Capítulo 6

—¡Me lo prometiste! —dijo Dee en un susurro.

—Lo sé, lo sé… —dijo Ben—. Lo siento. La película estará en cartel toda la semana. Iremos el viernes.

—¿Por qué no puede ser esta noche?

Doblé la esquina de Rat Run en dirección a la casa de Ben y antes de que pudiera ocultarme o decir «hola», les encontré enzarzados en una discusión. No notaron mi presencia.

—Yo… creo que no es el momento adecuado —dijo Ben, crispado—. Mañana tenemos función. Nos divertiremos más el viernes.

—De acuerdo —dijo Dee—. De todas formas pasaré por tu casa.

—No… —dijo Ben—. Bueno, la cuestión es…

De ese puso muy tensa.

—Ben Davies eres absolutamente patético y además mentiroso. Vas a salir, ¿verdad? ¿Adónde? ¿Con quién?

—¡Emod! —dijo Ben. Al fin me había visto, justo en el momento adecuado—. Con este colega. Saldré con Emod. Tenemos que solucionar un problema con un amplificador —y añadió a gritos— ¿verdad, Emod?

De ese tomó su tiempo para observarnos, primero a Ben y luego a mí, después de nuevo a Ben y finalmente a mi otra vez.

—Oh… sí, claro —dijo débilmente.

Vi los ojos de Dee más grandes que nunca. Estaba dolida y se sentía traicionada. Se volvió y se marchó deprisa, sin correr. El ruido de sus pisadas se ahogó en la calle.

No se podía decir que Albion Yard fuese exactamente una calle. Estaba escondida en la parte posterior del barrio y era una zona de tránsito de camiones que iban allí todos los días a dejar o recoger su carga en numerosos almacenes, y siempre encendían las luces de precaución para avisar de su presencia. En ese momento no había nadie, excepto una pequeña hormigonera. PROHIBIDO PASAR POR AQUÍ. Algo estaba absolutamente claro: era imposible vivir allí.

Ben guiñó los ojos para poder ver a través de la llovizna de la noche.

—¿Estás seguro de que este es el lugar?

Le respondió afirmativamente moviendo la cabeza y él se enfadó.

—Puede que nos haya tomado el pelo. Quizá no dijimos lo que esperaba…

—Se hubiera limitado a colgar el teléfono. ¿Por qué molestarse en hacernos venir aquí?

—Eh, ¿no pensarás que lo sabe, verdad? ¿Lo de Alia y nosotros? ¿Cómo se enteró de todo lo que nos dijo?

Hubo una pelea en la esquina y un montón de cajas vacías de cartón para contener pizzas se tambalearon y cayeron. Una silueta alargada se movió con impaciencia, se detuvo bruscamente y se levantó, manteniendo el equilibrio sobre las patas traseras para olisquear. Era una rata. Se marchó después de observarnos.

—Mira —dijo—. Esto es absurdo. No está aquí, larguémonos.

—Antes me gustaría echar un vistazo —dijo Ben.

Albion Yard era un callejón sin salida: muros de hormigón, en su mayoría sin ventanas y todos de tres o cuatro plantas de altura. Miré una farola que proyectaba una luz anaranjada, pero lo único que conseguí fue que las sombras me pareciesen más oscuras. Las paredes hacían que nuestros pasos sonaran como un eco metálico. En las persianas de los comercios cerradas con candados se podían leer cosas como EL MUNDO DE LOS JUGUETES o LA PIZZA DEL TÍO LUIGI.

Se oyó un leve murmullo. Sobre nosotros había una zigzagueante escalera de incendios. La tapa de un conducto de escape de gases se inclinaba hacia nosotros soltando un rancio olor a comida.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ben—. Vámonos de aquí.

Entonces la vi, de un color negro mate, a rayas y muy pesada: la motocicleta.

—Alto… —dijo, y oímos la voz de Hugo.

No conseguimos saber de dónde procedía, pues retumbaba entre las paredes lisas, como si colgara en el aire.

—Venid —dijo, y no pude identificar el origen de aquel timbre metálico—. ¿Vuestros padres nunca os han dicho que es peligroso salir de noche?

Rio silenciosamente y se escuchó el aleteo de una pequeña bandada de estorninos, que se lanzaron desde las cornisa donde solían pasar la noche para revolotear sobre nosotros y volver a posarse poco después.

—¿Dónde estás? —dijo Ben sin dirigirse a ningún lugar concreto—. ¿Qué es todo esto?

—Necesitaba saber si os lo tomabais en serio o simplemente estabais bromeando. ¿Os habéis asustado?

No nos gusta que nos tomen el pelo —dijo Ben.

—Bueno, bueno —dijo riendo entre dientes con voz hueca—. Me gusta que seáis valientes…

—¡Allí! —susurré—. Mira.

La voz procedía de la chimenea de ventilación, aunque, ¿quién podía saber con exactitud dónde se encontraba aquel hombre?

—Se acabó el juego —dijo la voz—. Ha llegado el momento de conocernos… en carne y hueso.

Oímos chocar unos objetos metálicos por encima de nosotros y una nube de estorninos se esparció por el cielo, batiendo las alas sin cesar y produciendo un silbido estridente. Cuando comenzaron a posarse pude oír el zumbido mecánico y señalé la línea imaginaria del movimiento. Por el hueco de la escalera de incendios descendía lentamente, como si llevara una pesada carga, una jaula—ascensor, y nosotros esperábamos abajo mirándola y aguantando una llovizna que nos había mojado la espalda y el pelo.

Clanc. La jaula—ascensor dio una sacudida al posarse en el suelo. Los rombos de la puerta de fuelle no se movieron. Con una simple mirada descubrimos que estaba vacía. Se suponía que nosotros debíamos meternos en ella.

—Espera —dije—. Esto no es para pasajeros, es un montacargas…

—¿Quieres ver a este tipo o no? —me susurró Ben—. Quédate si quieres —y abrió la puerta.

—De acuerdo —dijo—, cuenta conmigo.

No era lo bastante grande como para estar de pie, y aunque el suelo era una plancha estropeada de hierro, las paredes estaban hechas de barrotes. Cuando Ben cerró la puerta, escuchamos un potente clanc y aquello se estremeció. Emitió un quejido, se balanceó y subió. El carrete de cable grasiento empezó a girar y las vigas zigzagueantes de la escalera de incendios empezaron a pasar lentamente hacia abajo, primero un tramo y luego el siguiente. Retrocedí hacia el centro de la plataforma. Vi claramente en mi mente lo que podía sucedernos como si hubiera hecho un agujero en los barrotes con uno de mis dedos para mirar a través de él.

El desfiladero de Albion Yard se desvanecía en la oscuridad. Veíamos sobre los tejados del barrio el tenue resplandor del cielo nocturno de la ciudad. Habíamos llegado hasta la segunda planta, la tercera… Llegaríamos hasta la última. Allí, de nuevo el sonido metálico, clanc, y la bobina dejó de girar.

No nos detuvimos en un rellano. Llegamos a un amplio espacio con una gran pendiente que bajaba hasta Albion Yard.

—¡Eh! —gritó Ben, y el montacargas se tambaleó.

A nuestro alrededor los estorninos comenzaron a agitarse en las repisas, desplegaron las alas y abrieron sus afilados picos emitiendo un silbido parecido el de las serpientes.

Entonces apareció Hugo. Al otro lado de la puerta no había nada, y él, en actitud amenazante, miró el interior. Miró sin más. Yo esperaba que aquel rostro glacial nos intimidara con sus risas, o se enfada o algo… Pero no sucedió nada de eso.

—Bueno… —dijo en tono normal—. Dos pájaros en una jaula…

—Muy gracioso —dijo Ben apretando los dientes—, pero déjenos salir.

—No os obligo a quedaros dentro —dijo Hugo—. Abrid la puerta y seréis libres.

Agarré la manecilla y se abrió fácilmente. No la habían cerrad con llave y la abrí lo justo para poder ver. Hugo estaba de pie sobre un estrecho saliente y no le resulta difícil mantener el equilibre porque era tan ancho como una viga y entre él y la puerta del ascensor estaba el vacío.

—Un salto —dijo—. En el suelo no lo pensaríais dos veces, ¿a que no? El miedo os obliga a permanecer en la jaula.

—¿Por qué? —dijo Ben.

—No tenéis ningún motivo, excepto que quizá yo os pueda enseñar algo… , y no sabéis qué puede ser. Si no queréis seguir adelante, solo tenéis que decir una palabra.

Ben refunfuñó en voz baja, pero avanzó hacia la puerta del montacargas.

—No —dijo, pero era demasiado tarde.

Se preparó y saltó. Al tomar el impulso la jaula dio una sacudida, chocó contra las vigas de atrás y perdió el equilibrio, los estorninos se asustaron y abandonaron los lugares donde estaban posados para subir dando vueltas hacia el resplandor del crepúsculo produciendo golpes sordos con el batir de las alas y silbidos de olla a presión. Cuando pude levantas la vista, Ben estaba en el saliente, sujetándose a un barrote.

—Estoy bien —dijo tendiéndome la mano.

Cuando me sujeté a ella, noté que estaba sudorosa y fría, pero que ya no podíamos retroceder.

—Vamos —me susurró—. ¡Demuéstrale que puedes!

Entonces salté.

Por un instante creí que la caja del montacargas permanecía quieta y que lo que se balanceaba era la escalera de incendios. La nube de estorninos regresó y se posó más abajo.

—Bueno —dijo Hugo aproximadamente a un metro de nosotros—. Ahora no dejéis de mirarme. Venid a reunieron conmigo en mi nido.

Nos sentamos a su lado en un saliente más amplio y un poco más bajo que los tejados del barrio, desde donde se veía Borsley a nuestros pies: el aparcamiento vacío, los tejados del café Arcana, sus monótonas calles y otras calles más lejanas. Aunque desde allí todo era distinto. Oí un zumbido en el aire y una especie de vibración. Inmediatamente me di cuenta de que eran los latidos de mi corazón y la sangre que corría por mis venas. No tenía sentido, pero no pude evitar sonreír.

—Guau —dijo—. ¿Esto es volar para ti? —y me mordí la lengua.

Ben estaba mirándome, Hugo también.

—No me refería… —di un traspiés—. No me refería a ti, quiero decir que eso es lo que cree la gente, ¿verdad?

Hugo soltó una carcajada, pero no como se suele hacer cuando se gastan bromas. Tenía los dientes, los vi, largos, desiguales y manchados de gris.

—No malgastes tu tiempo fingiendo —dijo—. Te conozco. Alia sabía que acabarías viniendo.

—Entonces, ¿por qué no nos comentó nada? —preguntó Ben—. Ella dijo que…

—En una tribu primitiva… No, no es correcto llamarla primitiva. En cualquiera de las antiguas culturas que has superado la prueba del tiempo, reconocen que la sabiduría, incluso la madurez, no ocurre sin más. Hay que conquistarlas. Siempre hay que superar pruebas. Experiencias horrorosas, ritos de iniciación. Y para los que lleguen a convertirse en chamanes…

—¿Chamanes? —Dijo Ben—. Alia suele hablar de esas cosas.

—¿Te lo ha contado Alia? —preguntó Hugo bruscamente.

—No, no. Ella habla de muchas cosas. Lo lee en los libros.

Ben tenía razón. Alia había dejado de aturdirnos con sus locas ideas. Como ocurría con tras muchas cosas que le sucedían, se las callaba.

—Bueno —dijo Hugo más tranquilo—. Y aunque os lo hubiera contado antes de anoche, ¿lo habríais entendido? —esperaba que no respondiésemos—. Esto —añadió— solo es el comienzo. Únicamente un juego. Venid conmigo.

Tenía los ojos muy hundidos, ocultos bajo las sombras. Entonces me miró fijamente y no pude apartar la vista.

—¿Adónde? —dijo Ben.

—El grupo —dijo Hugo— se reúne no muy lejos de aquí. Tenemos miembros en distintas etapas de…, digamos, desarrollo. Vuestra amiga Alia es una mis seguidoras mejor dotadas.

—¿Y… si no vamos? —dije débilmente.

No sé por qué de repente me acordé de la rata que se dedicaba a sus repugnantes actividades tres pisos más abajo. Si resbalábamos, quiero decir Ben y yo, pasarían varias horas hasta que los primeros camiones entrasen en la calle y nos encontraran. Por supuesto que no habíamos contados a nadie que íbamos allí. Hugo y la rata serían los únicos que lo sabrían.

Sonrió mostrando los dientes, como si me huera leído el pensamiento.

—¿Si no vienes? —dijo a Ben—. Entonces serás un joven vulgar y corriente, que forma parte de una banda de rock vulgar y corriente. Entonces, como ocurre con la mayoría de ellos, conocerás hasta el final de tus días lo tristemente corriente que eres. Y sabrás que desaprovechaste la ocasión de… volar. ¿Y tú? —se dirigió a mi—. Seguirás jugando con tus cables hasta el día que te mueras. Un bicho raro. Aquellos viejos y tristes padres decían a sus hijos que no hablasen. Un destino mucho peor que la muerte, ¿no? —miró por encima del borde, hacia donde estaba la rata—. Y nunca sabréis… —se sacudió las manos sobre Borsley—. Y nunca sabréis nada de lo que esto significa.