Capítulo 5

¿A qué te referías cuando dijiste «hablar de lo de anoche»? —preguntó Ben de repente.

—Todo lo que pude decir fue que quizá deberíamos hablar… de lo que había ocurrido.

—No pasó nada —dijo—. Nos cargamos un fusible, eso fue todo. Mi padre dice que necesitas ir al psiquiatra. ¿A quién se le ocurre meter tantas conexiones en un solo enchufe?

Daba unas zancadas tan largas que para ir a su lado tenía que correr de vez en cuando.

—De todos modos, no se estropeó el equipo —dije—. ¿Geek está de acuerdo con lo de la batería?

—No del todo —dijo Ben—. Creo que abandona.

—¿Por qué? El grupo empieza a funcionar —Ben no contestó—. Oh —añadí—. Es por Alia, ¿verdad?

Se detuvo muy pálido y, en vez de mirarme, cogió una piedra y la tiró con todas sus fuerzas a las gaviotas posadas en el charco fangoso del campo de fútbol. Las aves se esfumaron como el humo de una pequeña explosión, para regresar después planeando hasta un solar lleno de desechos de materiales de construcción. Pequeños camiones iban y venían durante todo el día para dejar su carga, la basura de Borsley, y el traqueteo de la descarga nos llegaba con un segundo de retraso, como si hubiera un desfase entre sonido y tiempo. Ben miró al cielo.

—Escucha —dijo.

Un zumbido nos envolvió; estábamos debajo de una línea de alta tensión. Formaba parte del paisaje de Borsley y desaparecía a lo lejos. Las torres de conducción tenían un aspecto elegante, como de niñas antiguas que se inclinaran haciendo una reverencia con sus lazos de cable de acero. Formaban una línea recta que cruzaba el horizonte, pasaban por Borsley camino de Londres y llegaban hasta el reactor nuclear de la costa.

—Tienen mucho poder —dijo Ben.

En cada poste había una hilera de aros de cerámica ocre… aislantes. El ruido, una especie de crujido y chapoteo al mismo tiempo, procedía del que teníamos arriba.

—Ben —dijo—, tenemos que hablar de Alia.

Se volvió bruscamente.

—Por favor, déjala en paz ¿de acuerdo? ¿Qué tenéis todos en su contra? Todo porque es la única persona en esta ciudad que piensa

Me mordí el labio.

—Dee no se siente muy a gusto —dije.

Ben apretó las mandíbulas.

—¿Qué le pasa a Dee? —dijo entre dientes.

—Después de todo, ella… es tu novia.

Ben contrajo los labios.

—¡Tú! —exclamó—. Eres tú el que viene a decirme cómo debo tratar a las mujeres. ¡Tú y tu enorme experiencia!

Eso me dolió, pero le dije.

—A veces Dee habla conmigo.

—¿Ah, sí? Porque eres digno de confianza —rio con desprecio—. ¿Sabes? Cree que eres homosexual.

Giró sobre sus talones y se alejó.

—¡Olvídate de Alia! —gritó mirándome por encima del hombro.

Me quedé contemplando el paisaje de Borsley. Un montón de piezas cúbicas en el que el bloque más grande era el del centro comercial. Parecía como si antaño un niño gigante hubiese enredado con su juego de construcción y más adelante hubiese vuelto para ordenarlo.

—Lo siento —dijo Ben—. No he querido decirte esas cosas —había venido a mi casa después de la cena—. Lo siento es que los demás también me han estado molestando y he pensado…, he pesado que quizá debería hablar con ella.

—¿Con Dee?

—No, estúpido, con Alia. Ahora voy a pasar por su casa.

—Espera un momento —dijo—. Te acompaño.

Volvió a tensar las mandíbulas, pero en seguida sonrió:

—Muy bien. Piensas que es una chica terrorífica ¿verdad? Que se dedica a engañar a los niños para matarles. Habrá que curarte lo que tienes contra ella. Ven y compruébalo.

Vivía en el barrio oeste de la ciudad, un lugar en el que a las casas les ponían nombres en vez de números, aunque me di cuenta rápidamente de que no se trataba en absoluto de un toque de elegancia. Había plantas con tal cantidad de maleza que parecía que alguien había intentado acabar con ella a machetazos, abandonando el esfuerzo sin poder concluir su propósito. Las cortinas no estaban echadas, pero no pude ver la habitación a causa de los montones de cajas abarrotadas de carpetas y papeles, los aludes de libros y un par de estanterías de partituras de música, que parecían aguijones de insectos gigantes, además de un estuche de violoncelo. Llamamos a la puerta.

—Disculpe —dijo Ben cuando se abrió la puerta haciendo alarde de exquisita educación—. Me llamo Ben y…

—¡Ben! —Exclamó la mujer dando palmas como una niñita en una fiesta—. He oído hablar tanteo de ti… —tenía el cabello rizado, como si se hubiera hecho la permanente hacía mucho tiempo, pues ahora los rizos parecían los muelles de un reloj roto—. Pasad y disculpa del desorden. Todo está un poco descuidado. A propósito, soy su madre.

—De la cocina llegaba un fuerte olor a frito.

—¿Hemos interrumpido su cena? —dijo Ben—. ¿Está Alia en casa?

—Oh… —reflexionó un momento—. Pensábamos que estaba contigo. Bueno, no importa. Ella nunca me dice a dónde va. ¡Jhon! —gritó en dirección a la cocina—, ¿sabes dónde está Natalia?

La puerta se abrió un poco, salió una nube de vapor, y apareció un hombre delgado de pelo gris alborotado y gafas de montura dorada.

—No, querida, creí que tú lo sabías. Debe de haber ido a la meditación.

—¿Meditación? —pregunté.

—Ya sabes —contestó la mujer—, con esa gente del café…

—El café… —dijo imaginando cuál era—. ¿En el Arcana?

—Exactamente —la madre de Alia se inclinó hacia nosotros y bajó la voz—. Yo creo que le sienta bien; la ayuda a relajarse. Trabaja mucho y a veces nos preocupa. Quiere ser la mejor en todo. Por eso me alegro de que forme parte de vuestro grupo de rock; así se divierte un poco. Seguro que le sienta bien ¿a que sí?

¿Pensé? No, intenté no hacerlo. Intenté no ver la gélida imagen de la primera actuación, la cara pálida de Alia bajo el foco de luz como una sacerdotisa dispuesta a realizar un sacrificio. Tampoco quise recordar el crepitar de los fusibles del garaje que había hecho que todo saltara por los aires. Me alegro de que forme parte de vuestro grupo de rock; así se divierte un poco… ¿Hablaban de Alia? Algo terrible sucedía con esa chica, algo que asustaba, algo absolutamente extraordinario. Lo más extraño era que nadie se daba cuenta de su poder, excepto yo.

Ben la interrumpió.

—Entonces ella está allí, en el café.

—Es lo más probable, aunque habitualmente la meditación la hace los jueves. Pero ella dicta sus propias leyes, esta Natalia…

Nos dirigimos hacia la salida.

—Encantada de conoceros —musitó la madre de Alia—, Be. Y…, perdona, no recuerdo tu nombre.

—Emod.

—Emod —dijo en voz baja—. Es un nombre muy bonito.

Salimos a la calle.

—Ya lo has visto —dijo Ben—. No hay nada terrorífico… Emod ¿en qué piensas?

Moví ala cabeza desconcertado. Pensé que ni su madre ni su padre la conocían mejor que nosotros. Nadie… (Me amenazaba el recuerdo del hombre del aparcamiento con aquella cara mutilada y lo ahuyenté de mi mente). No, absolutamente nadie conoce a esa chica.

—Hola —dijo el camarero—. ¿En qué puedo ayudar?

El tipo de iluminación hacía que el café pareciera más que nunca una explotación de champiñones. Se oía, de fondo, una música de gaita con austeros acentos que estremecía el ambiente. Había otros cuatro o cinco tipos charlando en las mesas, pero no vimos a Alia. A mí no me pareció que estuvieran haciendo meditación.

—Buscamos a una amiga —dijo Ben indagando con la vista entre las sombras.

—Muy bien —dijo el camarero con suavidad—, pero ¿cómo es?

Observé que Ben dudaba. Era una pregunta absolutamente directa, pero Alia era muy difícil de describir. ¿Qué Alia? ¿La colegiala que sale en pandilla? ¿O la más cara de mármol del escenario? O…

—Bueno —dijo Ben—. Digamos que es alta… y habla… —al decir eso Ben hizo un gesto con la mano derecho. La abrió y la cerró del mismo modo que Alia cuando había pronunciado la palabra «poder».

—Oh, buscas a Alia —dijo el camarero—. Lo siento, pero esta noche no la he visto.

Le miré a los ojos. ¿Percibí en ellos un brillo de preocupación?

—Nos dijo algo sobre una clase de meditación —dijo Ben—. Sí, seguro que al camarero algo le preocupaba porque se encogió de hombros.

—No sé. Las hay a docenas —dijo señalando el pequeño tablón de anuncios que había junto al mostrador.

En todos se podía leer algo sobre Meditación o La forma de lograr algo. Uno decía nada más y nada menos Cambia tu vida.

—¿Ha habido suerte? —dijo el camarero cuando volvió.

Acababa de servir una ración de pastel de zanahorias y daba la sensación de que el esfuerzo le había dejado exhausto. Pero yo estaba seguro de que nos vigilaba. Ben le dijo que no con un movimiento de la cabeza.

——Lo lamento —dijo el tipo—. Espero que la encontréis.

Luego, nos llevó hasta la puerta. Entonces se me encendió la bombilla.

—Está con… ya sabes, se tipo grande.

Con las dos manos me estiré el pelo hacia atrás par representar su forma de sujetarse el pelo con una cinta como los indios. Era el hombre vestido de cuero, el que estaba entre las sombras, en el salón aquella noche.

El camarero se quedó paralizado. Me observó con atención. Con mucha atención. Esperando. Como había empezado a hablar, tuve que continuar.

—Lo hice en voz baja.

—Está aprendiendo a volar.

—¿Conoces a… Hugo? —dijo el camarero bajando también la boz, como si el nombre fuese una pesada carga.

—Naturalmente —respondí rápidamente, antes de que Ben pudiera volver a decirle que no con la cabeza—. Nos lo presentaron.

El camarero miró a Ben.

—¿A él también?

Ben estaba desconcertado. Yo cargaba con la responsabilidad de la situación.

—Está muy interesado —dije.

El camarero frunció el ceño, no muy convencido.

—No sé —dijo—. Será mejor que lo comprobemos. Llámale. ¿Tienes su número de teléfono?

—Sí —mentí—, pero lo he perdido.

El camarero clavó sus pálidos ojos en mi, y después giró bruscamente la cabeza hacia el tablón de anuncios.

—Donde dice Cambia tu vida

—Tú estucha —dijo Ben—. Yo haré la llamada.

Me registró los bolsillos buscando monedas de diez peniques y consiguió una buena cantidad para mantener una larga conversación. O, quizá muy corta…

—No menciones a Alia —susurré.

No sabía por qué, pero seguramente habían compartido cierta complicidad Hugoy ella aquella noche entre las sombras. Algún acuerdo tácito. Y la forma en que nos había mirado el camarero… Supuse que, fuese quien fuese, si se daba cuenta de que estábamos entorpeciendo algo, colgaría el teléfono y le perderíamos. Y lo que era más importante, también nos quedaríamos sin conocer el secreto de Alia.

Ben marcó. Oí los tonos de la llamada a través del auricular. Miré en dirección al aparcamiento. Estaba oscuro, o al menos casi del todo: solo había un coche mugriento. Una o dos personas salieron del café Arcana dejando escapar una tenue luz por la puerta, pero las ventanas estaban selladas como durante la guerra. El centro de Borsley, cuatro horas antes, hervía con el movimiento de los compradores, los oficinistas, los niños saliendo de los colegios… Ahora era tierra de nadie. En los callejones se percibía el movimiento de seres removiendo la basura, pero que nunca se dejaban ver, y aquel coche había perdido los embellecedores y los limpiaparabrisas. En un par de días se quedaría sin neumáticos. Cuando los operarios del Ayuntamiento decidieran retirarlo sería solamente un chasis quemado. El teléfono sonó.

—No contestan —dijo Ben.

—Dale una oportunidad.

La verdad es que teníamos serios problemas. Si esta vez no respondía, deberíamos volver a llamar. Podía ser nuestra última oportunidad.

—¿Hola? —Dijo Ben—. ¿Hola? Llamo por el anuncio, el del café.

—Ah, sí…

Era él, no había duda. Tenía la cara destrozada, pero hablaba con lentitud y precisión. Lo hacía como los médicos cuando tienen que dar malas noticias a sus pacientes.

—¿Es… es algo así como clases? —preguntó Ben—. Es que me interesa… la meditación y esas cosas.

—Esas cosas… —dijo la vez lentamente—. Pero… ¿te interesan de verdad?

Ben tragó saliva.

—Sí —dijo.

—Esa es una respuesta fácil —dijo la voz y esperó.

Ben respiró hondo.

—Es Borsley —dijo apresuradamente—. Es un lugar tan solitario. Tiene que haber algo más en la vida.

Eso no lo había preparado, dijo lo que pensaba.

—Sí, claro… —quizá noté un pequeño atisbo de sonrisa en la voz. Lo habíamos conseguido—, pero debo advertirte que no admitimos aficionados. Lo único que espero de mis alumnos es que trabajen en serio, sean disciplinados y asuman ciertos riesgos —hablaba con una voz tan suave que tuve que acercarme más al auricular—. Siempre existe la posibilidad de correr algún riesgo —añadió en un susurró—, sobre todo cuando se manipula el poder.

Ben intentó aparentar serenidad.

—¿Poder? —dijo.

Escuchamos una risa casi imperceptible al otro lado.

—El poder, por ejemplo, de ver las cosas con claridad. Como yo veo a tu amigo que está contigo.

Me alejé de un salto y pequé la cabeza a una de las paredes de la cabina. ¡Puf! Ben me acercó el teléfono.—

—Quiere hablar contigo.

—Tendrás que hacer mejor las cosas —dijo la vez en tono sarcástico—. ¿Debo suponer que tu amigo habla en nombre de ambos?

—Sí.

—Ya veremos —dijo.

Bip… bip… bip… fue la último que se oyó por el teléfono. Ben y yo intentamos recoger las monedas de diez peniques, pero se nos cayeron al suelo.

—Mañana a las nueve de la noche en Albion Yard.

Ben cogió el teléfono.

—Espera. ¿Podría ser el viernes…?

Hugo interrumpió suavemente pero con decisión.

—Mañana. Si necesitáis estar allí, estaréis.

Se cortó la comunicación y nos quedamos en la cabina contemplando el aparcamiento. A un lado, las siluetas de las casas abandonadas se recortaban en la oscuridad. Al otro, la zona posterior del barrios aparecía diáfana como una fortificación, seguramente había ojos en todas las ventanas observándonos. Las sombras se deslizaban sobre el asfalto, y a mi se me ocurrió la loca idea de que si una de ellas nos tocaba, se agarraría a nosotros y jamás podríamos desprendernos de ella, seríamos como aves marinas, sumergidas en una marea de petróleo, haciendo grandes esfuerzos por mover las alas, sin aire y a ciegas.

Un gato salió como un proyectil de debajo del coche abandonado y vi cómo un ratón se paralizaba bajo sus garras. El gato levantó una pata y asestó un fuerte golpe a su presa, lo suficientemente violento como para mutilarla, aunque no para matarla. Estaba jugando. De repente levantó la cabeza hacia la cabina y alzó una garra. Tenía los negros ojos muy abiertos, preparados para cazar por la noche, y se nos quedó mirando fijamente, como si supiera algo.