Diez mil años he pasado solo
el sonido del reloj en una caja de huevos
pensé que estaba cerrada, nunca supe
que podía escapar de mí, de mí y de ti
detener el reloj y saltar
al Tiempo de Verdad
Oí un ritmo, los latidos de un enorme corazón que no podía reconocer. Al mismo tiempo, llegaban otros sonidos y otros ecos que impedían que sonase bien porque eran lentos y espeluznantes. Entré, nadie levantó la mirada, parecía que todos estaban hipnotizados. Era una de las nuevas canciones de Alia.
Al acabar una de las estrofas se volvió hacia Ben, que golpeaba frenéticamente, el teclado mientras la miraba. No estaba tocando un solo para presumir, como había hecho en el club, sino una serie de graznidos de aves o de aullidos de lobos, un brutal sonido repetitivo que nunca hubiese imaginado que podría salir de su miserable amplificador. Dee estaba junto a la puerta, mirando. Al acabar el solo, Ben la miró, empezaron a desaparecer los efectos y todo volvió a la normalidad.
Nadie puede seguir, ningún culpable
Sin cuerpo, cara ni nombre
Blancos huesos alzados cuervos carroñeros
El viejo búho volador, la nieve arremolinada
Libre como el frío viento, libre
Para entrar en el Tiempo Verdadero
El micrófono de Alia hacía extraños ruidos, como si hubiera interferencia, y el problema empeoraba a medida que cantaba. El sonido desaparecía durante un par de palabras, y después volvía el ruido. Había una conexión suelta —enseguida la arreglaría—. Pero cuando se disponía a acometer el largo ascenso de «entrar en el Tiempo Verdadero» se estropeó del todo e intentó que se oyera su voz, aguda y débil, por encima de los instrumentos. Tiró el micrófono.
—¡No funciona nada! —dijo, mientras los demás, desconcertados, dejaban de tocar y el sonido del tambor se continuaba escuchando de forma mecánica.
Accioné el interruptor y cesó el ruido.
—Lo perdemos —gritó encolerizada—. Algo está sucediendo.
—Estamos cansados, eso es lo que pasa —dijo Ben—. Hagamos un descanso.
Me agaché detrás de los amplificadores y puse manos a la obra. Ben desapareció con los demás, hacia la cocina o hacia la calle, y entonces oímos a Hugo, que estaba en la esquina.
—¿Qué ocurre?
Estaba tan quieto que nadie le vio.
—¿Y ahora qué piensas de ella? —dijo tranquilamente a Ben, no a mí. La gente suele olvidarse de mí—. ¿Sientes el poder?
Ben sonrió abiertamente, un poco avergonzado
—Tú lo has dicho. Estoy de acuerdo. Realmente, Alia tiene poder.
Hugo negó con la cabeza.
—Todavía no has visto nada —dijo—. Apenas ha empezado a utilizarlo. Debemos asegurarnos que nada, ni nadie, se interpone —dejó las palabras flotando en el aire—. En la última canción… —continuó—. Por un momento en su forma de tocar también había algo. Entonces…
Ben se quedó pensativo.
—He estado con Dee mucho tiempo —dijo Ben por fin—. Somos muy amigos, pero…
—¿Pero?
—Pero…, a mí me gustaba y la cosa iba bien…, hasta que llegó ella y todo se vino abajo —dijo Ben bajando la voz—. Ahora me gustan las dos —añadió—, de diferente manera. Dee insiste en que debo elegir.
—El hombre con poder —dijo— no tiene que elegir; consigue lo que se propone.
Ben no pudo responder, porque entró Alia seguida de los demás.
—No sé qué pasa —dije—. Parece que todo está bien.
Ben se separó rápidamente de Hugo, con cierto sentimiento de culpabilidad.
—Déjame echar un vistazo —dijo.
—Alia lo ha roto —dijo Dee en voz baja.
Alia se había sentado en una esquina, tapándose el rostro con las rodillas y mirando a través de ellas. Cuando Ben se acercó a mí, le dije en un susurro:
—He oído todo lo que has dicho.
—No espero que lo comprendas —dijo Ben en voz baja.
¿Dónde había oído eso antes? Me golpeé la frente.
—No tengo mucha experiencia —murmuré—, pero sé que con dos a la vez se acaba mal.
—Oh, vamos… —dijo Ben dejando escapar un suspiro de aburrimiento—. ¡Dos a la vez! ¿Y si puedo hacer felices a dos mujeres al mismo tiempo?
Lo había dicho en un susurro, pero las palabras se oyeron con claridad. Retumbaron. Todos nos miraban. Di un golpe en el micrófono. Se oyó un pac, pac. Todo funcionaba. Ben se puso pálido. Me miró pensando que yo lo había hecho a propósito, y luego miró a Dee.
Dee no gritó inmediatamente. Durante un momento estuvo temblando, como si algo enorme quisiera salir de su interior repentinamente.
—Sigue —dijo—, publícalo, ¿te parece una buena idea? Haz una declaración pública. Díselo a todos esta noche desde el escenario, no me importa —se volvió desde la puerta—. No me importa, porque no estaré allí para oírlo.
Y cerró dando un portazo.
Volvió a golpear el micrófono. Muerto.
—Lo que ocurre es que no estaba enchufado —dijo—. Mira…
El otro extremo del cable se encontraba a un metro del enchufe, en el suelo. Desde su rincón, casi oculta entre las sombras, Alia nos observaba a través de sus rodillas. No le veía la boca, pero sabía que estaba sonriendo tranquilamente.
Ben miró el enchufe. Sacudió la cabeza. Cuando las cosas se complican demasiado es mejor ignorarlas, es lo más saludable. Yo hacía todo lo posible, pero no era suficiente.
—Será mejor que la siga —dijo Ben sin moverse.
—Iré contigo —le dije.
Cuando llegamos al porche le cogí del brazo y le empujé contra la losa de pizarra. Cerré la puerta. Estábamos a solas, en el ataúd del porche, tan solos como en una tumba.
—Lo hizo —susurré—. Alia lo hizo.
—¿El qué? —preguntó muy pálido.
—Lo del micro. No sé cómo. Seguro que hay una explicación física, pero estoy seguro de que fue ella.
—Estás pirado —dijo Ben.
—Todos estamos pirados. Todos nos volvimos locos cuando llegamos aquí. Es este lugar.
Pero Ben no dejaba de sacudir la cabeza como si quisiera decir no—puedo—soportar—todo—esto.
—Tengo que encontrar a Dee —dijo en un susurro.
Estaba sentada en el parachoques de la furgoneta. Le caían chorretes de rímel por las mejillas.
—Emod —dijo al vernos—, ven y háblame.
Ben corrió hacia ella.
—Escucha —le dijo—, te lo explicaré…
Cuando intentó cogerle la mano, ella la retiró. Le acarició el brazo y ella le dio una fuerte bofetada.
—¡No me pongas tus asquerosas manos encima! —dijo poniéndose de pie de un salto. Aquella era Dee, guapa, simpática, la dulce Dee. Los ojos se le pusieron rojos y se le llenaron de furia—. Apártate de mi vista.
Ben se puso colorado y le vi apretar el puño. Corrí a interponerme entre los dos.
—Gracias —dijo Dee con dulzura—. Y tú, Ben, vete a paseo. Quiero hablar con Emod. Es el único que me escucha —me miró a los ojos y sonrió.
Cuando los chicos explican por qué les gusta Dee —y es cierto, a nueve de cada diez les gusta— dices muchas cosas: su largo pelo castaño, su cintura de avispa, la forma tan bonita de arrugar la nariz cuando habla, pero siempre coinciden en los ojos. Los ojos de Dee son grandes y castaños y tienen cierto aire suplicante. En ese momento los tenía húmedos e hinchados, pero tranquilos, y me di cuenta de que deseaba rodearla con mi brazo para ayudarle a sentirse bien.
A mis espaldas, Ben soltó una asquerosa palabrota, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Dee me tocó el brazo con delicadeza, pero al mismo tiempo observé que con la vita comprobaba que Ben se había dado cuenta…
—No me impliques en esto —dije—. Ve a buscar a Ben y acláralo todo, por el amor de Dios.
Ella volvió a encender y endurecer sus suaves ojos castaños.
—Eres un inútil —dijo—. ¿No sabes hacer nada?
Y se marchó. Me quedé quieto y me sentó realmente como un inútil. Tenía razón.
Miré la oscura y pequeña puerta de la cabaña. Lo último que quería hacer era entrar por ella. Habría subido a la furgoneta, pero Dee estaba dentro, de muy mal humor. En mi furgoneta. Fui hacia el bosque, por ir a alguna parte.
Encontré las huellas de cuando estuve allí antes. Al avanzar dos pasos, me volví para comprobar si obstaculizaban el camino , y de repente me caí, como si alguien me hubiera cogido y dado un empujón. Cuando abrí los ojos estaba junto a una roca. Muy cerca había una carcoma que parecía un tanque prehistórico, dirigiéndose ruidosamente a un manojo de liquen. Por arriba apareció, entrando gradualmente en cuadro, Mary Field.
—¿Huyendo? —preguntó—. ¿Quieres contármelo?
Le dije que no con la cabeza, que me dolía.
—Será mejor que vuelva.
Me puse de pie. Al principio me tambaleé, hasta que mis rodillas cedieron y caí contra la roca.
—Estás bien —dijo—. Tus amigos y tú no estáis pirados. Es este lugar.
—¿Ha estado escuchando?
—Solo echando un vistazo —dijo—. Como siempre hemos hecho los Field, desde la época de mi tatarabuela.
—¿Quiere decir que usted cuida el lugar? ¿Qué es usted la cuidadora?
—Puedes llamarme así, sí. Me dedico a vigilarlo. Tú también debes cuidarte —dijo, y dejó de sonreír—. Si te saca por la parte de atrás, no dejes que cierre con llave.