—Ben, algo le ocurre a Alia —dije—. ¿Ben? ¿Me oyes?
Ben había conseguido escapar de la aglomeración que se había formado alrededor del grupo. En realidad, la mayoría eran compañeros de estudios o amigos de sus amigos, pero les alegró su reacción. Algunos les decían: «¡Eh, lo habías hecho muy bien! », y a continuación: «A propósito, ¿cómo se llama la chica? Es genial». Parecía que habíamos conseguido un montón de fans.
—Me preocupa Alia —repetí.
—¿Qué quieres decir? —Ben se estaba poniendo nervioso—. Ha estado soberbia. Clive también lo cree, ¿verdad Clive?
—Sí, no ha estado mal. La verdad es que nada mal… si te gustan esas cosas…
—Dime, Emod, ¿cuál es el problema?
Esa era la cuestión.
—No sé cómo explicarlo…
Ben suspiró.
—Escucha, ahora tenemos que resolver un serio problema de autoestima. Así que si no te importa… —se rio de buena gana y me dio una palmada en el hombro. Ben y yo éramos viejos amigos—. No te preocupes por nada. Yo me encargo de la música y tú de los cables, ¿de acuerdo?
No nos habíamos propuesto formar un grupo de rock. Nos habíamos reunido un lluvioso domingo por la tarde; su equipo de música sonaba mal y me pidió que se lo arreglase. Ben estaba mirando por la ventana del dormitorio y de pronto dio un puñetazo tan fuerte que la pared se estremeció. Borsley es de esa clase de ciudades donde las casas parecen hechas de cartón.
—Hay cosas que tienen que cambiar.
—¿Cómo? —dije—. El cabezal estaba sucio, eso era todo.
—No me escuchas ¿verdad? —dijo—. Quiero que veas todo lo que hay ahí fuera. Y dentro de esta habitación… —entonces me mostró, obligándome a seguir el recorrido de su brazo, los objetos que nos rodeaban—. ¿Nunca has deseado prender fuego a todo? ¿Hacerlo trizas, desnudarte en una playa y salir corriendo… hacia algún lugar donde puedas vivir auténticas experiencias?
—No —dije.
Se sentó, muy serio, en el borde de la cama.
—No tienes imaginación; ese es tu problema.
¿Problema? A mí no me lo parecía. Para mí tener un problema era lo que le sucedía a Ben, que era brillante y guapo, sacaba buenas notas, tenía una casa preciosa y unos padres maravillosos… y se le había metido en la cabeza la idea de quemarlo todo y salir corriendo.
—A mí me parece que nadie cambia —dije—. Mírame.
Lo hizo y su sonrisa se fue transformando en una sonora carcajada. Todos decían que yo era muy despistado y por eso me hubiera gustado parecerme a Emod. Una vez me dijo el profesor de inglés que tenía aspecto de intelectual, pero que no me servía de nada para estudiar a Shakespeare. Yo soy así.
—Tu actitud es completamente normal —dijo cuando dejó de reír—. Es la adolescencia. Se ha escrito mucho sobre ella.
Ben se puso a dar vueltas por la habitación.
—No pienso volver al colegio —dijo—. No empezaré secundaria.
—¿Tus padres están de acuerdo?
—No, pero estoy dispuesto a hacer lo que me apetezca. Voy a raparme el pelo por encima de las orejas y dejarme coleta, sólo porque a ellos no les gusta.
—Podrías meterte en un grupo de rock —dije—. Tienes aprobados seis cursos de guitarra.
—Pero de música clásica.
—¿Qué importa? Yo me encargaré de los amplificadores.
Así fue como sucedió. Ben se cortó el pelo y entró en el instituto (sacó tres o cuatro matrículas, por supuesto), conoció al batería y a Clive, que trabajaba en un taller y tenía un bajo. No eran muy buenos, pero los domingos lluviosos no volvieron a ser como antes. Alguien dijo que Impacto podía ser un buen nombre para el grupo.
Eso sucedió antes de conocer a Alia. Después todo fue distinto.
Esa era otra de las características de Ben. Siempre que nos invitaba a tomar lo que quisiéramos de la máquina de café era porque tenía algo importante que decirnos.
—Con este grupo… no vamos a ninguna parte.
—Totalmente de acuerdo. Necesitamos otros mil vatios —dijo Clive, convencido de que era capaz de cambiar el mundo, sin lugar a dudas, con tal de tener un amplificador potente y un lugar donde enchufarlo.
—No, el problema son las voces —dijo Ben.
—Tú tienes una voz preciosa —dijo Dee.
Dee es encantadora, guapa y apacible. Tienes unos enormes ojos castaños que cuando miran parece que quieren enterarse de todo, incluso de las cosas que yo digo. Lo que resulta extraño es que a las chicas también les caiga bien.
—Tocaré algo de Metallica —dijo Clive, cosa que solía hacer.
—Me parece que… —Ben no les hizo caso— necesitamos algo de contraste. Una voz femenina.
—Oh, Ben… —dijo Dee.
Tenía una vocecita muy dulce que sonaba bien cuando ensayaban en la furgoneta y con un micrófono… A todos les pareció una buena idea intentarlo el domingo siguiente. Pero, aunque todos la adoraran, estaba claro que Dee no era la persona adecuada.
—Lo sé —respondió Dee cuando se lo dijeron, sin enfadarse—. Conozco a otra chica.
—N o —dijo Clive—. Otra cantante no.
—Espera —dijo Dee—. Es una chica especial…
Alia era la abreviatura de Natalia, nombre que le había puesto su padre porque era profesor de lenguas eslavas en la universidad. Era hija única y realmente distinta, y además sabía cantar.
—¿Dónde está Alia? —pregunté.
Ben no lo sabía y Clive estaba rodeado de admiradores. Dee intentó encontrarla con la mirada.
—Oh —dijo—, ha salido a respirar un poco de aire fresco.
—¿Crees que ha estado bien? —preguntó.
—¿Bien? —Dijo Dee—. ¿Bien? ¡Ha estado magnífica!
Decidí salir sin que nadie advirtiera mi ausencia, y en seguida me encontré en la fría y oscura calle. La gente caminaba en parejas o pequeños grupos. No vi a Alia. Pensé que podía encontrarla descansando en las escaleras o en el aparcamiento, pero allí no estaba. Erad e noche y no había nadie en los jardines del colegio. Por primera vez me di cuenta de lo extraño que era aquel lugar al que iba casi a diario.
El instituto era transparente, excepto el viejo edificio principal, y había sido construido con hormigón y placas de cristal, en bloques, como si fueran cubitos de hielo. Tenía tres plantas, según la moda de los sesenta, y se veía al otro lado de las aulas de ciencias, como los intermitentes del avión que se dirigía a Luton, aunque no se podía asegurar si lo que se veía era un reflejo o el cielo que estaba detrás.
De repente oí un ruido que se volvió más intenso que el monótono murmullo que llegaba de la autopista, y que se parecía al débil gruñido que se escapa de la garganta de un perro adormilado. Pensé que podía ser Borsley, gastando una broma con sus espejos, pero aquí nada es real…
Junto al edificio principal había pistas deportivas, de la época en que había sido un colegio. Dos canastas de baloncesto resplandecían misteriosamente: no había luna, sino sólo la débil luz de las farolas. Súbitamente alguien abrió una de las puertas de emergencia. Oí las carcajadas de cuatro o cinco chicas sudorosas que abandonaban la cegadora luz del interior y desaparecían en la oscuridad. Luego, cerraron la puerta de golpe, e inmediatamente sus voces se apagaron y el silencio volvió a reinar en el patio.
Entonces les vi detrás del edificio, entre el salón y la cocina de la cafetería. ¿Eran Alia y…? Me escondí detrás de unos contenedores de basura, cuyas tapas parecían escotillas con ruedas de acero. Me asomé con cuidado y me envolvió un fuerte olor a comida podrida.
¿Había ido su padre a buscarla? Yo le conocía; era un hombre tranquillo, encorvado. No, no era él. Antes dije que Alia era alta, pero el orgullo con que exhibía su éxito de esa noche le hacía parecerlo más, aunque la persona que había a su lado era aún más alta. ¿Su novio? Dee nos había dado su palabra de que no tenía.
—La ayudo a conocer gente —había dicho Dee—. Pero cuando abre la boca, los chicos se asustan y salen corriendo.
Seguí mirando por la ranura que había entre dos contenedores. No distinguía con claridad, pero la persona que la acompañaba no era un muchacho, sino un hombre.
No podía retroceder y tuve suerte de no ser visto cuando doblé la esquina. Me dirigí, protegido por las sombras de los contenedores, hacia un artefacto de rejilla con ruedas en el que echaban cajas, cartones y papel para reciclar. A través de los barrotes vi una luz en medio del patio que procedía de una de las ventanas del salón, pero que no me permitía identificar las caras. Aquel reflejo hacía más intensa la oscuridad de los alrededores.
Eran dos sombras silenciosas. Seguramente no se trataba de amigos. Quizá fueran una pareja de novios que hubieran reñido, pero tampoco lo parecían. La forma de mirarse era demasiado formal, como si hubieran sido compañeros en una antigua danza o en un rito ancestral. Él, grande y quieto, la miraba fijamente, y pensé que ella le esquivaría, pero no… buscaba sus ojos, era como si les rodeara una especie de campo magnético, tan denso que casi se podía tocar.
De repente, ambos inclinaron la cabeza, como si hubieran firmado un pacto solemne. Él posó lentamente la mano derecha sobre el hombro de ella de un modo que hacía pensar en un intento de partirle el cuello con un movimiento preciso, como si ambos participaran en una solemne celebración. Entonces sonrió.
—Ya ves —dijo él en voz baja y tajante—. Puedes volar.
Se oyó un leve sonido que desapareció al acercarse el siguiente vuelo nocturno con destino a Luton. Los dos miraron hacia arriba y, aunque sus rostros permanecían ocultos en la oscuridad, pude ver el destello de sus grandes dientes desiguales cuando sonrieron. Se dieron la vuelta sin cruzar palabra y se dirigieron hacia mí. Vi la cara de él cuando ella atravesó el haz de luz de la ventana, y su mirada era grave e inteligente. Se dirigió, rodeando el edificio, hacia el salón, como si no hubiera ocurrido nada. En lo que a mí respecto, no me moví ni un centímetro.
El hombre se quedó un par de minutos en la penumbra, y soltó una silenciosa carcajada. Estaba convencido de que no querían que les vieran juntos. Finalmente giró sobre sus talones y, moviéndose con asombrosa rapidez, se me acercó lentamente, aunque a grandes zancadas. Le iluminó el resplandor de la ventana y pude verle la cara a menos de un metro de distancia, a través de los barrotes del contenedor.
No tenía un perfil desagradable, a pesar de su barba de pocos días, las señales de la cara y su robusta barbilla, no podía decirse que fuese ni feo ni atractivo. Aquel rostro desprendía una gran energía, era imponente aunque decadente, y la luz le marcaba las arrugas como profundas grietas. Era un rostro que difundía serenidad, sin rasgo alguno de indecisión, como una escultura del desierto a la que ha ido consumiendo la arena y el tiempo. Tampoco era viejo. Tenía una larga melena negra, echada hacia atrás y recogida con una cinta como los indios americanos. Llevaba un abrigo de piel tosco y pesado, con los bordes desgastados como heridas sin cicatrizar y cerrado en el cuello por un broche. Se alejó de la luz y poco después oí el rugido del acelerador de una moto.
Cuando volví al salón, había un grupo de admiradores apiñados alrededor de los demás; Alia estaba en el centro. Llevaban sus cuadernos y diarios en la mano. También había un representante de la revista local y un hombre del club que nos hicieron una propuesta, pero no para la fiesta del colegio, sino para una auténtica actuación. Fuese lo que fuese lo que tenía Alia —y de dondequiera que le viniese—, la gente quedaba fascinada por ella.