Nos quedaban unos cuantos escalones para bajar por una escalera de hierro hasta una plataforma de hormigón, una plataforma amplia, llana y cuadrada, con montículos piramidales, cúpulas resplandecientes y hondonadas geométricas por todas partes, como si se tratase de una estructura ciberespacial. Más allá del borde liso estaba el cielo, como si se tratara del fin del mundo. Era otro mundo…, pero era Borsley. Íbamos caminando por los tejados del centro comercial.
Hugo nos permitía que lo mirásemos todo. Se fijaba en nuestras reacciones, como si formase parte de un experimento.
—Espera un momento —dije—. ¿Qué hay de todo lo relacionado con el poder… aquellas promesas…? —ya no nos encontrábamos en la peligrosa cornisa y me hice el valiente—. ¿Quién está contigo en todo esto?
—No somos muchos —dijo—, pero cuando reconozco un alma gemela…
—Pertenecer al grupo… —Ben se unió a nosotros—. No nos has dicho lo que cuesta.
Hugo asintió muy lentamente con la cabeza.
No tiene nada que ver con el dinero, si es a eso a lo que te refieres.
—Entonces… ¿con qué? —dije
Abrió las dos manos, grandes manos de estrangulador, con las palmas hacia arriba.
—Podéis estar seguros —dijo— de que no corréis ningún riesgo. Solamente se trata de un negocio como cualquiera de los que… —señaló el centro comercial— se hacen ahí abajo.
Estábamos rodeados de conductos de ventilación, como si se tratase de una gigantesca colmena que emitiera un leve zumbido; había antenas tradicionales y parabólicas, y cables retorcidos como serpientes y gruesos como brazos. Me asomé al llegar al borde de una cúpula. Estaba recubierta de plexiglás y gotas de lluvia. De repente comprendí que estaba mirando por el tragaluz del vestíbulo central: allí estaban las escaleras mecánicas y los jardines colgantes y las débiles luces de ambiente que, por motivos de seguridad, permanecían encendidas durante la noche.
Seguridad… Unas pocas horas antes el centro comercial era un hormiguero, cientos de personas preocupadas por sus compras de última hora. ¿Cómo sería la gente, vista por un halcón, a través de los ojos de un depredador? Como ratones e insectos escurridizos, habitantes de un mundo diminuto, siempre absolutamente desprevenidos e indefensos… Mientras, los noctámbulos, Hugo y otros como él, podíamos dedicarnos a mirarles desde arriba.
Estaba junto a mi hombro y podía oler el crudo olor a cuero de su chaqueta.
—Piénsalo, son miles mirando las pantallas de los televisores, los videos y todas esas cosas que tanto anhelan, que la publicidad les mete por las narices y por las que nunca se han cuestionado nada. Si deseas intimidad, pon tu tienda en el mercado. Proverbio tibetano. Oh, sí, puedes depender de personas que no se den cuenta de que nunca comprenderán. Gente corriente y nada más.
Llegaba un olor amarga y profundo a incienso que procedía de algún lugar al que nos llevaba Hugo y en el que se guardaba la maquinaria. Servía de soporte a una chabola que había en un lateral, sin ventanas y con un trozo de tela alquitranada a modo de puerta. Era la tienda de un nómada sobre la plataforma de hormigón desde la que se contemplaba el cielo.
—¿Lo saben? —preguntó Ben—. Me refiero la seguridad, al portero…
—Yo soy el portero —dijo Hugo riéndose y apartando la pesada cortina impermeable.
Tuvo que agacharse para entrar y una oleada de incienso nos dio en la cara cuando le seguimos.
Al principio pude ver una vela encendida. La llama se agitó con la corriente de aire que produjimos, y las sombras se mecieron, pero las siluetas de los que estaban sentados con las piernas cruzadas permanecieron inmóviles, con las espaldas erguidas, derechos y completamente quietos. Mientras Hugo nos guiaba a nuestros sitios, la vela nos descubrió una por una todas las caras.
Allí estaba el tipo del café. Nos seguía a todas partes con sus ojos incoloros, pero no se movió ni articuló una sola palabra. A media luz, su barba rizada y su pelo parecían blancos, como si hubiera llegado a los cincuenta años desde la última vez que le habíamos visto. Creí reconocer a un hombrecillo con cara de rata que había a su lado. Sí, trabajaba en la biblioteca, aunque no tenía ningún cargo de responsabilidad y tampoco creo que le gustase mucho su trabajo. Una vez le hice una pregunta sobre acumuladores y me dijo que me marchase y que lo buscase en un libro.
Vi una mujer con la boca muy fina y los labios como dos líneas rectas. Parecía sufrir por la forzada postura que tenían que adoptar para sentarse. El esfuerzo la hacía temblar y daba la impresión de que en cualquier momento algo en su interior acabaría rompiéndose. Había un anciano con dos mechones de pelo blanco sobre las orejas y la miraba perdida como la de los curas estrafalarios de las películas antiguas. Y allí se encontraba Alia, de perfil, mirando la llama, con las mejillas muy pálidas brillándole ligeramente como si sudara. Cualquiera habría asegurado que era una efigie de cera, afirmado que no se movía en absoluto, pues ni siquiera parpadeaba y en sus pupilas centelleaba el reflejo de la luz de la vela. No nos saludó, pero sabía quiénes éramos.
La luz de las velas produce extraños efectos visuales. Una vez vi un programa en el que hablaban de cómo iluminar salones con velas y del efecto romántico que producían. La pupila se dilata de tal manera que parece que uno mira como si estuviera enamorado. Así de sencillo. Había algo extraño en los ojos de Alia, o por lo menos en el espacio profundo en el que debían alojarse, pues realmente tenían un aspecto violento, frío y ardiente que brillaba en su interior. Teníamos que hablar con ella. Nos fulminaría si lo hacíamos fuera de lugar.
Sin pronunciar una sola palabra. Hugo pulsó el interruptor de una radiocasete. A pesar de todo, la tienda del nómada tenía bastantes comodidades
Empezamos a oír un ritmo de tambor, suave y débil, en el punto mínimo de la percepción auditiva, pero que me golpeaba los tímpanos como si se tratase de una polilla, del gigantesco fantasma de una polilla surgiendo de la oscuridad, chocando y arañando el cristal de la ventana para conseguir entrar. El ritmo no cesaba, y poco a poco empezó a sonar más alto, hasta que en un momento concreto desafinó y me recordó al terrier que estaba atado en el patio de al lado y que caminaba dando vueltas y tirando de la cadena. Entonces la voz entró. Y digo que entró, porque pareció llegar del exterior de la chabola, desde otro mundo. Al principio ni se me ocurrió pensar que pudiera ser una voz humana.
Procedía del estómago, como si ahí dentro hubiera otro animal que se hubieran tragado vivo y que siguiese gruñendo. También producía otros sonidos como un gemido agudo desde la cabeza y algo parecido al taladro de un dentista o un mosquito metálico. Tenía varias voces, como si hubiésemos abierto la puerta de una habitación oculta en la que se encontrara un feroz anciano refunfuñando que quizá estuviera insultando a alguien, un bebé llorando de miedo, o el sonido gutural del que intenta recuperar el aliento. Si hubiera habido palabras, no habrían pertenecido a ningún idioma conocido.
Bruscamente, Hugo desconectó el casete.
—Extraña grabación —dijo—. Un cantante de la tribu de los kekyut, al oeste de Siberia.
El bibliotecario le miró.
—Canta —dijo— como los monjes…
—Todos conocemos las técnicas —le interrumpió Hugo y el hombre no volvió a hablar—. Y para ser más precisos —añadió Hugo—, entre los kekyuts se prohíbe a los no iniciados escuchar el canto del trance del chamán. De hecho, son castigados con la pena de muerte. Un hombre muy valiente tuvo que hacer esta grabación —guardó silencio—. Al año siguiente otra expedición encontró la cinta en su tienda. Dijeron que los lobos dieron cuenta de todo, excepto de los huesos. Pero antes de continuar… —se dio la vuelta y, sonriendo, nos miró a Ben y a mí—, demos la bienvenida a las nuevas almas. Ben y…
—Emod —dije.
—Sí, Emod, naturalmente.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, me di cuenta de lo apretados que estábamos. Las paredes estaban cubiertas de pesados adornos, unos, de origen indio, se parecían a los Kundalini del café, otros tenían motivos abstractos en los que se podían intuir figuras de bestias o aves volando. La chabola parecía muy pequeña desde el exterior, pero una vez dentro lo era aún más; no tenía ventanas ni puerta y le sobraba el incienso, que se pegaba fuertemente a la garganta. En ese momento imaginé que la vela se tragaba la última brizna de aire y que no podíamos respirar.
—El canto del chamán —dijo _Hugo— es el alma del lenguaje, del idioma que escucha cuando entra en el alma del mundo. El ritual transcurre según sus reglas. Después de pasar varios días en ayunas y cantando, el chamán cae en trance y contempla su propia muerte —nos miró a Ben y a mí—. Es la muerte del cuerpo. Ve cómo se lo comen los zorros y cómo los cuervos le arrancan los ojos. Finalmente se aproxima el búho blanco, el búho del Ártico, el búho de la muerte que dispersa los huesos.
Se inclinó hacia delante y tocó la llama con algo gris. La llama crepitó y una intensa bocanada de humo me inundó las fosas nasales. Creí que el suelo se hundía bajo mis pies, estaba en el Salón Verde, con aquel olor y la pluma. La pluma de Alia. El búho gris de la muerte. Parpadeé —concéntrate, Emod— y luego volví a la chabola de Hugo y escuché su voz.
—Cuando los huesos están limpios y secos, y solo entonces, el espíritu del chamán despliega sus alas y vuela. Entra en el mundo de todas las almas de la humanidad. O se transforma: camina como un perro o repta como una serpiente. Tiene poder.
La mujer de los labios finos le miró muy seria.
—Ese poder… —dijo—. ¿Lo utilizaría el chamán si…, por ejemplo, alguien os molestara? ¿Si alguien te hiciera daño de verdad, lo utilizarías?
—El auténtico poder —dijo Hugo tranquilamente— no tiene nada que ver con el bien y el mal. Si lo tuvieras, lo sabrías.
Miré a Alia. No se había movido. Llevaba el pelo recogido en la nuca, había echado la cara hacia delante y estaba muy pálida, como quien lucha por abrirse paso ante un fuerte viento helado. ¿Quién era esa muchacha? Seis meses antes parecía una chica tímida de sonrisa nerviosa y rechoncha como un cachorro. En cierto modo, la habían despojado de esas dos cosas, aunque le habían dejado lo esencial. Sí, la habían transformado. Llegué a pensar, a la luz de la vela, que su rostro parecía el de una persona de cien años.
Brrrmmm… Hugo arrancó algo de la pared, algo grande, redondo, casi plano, como una tensa piel apergaminada. Me miró.
—No es kekyut —dijo—. Perteneció a otra tribu, que probablemente habrá desaparecido. Es una reliquia sagrada. El auténtico tambor del chamán.
Lo golpeó con suavidad con la yema de los dedos y el suave rumor —brrrmmm— como el de la cinta, llenó la estancia. Al principio era un ritmo muy lento, nada fuerte, pero me llegaba hasta los huesos.
—Cantemos.
—No sé cantar —dije.
—Olvídalo —dijo Hugo—. Escucha —y suspiró produciendo un silbido, y luego el siguiente sonó como un débil aaaah, y posteriormente un quejido como un ronroneo. En el estrecho lugar, retumbaba la voz del gran hombre—. La voz sabe qué hacer —dijo, mientras sonaba el brrrmmm del tambor. Era como un latido—. Suéltalo.
Hugo cerró los ojos, despegó los labios y una voz saltó de su cuerpo, una voz que no era la suya, una voz desgarrada, profunda y sofocada, que resonaba en la cavidad de su torso. Se parecía al jadeo de un animal cuando caza o es cazado. Arrinconado, sufriendo, herido, roto, sangrando, sin escapatoria, sin poder morir… Y no cesaba.
Hugo cerró los ojos y su rostro era como una escultura. Miré a Ben, pero me había olvidado. Estaba observando cómo Alia seguía el ritmo de la respiración, inclinando la cabeza hacia atrás y dejando que le llegasen los primeros sonidos. Poco después todos hacían lo mismo. Era como un complicado mecanismo, formado por diferentes ruedas dentadas moviéndose, de una en una, al ritmo que marcara un motor. En cierto modo, también se había apoderado de mí: sentía todas las respiraciones, el aire entrando y saliendo, su movimiento que me elevaba y me transportaba. «No me voy a unir a su juego. Tengo que pensar. Ben podía convertirse en un idiota si lo deseaba», pensé, «pero yo…».
No podría decir cuándo dejé de pensar. Es como intentar recordar el momento exacto en que uno se duerme. Me aburrí durante algún tiempo, mucho tiempo, después no. Todo lo que sé es que las voces seguían una y otra vez subiendo y bajando, y llegué a preguntarme si aquella gente se detenía para respirar. Yo continuaba respirando con dificultad para mantener el ritmo, y de repente vi unos chispazos de luz en las sombras que al principio pensé que procedían del exterior, pero que en seguida me di cuenta de que era yo. Aquellos cuerpos estaban tan juntos… Tenía calor, pero no me resultaba desagradable porque flotaba sobre aquellas voces. Estaban alrededor y dentro de mí, como si corrieran por mis huesos.
Recuerdo que miré el tambor y vi sus dibujos con mucha claridad, con más claridad de la que suelo ver otras cosas. Eran figuras alargadas, totalmente infantiles. «Yo dibujo mucho mejor», pensé, «aunque no sepa dibujar». Eran caricaturas sin ninguna relación. Vi un ciervo con una cornamenta mucho más grande de lo que es en realidad y una cosa con colmillos que podía ser una mona, y gente alargada que caminaba, cazaba, luchaba en círculos. Uno, aparte, estaba echado y algo casi humano, con alas, se cernía sobre sus huesos.
El diagrama de un circuito eléctrico me llegó como una imagen súbita. Se parece a eso. Pequeños símbolos que representan transistores, condensadores y todas esas cosas. Casi nadie sabe interpretados, pero yo sí. Me pregunté si Hugo sabía leer aquellos signos del chamán, que parecían un mapa. Pensé levantarme, lo intenté, pero no podía mover los brazos ni las piernas.
Sentí una sacudida. No fue una caída, estaba en las alturas, mirando hacia abajo, meciéndome con vértigo como cuando estaba sentado junto a Hugo, en la cortina que él llamaba su nido, pero me encontraba mucho más arriba, a mayor altura. Busqué un asidero y me quedé colgado viendo cómo Borsley se extendía a mis pies, brillando en la oscuridad. No era luz. Había filamentos similares a los de la tela de una araña que unían una casa con la siguiente y en ocasiones se tranzaban formando gruesos cables como canales por las calles. Era energía, no exactamente eléctrica, pero de cualquier otro tipo, formando un inmenso circuito con todas sus conexiones marcadas. Era poder.
Pero la red estaba viva. Cuando se me regularizó la respiración y estuve al borde de dejarme llevar por el pánico, vi pequeñas manchas corriendo allí abajo, destellos rojos provocados, por un posible recalentamiento, incluso me llegó un olor a quemado. Alguien debería avisarles, pensé, antes de que se sobrecargue el circuito… había siluetas a mi lado sobre la cornisa. Vi cómo una rata pardusca se sentaba sobre la cola y se tocaba nerviosamente los bigotes. Una paloma gris se puso a picotear, a intentar coger una diminuta semilla. Un gato raquítico se agazapó y bajó la cola. Me eché a temblar. ¿Me estaba mirando? ¿Qué era yo? Me di la vuelta y vi al gran pájaro gris blanquecino, medio halcón, medio búho, mirándome con sus enormes ojos.
Se produjo un chisporroteo: el circuito estaba ardiendo. Una manzana se volvió negra y estalló en una nube de humo rojo, en el centro del mapa. Se oyó una suave mezcla de silbidos, demasiado aguda para ser percibida por el oído, que empezó como el de los estorninos, pero que se convirtió en voces humanas que gemían desde abajo. Después se oyó el murmullo de la crispación y los lamentos: coches de bomberos y ambulancias, luces rojas y azules resplandeciendo mientras el barrio ardía. Los gritos que llegaban de todas partes ya no eran humanos. El pájaro gris abrió su pico ganchudo al sentir el olor de la carne quemada, se puso a chillar como sus víctimas y cuando se dirigió hacia mí perdí el equilibrio, pues una de sus alas me rozó la cara y continuó dando vueltas alrededor de la columna de humo que nos rodeaba. Yo traté de sostenerme, perdido, y el chillido de los pájaros se convirtió en mi propio grito cuando intenté mantener el equilibrio en la cornisa y me caí.
Estaba sobre el hormigón. Ben me estaba sacando de la chabola y alguien se quejaba; creo que era yo.
—Fuego… —intenté avisarles.
Ben sacudió la cabeza. Lo cierto era que no había humo ni sirenas. La gente del grupo estaba a mi alrededor mirándome.
—No os preocupéis, se ha mareado, eso es todo —dijo Ben, pero me di cuenta de que en sus ojos había algo más.
Hugo era el único que parecía completamente tranquilo. Me miraba con fijeza, desde lejos, haciendo un leve gesto de afirmación con la cabeza. Incluso pude distinguir un matiz de sonrisa en su rostro.
—¿Estás bien? —dijo Ben—. ¡No hagas eso!
—¿Qué no haga qué?
Alia se acercó a mí.
—Emod —me susurró—, ¿qué ha pasado? Dímelo.
—Nada —dije.
Los gritos sonaban en mi cerebro, olía a quemado. No, no piensas… Respiré profundamente.
—No ha pasado nada —afirmé.
—No es cierto —dijo ella—. ¿Qué has visto?
Hice un gesto negativo con la cabeza. Me puse de pie, pero no conseguí mantenerme en suelo firme. Me ayudaron a llegar al ascensor y Ben entró detrás de mí.
—Eh, Alia —dijo cuando Hugo se disponía a pulsar el botón—. Hablaremos mañana. La actuación… ¿Irás?
Alia le dijo que no.
—Pero… —dijo Ben.
Clanc: el cable empezó a dar vueltas.
—Te dije que me creyeras —dijo ella mientras nos perdíamos de vista—. Será maravilloso, ya lo verás.