Capítulo 3

—Cuando no está con nosotros —dijo—, ¿adónde va? ¿A qué se dedica?

—A nada especial —dijo Dee—. Lee libros. Trabaja. Es muy buena estudiante.

—Sí, pero… —¿Cómo podía sacar el tema?—, eso no puede ser todo.

Nos habíamos reunido en el nuevo centro comercial. Ben y Dee estaban sentados en el borde la pequeña fuente que sonaba como si estuviera lloviendo, incluso en los días soleados. Todos los guijarros que había bajo el agua eran exactamente iguales. La vegetación artificial del estanque era de un verde lo suficientemente claro como para no disimular los reflectores del fondo. El guardia de seguridad pasaba muy cerca de nosotros de vez en cuando, para que nos diéramos cuenta de que nos observaba. No era nada personal, lo hacía con todos los que le parecía que iban mal vestidos. Las plateadas escaleras mecánicas de arriba no dejaban de ronronear y largas hileras de clientes bajaban por ellas como los objetos de una cadena de producción.

Creo que va a una clase nocturna. Y por si te interesa, no tiene novio —dijo Dee lanzándome una mirada elocuente.

—¡Que va! No me interesa —dije, y todos nos echamos a reír.

Ben rio más fuerte que ninguno aunque de forma poco convincente. Estaba intentando coger un guijarro. Como de costumbre, Alia llegaba tarde.

—Hablando en serio —dijo Ben—, creo que el grupo ha mejorado con ella. Aunque Clive no esté de acuerdo.

A Clive y Geek les gustaba el rock clásico y querían tocar en un grupo que interpretara ese tipo de música. Tuvieron que adaptarse a Alia cuando empezó a plantear cosas como los ciclos de los cultivos o la reencarnación, pero cuando le dio por defender los derechos de los animales y dijo a Clive que tenía que quemar su chupa de cuero, el chico alucinó.

—Él verá —dijo Ben—. La próxima actuación será algo especial. Alia tiene nuevas ideas.

Soltó el guijarro. Pudo haber explicado que todos juntos formaban un sistema que estaban en todas las fuentes formando un bloque.

—Iré a buscarla —dijo Dee. Después de todo, Alia era su amiga—. Se habrá equivocado de sitio; la conozco.

—¡Mirad! —Dijo Ben en cuanto Dee hubo desaparecido—. ¡Parecen zombis! Para ellos es el mejor momento de la semana. ¿Podéis creer que este lugar les parezca el más interesante de Borsley?

—Pues es un sitio como otro cualquiera —dije.

—¿Sitio? Esto no es un sitio. Esto no es nada, un antilugar, un lugar en ninguna parte. Absolutamente nada —siguió jugando en la fuente—. Alguien clavó un alfiler en un mapa y dijo: hagamos una nueva ciudad… aquí.

—Ben —dijo—, la otra noche… Alia… ¿No te pareció que hubo algo un poco extraño? Quiero decir, es verdad que ella sabe cantar, pero nunca lo había hecho así

Se echó a reír.

—¿Lo lamentas?

—Fue aterrador —dije.

—Absolutamente salvaje.

—Es que estoy preocupado, eso es todo. ¿Y si se hubiera metido en algún asunto… peligroso? —Me di cuenta de que Ben empezaba a hartarse todo aquello, pero quise contarle aprovechando la ausencia de Dee—. Después del recital —añadí— la seguí…

—Oh, no —Ben soltó una carcajada—. Dee tenía razón.

—Calla, hablo en serio. Salió a escondidas para encontrarse con alguien en la parte trasera del edificio. Era un hombre. No hicieron absolutamente nada, sólo permanecieron de pie uno frente al otro. Luego, él dijo algo extraño. Dijo «puedes volar».

Ben se puso a mirar la fuente fijamente.

—¿Quieres decir que puede estar metida en algún asunto turbio? ¿Drogas quizá? ¿Viste si le dio algo? —le dijo que no. Dee apareció por la escalera mecánica, y de pronto Ben rio entre dientes—. Lo único que puedo decir es que si existe alguna droga que la haga cantar así, quiero probarla. Vamos, Emod, es lo mejor que podía ocurrirle al grupo. La otra noche —dijo deprisa, observando a Dee mientras se acercaba—, en el escenario… Nunca había sentido nada igual. Era como si todos estuviéramos… —se calló haciendo un gesto con los brazos.

—¿Volando? —insinué.

De ese sentó bruscamente en el borde de la fuente y casi resbaló. Entonces apareció Alia como caída del cielo. Volvía a ser la muchacha desgarbada de siempre. Era como si acabara de jugar un partido de hockey; tenía la cara llena de churretes y el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Era un cero absoluto en elegancia y sensualidad. Echó un rápido vistazo al centro comercial.

—Aquí no se puede hablar —dijo sin haber saludado—. Venid conmigo.

Cuando decidieron construir el nuevo centro comercial en Borsley había sido como si una bomba estallara lentamente. Para derribar un par de edificios hicieron un cráter como de cinco pisos de profundidad. Se rumoreó que habían aparecido restos arqueológicos, pero nadie llegó a verlos. No se halló indicio alguno de ningún asentamiento anterior. Ben tenía razón: era un lugar perdido en el mundo.

Detrás del centro comercial había unos terrenos en venta. Los atravesamos sorteando las filas de coches aparcados mientras un guardia nos vigilaba con su libreta de multas en la mano. Al otro lado había unas casas viejas tan deterioradas que las máquinas no se habían tomado la molestia de acabar con sus miserias. Hacia allí nos llevaba Alia. Ahora que me detengo a pensar en ello, me doy cuenta de que siempre nos llevaba a antros oscuros. Pero Ben estaba tan hastiado de Borsley que le daba igual.

La mitad de los huecos de las ventanas estaban tapados con tablones y unos puntales sostenían la última pared pintada de negro. En su época debió de ser un muro interior, pues sobre su superficie habían quedado la huella del tramo de una escalera y la de una chimenea unos diez metros más arriba. La pintura negra había manchado la esquina y alguien se había entretenido garabateando la palabra ARCANA sobre la puerta del café.

Al entrar nos envolvió el aroma del café y los bollos. El lugar era tan pequeño que tuvimos que agacharnos para entrar, y yo me acurruqué en un rincón oscuro. Me molestó descubrir entre los que llegaban de la cocina un penetrante olor a incienso. No podía explicarme lo que había visto en el Salón Verde aquella noche, quería olvidarlo, pero no podía. Sobre todo después de lo que vi a continuación.

—¿Qué sitio es este? —susurró Dee.

—Un vegetariano —dijo Alia. Parecía que se encontraba como en su casa.

—¿Y qué es todo eso? —dijo Dee.

En la pared colgaba el cuadro de un esqueleto de tamaño natural que nos miraba a los ojos. Una cobra dorada se deslizaba entre sus costillas y su cuerpo se retorcía por la espina dorsal hasta asomar por el cráneo, mostrándonos los colmillos.

—Es Kundaliki —dijo Alia con tranquilidad—. La fuerza de la vida. ¿Sabéis que es de origen indio?

No le dije que lo ignoraba porque no le interesaban nuestras respuestas. Me puse a observar los objetos de unas estanterías, que, supuestamente, se vendían. Había veinte tipos diferentes de cartas de tarot, con dibujos de torres destruidas por la fuerza de un rayo, hombres ahorcados y, por supuesto, esqueletos. Había lámparas negras que a primera vista parecían fragmentos de carbón. Al mirarlas con atención se descubría que eran calaveras a las que les salían las llamas por los ojos, como si hubiera algo vivo dentro de ellas.

—Ben —dijo Dee con serenidad—, esto no me gusta.

Le cogió la mano.

—Hola, ¿qué vais a tomar? —dijo una voz inexpresiva.

El hombre enjuto del mostrador llevaba una barba rala y su cabello era tan claro que apenas tenía color, como si siempre hubiera vivido en un criadero de champiñones. Pensé que sería un ermitaño.

—Todos quieren café —dijo Alia sin preguntar—. Y yo tomaré té.

Se quitó las gomas de las coletas y agitó la cabeza para dejar la melena en libertad. Parecía que le tranquilizaba la penumbra de la cafetería, se le notaba en la voz que era más expresiva a medida que hablaba.

El ermitaño nos sirvió los cafés con parsimonia; los puso lentamente, de uno en uno, sobre el mostrador y se quedó inmóvil. Cuando Alia nos condujo hacia la mesa sentí cómo nos observaban aquellos ojos pálidos que probablemente no se fijaban en nosotros, sino que eran como los de las ovejas cuando nos miran al pasar. Podo después cortó en rodajas, con un largo y diabólico cuchillo, unos pimientos verdes, ejecutando cada uno de sus movimientos como si fuera sonámbulo.

—¿Qué, os gusta? —dijo Alia.

—Hum… —musité—. Tiene cierto ambiente.

Entonces, de repente, empezó a hablar de música: de una cinta de cantos mongoles, y de una canción de ballenas y de las cosas que se pueden hacer actualmente con los sintetizadores, y del ritmo de los tambores de los monjes budistas, y de que si dejásemos el rock podríamos llegar a…

Yo estaba al margen de aquella cuestión, pero a Ben sí le afectaba.

—A Clive y Geek no les gustaría —le oí decir poco después.

A Alia no le importó.

—Espera un momento… —dijo Dee en voz alta, poniéndose colorada, como siempre que pensaba que iba a haber una discusión, aunque a pesar de todo levantó más la voz—. Clive y Geek son amigos nuestros.

Alia le lanzó una mirada llena de firmeza.

—Si queréis seguir siendo un grupo de amigos que se reúnen para ensayar en un garaje —dijo—, por mí, de acuerdo. Entonces no me necesitáis. Yo quiero hacer música. Música de verdad. Una música original que nadie haya oído antes jamás. ¿Estás de acuerdo, Ben?

—Bueno —dijo Ben—, sí, pero…

—Entonces lo demás no importa —dijo Alia—. Podríamos lograrlo. Sucedió la otra noche. Lo sentí. ¿Tú no?

Y siguieron hablando, uno frente a otro, cada vez más ensimismados. Ben se iba sintiendo más interesado por lo que oía, como si le atrajera un campo magnético que surgía de la mirada de Alia y le fuera absorbiendo. El joven no volvió a hablar y poco después su amiga se dirigió a los expositores de velas y cartas de tarot. Los examinó minuciosamente durante mucho tiempo. Entonces me levanté y me acerque a Dee, mientras Alia retocaba una canción con Ben.

—¿Siempre es así? —pregunté—. ¿Cómo es en el colegio?

—Es amiga mía —dijo Dee, como si con eso me hubiera respondido—. Me agrada que por una vez alguien le preste atención. En el colegio todos la evitan o no le hacen caso. Ella suele llegar diciendo «he leído que una tribu…», pero les da igual que ardan sus antepasados, a los demás sólo les interesa hablar del vecindario —Dee, que estaba entretenida con los cráneos palmatoria, se volvió para mirarme—. Tienes que comprenderlo, se lo hicieron pasar muy mal en la anterior escuela. Por eso sus padres decidieron cambiarla de centro. Y debes saber que ellos también son un poco raros. A ella siempre le pasa igual: no encaja.

Asentí con la cabeza. Tengo cierta experiencia en esas cosas.

—Con los chicos tampoco tiene mucha suerte —siguió diciendo Dee—. La llevo a fiestas y a otros lugares, pero no sirve de nada. No sé por qué.

Yo podía haberle dado una respuesta. A los muchachos les gustan las chicas como Dee. Con De ese sienten fuertes e inteligentes, dominan la situación. Pero con alguien como Alia…

—Quiero decir —continuó ella—. Por ejemplo, a ti no te gusta, ¿verdad?

—¿A mí? Conmigo es distinto. A mí ninguna chica me gusta lo suficiente —miré rápidamente a Dee, porque quería comprobar si esa era la respuesta que esperaba. Con ellas nunca se sabía… Pero De ese limitó a mirarme con simpatía—. Yo…, yo creo que ese circuito lo tengo desconectado —añadí—. Eso es todo.

—Tu vida debe ser mucho más fácil así —dijo Dee con tristeza—. Es amigo mía —añadió rápidamente, volviendo la vista hacia Alia y Ben.

—De acuerdo —dijo Ben cuando regresamos a la mesa—. Intentaré convencer a Clive. Será la última oportunidad.

—Alia —dijo, con cuidado—. Durante la actuación de la otra noche, ¿qué sentiste allí arriba?

Me miró con dureza, como si se hubiera fijado en mí por primera vez.

—¿Qué sentimos? —dijo y me mostró el puño. Había apoyado el codo en la mesa y lentamente abrió la mano como tuviera en su interior un secreto o un ser vivo que quisiera enseñarme—. Poder —continuó.

Yo seguí mirando las marcas que las uñas habían dejado en su mano, blancas al principio y después rojas. Por un instante creí ver algo, posiblemente un efecto de la luz, pero me pareció que sus dedos curvados de uñas afiladas formaban parte de una garra, la garra de un ave que volaba sobre la nada, que se agachaba para disponerse a atrapar su presa.

—Poder —volvió a decir—. Puedes hacer lo que te propongas.

De pronto me quedé sin aliento. Aquel lugar tan pequeño y cerrado me producía la misma sensación que los túneles del metro. Lleno de gente a rebosar y sofocante, aunque nosotros éramos los únicos que estábamos allí dentro, además del camarero que no dejaba de mirarnos desde la barra y el esqueleto que había en la pared.

—¡Para hacer lo que quieras! —dijo Alia. Incluso volar.