Ya no sabía qué más hacer, no se le ocurrió otra cosa que pasarse por el cementerio y visitar la tumba de Carmen.
Sabía que debía marcarse pequeñas metas, hitos fácilmente alcanzables, lo mantendría ocupado y en cierto modo, así, conseguiría evitar la melancolía. Además, iría por el paso del bosque, deambular entre los viejos árboles siempre servía para asentarle el ánimo.
Así que, se puso en pie, intentó recobrar, al menos en parte, la compostura y echó a andar, con ese paso cansino y triste de aquel que deambula sin prisa, sabiendo que llegar o no a destino no marcará diferencia alguna.
Pero, el molinero no era el único que marchaba.
Ezequiel, el Padre Bernardino y Maruxa también lo hacían. Todos ellos caminaban con algún pretexto como salvaguarda, si bien de muy distinta naturaleza, tan supuestamente válido, o inútil, como podía serlo el que se había puesto el molinero.
El hacendado llevaba a su montura a un lento paso, sin prisas. El rítmico golpear de los cascos resultaba hipnotizador.
Al sacerdote no le faltaba mucho para llegar al refugio de su sacristía. El sol de la segunda mitad de la tarde se escondía tras las siluetas de las roñosas campanas de la iglesia.
La bruja atajaba campo atraviesa para llegar a tiempo. Las ramas de los árboles se le cogían a la cintura sin poder distinguir si se trataba de un efusivo saludo o de un intento por retenerla.
Maruxa sabía bien como acortar el camino para interponerse entre el hombre y su destino, sin embargo, antes de continuar, era consciente de que debía hacer algo más. Había en su alma un pozo negro que debía ser colmado (una fosa séptica hambrienta de mierda fresca).
Luego ya sólo quedaría una cosa más por hacer, sin embargo, por ahora, debía concentrarse en algo distinto.
Había una cuenta que saldar.
De su repleto zurrón sacó una pequeña astilla irregular de madera, no tenía más que un cuarto de pulgada de largo, fina y afilada, de madera blanca, abedul o chopo, la típica que se usa para los palillos y las tallas baratas de imaginería. Por uno de sus bordes se distinguía una capa de laca rosada, de un tono semejante al de la piel humana y manchada en uno de los extremos por un pequeño punto blanquecino, del color del paño de lino. En ella enrolló unos pelos de un negro opaco que también extrajo de su morral, ásperos como cerdas de jabalí y casi igual de largos, de un curioso tono ceniciento apagado, hirsutos y gruesos. Obtuvo un curioso burujo que hizo girar una y otra vez entre las yemas de los dedos pulgar e índice de su mano izquierda. Cuando le pareció un trabajo satisfactorio hurgó una vez más en su zurrón y se hizo con una pequeña botella de cuello ancho y tapón de corcho, del estilo de las antiguas damajuanas para jarabes y preparados de botica, en su interior chapaleteaba un espeso líquido negruzco que desprendía un terrible hedor amargo incluso estando el frasco cerrado, la abrió e inclinándola sobre la astilla cubierta de pelo enmarañado vertió unas gotas. Regresó la botella al morral y dejó el curioso artilugio (de oscuro y maléfico significado, sin duda) en la palma resquebrajada de su mano derecha. Una vez hecho esto, cerró el puño guardando la astilla en una prisión de carne y se llevó los dedos a la boca. Silbó, sosteniendo la aguda nota todo el tiempo que le permitieron sus pulmones.
Las sombras del bosque se movieron asustadas por el sonido ajeno y extraño.
El viento acompasó la nota.
El desgraciado del sacerdote quiso correr, pero su abultada barriga se lo impidió. Fue patético, con un ligero toque ácido de comedia, pero, sobre todo, fue triste.
(… La Bestia que vi se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces como fauces de león: y el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío…).
Empezó a rezar un avemaría, pero no le dio tiempo a terminarlo.
Pidió perdón por sus pecados, rogó por el alma de su amigo el molinero y aceptó a su Dios en su seno.
Cuando dejó de respirar unos belfos negros y húmedos olisqueaban la sangre que manaba profusamente de su cuello rechoncho abierto como una flor de pétalos hechos de tibia carne recién muerta.
Se oyó el aullido de la bestia como respuesta a la invocación.
La bruja sonrió y apretó el paso, tenía que llegar a tiempo.
Las pisadas de la bestia se escondieron por la fraga dejando tras de sí el cadáver caliente del cura, ya los cuervos lo rondaban y la muerte se apresuraba.
A la vieja de la guadaña se le acumulaba el trabajo.
El caballo se inquietó con la llamada lejana de la bestia, su jinete estaba tan absorto que no se dio cuenta ni de lo uno ni de lo otro. Buscaba por entre los cajones de su ingenio el modo de exponerle lo sucedido a su esposa.
Lo esperaba, impaciente.
Cuando la vio, su malentendido orgullo masculino pensó que ella volvía a él para recordarle el amor de su juventud, impresionada por verlo de nuevo tras tantos años. Sus cuitas quedaron atrás y su mente se ocupó en las posibilidades abiertas por su visión. Desmontó con su poca gracia habitual y exhibió la mejor de sus sonrisas, y aunque ella estaba vieja y ajada, y aunque él había dejado atrás el medio siglo sintió como su bragueta se abultaba.
Su subconsciente descorrió el visillo de los recuerdos y se recreó con la imagen de los pechos de Maruxa bailando con cada empujón de su pelvis, con la sensación de los muslos enroscados en la cintura. Caminó hacia ella dejando sueltas, tras de sí, las riendas de los arreos del semental.
Tan pagado era de sí mismo que ni siquiera vio el rastrillo hasta que la bruja se lo clavó en la entrepierna.
Ezequiel aulló de dolor, quizá podría decirse que contestando a la bestia.
Sus gritos de petimetre duraron más bien poco, como su vida.
La meiga sonreía satisfecha, la muerte le hacía juego. Se cebó impaciente, con el ansia del oso en la colmena repleta de miel. Golpeó una y otra vez hasta quedarse sin resuello, jadeando por el esfuerzo en un rítmico sonido que a más de uno hubiese podido parecerle una carcajada apagada. Únicamente aporreó la entrepierna del que había sido su amante, nada más, con la saña de un tamborilero de Flandes antes de la batalla, una y otra vez, una y otra vez, primero de abajo a arriba, luego, con el hombre caído, de arriba abajo, una y otra vez, una y otra vez. Se detuvo cuando el brazo comenzó a dolerle, no antes. Ezequiel aún respiraba, estaba inconsciente, pero, por el caño de la macabra fuente que brotaba entre sus muslos se le escapaba la vida.
Ya sólo faltaba uno para completar la jugada, con la noche el mal se resguardaría en las profundidades de los bosques de las montañas y ella no volvería a matar, el pueblo creería sin dudas, en su convicción, que ella los había librado de un mal aún peor, ella los convencería a todos de que el molinero había sido el culpable y que ella, sólo ella, había conseguido, en virtud de sus mágicos poderes que el mal del propio molinero se volviese en su contra. Y con el paso de los años la historia se repetiría al amor de las lareiras, al son de voces quedas, con los más pequeños mirando asustados los labios del narrador, ensalzando la figura de la meiga. Así lo creía ella, y pensaba ser consecuente con sus deseos.
Por tanto, sólo restaba una mano por ser barajada y ella estaba segura de que ni el mejor tahúr podría llevársela.
Se puso de nuevo en camino, sin mirar una sola vez atrás, a su modo de ver aquel asunto respecto a su amorío de juventud estaba, por fin, completamente zanjado.
El molinero no supo nada de cuanto sucedía y nunca llegó a saberlo, su futuro se interpondría. No llegaría a lamentar la muerte de su amigo o a conocer el asesinato del dueño del pazo.
Cuando llegó a la tumba no se dio cuenta, al fin y al cabo él evitaba tener que pasar por allí siempre que le fuese posible, estaba convencido de que Carmen, si es que lo sabía, desde allí donde estuviese, entendería que para él acercarse al sepulcro suponía un profundo dolor y le perdonaría que sólo en muy concretas ocasiones en las que no veía otra salida acudiese hasta el cementerio.
O, quizá, no se trataba de que no tuviese la costumbre, sino más bien de que eran sólo unas muy sutiles cuestiones, difíciles de apreciar si uno no se fijaba.
Se puso de rodillas, con las manos sobre los muslos y la cabeza gacha.
Lo primero fue la hierba que crecía esplendorosa, abonada por los cadáveres y mimada por las lluvias de las montañas del norte, aparecía cuidada, libre de hierbajos, sin altas gramíneas que destacasen por encima del uniforme tapiz de tallos verdes, lo único que rompía la diafanidad del parterre era la diminuta flor azul de elegantes brillos vidriosos de una centaura. Luego el espacio ante la misma tumba, con pequeñas calvas de tierra, como es propio únicamente de aquellos hipogeos frecuentemente visitados, en los que el roce de los pies y las rodillas de los que lloran el duelo priva a los brotes de continuar creciendo. Entonces la lápida en sí, muy sucia y deteriorada, más que algunas que llevaban allí el doble de años, con una extraña pátina que recordaba al hollín espeso y sucio que se acumula en las chimeneas.
No hacía falta recurrir a una dosis excesiva de ingenio, alguien (que desde luego no era el molinero) cuidaba la tumba pero no la losa obituaria. No podía ser el bueno del Padre Bernardino, él no hubiese descuidado la lápida, pero, si no era el cura, quién podía tener intención de preservar en tan aceptables condiciones la tumba de alguien que no fuese de la familia.
Y, se dio cuenta, esas tareas, en efecto eran sólo propias de parientes apenados, o en todo caso de sirvientes si es que uno era rico. Tenía que ser algún familiar, pero, él ya no tenía nadie y Carmen tampoco, entonces… Entonces no cabía otra posibilidad que…
Sin embargo, no le parecía que aquello fuese propio de la achacosa Isabeliña, y mucho menos de Mario da Cruz, que desde la coz que había dejado a su hijo idiota ya apenas hablaba, mostrándose siempre huraño y reservado…
Y se percató, ninguno de los dos sabía que…
(Pero… no puede ser, no había nadie, no tiene sentido. Sólo Bernardino y yo estuvimos aquí, sólo él lo sabe).
No, no tenía sentido, sin embargo, no restaba mucho para averiguar la respuesta, una especialmente desagradable.
En ese momento no supo adivinar qué clase de consecuencias podía tener semejante hecho. Si en realidad alguien más sabía cuál había sido el fin de Calero, o torto, por qué no había acudido a las autoridades, por qué no se lo había dicho a la familia da Cruz, acaso había sabido ver la situación desde la misma perspectiva que habían elegido el sacerdote y él mismo. Por un momento quiso negar lo evidente y restarle importancia al impecable aspecto de la sepultura, pero, un nuevo vistazo a la tumba puso aún más de manifiesto que la casualidad no era la responsable. Sin embargo, reparó, no recordaba haber tenido la misma sensación en su última visita, si bien había sido años antes estaba seguro de que el aspecto de la tumba no le había sorprendido, quizá lo había olvidado o, quizá, a lo mejor es que quien cuidaba del sepulcro lo hacía desde sólo unos meses atrás, pero, por supuesto, eso tenía aún menos sentido.
No le gustaba nada sentirse así, semejante incertidumbre le incomodaba, lo ponía nervioso. Sintió como la más amarga de las inquietudes se cebaba de su indecisión, pero, era irremediablemente evidente que no sabía qué hacer a continuación. No estaba seguro de si habiéndose percatado de algo semejante debería o no actuar en consecuencia, más aún, tampoco podía tener certeza alguna sobre lo que debía hacer, si es que se decidía a hacer algo.
Un escalofrío rodó por su espalda erizándole el vello y obligándolo a erguirse, sintió la necesidad de frotarse compulsivamente las manos, intentando aportar algo de calor a las frías yemas de sus dedos, que tan empeñadas parecían últimamente en dejar escapar la tibieza de su cuerpo enfermo.
Desde el sotobosque que guardaba los bajíos del manzanal del cementerio unos ojos impávidos, del color mate de las perlas negras que se disuelven en vinagre lo observaban sin que él se percatase. Por entre el revuelo de las hojas en la brisa se distinguía el leve jadeo de un animal impaciente.
El molinero se levantó, echándose una de las manos a la cabeza, y una sombra cenicienta se escurrió hacia el norte a paso vivo.
La cabeza comenzó a dolerle, pulsando sus sienes con un desagradable resquemor que se fue ampliando insidiosamente, decidió marcharse. Una vez en pie y tras comprobar la caída del sol sobre el horizonte decidió que ya no merecía la pena acercarse hasta el molino, era tarde, ese día la aceña tampoco trabajaría, todavía podía aprovechar un par de horas, pero, supuso que dadas las circunstancias no podía considerarse una falta grave, además, hacía tiempo que le importaba muy poco lo que los demás pensasen de él.
Respiró hondo, intentó serenarse. Cerró los ojos por unos instantes y cuando consiguió relegar a un segundo plano el dolor en sus sienes se puso en camino, en su casa sobraba alguna botella de aguardiente y en su garganta había sitio para hacerse cargo; esa sí era una fácil decisión, no necesitó meditarlo por mucho tiempo.
Sin embargo, el fuerte licor de hierbas no era el único que aguardaba la llegada del molinero.
Había sido avisada y sabía que el hombre estaba en camino.
No tenía modo de allanar la morada del molinero, pero, sí tenía acceso al horno (como lo había tenido al molino). Esa había sido una de las partes más delicadas de la estratagema que había pergeñado, pero, tras una larga espera impaciente, tras muchas pruebas y más errores aún, había conseguido hacerse con una ganzúa adecuada para la pequeña y sencilla cerradura del horno (una de las ventajas de contar con un herrero entre los clientes de las aldeas colindantes). Cuando entró, el olor agridulce de la harina vieja, entremezclado con el aroma difuso del pan recién cocido la saludaron. Ya estaba familiarizada con la estancia, había estado allí, al menos, media docena de veces en el último año (siempre portando un pequeño recipiente cónico hecho con corteza de abedul prendida con una pinza basta de madera). Tras de sí dejó la puerta abierta para llamar la atención del molinero y asegurarse la cobarde emboscada, se acomodó en la esquina, apretando su espalda, que empezaba a encorvarse por los años, contra los mangos de los aperos allí olvidados desde la muerte de Carmen.
No hubo de esperar mucho, el molinero no se había entretenido en el camino.
El hombre entró en el horno alzando un susurro interrogativo, con el cejo fruncido y el rostro extrañado, preguntándose a sí mismo si es que no había cerrado la puerta.
Ella alzó el brazo, apretando los dedos en torno al mango del pequeño rastrillo, cargando los resortes de sus músculos.
Fue incoherente.
No fue apoteósico, no hubo en todo aquello nada digno de los versos epopéyicos del gran poeta griego, fue sucio y rápido. Quizá, pasados los años algún narrador impertinente con ansias de grandeza se atrevería, en su inconsciencia, a relatar lo acontecido usando complejas alegorías y estudiadas anáforas, enrevesando curiosas paradojas superfluas, todo ello con el vanidoso fin de ganarse a la crítica con un relato plagado de crudeza costumbrista de elitistas toques retóricos vacíos. Quizá describiría al molinero como uno de los valientes espartanos que resistieron enconadamente bajo el asedio persa en las Puertas de Fuego, aquellos que siendo tan sólo un puñado de hombres dotados con el coraje de los titanes, bajo el mando del bravo rey Leónidas, coartaron el avance maldito de las huestes de Jerjes en su conquista de la Grecia clásica desde el norte; quizá compararía al molinero con alguno de aquellos aguerridos hoplitas que resistieron inexplicablemente en la cruenta batalla de las Termópilas.
Sin embargo, nada habría de fiel en semejante relato. No, no fue así.
Fue cobarde, ilógico y sin gracia. No se trataba de dos caballeros midiendo los floretes con elegantes fintas de esgrima por restaurar el honor de una dama. Fue más bien como el impertinente hacer insolente del niño que atrapa una mosca y le quita las alas para verla sufrir; como la puta que rayando el alba raja malamente con una vieja navaja de afeitar mellada y oxidada el cuello del borracho que ronca a su lado satisfecho, con la cabeza apoyada en una asquerosa almohada manchada que no es más que una granja de chinches y el cuerpo enredado en unas sucias sábanas llenas de quemaduras de cigarrillos baratos. El muy cabrón duerme con el ego saciado tras haberla sodomizado y apaleado, sin considerar los lloros y ruegos adheridos a las súplicas de la furcia, habiéndose creído su dueño y señor por haber pagado un miserable precio ridículo del que el proxeneta de turno se llevará más de la mitad. Luego, la puta, fijará sus ojos, vidriosos por el hedor apestoso impregnado en las desconchadas paredes de la barata habitación, tapizadas hasta media altura con acolchado de terciopelo rojo, en la mancha carmesí que se extiende por la porquería del lecho, mientras se limpia los restos pegajosos de sangre y semen de su ano dolorido con un descolorido pañuelo manchado y roto que lleva las iniciales bordadas que su afanosa madre cosiera con mimo, muchos años atrás, como un cariñoso recuerdo, justo antes de que la muchacha se fuese a la ciudad a servir. La furcia, mujer de mal vivir hubiesen dicho los tímidos, tras ponerse las bragas ajadas de burda tela se marchará robándole la cartera al sádico indecente caminando con las piernas abiertas y el culo dolorido; sí, fue más bien así.
El rastrillo se clavó en el trapecio derecho del molinero con tanta fuerza que el hombre se vio proyectado hacia el frente, perdiendo el cigarrillo que pendía de sus labios y haciendo que las púas de hierro se librasen de la carne por la fuerza misma del impacto, dejando tras de sí cuatro caños que manaban sangre mansamente sobre el bulto que hace la ropa en las escápulas.
Ella se echó hacia delante para asestar un nuevo golpe.
Él se revolvió, más por instinto que por otra cosa, preguntándose qué demonios había pasado. Una vez la encaró y se percató de quien era no entendió el porqué, sin embargo no perdió el tiempo, se escabulló para librarse de un nuevo golpe, buscando la puerta.
Pero, en su intento de escapar asentó mal el pie y en lugar de agarrar el pomo de la puerta para ayudarse a salir sólo consiguió errar y golpear la madera, con lo que la puerta se cerró. Maruxa avanzó y le cortó el paso, haciendo que el molinero al retroceder estrangulase su vía de escape, haciendo prácticamente imposible abrir la puerta.
El hombre, que había dejado las preguntas para más tarde buscó algo con lo que defenderse.
—¡Tú, maldito bastardo!, tú… ¡Tú mataste a mi hijo! —Bramó ella con la intensidad de una galerna preparándose para un nuevo golpe.
Se había olvidado de ellos cientos de veces y otras tantas los tuvo que recordar al caerse estos armando estrépito cuando alguna ráfaga de viento cerraba la puerta de golpe.
La hoja curvada de redondeado contrafilo entró por la parte baja del recto abdominal atravesando las fibras musculares de través, se abrió paso sajando los intestinos y desgarrando el estómago, rajó el tierno parénquima del riñón izquierdo como si fuese mantequilla caliente y en alguno de los defectos del filo prendió el páncreas arrastrándolo tras de sí en su trayectoria ascendente a través del diafragma para terminar haciendo una escabechina en las ramas primarias del tronco bronquial y sesgando los vasos circulatorios del hilio.
La sangre manó casi inmediatamente de su boca, hidratando sus labios secos.
El molinero dejó ir los asideros de la guadaña y el peso desequilibrado sobre las piernas fláccidas tumbó a la meiga de espaldas con la herramienta de siega alzándose desde su vientre en un estrambótico ángulo, cediendo poco a poco por su propio peso, hurgando un poco más en las entrañas de la mujer.
Ni siquiera se molestó en preparase un hatillo, poco le importaba lo que dejaba atrás, todo traería consigo recuerdos que era mejor olvidar. Simplemente salió caminando, nada más tenía importancia.
No se hizo pregunta alguna, sólo quiso mirar hacia el futuro.
Mientras se ponía en camino hacia el norte se lio un cigarrillo que prendió con placer. Se sacudió el hombro dolorido.
Nunca llegó a saber lo afortunado que fue, cuando salía del pueblo el sol se ponía sobre el horizonte del oeste y mientras las alimañas empezaban a despertarse el mal se recogía obediente.
—A ver si consigo terminar de fumarme este.