La carretera parecía estrecharse a medida que oscurecía, aunque íbamos por la autopista. El atardecer, con todos los posibles colores del humo y el fuego, caía sobre Windsor Castle, y parecía que el lugar volvía a estar envuelto en llamas. Después casi sin darme cuenta, las sombras cubrieron los campos hasta que fue noche cerrada, como los muros de un callejón en el que oscurece mientras caminas por él.
Íbamos de camino… a Conrnwall, hacia el festival de Jed Alexander. Apoyé las manos en el volante y conduje con absoluta tranquilidad. Era como si bajáramos por un tobogán gigante. Habíamos despegado un par de semanas antes, cuando aceptamos el plan de Hugo… ¿o había ocurrido antes, en la cabina telefónica, cuando marcamos el teléfono de Hugo? ¿En la primer actuación? ¿O la noche que conocimos a Alia? ¿La tarde que dije a Ben «¿Quieres formar parte de un grupo de rock?»? ¿No merece la pena pensar en todo eso Emod?, me dije. Íbamos de camino. Ya no podía dar la vuelta en el siguiente cruce para volver a Borsley, así que conduciría hasta el fin del mundo.
A pesar del ronroneo del motor, oí cómo todos iban adaptando la respiración al sueño. Tenía que dejarles. Yo no podía dormid. Antes o después me habrían asaltado los mismo sueños. Clive y Alia habían permanecido en silencio, entre amplificadores y herramientas, desde que salimos de Borsley. No pronunciaron ni una palabra. Ben y Dee iban a mi lado. Se habían cambiado de sitio en la primera parado, como hacen los miembros de las orquestas, pues eran las reglas del juego, reglas que todos conocíamos. Clive se había quedado en la parte trasera con su amplificador. Dee y Alia se podían haber sentado delante, o Dee y Ben, pero no se aceptaban otras combinaciones. Yo me sentía bien conduciendo, estaba contento. Me gusta saber dónde me encuentro.
Durante un rato, Ben y Dee hablaron de cosas insignificantes pero prácticas.
—¿Cogiste el abrelatas?
—Debe de haber alguno en el cabaña. Hugo se ha encargado de todo.
Cosas de esas. Si no hubiera sabido quiénes eran, podría haber pensado que se trataba del padre y la madre de unos chicos que comentaban los preparativos de una fiesta familiar. De mayores serán así. Todos pensaban igual, por lo menos delante de Alia.
Al cabo de un rato también ellos guardaron silencio, y Dee apoyó la cabeza en el hombre de Be. A mi espalda, el sonido de su respiración —lenta y profundo, una de sus técnicas de meditación— me decía que Alia estaba despierta. Debía de estar sentaba con la espalda muy recta, erguida e inmóvil. ¿Qué estaría pasando por su mente? Durante un rato decidí no preguntar.
Nadie discutía desde que Hugo asistía a los ensayos. Clive había estado enfadado durante un par de días, pero después había regresado con el rabo entre las piernas.
—De acuerdo —había dicho—, lo haré si sirve para que vayamos al festival.
Alia había sonreído. En una ocasión nos había interrumpido a mitad de una canción y había dicho:
—En esta parte el grupo no es necesario. Con una flauta japonesa y un didgeridoo será suficiente.
Clive había estado a punto de estallar como una bomba atómica, pero no había discutido. Luego, Alia volvió a cambiar. No dio más muestras de sus caprichosas alucinaciones. Estuvo tranquila, se organizó y no perdió el control. Dijo que, por supuesto, debíamos seguir el bajo de Clive. Después tuvo unas palabras conmigo sobre unos efectos de batería que podía modular para que parecieran producidos por el didgeridoo. Cambiamos varias melodías que tenía que tocar Ben, otras las eliminamos sigilosamente, y, cómo no, se prepararon las canciones de Alia.
Trabajamos duramente. Hugo nunca decía nada. Se sentaba en un rincón como si fuese una gran efigie de piedra. Cuando acababa el ensayo nos encontrábamos con tres o cuatro nuevos números en el bolsillo. Al final se levantaba, asentía con la cabeza y ser marchaba. Guardábamos silencio hasta que oía el ruido del motor de su motocicleta, y en ese instante empezábamos a hablar como solíamos hablar siempre. Hasta Clive coincidía con nosotros, porque cada uno hacía su trabajo.
Hugo me pasó unas muestras de ritmos de batería y unos punteados y sonidos. Algunas de esas cosas las había sacado de la cinta del chamán, pero otras eran aún más extrañas, pues utilizaba unas frecuencias de sonido muy bajas, como las que emiten algunos animales cuando presienten un terremoto. Me puso los auriculares para escucharlas en la cama y acostumbrarme a ellas, pero cuando me di cuenta había amanecido y seguía tumbado, con la ropa puesta. Recordaba fragmentos de sueños, como trozos de cristal. ¿Dónde estaba? En un ascensor. Estábamos todos allí dentro, bajábamos sin parar y cada vez había más oscuridad y hacía más calor. Llegamos hasta el fondo de una abertura de la corteza terrestre. Es el límite de la falla, susurró Hugo, y vi una hilera de jaulas con los barrotes retorcidos. No divisé ningún ser vivo, pero les oía respirar. Otro descuido, dijo entre dientes, y escaparán.
No volví a ponerme la cinta de los sonidos. Los programé para que sonaran al mismo tiempo que la batería y en el momento que Alia había decidido, pero lo hice utilizando la numeración del monitor y eliminando el sonido.
EL CANSANCIO MATA — TÓMESE UN RESPIRO decía la señal de la carretera y paré en un área de servicio que parecía una pequeña isla en llamas. Los demás, entumecidos y enfadados, bajaron quejándose y dando traspiés. En el interior de la cafetería Country Fayre la noche era diferente. Había conductores solitarios sentados a las mesas, hojeando los periódicos del día anterior o mirándose en los cristales de las ventanas. Si se contemplaba el reflejo de la cara contra el cristal, desde muy cerca y durante mucho tiempo, daba la impresión de que desaparecía. Se podía ver a través de ella como cuando se observan los reflejos en un estanque, pero de repente uno se da cuenta de que se pueden ver los peces y la maleza enredada del fondo. Se veía la oscuridad y el rastro de los faros delanteros y traseros de los coches que iban hacia el oeste y pasaban como un reguero de lava en la oscuridad.
—¿Qué vais a tomar? —preguntó la camarera con brusquedad, después de darnos un repaso con la mirada, —el cabello de Ben, el tatuaje de Clive—, pensando seguramente que le daríamos problemas.
—Desayuno completo —gruñó Clive—, con cerveza.
De ese sirvió ensalada, pero no dejó de coger patatas fritas del plato de Ben. ¿Y Alia?
—Agua mineral. Con gas —dijo.
—¿Nada más? —le dijo la camarera secamente—. Pues que te aproveche.
Se marchó y gritó el pedido a través de la ventanilla de la cocina.
—Sé que estás a dieta —dijo Dee—, pero es ridículo.
—No es una dieta —dijo Alia—. Es ayuno.
—Sales muy barata —dijo Clive—. Haremos todo lo posible para que te quedes con nosotros.
Alia le bajó los humos con una mirada.
—Se eliminan toxinas —siguió hablando con Dee—. Es bueno para despejar la mente. Los samuráis lo hacían antes de la batallas.
Sirvieron la comida, acompañada de una fuente con varias salsas.
—Toma —dijo Ben—; por lo menos cómete una patata.
Clive echó un trago de cerveza y eructó.
—No importa —dijo Alia—. No espero que me comprendáis.
Conduje durante toda la noche y me gustó. Las líneas blancas y los ojos de gato me animaban a seguir. Además, como nos dirigíamos hacia el oeste, parecía que íbamos cuesta abajo, incluso en el mapa parece una bajada. Descendimos la estrecha calle de Devon y Cornwall, hasta el lugar donde nos esperaban. Hugo se había encargado de todo. Y allí estaba la melodía rompiendo el silencio de la noche…
Quien soy
no puedes definirme
jaula de huesos
no puedes confinarme
si te atreves
intenta encontrarme
mira los ojos de la noche…
Soportar el canturreo y las vibraciones a una velocidad de sesenta millas por hora era excesivo. Cualquiera que lo hubiese soportado durante cincuenta millas hubiese entrado en trance. Me llegaban extraños pensamientos de todas partes. Pero había uno cuya procedencia conocía perfectamente. Era la última canción de Alia:
padre, madre
no podéis sujetarme
pensasteis
controlarme
qué hay fuera
nunca me dijisteis
mira los ojos de la noche
—Mira eso —dijo Alia, que estaba muy tranquila a mi lado.
Debía de ser más de media noche, porque el reloj del salpicadero estaba estropeado. La única luz que vi durante horas fue la de los faros de los coches y la de los ojos de gato, pero de pronto empezó a salir la luna. Detrás de la colina se elevaban nubes que parecían plateadas por el reflejo de la luz lunar.
Dee, que estaba al lado de Alia, se durmió rápidamente con la cabeza apoyada en la ventanilla, utilizando de almohada el jersey de Ben. Él y Clive estaban en la parte trasera, durmiendo, y cuando pasó por un bache escuché sus quejas y algunos ronquidos.
—Mira —dijo Alia—. Qué bonito. ¿No te hace… estremecer? —sólo se oía su voz en la oscuridad—. Aquella colina parece un animal —como no la veía, tuve la sensación de que su voz pertenecía a una persona más joven: como la de una niñita que hubiese trasnochado y estuviese medio excitada y medio asustada—. Ya sabes, esa forma que adoptan los gatos cuando se disponen a cazar, cuando estira el cuerpo y están a punto de atacar.
La última palabra sonó como un emotivo y débil susurro. Recordé el gato del aparcamiento, que no había dado tiempo al aterrorizado ratón ni para parpadear porque lo capturó con la única intención de entretenerse. ¿Y si ahora yo fuese un ratón conduciendo entre las zarpas de un gato? Cruzábamos un valle. Los árboles que sobresalían de los cercados formaban un túnel y tapaban la luna. Repentinamente se dirigió a mí.
—No pienso regresar —dijo.
—¿Qué? ¿Adónde?
—A Borsley. No pienso volver.
Espera un momento; dijimos a tu madre…
—Olvida a mi madre.
—Eh, le prometimos…
Alia se echó a reír.
—¿Cómo te atreves a hacer una promesa? Podría ocurrir cualquier cosa.
Un chirrido. Fueron los frenos. Todo ocurrió a más velocidad de lo que fue capaz de asimilar, pero mi pie izquierdo supo lo que tenía que hacer. Pisó el freno. Un objeto negro apareció entre los árboles, cayó al suelo, se detuvo y se colgó del parabrisas con las alas completamente extendidas dejándonos sin visibilidad. Tenía los ojos amarillos, tan grandes y dorados como un par de faros que me estuvieran enfocando.
Mira los faros de la noche…
La gente que ha sufrido un accidente de tráfico suele decir que, poco antes de que suceda, todo se mueve a cámara lenta y que se quedan muy tranquilos; no se puede hacer nada por evitarlo y son consciente de que es posible perder la vida, claro, ¿por qué no?
Posteriormente el búho batió las alas y se elevó por encima de nuestros faros. Pisé el freno. Flechas azules y blancas aparecieron por la cerrada curva y los frenos chirriaron, las ruedas restallaron sobre la grava y estuve a punto de perder el control: el coche dio un patinazo. Bultos, bolsas y cuerpos se agitaron en la parte posterior. Alguien juró en sueños.
—Puf —dije temblando—. Por qué poco…
Nos detuvimos a pocos centímetros de una verja oxidada. Los focos iluminaban las ramitas de las copas de los árboles que había al otro lado. Algo cayó bruscamente.
—No —dijo Alia en un tono de voz que podía proceder de muchos kilómetros de distancia del pasado. Estaba tan tranquila que daba pánico—. Sabía lo que hacía.
—¿Qué? ¡Ha podido matarnos!
Asintió.
—Pero no lo ha hecho. Nos ha dejado pasar.
—No me digas… —dije débilmente.
Sentí un extraño olor muy penetrante. Miré el salpicadero; los marcadores volvían a oscilar. Me dije, tratando de mantener una actitud práctica, que seguramente había habido un cortocircuito en alguna parte, y al mismo tiempo pensé en la noche del Salón Verde y en la que pasé en el tejado del barrio… plumas quemadas, plumas de búho… No. Es mejor no pensar en esas cosas.
Alia no respondió. Seguía sentada con una sonrisa apenas perceptible. Mecía una bolsa que tenía en los brazos, como haría un niño con una almohada, y supe qué era. El tambor de Hugo, el del ritual. Él confiaba plenamente en ella.
El tambor del búho. El búho del Ártico, el ave de la muerte que picotea los huesos del chamán hasta que quedan tan limpios que su alma puede volar libremente. Había un búho en el tambor.
—¿Tú…? —no podía hablar, pero tenía que decirlo—. ¿Hiciste eso?
—¿Qué? —dijo.
—Sabes a lo que me refiero. El búho. Yo sé que… puedes hacer que ocurran cosas. Te he estado observando. Lo he visto.
—Tú no has visto nada —dijo—. Aún no —me quedé mirando fijamente al otro lado de la verja que, con sus barrotes, parecía una jaula capaz de encerrar la oscuridad, o a nosotros. Sentía su mirada—. Lo entiendes, ¿verdad?, Emod.
—No me metas en esto. Yo soy…
—¿… el tipo de la furgoneta? Sí, claro.
Se produjo un prolongado silencio.
—Aquella vez, en el Salón Verde —dije—. Ve…, sí, vi algo. ¿Era uno de los trucos de Hugo?
—¡No! Lo hice yo sola. Había pasado mucho tiempo delante de los espejos. Supongo que sabes a lo que me refiere.
—No. Yo me dedicaba a romper los espejos de mi casa.
—Exactamente —dijo—. ¿Y si hubieses sido mujer? Piensa en lo que supone mirarse al espejo cada día y odiar lo que ves en él. ¡Odiarlo! —bajó la voz—. Los chicos revoloteando alrededor… de ya sabes quién, de las chicas guapas y delgadas, mientras tú eres la gorda y fea…
—¿Quién? ¿Tú?
—Calla. Te miras en el espejo y eso es lo que ves. Quieres matarlo, aplastarlo, borrar. Por fin, una noche, me di cuenta de que podía hacerlo… Podía hacer que desapareciera mi imagen —me tocó el brazo—. ¿Tú no lo habrías hecho si hubieras podido?
Puse el motor en marcha y nos alejamos de allí muy despacio, para evitar que los demás se despertasen.
—¿Qué opinas? —dijo poco después.
—Tengo que prestar atención a la carretera —murmuré.
Me cegó el destello en el retrovisor de una luz blanca que apareció en la curva por la que pasamos. Se situó junto al parachoques trasero, aceleró y luego aprovechó un difícil momento antes de llegar a la siguiente curva para inclinarse. La motocicleta nos adelantó, como si estuviera participando en una carrera. Un camión amenazador apareció en la curva, pisando la línea continua. Parpadeé y sentí el golpe de aire del camión al pasar a pocos centímetros de nosotros. Allí estaba el piloto de la motocicleta vestido de rojo, desapareciendo a lo lejos. Parecía imposible —no había espacio—, pero pasó. Se coló por un pequeño hueco…, el hueco entre la vida y la muerte. Esas palabras me llegaron al cerebro desde cualquiera sabe dónde.
—¡Vaya loco!
—Era Hugo —dijo Alia.
—Al menos llegará antes que nosotros —dije—, si no se parte el cuello.
—Oh, sí, le gusta tenerlo todo a punto —dijo, y había algo en la manera de decirlo que se refería a que no se dedicaría ni a hacer las camas y ni a medir el tiempo del aparcamiento.
La casa de Horan, había dicho que se llamaba el lugar concertado a través de un amigo. No me dijo el nombre de la localidad, ni me dio ninguna otra referencia. Se limitó a dibujarnos un croquis, de esos que sólo son útiles si no te saltas ninguna de las referencias, pero que si te pasas una, estás perdido. Contaba con el mapa, pero podíamos hallarnos en cualquier parte. Todo lo que sabía era que Hugo estaría esperando cuando llegásemos y que todo se encontraría bajo control. Esperaría junto a la puerta, con su enorme mano pegada al picaporte y la llave en el bolsillo, colorado e inexpresivo, como siempre, enmascarando lo que sabía y que nosotros desconocíamos, todos los planes que tenía en mente.