Una vez vi una película sobre la vida de los animales salvajes que David Attenborough estaba en la boca de una cueva y miles de murciélagos salían volando, todos a la vez, y, batiendo las alas, ocultaban el sol de la tarde. En mi sueño recibía una sacudida y la falla se desplazaba, las jaulas se rompían y las cosas que había dentro de ellas,, allí abajo, encerradas bajo llave, comenzaban a hacer sonidos similares a los de los murciélagos, estridentes como los de las aves y lanzaban gritos agudos como los que emiten los roedores y luego empezaban a moverse al comprender que eran libres.
Llevaba alrededor de un minuto despierto cuando me di cuenta de que tenía que abandonas la casa. No quiero que se me malinterprete. No soy de esa clase de personas que no se adaptan a los nuevos ambientes. Sé muy bien cómo lo consiguen en las películas: colocando la cámara en ángulos especiales y utilizando la música de fondo apropiada. Lo cierto es que el lugar era pequeño, feo y oscuro, los techos tenían una inclinación enloquecedora y el papel de la pared, envejecido, estaba decorado con motivos florales en los que predominaba el rosa, tostado como si hubiera sufrido la ferocidad de un incendio. Las pequeñas ventanas de las habitaciones daban directamente a los árboles o a la roca que había detrás de la cabaña, y a través de todas ellas entraba más oscuridad que otra cosa. Yo entendía que mi sueño era solamente un sueño. Pero no se trataba de eso, sino de que tenía que sacar a mis amigos de allí.
Aunque se merecían una noche de descanso, habían sido engañados. Nos habíamos tumbado en el suelo de la habitación envueltos en mantas y sacos de dormir y no se movió nadie hasta muy entrada la noche. Clive fue el primero en levantarse.
—Eh, chicos, despertad —dijo.
—Deja de hacer ruido —contestó Dee bruscamente.
Así, medio dormida, tenía la misma voz que su madre.
—Hay que tocas —dijo Clive—. Pensad en la actuación. Debemos empezar a ensayar ahora mismo. ¿Dónde está Ben?
Al principio yo tampoco sabía dónde estaba Ben. Dee le había arrinconado y, como estaba envuelto en una manta y ella se hallaba delante, no podíamos verle.
—Dejadle en paz —dijo Clive—. Necesita dormir.
—Malditos estudiantes… —dijo Dee subiendo el tono de voz. La chica más dulce y encantadora que he conocido estaba gritando—. ¿Lo ves? Has despertado a Emod.
No levanté la mirada. Salí de mi saco y me arrastré hacia la puerta.
—Necesito un poco de aire fresco —murmuré y bajé haciendo crujir todos los escalones.
Alia estaba tumbada, como un gato, sobre la alfombra de la chimenea y cubierta con una manta gris, el pelo le caía sobre la cara. Eso quería decir que había dormido algo, cosa muy importante. ¿Dónde estaba Hugo? No se le veía por ninguna parte.
En el porche hacía frío. Entonces, ¿eso era todo?, ¿estar allí? Miré de nuevo hacia la oscuridad de la puerta del ataúd. En algún lejano momento del pasado habíamos deseado algo, o al menos Ben. Sí, salir de Borsley, nada más. Había sido algo relacionado con la libertad. Cada paso que habíamos dado había sido para llegar a un sitio más pequeño: el café Arcana, la chabola en la terraza del centro comercial, todos amontonados en la parte trasera de la furgoneta y ahora esto. Necesitaba aire.
El rocío mojó la furgoneta como si hubiera sudado mientras dormía. Durante el día el bosque tenía un color gris verdoso y escaseaban las hojas, pero se habían formado masas de guijarros mezclados con restos de troncos, musgo y enredadera, de manera que era casi imposible separar una cosa de otra. El camino dibujaba una curva que subía a la colina y en él habían quedado impresas las huellas de nuestras ruedas. La moto negra de Hugo estaba apoyada contra la pared lateral, como si no quisiera que nadie la viera.
Todo estaba en silencio. No se oía ningún sonido, ningún pájaro, nada. Era la clase de quietud que produce una mano helada cuando se apoya sobre un hombro, como la que había fuera del Salón Verde, hacía tanto tiempo. Miré la cabaña, todo seguía igual alcé la mirada y allí estaba. El saliente rocoso daba sombra a la vivienda,, seguramente durante todo el día, y sobre ella se había posado Hugo, en una rígida postura con las piernas cruzadas.
De no ser por las pequeñas hendiduras de sus ojos, se hubiera podido decir que aquel hombre era un Buda de piedra. Hice gestos y aspavientos, intenté obligarle a sonreír, pero no reaccionó. Volví al camino y entonces habló.
—Amigo Emod —dijo.
Le miré guiñando los ojos a causa de la luz. Cualquier otra persona hubiese dibujado una leve sonrisa, pero él no. No había cambiado el gesto.
—Se han despertado —le dije—. Supongo que querrá organizarles, ya que es usted el representante.
Desapareció por un lateral y sin darme cuenta, más rápido de lo que hubiera podido imaginar, llegó a donde yo estaba. Se acercó tanto a mí que me resultó incómodo, amenazador. Entonces sonrió.
—¿Qué significa ese « ya que es usted…»? Me preguntó.
Por primera vez me di cuenta del gran tamaño de sus manos, de sus enormes y huesudos dedos cuadrados como tenazas y de sus uñas cortas.
—Me refiero… me refiero a que en mi opinión necesitaban una aclaración sobre ciertas cosas. Como, por ejemplo, ¿dónde es el festival? ¿Cuándo nos va a presentar al señor Jed Alexander? Y…
—Cada cosa a su debido tiempo. Necesitamos recobrar fuerzas —apoyó su mano en mi hombro, y me recordó el sonido de esas cadenas de acero, como enormes garras, que bajan para agarrar los coches en los desguaces—. Ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa —añadió—. Este es un lugar muy especial. Un sitio lleno de energía. Ya verás.
Cuando se marchó me di cuenta de que estaba temblando, aunque no sabía o no quería saber por qué.
Al principio el camino que llegaba hasta el bosque estaba resbaladizo, bajaba hasta una escarpada orilla sembrada de guijarros y en ocasiones cubierta de barro o de desiguales rocas medio cubiertas de musgo. El aire era pesado y muy húmedo, como si se acercara una tormenta. Un pájaro repetía incesantemente una estridente llamada, aunque en medio de aquel silencio parecía una señal de vida. Seguramente había animales salvajes en aquel bosque. Me detuve a escuchar. ¿Fue aquello un movimiento de los arbustos…?
Oí un crujido en la maleza cercana. La hiedra se estremeció como una cortina y esperé que apareciera algo, pero, fuera lo que fuera, se detuvo; lo oí jadear. Se movió otra vez y me escondí tras una roca para verlo salir.
La anciana había agachado la cabeza para inspeccionar el terreno antes de dar un paso, y, por eso, al principio solo vi un nudo de pelo gris en el lugar donde debía tener la cara. Lentamente avanzaba a través de la maleza, murmurando, deteniéndose para recuperar el aliento y quejarse, y a continuación seguir su camino. Cuando pasó a mi lado, observé que tenía las piernas hinchadas, amoratadas y con mal aspecto en la zona que quedaba al descubierto entre el viejo vestido de tweed y las vendas que le cubrían tobillos y pantorrillas.
Recorrió la orilla en varias etapas, deteniéndose cada pocos pasos, pero siempre mirando a su alrededor y escuchando. Cuando llegó al límite del bosque entró en el camino, debería haber lanzado un suspiro de alivio, pero no lo hizo. Se escondió detrás de un árbol y miró y escuchó. Se comportaba como yo.
Ambos nos quedamos quietos durante bastante tiempo. En aquel silencio pude oír débiles voces que llegaban de la casa. Cuando la puerta se abrió las escuché con más claridad. Mis amigos entraban y salían, descargaban el material de la furgoneta y lo preparaban. Se escapó el primer sonido de un amplificador. Iban a ensayar. Estupendo. Yo tenía que haber conectado la caja de ritmos, pero se las arreglaron sin mí.
Habría creído que la anciana estaba durmiendo, descansando sobre la roca, si no hubiera sido por el movimiento hacia delante de su cabeza: miraba y escuchaba. Cuando empezó a sonar la música dio los últimos pasos, cojeando por el camino de barro, moviéndose con rapidez, hasta que alcanzó uno de los laterales. «Sabe hacia dónde se dirige», pensé cuando pasó junto a la moto de Hugo —tuve el disparatado presentimiento de que iba a robarla— y desapareció por detrás de la cabaña. Yo sabía que no había puerta trasera, y ella no tenía el aspecto de ser una vecina que se hubiese acercado para pedir prestado un poco de azúcar o para quejarse del ruido
Podía moverme sin preocuparme por no hacer ruido, los sonidos procedentes del ensayo taparían cualquier otro.
—¿Hola? —dije, pero no me oyó.
Me deslicé hasta la oscura grieta que había detrás de la casa. Era tan ancha como si brazo, y la roca hacía de techo, sin salida. La grieta estaba tapada con una losa de pizarra como la del porche. La vi agacharse, se encorvó para entrar en el cobertizo. Lo intentaba pero no lo conseguía.
—¡Hola! —dije, pero no me oyó.
Se dio la vuelta bruscamente y se quedó con la boca abierta. Estaba arrinconada, pero siguió en la misma posición.
—Ahora déjame pasar, jovencito —dijo—. Ninguna ley prohíbe mirar.
Tenía la cara redonda y cubierta de semillas. Detrás de las gafas se veían unos ojos pequeños y achinados. La envolvía un olor terroso y dulzón. En Borsley habría sido una mendiga, una vieja triste.
—Lo siento… —dije—. Nos hospedamos en la cabaña. Los que están dentro son mis amigos.
—Ah… —dijo asintiendo con la cabeza—. Entonces, ¿eres amigo suyo?
—¿Suyo?
—Del hombre grande.
—¿Hugo? No, no es nuestro amigo. Solo lo conocemos.
—¡Hugo! Bueno, entonces es así como se llama… ¿De dónde venís…?
—Parecía saber algo. No sabría decir si fue malicia o risa lo que descubrí el aquellos ojos tan extraños.
—Hemos venido al festival —dije—. Nada más.
Movió la cabeza como la mueven las aves cuando intentan capturar una oruga.
—¿Nada más? —dijo sin convencimiento—. Supongo que crees que este es uno de esos albergues de vacaciones.
—¿Y no es cierto?
—¡Cómo! ¿ La Casa de Horan? —frunció el ceño y se calló. Luego, de repente, se puso seria—. No es precisamente la cabaña de tus sueños, ¿verdad?
En el interior se oía un susurro entre estrofa y canción. Debía de ser Alia causando algún problema, pero la mujer se puso nerviosa.
—Me marcho.
Yo también me marchaba cuando cambié de idea.
—Una cosa…
—Déjame pasar —dijo con dureza, pero percibí un destella tras los cristales de sus gafas que me puso la carne de gallina.
—No quiera detenerla —dije echándome hacia atrás—, pero dígame, ¿conoce a Hugo?
—Bastante. Viene a menudo. Bien sabe Dios que es la única persona que puede venir. Ni los londinenses —persona si tú lo eres— ni los de Birmingham, que Dios nos ayude,, a pesar de que lo perciben en el ambiente.
—¿Qué perciben?
—Oh, vamos, esta es la Casa de Horan.
—¿Quién es Horan? Dígamelo antes de irse.
—¿Quién es? Fue, hace mucho tiempo, un viejo mendigo, una especie de ermitaño. Los habitantes e este lugar le acogieron aquí a cambio de sus poderes —dijo acercándose a mí un poco más—. Algunos creímos en ellos.
—¿Poderes? —pregunté—. ¿Qué clase de poderes?
No dio importancia al asunto.
—Decían que eran viejas historias de comadres. Pero esas mujeres son muy sabias. Existen poderes en este lugar, es cierto. Algunos lo sabemos y nos gustaría que los poderes se utilizaran con buenos fines. Para nuestra desgracia, no ocurre eso, y es la bendición que últimamente no haya sucedido nada; únicamente hemos recibido la visita del asistente social.
De repente se echó a reír a carcajadas.
—¿Horan? Hacía de todo: curaciones al principio y, más tarde, cuando la población se volvió en su contra, diversificó sus actividades, pero no le sirvió de nada, ni siquiera cuando lo necesitó.
—¿Qué?
Rio entre dientes.
—Pensaba que podía volar.
El grupo tocaba de nuevo, lentamente y más fuerte, «Mira los ojos de la noche».
—Me alegro de conocerte —dijo empujándome para abrirse paso. El olor que despedía a suciedad, tierra y sudor, me echó para atrás—. Y si no te importa…
—Otra cosa… —dije cuando llegó a la esquina—. ¿Qué estaba haciendo?
—¿Haciendo? Nada. Vigilo el lugar, alguien debe hacerlo —dijo volviéndose hacia mí y sacando una mano. Parecía pequeña, pero fuerte y curtida alrededor de la uñas—. Son cosas de familia. Horan fue mi tatarabuelo. Me llamo Mary Field. Si ves algo que no sea de tu agrado, que no te guste, llama a tía Mary. Cualquiera sabrá decirte dónde encontrarme… —de pronto se convirtió en una mendiga que volvía a lamentarse en voz baja—. Me vigilan, dicen cosas de mí y piensan que no les oigo.
Entonces lanzó un gruñido y me dio la espalda.
—Espere —le dije—. ¿Qué hay en el cobertizo?
Me guiñó un ojo y movió la cabeza.
—No hagas preguntas. Deja las cosas como están.