Capítulo 1

—¿Alia? ¿Estás ahí?

No encontré nada en el oscuro piso de abajo. Una especie de cabeza de perro en actitud amenazadora remataba el pasamanos de la empinada escalera de caracol.

—¿Alia? —la gente en el vestíbulo empezaba a impacientarse. Se oyeron un par de silbidos y luego alguien trató de silencian los aplausos, sin conseguirlo—. Alia —dijo—, ¿estás bien?

—¿Dónde está la pequeña diosa? —Era Clive—. Oh, ya lo sé. Está destrozada. Ha perdido la botella. Sabía que no soportaría tanta responsabilidad.

—Déjalo, Clive.

—Fue idea tuya que saliera al principio. Reconozco que Clive no es un famoso intelectual ni uno de los mejores guitarristas del mundo, pero tampoco es de los que abandonan. Para él, tocar el contrabajo consiste en agachar la cabeza y dar golpes hasta que acaba la canción. No tuvimos ningún problema en reunir el grupo de siempre.

—Muévete, Emod —dijo Ben—. Baja y búscala.

Al principio no veía absolutamente nada, pero enseguida me di cuenta de que una débil mancha de luz se escapaba por debajo de la puerta del Salón Verde, y de que no era un producto de mis ojos tratando de adaptarse a la oscuridad, porque la luz parpadeaba suavemente, como una bombilla a punto de fundirse.

—¡Alia! —la volví a llamar.

Nadie respondió. Había un silencio extraño, como si de pronto alguien estuviera observando. A través del techo llegaba el ruido y las pisadas de la sala, como si estuvieran cambiando de sitio los muebles en el piso de arriba, pero advertía el silencio que encerraba aquella puerta. Busqué a tientas el picaporte y lo moví. Estaba cerrada con llave.

—Eh, Ben —le dijo—. Creo que algo va mal.

¿Mal? —siseó Ben detrás—. ¿Estás seguro? Hay cien personas ahí fuera esperando que salga un grupo de músicos. Un público magnífico.

—¿Y bien? —preguntó Clive desde arriba.

Ben resopló, desesperado.

—He dicho que lo dejes.

—Espera, espera.

Me necesitan en estos momentos. Se dejan llevar por los impulsos y eso complica las cosas. Emod dispuesto al rescate. Yo no pierdo el tiempo en contemplaciones. Mantengo la calma. Retrocedí un paso y arremetí contra la puerta.

Cedió unos centímetros y chocó contra algo.

Los grandes músicos siempre se hacen esperar —dijo Ben aparentando estar tranquilo—. Lo hacen a propósito. Eso aumenta la expectación.

—Gracias —gruñó Clive—. Lo tendré en cuenta cuando traigamos a los Guns N’Roses, pero ahora se trata de nosotros.

—Ayudadme —susurré—. Vamos, una, dos, tr…

La puerta cedió. El impulso casi nos tiró a los pies de Alia. Sólo veíamos su silueta alargada y muy quieta. Siempre fue una chica grande, corpulenta aunque no gorda, que se encorvaba para parecer más pequeña y se peinaba dejando caer el pelo como cortinas a ambos lados de la cara. En aquel preciso instante estábamos ante lo que parecía una imponente estatua de piedra que dijo con voz extraña, muy tranquila, suave y lejana.

—¿Ocurre algo?

Entonces, como si se descongelara la imagen en una película, se puso en marcha. Se abrió paso entre nosotros a empujones.

—Ahí la tienes —dije a Ben—. Sin problemas…

—Tranquila —le dijo—. No hagas eso. No desaparezcas de repente. Estábamos… estábamos preocupados.

A Clive se le escapó una sonrisa burlona. En mitad de la escalera ella se volvió y se puso a respirar por la boca con los dientes apretados. Me sorprendió la blancura de sus nudillos cuando agarró el pasamanos. Parecía un animal encerrado en una jaula. Por un instante tuve la sensación de que sus ojos ardían con el reflejo de las luces dl escenario. Más tarde quise asegurarme de que Ben también lo había notado, pero él no observó nada. Por fin llegó arriba, mientras Ben y Clive la seguían con dificultad. Poco después se oyeron los silbidos y aplausos del público. Ben jugueteaba con el micro y decía cosas absurdas emulando a las grandes bandas de rock. Geek empezó a tocar la batería, le siguió Clive con el contrabajo y de pronto el escenario empezó a vibrar como un terremoto. Yo tenía que estar entre bastidores dispuesto a solucionar cualquier contratiempo que surgiera, pero me quedé abajo. Mi trabajo terminaba cuando el micrófono pasaba la prueba del uno—dos—uno—dos y comprobaba que todas las luces rojas que salpicaban el equipo como pequeñas gotas de sangre, estaban encendidas. El público quería ver a Ben, a su grupo y a la nueva cantante de nombre exótico, Alia. Nadie había ido allí por mí. Yo sólo soy Emod, el tipo de la furgoneta.

El sonido de la música podía estar a kilómetros de distancia, pero el edificio vibraba como una sala de máquinas: cilindros subiendo y bajando, engranajes rechinando, pistones golpeando… Pero junto a la puerta del Salón Verde seguía notando aquel silencio antinatural. A pesar de que los cientos de vatios de heavy metal, podía oír el rumor de la llama de una vela.

El Salón Verde, un lugar en ninguna parte, desprendía el aroma del guardarropas de la abuela, lleno de humedad y tristeza y de un olor acre difícil de reconocer. El portero lo había abarrotado de objetos que nunca ordenó, pues se limitaba a quitarlos de la circulación. Lo que entraba allí nunca volvía a ver la luz. Hasta el nombre, Salón Verde, era un vestigio de aquella época en la que los clubes teatrales representaban a Shakespeare y los actores fingían ser profesionales, solo porque repetían frases altisonantes.

Sentí la necesidad de hablar en voz baja, como se suele hacer en las iglesias. Parece absurdo, pero cuando se entra en una iglesia vacía se procura caminar de puntillas para no molestar. Y aquello era… una vela… Qué tonto, pensé. Estaba debajo del escenario, en una habitación abarrotada de trastos y muebles: ¡una simple llama! Hay personas que no piensan.

El suelo estaba cubierto por una masa de oscuros espectros entrelazados. Las patas de las sillas y las sombras se mezclaban como las vigas de hierro de los puentes del ferrocarril. La parte posterior de un disfraz de caballo cayó sobre los pliegues de una concertina que había servido de decorado y que a su vez reposaba sobre el perfil de un castillo escocés. El desgarrón zigzagueante de una lona parecía un rayo negro. El caballo asomaba la cabeza por un baúl de hojalata, mostraba una boca llena de dientes de madera y sonreía de forma espantosa, mientras las costillas metálicas le atravesaban la piel. Aquel lugar parecía el nido de una extraña criatura adonde llevaba los restos de sus trofeos y, una vez allí, los abandonaba mordisqueados. Pedazos de Macbeth, de Aladino o de los sueños de otros personajes. Tropecé con una alfombra enrollada, medio podrida, que se apoyaba contra la puerta como el cuerpo de un borracho.

No era una llama, sino dos… Una pequeña luz en una taza metálica que producía un extraño relejo. Detrás había un enorme espejo colgado de la pared que revelaba la auténtica identidad de aquel lugar: había sido un camerino. Debía de haber estado completamente rodeado de bombillas, como la noria de una feria e imaginé a los artistas de antaño, que actuaban para las colegialas, empolvándose la cara. Las bombillas habían desaparecido mucho tiempo atrás, y ahora las niñas serían viajas abuelas marchitas o muertas, pero Alia había ordenado los objetos de delante del espejo y convertido el tocador en un santuario. Había restos de ceniza junto a la vela —incienso— y un leve olor a plumas chamuscadas. Nada más. Era un lugar íntimo, secreto. Yo no debía estar allí, pero no podía marcharme.

Sonaba Ker-thud en la batería. Era un tema nuevo, lento, una canción de amor. Nadie, excepto Dee, podía pensar que había copiado la letra, porque Ben se la había dedicado. Alia levantó la cabeza para empezar a cantar; erguida era más alta que sus compañeros. Una chica rara. Se rieron mucho cuando la vieron la primera vez en los ensayos del garaje de Ben. Había sido compañera de estudios de Dee: torpe, nerviosa, de risa tonta y tímida, se recogía el pelo en coletas de colegiala. Era así y a la gente le hacía gracia. Pero la verdad en que cantaba muy bien.

En el espejo había alguien observándome, la silueta imprecisa de un hombre. Si me movía, él se movía también; era yo, claro. Me acerqué y apareció una cara de payaso iluminada por el resplandor anaranjado que llegaba de abajo. Era grotesca, porque tenía el labio inferior y la punta de la nariz deformados por sombras alargadas que se dibujaban retorcidas por toda la cara. Una caricatura de cómo sería yo si me hicieran una marioneta de látex, pero no soy tan famoso como para que la gente se divierta viéndome en la televisión. Tampoco pienso que llegue a serlo nunca. Este lugar… Cuando tenía un deseo lo hacía real…, demasiado real. Hice una mueca, y el espejo me la devolvió. Entonces me di cuenta de que algo oculto en las sombras nos observaba, a mí y a mi imagen.

—¡Eh!

Me di la vuelta. No había nadie. Nada. Era un efecto de la luz sobre mi retina… Miré de nuevo el espejo y me quedé paralizado. Había algo flotando en la oscuridad, detrás de mí. Un poco borroso al principio, pero después pude verlo con más nitidez: era un rostro, pálido como la cera y quieto como el de un muerto. La imagen se completaba lentamente en mi cerebro como una fotografía en la cubeta del líquido del revelado. Tomaba forma, cambiaba…

Arriba, el grupo había dejado de tocar y sólo se oía la voz de Alia que subía hasta alcanzar una nota a la que Ben nunca llegaba. La imagen de la máscara cambiaba, se completaban los detalles y su blanca piel mate era… ¡No! Aparté la mirada cuando Alia alcanzaba la nota más aguda y no solamente porque lo hiciera, sino porque cuando la dio estalló en un colorido semejante al de los fuegos artificiales y el público prorrumpió en gritos de entusiasmo.

—¡No!

En el momento exacto en que el grupo atacaba el último gran acorde y el batería hacía su redoble, los viejos tornillos oxidados cedieron bajo el peso y el enorme espejo se me vino encima. No oí el estruendo, pero el sobresalto me hizo caer de espaldas. Antes de que la multitud estallara en delirantes gritos, fui hacia la puerta. Tropecé con la pata de una silla, caí, y al llegar al suelo solté una maldición y me arrastré con la torpeza de una morsa entre los trastos. Arriba se desencadenó una lluvia de aplausos.

Llegué a las escaleras, me grité los ojos y procuré no mirar atrás, pero la cara del espejo no desaparecía. Era el rostro de un joven, pálido e inexpresivo, a pesar de sus grandes ojos. Yo no tenía la culpa de que la imagen se repitiera sin cesar, mientras contemplaba aquellos ojos que cada vez eran más grandes y profundos y que acabaron convirtiéndose en dos pozos llenos de sombras. Las mejillas estaban tan hundidas que daban a la imagen un aspecto cadavérico. Tenía la piel tan pegada a los huesos de los pómulos y de las mandíbulas que parecía agrietarse.

—¡No! —grité sobresaltado… al ver que la máscara estaba viva.

Miraba algo que estaba detrás de mi reflejo, como si no pudiera dejar de mirarlo, y siguió mirándolo hasta que la tensa piel se rompió y empezó a caer a jirones de los pálidos labios dibujándose una sonrisa de estrella de cine.

—¿Emod? —era Dee la que me buscaba—. ¿Estás bien?

Solo pude mover la cabeza para decirle que no. La dulce Dee. Cualquiera habría dado un ojo de la cara por encontrarse en mi lugar, con el brazo de Dee por encima del hombre y diciéndome al oído:

—¿Estás bien?

Pero yo no podría apreciarlo.

—Estás sangrando —me dijo tocándome un pequeño corte en la cara, que empezaba a escocerme.

Me puse un pañuelo sin pensar en la herida y observé el escenario a través de las cortinas.

Alia estaba bajo los focos, dando la espalda al público, que seguía aplaudiendo. Durante los ensayos miraba al suelo, como una tímida quinceañera, dejaba que el pelo le ocultara la cara y decía «¿ha salido bien? ». Pero ahora no. Estaba quieta, como un faro en el que rompen con fuerza las olas. Dominaba la situación. En un instante me miró como si supiera… Fue mi imaginación, por supuesto, porque yo estaba escondido entre bastidores y con las cegadoras luces no podía verme. Pero con el cabello tirante y recogido, y el brillo deslumbrante de los reflectores sobre su piel, su cara…

—¿Emod? —volvió a susurrarme Dee—. ¿Seguro que estás bien?

La cara. La máscara del espejo. Nunca hubiera imaginado que estuviera allí, pero sí, me había deslumbrado, parecía imposible, pero… Era la cara de Alia. Era ella.