Estaba golpeando los barrotes de la jaula. La luz de la única vela en el centro de la habitación no me permitía ver lo que había dentro; la jaula colgaba de un arco. ¿Qué clase de pájaro necesitaba una jaula como aquella? Tan grande como un armario, con barrotes tan gruesos como los de una verja, resultaba sobrecogedora, pero yo no quería dejarme asustar y la miré. Al acercarme a la jaula vi que mi sombra se me adelantaba, y la tocaba, y de repente algo se lanzó sin control contra los barrotes produciendo un gran estruendo. ¡No! Grité mientras una garra curvada me arrancaba la sombra y la destrozaba para quedarse con los pedazos. Una pluma gris pasó volando sobre mí y me quedé mirando en la oscuridad, donde seguía sin ver nada.
Tuve otros sueños como aquel. Algunas noches, para que no se repitieran, me hubiera gustado permanecer despierto con la luz encendida y conectado a mi equipo de radioaficionado, pero cuando cerraba los ojos me encontraba ante aquel rostro que parecía una calavera viva. Viva y sonriente. Hubiera hecho cualquier cosa por ahuyentar aquellos pensamientos.
No podía contárselo a Ben. Me hubiera tomado por loco. De todas formas se ponía a la defensiva cada vez que mencionaba a Alia…, o al menos tan nervioso como de costumbre. A veces parecía distraído, pero de pronto…
—Te imaginas —decía—, si yo tocara la guitarra del mismo modo que ella canta…
No había nada que hacer, volvía a mi sitio y me quedaba quieto, mirando.
Abrí la puerta del Salón Verde sin que nadie me oyera. ¿Habría encontrado el conserje el espejo roto? Quizá si me descubriera allí, diría: «¡Así que fuiste tú!». Me deslicé por el vestíbulo entre bastidores, aprovechando que todo el mundo estaba distraído viendo cómo el equipo de bádminton colocaba las redes. Me agarré al frío pasamanos metálico para bajar. Respiré profundamente, estiré el brazo y abrí la puerta.
Tenía que haber una explicación lógica. Seguramente, las vibraciones que producían los megavatios de Clive en el escenario habían desprendido el espejo de la pared. Y la cara…. ¿No pudo ser una especie de alucinación? O ser, uno ve algo que cree haber visto antes, pero que nunca ha visto. Aquella noche había creído ver algo por primera vez, pero no había sido así…, hasta que vi su cara en el escenario. Es imposible. Olvídalo, Emod. Abre la puerta.
No chirrió. Se abrió y apareció aquel desorden que ahora me resultaba familiar: viejos objetos amontonados. Ni siquiera estaba oscuro. A través de las grietas de la pared y el escenario pasaban los rayos de luz del sol. Ya no tenía la sensación de estar en un santuario. Fuese lo que fuese, estaba relacionado con Alia y no con el lugar.
El espejo seguía en la pared.
«Oh, Dios», pensé, «soy yo, estoy loco o lo he soñado». Esta segunda vez todo fue mejor. No sucedió nada. Fue otro caso de no alucinación.
Me costó un gran esfuerzo, pero miré el espejo y allí estaba mi imagen, en la que no había nada extraño. Delante del espejo quedaban los restos de ceniza de una varilla de incienso, el recipiente metálico de una vela consumida y una pluma gris. Durante un momento se me cortó la respiración al notar aquel olor, igual al de mi sueño, flotando en el aire. La pluma. Y en un instante pasaron por mi cerebro un montón de imágenes, entre las que pude distinguir a Alia en el café, que con sus agarrotados y apretados dedos intentaba mostrarme algo. «Poder», decía. Entonces me di cuenta de lo huesudos que eran sus dedos. Era la garra de un pájaro, de un halcón, de un ave de presa.
Conseguí dominar la actividad de mi mente y no pensar más en ella. Dejé atrás los sueños y las imágenes extrañas. Intentar no pensar, así de sencillo.
Llegué tarde al garaje y sin aliento por tratar de evitar el retraso.
—Hola —dijo Ben—. ¿Estás entrenando?
No me di cuenta de lo nervioso que estaba. Aquella era la última vez que nos reuníamos antes de la actuación en el club. Aunque los nuevos temas me parecieron flojos e incompletos, todos estaban de acuerdo en que aquel ensayo era el definitivo. Y de algún modo así iba a ser.
Los padres de Ben vivían en Rat Run, una de esas urbanizaciones de pequeñas casas adosadas con paredes tan altas que impiden ver a nadie. Todas las calles parecían callejones y daba la sensación de que si en alguna ocasión alguien fuese agredido, nadie saldría en su ayuda. Después de todo, la gente como la familia de Ben había pagado una gran suma de dinero para obtener esa intimidad.
Lo mejor del lugar era que los garajes estaban separados de las viviendas, de manera que no se molestaba a los vecinos. Ben había hecho un trato con sus padres, si les limpiaba el coche los domingos por la mañana, podía usar el garaje el resto del día con su grupo.
Había un solo enchufe, pero llevé todos los adaptadores que pude y nos arreglábamos bien.
—¿Y cómo es el club? —pregunté.
—Nada especial —dijo Ben—. El típico sitio al que entran las chicas con carné falso. De todos modos, es un concierto.
Dee apareció con algo en la mano.
—Lo conseguiste —dijo.
Llevaba un ejemplar de la revista local y hablaban de nosotros en media página. Bueno, el noventa y cinco pero ciento estaba dedicado a Alia, pero aun así…
—No importa —dijo Clive—, con tal de que mencionen nuestra actuación. Además, nadie lee estas cosas.
Se colocó frente a su amplificador y atacó su bajo como si tuviese que mover una tonelada de ladrillos.
Teníamos que admitir que Alia era una trabajadora incansable. A veces ensayábamos una canción diez veces seguidas y al final quería volver a intentarlo una vez más.
—Oh, ya sabe —dijo Ben violentamente en una ocasión—; así está bien.
Alia se acercó a él.
—Bien no es suficiente para mí. No merece la pena hacerlo si no nos sale perfecto.
Había veces que se comportaba como la Alia que había conocido la primera noche: la tímida amiga de Dee. «No es precisamente guapa», nos había advertido Dee, «pero tiene cierto encanto».
Alia usaba ropa de segunda mano y comprada en las rebajas. En algunas ocasiones iba a la moda y en otras parecía una pordiosera.
Aunque aquel ensayo… Se lo tomaron muy en serio, y repitieron los temas durante horas. Era un día caluroso, tormentoso, daba la sensación de que la atmósfera estaba cargada de electricidad y todos sudábamos. El garaje se nos hizo más pequeño que nunca y no hacíamos más que tropiezan con los cables.
—¡Eh! —dijo Geek por vigésima vez—. No os echéis encima, ¿vale?
Cuando se dieron cuenta de lo cansados que estaban ya había oscurecido.
Quedaba ensayar una canción, la lenta, con la que noté que Alia realmente volaba aquella noche. Todo parecía ir bien, cuando de pronto se detuvo.
—Parad —dijo—. Ben, necesito hablar contigo.
Se fueron a un rincón, nos dieron la espalda y allí permanecieron durante cinco minutos o más. Geek acababa de abrir su última lata de cerveza y Clive les llamaba tocando la cuerda inferior. Me acerqué.
—Lo sé, lo sé… —decía Ben—, pero, de todos modos, nadie escucha las letras
Ben miró unos trozos de papel arrugado en los que Alia había escrito.
—¿Qué tenía de malo la versión anterior? —dijo.
Estoy tan enamorado, te amo tanto,
nunca te dejaré marchar…
—¿Te gusta ese fragmento? —dijo Alia avergonzándole.
—Bueno… —dijo Ben con dificultad—. Oh, vamos, se supone que es una canción de amor.
Ella hizo un gesto de negación.
—¡Otra bonita canción de amor! Como todas las demás. ¿De verdad no quieres ser diferente?
—Bueno, sí, pero… —se fijó en mí—. De acuerdo, lo haremos a tu manera. Para probar.
Alia dejó que se deslizaran lentamente los primeros compases del bajo y la batería y dio su primera nota, baja y suave como el ronroneo de un tigre enjaulado. Parecía una canción de amor. Siguieron los acordes de Ben, creo que estaba muy nervioso, hasta que Alia con la mano izquierda le indicó que tocara más dura, más fuerte. Levantó la cara, pero seguía teniendo los ojos cerrados. Su voz era fría como el hielo. Lo había notado en el primer concierto, el último verso. Aquel aire helado había estado allí desde el principio. Parecía una canción de amor…
Te amo y nunca sabrás…
Con una mano sujetaba el micrófono como si quisiera golpearlo, pero de pronto abrió la mano y se la llevó a la garganta. El hombre del fondo del salón, que aquella noche le había puerta la mano en el hombro…
Te cubriré como la nieve que cae…
Era suave, como una mezcla de sensualidad y de canción de cuna. Inclinó la cabeza un poco, como si le colgara, y cerró los ojos. Estiró los labios como para sonreír, pero el gesto le salió muy duro, demasiado rígido, y además se le veían demasiado los dientes.
Helaré tu corazón, nunca lo dejaré marchar
y dormiremos en el suelo esta noche
Dee avanzó con dificultad y me empujó.
—Necesito un poco de aire —dijo débilmente abriéndose paso hacia la pequeña puerta del fondo.
Tropezó con una estantería y algo cayó, pero el bajo y la batería seguían tocando para alcanzar el clímax. El olor a gasolina me avisó de que algo había pasado. Cuando acabaron el último verso salí tras ella.
—¿Algo va mal, Dee?
Noté el cambio de temperatura al salir del garaje; hacía frío y podía ver el vapor del aliento de Dee.
—Es espantoso, espantoso —dijo sin mirarme—. Es mi canción. Alia no tiene derecho…
En las películas hay escenas como esta. El chico dice la palabra adecuada o posa su mano en el hombro de ella o… Yo me quedé quieto.
—¡Y Ben! —Dijo—. No lo soporto. Ben…
—Dee —dijo—. No puedes…, no pienses que…
—¡Sigue, dilo!
—Tragué saliva.
—No debes pensar que a Ben…, quiero decir que a Ben le gusta.
—Lo que intentas decirme es que la quiere. ¡No, por supuesto que no! —dijo a gritos—. Si no fuera por mí, nadie querría a Alia… Claro que no la quiere. Es absurdo —hizo una pausa—. ¿A que es absurdo, Emod?
—No. Quiero decir, sí. Absurdo.
—Habla con él —dijo Dee—. Tú eres su amigo.
Me miraba fijamente con unos ojos tan enormes que hubieran sido capaces de tirar a cualquier chico de espalda.
—Lo intentaré —dijo—. Volvamos dentro.
Cuando entramos estaban repitiendo la canción, la última estrofa. Todos estaban agachados sobre sus instrumentos y Alia surgió entre ellos. Me recordó a la estatua de la Libertad, con cadenas moviéndose bajo sus pies y la cara como una máscara, también hueca, con personillas asomando por las ranuras de su corona.
¿Quién era Alia? ¿Qué nos estaba haciendo? ¿Y en qué se había convertido? No me refería a que mirase directamente a los ojos de la gente. Tampoco a que hubiese cambiado sus ropas baratas por otras más sobrias, de color negro y elegantes. Había cambiado. Su cara era más delgada, había perdido la redondez infantil de las mejillas y la palidez de su piel hacía que los ojos parecieran más oscuros, grandes y profundos, unos ojos que herían al que miraban. Grandiosa, pero…
Cada vez se parecía más al rostro del espejo.
—¿Qué haces? —de repente se oyó un grito y la música empezó a sonar entrecortada—. ¡Has tocado mi amplificador! —dijo Clive.
—Te avisé que cuando llegaras a esta parte, pararas —dijo Alia.
—¿De qué hablas? Es el momento culminante, algo extraordinariamente poderoso.
—¿Poderoso? ¿Llamas a eso poderoso? No es más que ruido. La gente tiene que oír mi voz.
—Sólo a ti, ¿verdad? Entonces Ben Geek y yo podemos marcharnos a casa.
Ella le miró con frialdad amenazadora. Clive puso el volumen al máximo. El aire retumbó y los altavoces vibraron hasta que casi produjeron el degradable sonido de los instrumentos al ser afinados.
—Vuelve al colegio, chaval. La gente quiere cosas nuevas.
Clive miró a Geek y se pusieron a tocar heavy. A partir de ese momento no se oyó nada, ni lo que Alia decía, ni los gritos de Ben, ni los gemidos de Dee, ni a mí cuando les dije:
—Eh, chicos, tranquilos.
Nuestras voces se apagaron con el estruendo. Alia arremetió contra el amplificador de Clive, pero él se interpuso en su camino. Creo que no tuvo intención de hacerle daño, pero se dio media vuelta, le golpeó con el bajo en la cara y le hizo perder el equilibrio. El micrófono cayó y produjo un ruido atronador. Alia se puso la mano en la cara. Sólo se había hecho un arañazo, pero sangraba.
En esta ocasión pasó por alto la actitud de Clive. Se puso de pie, muy erguida. Levantó el brazo, como si fuera a señalar algo, pero no con el dedo, sino con el puño, o más exactamente, con aquel gesto que había hecho en el café curvando los dedos como una garra. A Clive le temblaban las manos y mientras Geek seguía golpeando la batería se empezó a notar el rumor de los instrumentos. Entonces Alia tomó aire y gritó.
He oído gritar a las chicas en varias ocasiones, me refiero a que no solamente las he oído gritar en broma, sino que las he oído hacerlo en serio cuando se pelea en el patio, pero esta vez era distinto. Otra cosa. No parecía el grito de una muchacha, sino el de un pájaro, un halcón, un ave salvaje cayendo sobre su presa, que superaba al sonido de todos los instrumentos juntos. Clive se quedó aturdido. Vimos un destello azulado y oímos una especie de crepitar.
Nos movíamos en la oscuridad, soltando algún que otro taco, hacia donde pensábamos que encontraríamos la salida. A Geek se le cayó el sombrero de copa, que me pasó rozando la rodilla como la hoja de una guillotina. Alguien hundió el pie en uno de los altavoces. Ben quería gritar «¡Calma, que todo el mundo se tranquilice! », pero el pánico no le dejaba que la voz le saliera del cuerpo y tropezó con alguien que en seguida empezó a blasfemar.
—Esperad —dijo—. Tengo una luz.
Prendió su encendedor y la diminuta llama se proyectó en el suelo, temblorosa como una amplia sábana espectral El espíritu blanco. Dee gritó y empezó a gimotear. Después las bisagras de la puerta del garaje chirriaron y todo volvió a iluminarse.
El padre de Ben entró guiñando los ojos.
—¿Qué diablos estáis haciendo? —vociferó—. Habéis hecho saltar todos los fusibles de la casa.
Durante un buen rato examinó los desperfectos. La batería había rodado por los suelos, había cristales rotos, olía a humo y nosotros estábamos caminando a cuatro patas en medio de aquel desastre. Todos excepto Aria, que no se movió. La vimos gracias ala luz anaranjada que entraba de la calle, mirando a su alrededor, mirándonos a nosotros. Volví a verla como la había visto sobre el escenario, cuando la iluminaban los reflectores pero de la calle llegaban aplausos sordos.
Sonrió suavemente. Cerré los ojos. Conocía su sonrisa, la había visto antes, en el Salón Verde. Se convertiría en una sonrisa más vierta, más rígida, hasta que le desgarrara las mejillas y el cráneo apareciera debajo de su piel. En ese preciso instante parpadeé, y allí estaba Alia, la torpe chica que había echado a perder la fiesta sin darse cuenta, mirándonos sorprendida.
No me malinterpretéis, no soy un místico en absoluto. Soy de los que piensan que hay una explicación para todo. Pero la única explicación sensata, de momento, era que Alia había provocado todo aquello. De algún modo…
Entonces empecé a preocuparme seriamente por ella.