Capitulo 11

Después de aquello, pasó mucho tiempo sin que hablásemos. La carretera se hizo más pequeña y oscura, y las curvas, más abiertas y rápidas. Alia estaba quieta. Lo que le oía decir estaba en el interior de mi cabeza. Era la última estrofa de su canción:

no puedes tocarme

no puedes abrazarme

me susurras

suplicante como la nieve

con sus frío dedos

helados y me dices

mira los ojos de la noche…

Subimos una colina donde la luna había apartado las nubes del cielo del mismo modo que Alia se desprendió aquella noche de su capa negra. Y era tan pálida como sus brazos y vi las delgadas y blancas siluetas allá arriba, muchas, una docena o quizá más, en fila, en actitud de espera. Como un comité de bienvenida.

—Para —dijo Alia con impaciencia. Llegué a pensar que estaba enferma o que algo le sucedía, aunque miraba con ojos de asombra—. Ya he estado en este lugar —susurró apoyando la mejilla en el parabrisas—. En un sueño.

A Dee le sorprendió que bajásemos en aquel apeadero.

—¿Para qué hemos parado?

—Venid… —Alia abrió la puerta y bajaron todos al mismo tiempo.

—¡Eh! —Dijo Dee—. Hace frío… —se detuvo—. ¿Qué es eso? —Dijo a Ben, que estaba a su lado—. Eh, Clive, aparta el trasero. Esto es muy extraño.

Vimos una prado vallado y un letrero rojo en la alambrada. En la cumbre, aterradora bajo la luz de la luna, se elevaban unas columnas blancas. Nos envolvió un zumbido ronroneante. El sonido de la energía. En lo alto de cada columna a unos veinte metros, tres delgadas hojas curvas cortaban el aire como una espada, Fsss, fsss, fsss, que sale de su vaina una y otra vez.

—¿Qué diablos es eso? —Dijo Clive mirando desde la puerta de la furgoneta—. Estaba durmiendo.

—Es un campo de molinos —dije—, ya sabes, energías alternativas y todo eso.

—¿Molinos de viento? —Exclamó Clive—. Exactamente lo que necesitamos.

Alia miró a través de la valla.

—Sí —dijo con serenidad y sin volverse—. Fue un sueño relámpago. El lugar era exactamente igual a este, excepto…, sí ahora lo recuerdo, que había esqueletos, esqueletos de gigantes. Acróbatas gigantescos. Un circo… —intenté dejar de imaginarme todo lo que decía, pero durante un segundo los molinos se convirtieron en maniacos acróbatas que daban saltos mortales sin parar, palidecidos por la luz de la luna, muertos que no caerían al suelo. Sonrió misteriosamente—. Hacían juegos malabares con sus huesos.

—Eh, ¿de qué habla esta chica? —protestó Clive, y se retiró.

Ben miraba al otro lado de la alambrada.

—Como brotes de soja —dijo pensando en el café.

Entonces me entró una risita estúpida. Fuese lo que fuese lo que le pasaba a Alia, era contagioso. Yo conocía el funcionamiento de las turbinas, por supuesto. Podía haberles explicado cómo se hace la instalación de esos aparatos, pero ¿quién estaba dispuesto a soportar una conferencia? Mientras la luna creciente se deslizaba por el espacio que quedaba entre las nubes, volví a mirar y vi pálidas raíces y tallos de hierba que crecían bajo las piedras.

—Guadañas —dijo Alia— que cortan el viento.

—Apunta eso para una canción —dijo Dee temblando—. Clive tiene razón. Volvamos a la furgoneta.

Alia no pensaba lo mismo. Sacudió la valla, pero la puerta tenía un candado. PELIGRO, se leía en el cartel rojo. PROHIBIDA LA ENTRADA EXCEPTO A PERSONAL AUTORIZADO. Inmediatamente se puso a trepar por ella y, desde lo alto, dio un salto limpio, cayó de pie y echó a corre. Por el movimiento del jersey negro parecía que le habían salido alas.

—Cuidado… —dijo Ben—. ¡Es peligroso!

Alia le oyó, se volvió y sonrió. Ben nos miró a Dee, a Alia y a mi y a continuación saltó la valla.

—Eh, no hagas una estupidez —dijo, pero no me escuchó y tuve que seguirle.

—Tropecé y caí al suelo, pero rápidamente me levanté. Por fin lo sentí con más fuerza: el zumbido de la energía en el aire. Alia corría, casi saltaba, bajo la luna y con su melena suelta meciéndose al viento. Parecía que los molinos aumentaban de tamaño cuando se acercó a ellos, con los brazos alzados como si fuese una niñita pidiendo a su padre que se agachase a cogerla para dar vueltas y bailar.

—Cuidad —grité—. En el letrero pone peligro. No toques nada.

Ben la alcanzó bajo el molino más cercano y yo no estaba muy lejos. De cerca no era la perfecta columna de mármol que habíamos visto de lejos. Se apreciaban las placas metálicas llenas de turcas y remaches, así como pequeñas manchas de óxido, y por un orificio aparecía un cable trenzado. Alia se dio la vuelta y se puso ante el molino como si fuese suyo. La piel le brillaba con un blanco tan intenso como el del metal bajo la luna. Echó la cabeza hacia atrás y rio. Teníamos las aspas sobre nuestras cabezas y vi sus extremos borrosos, aunque oí perfectamente el sonido de cada una al girar.

—¡Mirad! —dijo—. ¡La luna!

Nos encontrábamos en el lugar exacto desde el que veíamos pasar las hojas por la línea de la cara oculta de la luna. Nos echamos a reír todos al mismo tiempo, con fuerza, como se hace cuando alguien está asustado y si se detiene tiene que gritar o llorar.

Ben fue el primero en contener la respiración.

—Volvamos a la furgoneta —dijo—. No deberíamos estar aquí.

—¿Quién va a detenernos? —dijo Alia—. ¿Quién se atrevería? —sus ojos estaban tan abiertos y eran tan brillantes como los de un felino en el instante de cazar—. Tú también lo sientes —añadió—, ¿verdad? Nos hemos ido acercando poco a poco. Ya no estamos en Borsley. Esto puede ser cualquier sitio.

—¿Perdona? ¿Cómo dices? —pregunté.

—Ya sabes —me dijo.

Moví la cabeza. Ella rio a carcajadas mientras miraba el molino de viento.

—Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad? —me dijo—. Tú sabes lo que significa tener poder.

Sonrió e hizo un gesto para abrazarse al banco metal, pero entonces, al tocarlo, emitió un pequeño gemido, como si estuviera helado.

—¿No reconoces el sonido? —preguntó cerrando los ojos—. Escucha. Están cantando.

Y aunque sonaba a locura, no pude afirmar lo contrario. Los golpes de las aspas eran como los del tambor, y llegué a ver cómo las huesudas imágenes de los búhos y los cadáveres se agitaban como si una enorme mano, la de Hugo, los moviera. Oí también un agudo tono nasal que procedía de las turbinas, y a través de los tubos del molino llegó un crujido, como el latido gutural de la canción del chamán de Hugo. Alia respiró profundamente y emitió una aguda nota, como la que había emitido en clase con Hugo aquella noche, aunque muchísimo más potente y salvaje.

—Alas… —murmuró—. Alas blancas.

Entonces cayó de espaldas, inconsciente.

—Dee, ¿no puedes hacer nada? —se oyó la voz de Ben desde el fondo de la furgoneta—. Trata de reanimarla.

—Se ha desmayado —dijo Dee—. No es grave.

—Sé que le pasa algo. ¿Qué podemos hacer?

Mientras yo conducía, Alia seguía inmóvil. Resultó difícil pasarla por encima de la verja, a pesar de la ayuda de Clive y Dee, aunque no costó mucho esfuerzo porque pesaba muy poco. Demasiado poco para su estatura, como si se encontrase en otra parte y nos hubiese dejado su cascarón.

—Pensar en sus padres me hace sentirme muy mal —dijo Ben—. Me refiero a que ellos confiaban en nosotros. Les dijimos que cuidaríamos de ella.

—¿De ella? —dejo Clive—. Vamos, ni que fuera una niña.

—Aún no ha cumplido dieciséis —dijo Dee—. Debemos protegerla.

Yo seguía conduciendo. Los demás podían continuar discutiendo sobre lo mismo todo lo que les apeteciera, yo sólo quería llegar al albergue. Resultaba más fácil ser sensato dentro de un lugar con luz eléctrica. Si Ben conseguía fijar su atención en el plano que Hugo nos había hecho, no tardaríamos en llegar.

Sabíamos que no se había electrocutado. Ben, al principio, había gritado «¡No la toquéis! », pero yo me había dado cuenta de que ni tenía ningún tic nervioso ni estaba en contacto con nada.

—Está agotada —dijo Dee—. No hay quien aguante la actividad que ha estado desarrollando. Tanto trajín va a acabar con ella.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —dijo Clive—. ¿Darle de comer en la mano? ¿Y si no quiere dormir o comer…?

—¿Y si se desmaya en el escenario? —dijo Ben—. Delante de Jed Alexander, nuestra gran oportunidad. Pensad en eso. Tenemos que obligarla.

Dee suspiró.

—¿Has intentado obligar alguna ver a Alia a hacer algo? No gastes saliva.

Pasábamos por carreteras muy angostas, tan estrechas que la hierba crecía en el centro. Había curvas muy tortuosas y salientes rocosos a ambos lados.

—¿Seguro que vamos bien? —pregunté.

Ben se colocó el mapa bajo la titubeante luz interior. El reloj del salpicadero se había detenido alrededor de la medianoche, más o menos una hora antes. El mapa de Hugo era todo lo que teníamos, y lo único que podíamos hacer era confiar en que fuera correcto. Por otra parte, bueno, ¿quién sabe dónde nos encontrábamos, qué hora era o por dónde íbamos?

—Esto no habría sucedido si no hubieses parado en la estúpida explanada de los molinos —oí decir a Ben muy nervioso.

Pero Alia dijo que… —me imitó Dee—. Todos hacéis caso a Alia, y mirad ahora, ni siquiera se halla consciente y estamos a su disposición.

La carretera nos llevó hasta un valle boscoso con pequeños árboles que se inclinaban sobre escarpados muros de piedra. Cruzamos un puente y vimos fugazmente un letrero en un sendero que decía: El salto de Horan. Alia se agitó y suspiró.

—Deja que le dé un poco de aire fresco —dijo Ben, y bajé la ventanilla.

—Casi hemos llegado —dijo Alia abriendo los ojos—. Puedo sentirlo.

—¿Te encuentras bien? —dijo Ben intranquilo—. Estábamos preocupados.

—Te desmayaste —dijo Dee—. Creímos que habías muerto.

—No, —dijo Alia con su suave voz—. He oído todo lo que decíais —se ruborizó—. Bueno —añadió Alia—. Estuve… fuera…

—Descansa —dijo Ben rápidamente—. Todo resulta muy extraño cuando recuperas el sentido.

—Nunca estuve tan lejos —dijo Alia tajantemente—. Salí de mi cuerpo y vi todo lo que había debajo…

—¡Por amor de Dios! —dijo Clive dando un puñetazo—. Dejadlo ya, al menso de momento, ¿de acuerdo? No puedo soportarlo.

—No deber tener miedo —dijo Alia tranquilamente.

—Que se calle —dijeron Clive y Dee.

—¡Mirad! —dijo Ben de pronto señalando en una dirección, cuando el parachoques golpeó uno de los postes de la entrada a una finca—. Sigue hacia abajo —añadió sufriendo como todos el traqueteo de la furgoneta y las ramas de las zarzas que azotaban como látigos contra las ventanas y los faros.

Seguimos colina abajo, recibiendo sacudidas cada vez que las ruedas patinaban y yo pisaba el freno; por fin, tras una curva, nos encontramos en un bosque. Los árboles, a la luz de los faros, parecían grises en lugar de verdes.

A nuestra derecha se amontonaban las sombras, porque sobresalía una gran masa rocosa contra la que descansaba la cabaña. Detrás de ella terminaba el camino. Debía de ser La Casa de Horan.

—Creo que dijo cabaña —afirmó Dee.

Comprendí lo que quería decir. Yo había imaginado un tejado cubierto de paja en lugar de lo que estábamos viendo. No sabía quién era Horan, pero debía de ser de pequeña estatura, aunque no muy exigente. La casa estaba construida de piedra gris, los aleros de pizarra gris caían casi a la altura de una persona, y las ventanas, oscuras y cerradas, eran pequeñas y estaban escondidas bajo las tejas. El único detalle que destacaba era el pequeño porche hecho con dos filas de tejas de pizarra formando, con la puerta, una especie de ataúd del que salió una silueta agachada, debido al tamaño de la puerta, sujetando el picaporte. Cuando se acercó a los faros, se dibujaron dos sombras en la pared, el doble de grandes que la persona que las producía.

—Hugo —dijo Ben—, Alia no se encuentra bien. Hace un rato se desmayó.

Hugo acercó su enorme rostro a la ventanilla sin intención de mirarnos. Alia levantó la cabeza.

—Hemos llegado, ¿verdad? —dijo—. Puedo sentirlo.

Él le dijo que sí con un gesto de la cabeza.

—Vamos —dijo Ben—. Tenemos que meterla en la cama.

Ella se levantó.

—Ya me encuentro bien —dijo—. Muy bien. Sois vosotros los que necesitáis descansar. Me reuniré con vosotros dentro de un momento.

Subíamos por unas empinadas escaleras: Clive Ben, Dee y yo. Hugo y Alia nos miraron. Nos marchamos dócilmente, como si fuéramos una familia normal y corriente, en una noche cualquiera. En ese momento éramos los niños a los que mandaban a la cama, mientras los adultos se quedaban hablando de sus cosas.