Cuando las lágrimas se le acabaron se levantó, con los ojos vidriosos y el ánimo quebradizo, y como no supo qué más podía hacer se encaminó hacia un lugar de memorias y recuerdos, ansioso por encontrarse con la paz de tiempos que no quisieron ser olvidados, hacia los restos de la vieja ermita a la orilla del río; para alimentarse una vez más del pasado dichoso.
El molinero descendía la ribera acompañado de la suave corriente de la tabla del río, agazapado su ánimo en la insidiosa abulia de la tristeza.
Se sentó apoyando su espalda en el acanalado tronco del inmenso tejo centenario. El robusto árbol, dueño y señor del lugar desde los tiempos que sí fueron olvidados, empezaba a cubrirse de diminutas, delicadas como figuras de cristal bohemio, y solitarias, melancólicas como el sabor amargo del desamor, flores verdes; testimonio inequívoco de la estación. El molinero las conocía bien, le encantaban por su ínclita debilidad fingida, tan femenina, con la llegada del otoño surgirían de ellas los brillantes y mucilaginosos moquillos rojos de venenosa semilla y jugosa carne carmesí; su copa, densa y tupida, plagada de pequeñas hojas perennes de un opaco esmeraldino e hipnotizador guardó la pena del hombre del sol de la tarde crecida, que brillaba ya hacia el horizonte del oeste.
La vida, en su empeño por ridiculizar los deseos del hombre, se mostraba de nuevo en el esplendor de su ironía, del árbol que tanto amaba el molinero por los recuerdos que su amor había dejado entreverados en las raíces se extraería décadas después uno de los más potentes anticancerígenos conocidos, el taxol.
Precisamente el sagrado tejo que guardaba la ermita y que con tanto mimo había velado por los sueños extenuados de los amantes habría podido (quizá) evitar la muerte de la mujer, sin embargo, el patetismo del destino sólo había concedido al molinero el ingenio para tallar de la rojiza madera un modesto peine, el mismo que había servido para arreglar los cabellos del cadáver que como presente le trajo la viudedad.
La muerte, en pie tras el hombre encogido, apoyado el costado siniestro de su túnica negra en el áspero tronco miraba, por encima del hombro del molinero, como sus manos pálidas y frías temblaban en el hueco del regazo. Se sentía complacida ante semejante dolor, de él se alimentaba y de él dependía, a fin de cuentas, qué es la muerte sino la máxima expresión del más cruel de los parasitismos.
Sí, estaba encantada, y se hubiera demorado allí por un tiempo de no ser porque tenía tareas pendientes que requerían su atención. Lo cierto es que le gustaba el molinero, era duro, de los que saben encajar los golpes, de los que aguantan, y para ella, doblegar el ánimo de ser humano semejante era uno de los mayores placeres imaginables. Pero, debía marcharse.
Luego volvería para pedirle un favor.
Y, al resguardo de la sombra de la única nube que cruzaba el firmamento viajó hacia el norte, hasta el pueblucho, para echarle una mano a una vieja amiga.
Llegó justo a tiempo para ver como las gentes del lugar se dispersaban, cuchicheando algunas, maldiciendo otras, sin que ninguno de ellos consiguiese poner en claro qué había sucedido o cómo iban a ponerle remedio. Se sentó, haciendo revolear su capa de oscuridad marmórea, al lado de Mariana da Cruz (que tanto le había agradecido se hubiese llevado al pusilánime de su marido), en el banco corrido de piedra de la fachada principal de la casa de la familia do Santo.
Eran una pareja de viejas chismosas que llevaban mucho tiempo esperándose mutuamente, sin embargo, ese día la muerte no estaba allí como favor a la viuda, tenía otros asuntos más importantes que tratar.
La segadora contempló la discordia y se sintió orgullosa de sus actos.
Entre los parroquianos la cizaña había prendido, tan bien como había sido atendida por la viuda, tan fértiles como eran las mentes de los lugareños.
Voces de toda condición se habían alzado, tanto enardecidas como tímidas. Opiniones hubo tantas como parroquianos, sin embargo, el único que llegó a conclusión alguna fue, precisamente, el único extraño, el desasosiego.
Algunos, sobre todo por hacerse ver con buenos ojos por el hacendado, habían querido secundar a Don Ezequiel en sus ansias de buscar al molinero para cobrarse la vida con la vida y la muerte con la muerte, y es que para el dueño del pazo las imprecaciones de Mariana habían calado hondo, ya no tanto por el verdadero sentido o no de las mismas, sino porque, de algún modo, le ofrecían un accesible bálsamo a sus pesares; sólo las candentes protestas del sacerdote habían evitado que la masa se dejase llevar por las acusaciones de la vieja y los deseos de venganza del rico.
Otros, habían procurado mantenerse en una postura más ecuánime, más por vacilación que por voluntad, ansiosos por ver llegar a Lolo Lamas acompañado por una pareja de la Guardia Civil y, de ese modo, que alguien concreto aceptase la responsabilidad. Para estos, su mente ya había jugado con todas sus creencias y las dudas eran tantas y el miedo tan arraigado que no quisieron tomar parte activa en decisión alguna.
Entre los restantes la diversidad de la incoherencia fue la reina de un desordenado y sin concierto patrón.
Nada más podía haberse esperado, al fin y al cabo, la ignorancia era ingente, la nesciencia poderosa y las leyendas latían en el subconsciente marcando sus intenciones. Para todos y cada uno de los lugareños sólo una verdad absoluta y taxativa se desprendía, sin duda, de todo aquello, nunca habían visto nada semejante, pero, habían oído historias; y eso era lo que más les preocupaba.
Como tantas otras veces en la historia de la humanidad la inteligencia del individuo se perdió en la estupidez de la masa.
Las historias, os contos, retumbaban en los oscuros rincones de la memoria. Nada era imposible, el mito se hacía plausible.
…«E non fora o mesmiño, mesmiño, naquela tenza da Cova da Serpe, foi, foi, que mo dixeron a min, os gochos morrían tódolos domingos, e polas noites non se oía nada de nada, mais os porcos aparecían mortos tódolos domingos antes da misa»; «Boeno e logo, ¿non sabedes o de Varela?, Anxo Varela tívolle que facer unha novena a nai, a viuva do Suso, inda non fai un ano. Si oh, esa que morrera do pulmón cando il era un rapaciño. Si, tívolle que facer unha novena, eche verdad, porque viuna, tal cual e coma era, cando iba por herba seca á palleira e chamóuno polo nome e pediulle polas misas.»; «A mín, cando era un pequeno contárame meu paí o conto dun lobisome na Fonsagrada que tamén comía as mozas, e das rapazas non quedaba máis carne da que leva o caldo de Consuelo, ¡probiñas!»; «E o do vello Martín do Santo que non iba nunca polo cemiterio, ¡nunca xamáis!, nin cando lle morrera a muller por caerlle a artesa na cabeza. Non oh, o Martín non cruzaba polo cemiterio nin por todos los cartos do mundo, decía que cando iba sempre se lle aparecían os mortos.»; «Arre carallo, e logo non atoparan ó Xosé de Vilela teso coma un albelo baixo do cruceiro da pena de reboxedoira, sí oh, e inda decían que a noite antes vira a Santa Compaña»…
Y, la muerte, la bruja y la viuda eran conscientes de ello, —a su modo eran una comparsa de las mitológicas parcas. Las tres sonreían.
Intenciones las había más ardorosas, pero, la realidad era que todos y cada uno de los parroquianos se dejaron caer en una incompetencia supina, esperando siempre que fuese el convecino el que aportase la solución al problema.
Se disgregaron con la confusión y el miedo saciados, hartos, necesitados de librar un agujero más del cinturón, pero, con la determinación declarando una ostentosa huelga de hambre.
La mayoría se fueron a sus casas a cerrar ventanas y puertas y esperar que el nuevo día llegase con buenas nuevas bajo el brazo.
El sacerdote se apresuró cuanto pudo para ponerse en camino a su pequeña iglesia, deseaba cambiar su ropa manchada, preparar un hatillo con un par de mudas y salir hacia la capital, creía necesario avisar al obispado, era consciente de que todo aquello se le había ido de las manos. Sólo pensaba concederse un alto en el camino, antes de partir buscaría al molinero para pedirle que le acompañase, ya no tanto por emprender el viaje solo como para asegurarse de que el molinero no se quedase en el pueblo, temeroso como era de las posibles consecuencias.
El hacendado tras montar con menos habilidad aún de la que hubiese demostrado un cojo de ambas piernas quiso regresar al pazo, ahora con los ánimos un tanto más fríos, a fin de enfrentarse a su rechoncha esposa. No estaba en ningún modo seguro de poder soportar los histéricos lloros y las protestas, pero, era consciente de que no podía demorar por más tiempo el relato de las noticias.
La viuda, arropada en su mantón negro a pesar del sol de la tarde, se quedó donde estaba, quizá a su modo, comentaba con la muerte lo que estaba por venir, como si se tratase de un simple chismorreo más, de un cuchicheo entre tantos.
La bruja, salió hacia el bosque, estaba dispuesta a cumplir con sus palabras, antes de la caída de la noche pensaba poner fin al mal liberado (al menos así lo veía ella). Mientras caminaba, su mente, tan caprichosa ese día, regresó de nuevo al pasado, hasta aquella lluviosa mañana de primavera de dos años antes.
Hasta cierto punto era lógico que así fuese, a fin de cuentas su pasado y su presente comulgaban en la misma mesa, uniendo ambas mañanas con un nexo de odio y rencor del que, por ende, no deseaba librarse.
El aguacero arreciaba inclemente, haciendo sonar tonadas de lamentos entre las ramas de los árboles del bosque. Ella luchaba por no derramar una lágrima más, trenzando la rabia y el dolor en un cabo inmenso que los años habían hecho medrar con la fuerza de las malas hierbas. Su maestra, ese despojo maloliente cubierto de llagas supurantes arrugaba el aire con su respiración entrecortada, en sus labios de viejo cuero cuarteado se adivinaba el gesto adusto de una sonrisa mefistofélica.
Y, la vieja bruja habló.
—O pequeno. ¡O teu pequeno!, ¡estaba vivo!…
La crudeza de las directas palabras no logró calar en la embotada mente de Maruxa, Maruxiña, a máis pequena dos da Comba. No supo de qué le estaban hablando; o no quiso saberlo.
Berta la miraba, más bien interpretaba las formas ante ella con sus ojos neblinosos, intentando adivinar el gesto de su discípula.
—¿Cómo?… ¿De qué…? —La primera de las sílabas sonó con la ignorancia más pura por compás—. ¿A qué te refieres?, ¿qué pequeño?… —Las siguientes sonaron al ritmo de la incredulidad—. Yo, yo no he tenido… No, oh no, ¿mi…? ¡No, noooo…! ¡No es cierto!, no puede… —Las últimas no tenían otro tono que no fuese el del odio más profundo.
El dolor más amargo.
El odio más profundo.
La verdad arañaba el subconsciente; hacía daño, mucho. Estaba fría.
La cara de aquel engendro infestado de pus y cubierto de sarna se resquebrajó como lo hacen las charcas al secarse en la canícula de las calurosas mañanas de los más duros veranos del sur ante el esfuerzo por sonreír. Estaba disfrutando como no lo había hecho en años; era tan maravillosa la sensación de dominar las vidas de las gentes, de ser dueña y señora de sus voluntades. Ahora, aquella desgraciada sin arrestos de la que se había aprovechado durante tantos años daría, por fin, rienda suelta a su rencor y podría dejarse morir en paz sin más sufrimientos. Así, como el parásito ponzoñoso que se alimenta de carne viva, podría dejar a un lado los terribles dolores que rellenaban la médula de sus huesos con una ácida pasta que le desgarraba los miembros, podría renunciar a forzar sus cansados ojos para ver simples siluetas borrosas, podría abandonar la necesidad de cagarse encima por no poder caminar hasta el bosque.
Sí, había llegado el momento. La muerte ofrecía más ventajas que pesares.
Había llegado el momento y, como siempre había hecho, pretendía forjar su propio destino en virtud de la debilidad de los que la rodeaban.
Con esas últimas palabras sacaría partido una última vez a aquella desdichada sin carácter.
Y es que Berta, a meiga, sabía muy bien que a aquella mujer que tenía en frente los deseos de cobrarse con la muerte la asaltaban cada día, se había dado cuenta de cómo la miraba y, por supuesto, se había percatado de cómo en los últimos años las plantas ponzoñosas se habían acumulado entre los secaderos de la choza, en muchos casos no las veía, pero las conocía de sobra (hedían), ella las había usado mucho antes, ella le había enseñado a conocerlas, a almacenarlas, a prepararlas y ahora esperaba que una de sus recetas la ayudara a marcharse para siempre evitándole más sufrimientos y penurias, ese había sido su movimiento.
Se equivocó, erró en la suposición e iba a pagarlo caro, muy caro.
Maruxa, mientras, permanecía bajo los efectos de la fuerte impresión, idiotizada, conmocionada, incapaz de reaccionar. La revelación iba asomándose a cada uno de los capilares de su cuerpo, viajando a través de su sistema circulatorio tal y como lo haría el veneno de un crótalo una vez inoculado tras la mordedura, dañando el tejido a su paso, digiriéndolo ya en parte.
Ezequiel, que instado por su padre Don Heladio había llegado a estudiar, que incluso había leído libros le había contado (a fin de impresionarla y que se abriera de piernas) en uno de aquellos, sus románticos paseos de atardecer, que una de las horribles torturas que entre los piratas caribeños de siglos pasados había sido de uso consistía en hacer beber a la víctima plomo derretido, de modo similar a como se ceban los capones, abriendo a la fuerza los maxilares del desdichado y dejando escurrir el líquido fundente por la garganta, ella aún recordaba lo horrible y cruento que se le había antojado semejante suplicio; ahora estaba segura de saber lo que se sentía.
No.
No, era aún peor, aquellos desgraciados al menos habrían disfrutado de las putas y el vino de Port Royal, al menos se habrían gastado el botín manchado de sangre de algún abordaje.
No, era muchísimo peor, aquellos infelices habrían al menos disfrutado de la vida en algún momento anterior al de su letal tortura.
A ella, hasta eso le había sido negado.
Ya no era sólo aquel espantajo rancio y putrefacto que la contemplaba con una sonrisa digna del mismísimo Satanás, no, era también por el hombre, el grandísimo cabrón que se había aprovechado de ella, era incluso por sus malditos padres que la habían rechazado, aún más era culpa de la vida misma que la había llevado a nacer en un pueblucho perdido de las montañas…
(No, no, se acabó… ¡Se acabó!… ¡Nunca más!…).
El odio rompió la correa que lo mantenía preso y en su alocada carrera al frente, mostrando sus dientes amarillentos e impacientes, babeando hiel, reclamando venganza, asustó a la razón, que huyó despavorida.
—¡Maldita hija de la gran puta!, —y la lluvia ganó intensidad queriendo gritar aún más alto—, ¡maldita seas, maldita por siempre!, —pero los ojos negros de su maestra la intimidaban incluso a través del velo apagado de las cataratas, su tono de voz se calmó, continuó quedamente—. Nació vivo, ¡vivo!, y tú, maldito engendro del averno, lo mataste para condenarme a mí. Lo mataste, lo ma… —La comprensión, rauda como un relámpago, estalló sobre sus cejas provocando un terrible dolor—. No, no puede ser… No, ¡dime que no…! El hijo de Isabeliña, ¿verdad?, ¿verdad…? Fue esa misma semana… No, no… ¡Noooo…!
Berta disfrutaba, disfrutaba con la intensidad de un niño comiendo un dulce de hojaldre relleno de nata. Su cara, arrugada, seca, escamosa y áspera como la piel de un reptil destripado curtiéndose al sol dejaba interpretar un gesto de gozo que casi parecía humano, era la sonrisa tierna de una madre amamantando por primera vez a su hijo, era la sonrisa sádica de un depravado masturbándose sentado sobre sus propias heces.
Lo estaba pasando tan bien que decidió apretar un poco más el lazo de la soga, hacer un nuevo movimiento, tensar una vuelta más de tuerca el engranaje.
—Ea, ¿e logo?, ¿quén de min houbera coidado?… Eles querían un fillo, ti querías un amor. Ela non soubo que lle din corniño para que non quedase preñada, ti nin te enteraches co bebedizo que che din non era máis que auga de escaramuxos. Ea, eu xa sabía que aquel langrán habíate foder, habíate preñar e habíate deixar… Ea, non podía seres máis sinxelo, os parvos sempre credes o que máis vos convén, aquela chegou a pensar que tiña un fillo, ti pensaches que tiñas un amor…
Y ya no continuó hablando porque una nueva carcajada seca como la rambla de un río olvidado se le agarró a la garganta con el ansia de un lobezno hambriento al pezón.
La soga se partió, la partida se perdió, el engranaje gripó.
No tuvo ni siquiera tiempo de tomar aire para continuar riendo, Maruxa se había levantado y algo brillaba en su mano, por primera vez en su vida conoció el sabor amargo del miedo buscando los huecos llenos de comida a medio pudrir que quedan entre las encías y la lengua.
Maruxa, la que había sido una vez, hace mucho tiempo una dulce muchacha a la que todos llamaban Maruxiña, más que otra cosa porque era la más pequeña de la familia da Comba. Maruxa, que ahora se acercaba al amargor de una solitaria salinidad, había cogido el pequeño rastrillo cuando su maestra aún no había terminado de hablar.
Allí estaba, al alcance de su mano, entre las cucharas de palo y los mil chismes que atestaban la choza, el viejo rastrillo de hierro forjado, pequeño y liviano, el ideal para escarbar y limpiar las raíces que recogían para sus bebedizos y remedios. No era más que una de las múltiples herramientas que tantas veces había usado a lo largo de los años, inofensivo, de poco más de un palmo de largo, viejo y oxidado, tan deteriorado que de la media docena de púas con las que había salido de la fragua ya había perdido dos. Sin embargo, en cuanto el ser vibrante de odio y empapado de locura en el que se había transformado la bruja lo cogió, el metal pareció cobrar un brillo perdido tiempo atrás, se convirtió por ensalmo en una esquelética garra de afiladas zarpas.
Ahora, quien sonreía era Maruxa.
Berta comprendió enseguida su error, supo al instante que no iba a morir mientras algún compasivo veneno le devoraba las entrañas, no le cupo duda, le esperaba el horror de la venganza servida fría, al más puro estilo siciliano, como la leyenda de los griegos selinontinos enardecidos por el dolor, que se cobraron entre las filas del ejército púnico la afrenta de su ciudad derruida y tomada durante la guerra, reducida a cenizas. La venganza del hoplita que sabe su esposa está siendo violada salvajemente y sus hijos están siendo degollados sin atisbo de clemencia en hacinamientos de esclavos, la más cruda y simple de las venganzas, la hija del odio desnudo.
E intentó gritar, quiso levantarse.
No salieron más que lastimeros quejidos.
Tan sólo pudo patalear como un bebé enrabietado.
No tenía salida.
La lluvia arreciaba con ansia felina, su rítmico retumbar tocaba a difuntos.
Maruxa sonreía.
El aire crujió, el rastrillo trazó una parábola dejando un susurro a su estela. Las púas se hincaron en la carne deshidratada y marchita del muslo derecho de la bruja y su discípula no se decidió a levantar el brazo para asestar un nuevo golpe, al contrario, apretó con fuerza y asentó los pies.
Cuando el grito nacía desde la seca garganta de aquel espectro viviente Maruxa dejó caer su peso hacia atrás y pasado un breve instante en que la carne resistió las púas del rastrillo se abrieron paso rasgando los músculos y limando el hueso con un chillido agudo y grimoso que encogía los labios y obligaba a cerrar los ojos, como el arrastrar de las uñas sobre un pizarrón.
La sangre tardó en brotar, las viejas arterias constreñidas de la anciana decrépita se mostraron avariciosas.
Maruxa no se detuvo para hacer semejantes consideraciones, cuando el rastrillo se quedó trabado en la articulación de la rodilla con un crujido agudo lo levantó de nuevo y lo dejó caer sobre el abdomen de su maestra imprimiéndole toda la fuerza de que fue capaz.
Algún gas putrefacto con un olor semejante al metano de las ciénagas se escapó por alguno de los cuatro agujeros con un siseo repelente, la sorpresa y el dolor, en una mezcolanza insidiosa ahogaron los gritos de la vieja chocha hasta reducirlos a lastimeros sonidos sordos.
Era la furia desencadenada por la enajenación.
El rastrillo se volvió a elevar, cayó sobre el cuello de pellejos y colgajos, abriendo tajos que enmudecieron para siempre la garganta de aquel odioso adefesio. Esa vez ya no arrastró los hierros sobre el pellejo arrugado, lo levantó inmediatamente.
La muerte esperaba bajo el quicio de la puerta, evitando mojarse con el aguacero.
Maruxa sonreía, y su gesto era casi idéntico al que había sido tan propio de su maestra.
Los ojos muertos de Berta reflejaron el último descenso del rastrillo, se hundió en su cabeza, enredándose con los cuatro pelos grasientos que le quedaban.
La sonrisa se esfumó, la diversión había acabado.
Tomó aire, sus labios manchados de diminutas gotas de sangre dudaron si volver a sonreír.
Se incorporó y escupió sobre el cadáver, salió al encuentro de la lluvia.
La muerte se apartó del hueco de la puerta para dejarla pasar y se aventuró hasta el cuerpo sin vida para regodearse.
El agua se escurrió por su rostro dejando regueros tintados de rojo metálico.
Respiró profundamente y el olor de la tierra húmeda la reconfortó.
Una sombra avanzaba por el camino que llegaba desde el norte, un bulto negro e informe que la lluvia difuminaba.
Al principio ni siquiera lo advirtió, y cuando lo hizo no fue capaz de identificarlo, sólo tras unos instantes la reconoció.
Mucho debían dolerle los huesos para haberse allegado en un día tan lluvioso, probablemente le prepararía una infusión de ulmaria y corteza de sauce, tal y como había hecho por la mañana temprano, eso la calmaría, es más, incluso le daría unas friegas de menta.
Sí, eso era una buena idea. Lo era, porque necesitaba tiempo para aclarar ciertas cosas, había temas sobre los que charlar.
Porque, ahora, aquella noche de invierno en el cementerio significaba algo más que un inconveniente por quedarse sin las uñas y pelos de muerto que el enterrador le proporcionaba cada vez que uno de los lugareños fallecía a cambio de un par de monedas, ahora, aquella noche se convertía en una noche de asesinato.
Y ahora veía claro qué es lo que debía hacer.
Todo había empezado con el primer golpe, los pasos a seguir habían ido definiéndose a medida que se ensañaba, como si la sangre derramada fuese el abono perfecto.
Era un plan sin tacha (también este), el único inconveniente era encontrar ciertos ingredientes, le llevaría tiempo, pero, precisamente, las últimas palabras de su maestra habían levantado la liebre. Sí, sabría esperar, eso no era un problema, ella era paciente.
La mujer estaba a punto de llegar, ya saludaba tímidamente con la mano.
Maruxa entró en la cabaña a fin de asegurarse el tiempo necesario para poder tapar el cadáver de Berta y disimular la sangre, no haría falta esforzarse mucho, en la choza la luz siempre era escasa, siempre podía decir que su maestra descansaba, que últimamente pasaba el día durmiendo, probablemente la mujer no lo cuestionaría.
Cuando la muerte salía por la puerta con su presa cobrada se cruzó con Mariana da Cruz, que entraba frotándose los codos con gesto compungido.