo estaba sorprendido—. ¡Gorda estúpida! No sabes lo que haces…
—¿Crees que no? Entonces… —Mary no terminó de darse la vuelta y se quedó sorprendida, sin respiración. Alia estaba a su lado, mirándola. Mary Field sofocó un grito—. Entonces…, entonces eres tú… —su voz se hizo más débil—. Sabía que estaba en uno de vosotros y pensé fue sería él…
—Márchate —gritó Alia.
Mary Field. de espaldas a la roca, movía la cabeza.
—Tienes que detener esto —dijo bruscamente. No podía levantar la mirada; había empleado todas sus fuerzas en enfrentarse con Hugo y ahí estaba la chica, la chica enfermiza a la que había intentado salvar—. No sigas… —dijo en un susurro—. Detente antes de…
—¿Antes de qué? —preguntó Alia sonriendo con desprecio, despiadadamente.
—Antes de que te devore.
Alia cerró fuertemente los ojos, separó los labios y emitió un sonido que no había oído nunca, algo parecido al silbido de un tirachinas y al grito de un halcón. El gran cuerpo de Mary Field sufrió una sacudida. Se quejó como si algo la hubiese golpeado, pero, en lugar de doblarse como hacen en las películas, se quedó rígida y cayó como un árbol talado, se puso a temblar y de su boca empezó a salir espuma.